28 DE ABRIL, VIERNES (AÑO 30)

Alguien me zarandeó con violencia.

—¡Señor!…

Pero un humo blanco y espeso no me permitió distinguir con claridad al individuo que acababa de arrancarme del profundo sueño.

—¡Señor!…

Y entre la humareda, al fin, acerté a identificar a un David convulso y atropellado por un ataque de tos.

—¡Señor!…

Y mis pulmones, repletos de gases, reaccionaron como los del criado, sometiéndome a un suplicio extra.

En aquellos confusos instantes recuerdo que, entre las columnas del humazo, me pareció ver un oscilante e intenso reflejo rojizo.

—¡Señor! —clamó el anciano—. ¡La puerta…!

Y tanteando, doblándose a cada golpe de tos, tomó la iniciativa —¡bendito sea!—, abriendo la hoja con desesperación. Y la humareda, como un ser vivo, se estiró hacia la noche, retorciéndose en el umbral. Y una bocanada de aire puro vino a perdonarnos.

Y a trompicones, olvidando incluso el cayado, me precipité tras los pasos de David, buscando el exterior como un poseso.

Un segundo después reaccioné. Y lo hice, primero con perplejidad, después con vergüenza.

¡La familia!

E indignado conmigo mismo me abalancé hacia la puerta, espantando con las manos el caracoleo del humo.

Y congestionado por los repetidos e hirientes ataques de tos busqué a mi alrededor, en un vano intento de auxiliar a María y su gente. Y fue en vano porque, a los gritos del criado y ante la sofocante humareda, mujeres y hombres se habían ya incorporado.

Por fortuna, la inicial masa de humo, succionada por un fuerte tiro de aire, estaba remitiendo. Al principio no caí en la cuenta del porqué de aquella intensa y salvadora corriente. ¿Cómo hacerlo en mitad de semejante locura? Lo que importaba es que la estancia principal comenzaba a despejarse.

Y antes de que acertara a coordinar un solo pensamiento, el albañil, Ruth y su hermana Miriam se volcaron materialmente en la boca del taller de carpintería, ahora cegada por una informe columna de humo. Y unas llamaradas en el interior del habitáculo me hicieron comprender.

—¡Fuego!

Y la familia enloqueció.

Los desesperados alaridos de las mujeres confundieron aún más a los hombres. Y las toses fueron invadiendo gargantas y multiplicando el caos.

La Señora, encorvada en el filo de la plataforma, ordenaba a los hijos que abandonaran la casa y solicitaran ayuda. Pero, a pesar de los gritos, nadie la escuchaba.

Ruth, presa de un ataque de histeria, había retrocedido, subiéndose a la mesa de piedra. Y entre agudos chillidos, saltando sin control, terminó pisando y volcando la lucerna. Y flama y aceite cayeron sobre una de las esteras de paja, incendiándola.

Miriam, arreciando en su griterío e insultando a la desquiciada «ardilla», se arrojó sobre la alfombra, pisoteando las llamas en un arriesgado intento por sofocarlas. Pero los pies desnudos acusaron la acción del fuego y, dolorida, ayeando, se retiró hacia atrás, topando en el rincón de las ánforas con un recién incorporado y no menos desconcertado Zebedeo. Y ambos cayeron entre maldiciones y lamentos.

Y en mitad de aquel desbarajuste, Jacobo, recobrando un mínimo de serenidad, montando la voz por encima de la algarabía, ordenó que le ayudáramos con los cántaros.

Y saltando hacia las ánforas, apartando a Juan y a su mujer sin contemplaciones, se desembarazó del manto, procediendo a destapar el más ventrudo de los recipientes.

Por un momento sólo se oyeron sus imperativas órdenes, reclamando los malditos cántaros.

Y David, que acababa de sumarse al desconcierto, fue el primero en responder. Y lo hizo a su manera e inteligentemente. Recurrió a las vasijas desperdigadas por el piso y que habían servido para contener el agua de lluvia, arrojando el líquido sobre la crepitante cortina de fuego.

La decidida intervención del sirviente fue un revulsivo. Miriam se rehízo e imitó a David. El Zebedeo, por su parte, movido por el instinto de supervivencia, se unió a Jacobo, proporcionándole cuantos cacharros se hallaban a su alcance.

Y el albañil, frenético, animándose y animando a su gente, fue colmando cuencos, platos, cántaros y jarras con lo que tenía a mano: la reserva de vino. Y formando cadena con el resto del grupo, el espeso caldo fue trasvasado hasta el incendio, que lentamente retrocedió.

Sólo Ruth, la Señora y quien esto escribe se mantuvieron al margen. La primera, paralizada por el horror. La segunda porque, al descender los peldaños con el fin de colaborar en la extinción, perdió el equilibrio —probablemente a causa de su delicada rodilla—, cayendo de bruces y golpeándose el rostro con la pared lateral de la mesa de piedra. Pero de este accidente nos percataríamos más tarde, cuando el siniestro fue superado. La buena mujer, tratando de no distraer la atención general, guardó silencio y esperó a nuestras espaldas, medio tumbada y bañada en sangre.

En cuanto a este explorador, las razones fueron muy distintas. Aunque mi inmediata reacción fue secundar el ejemplo del criado, en el último instante me detuve. Y lo hice a causa del odioso código de «no intervención» de Caballo de Troya. El férreo entrenamiento se impuso una vez más. Muy a mi pesar no podía actuar. El incendio, avivado por el colchón de serrín, las virutas y las resecas maderas almacenadas en el taller, cobró fuerza, afectando de forma sustancial al lugar. No debía mover un músculo. Y en mi fuero interno me sentí desolado.

En esta ocasión, sin embargo, mi anormal comportamiento no provocó «efectos secundarios». La propia confusión de los allí reunidos me cubrió satisfactoriamente, camuflando mi aparente e inconcebible desinterés. Y cuando, merced al agua y al vino, las llamas retrocedieron, sólo entonces, uniéndome a los gritos y jadeos, me las ingenié para aproximarme a la entrada del taller y, evitando la cadena, arrojar sobre los rescoldos y los estallidos de la agónica madera el «aire» de unos cacharros… previamente «vaciados».

Como digo, por fortuna para este explorador, el simulacro pasó inadvertido y, una vez remontada la amenaza, sudoroso e igualmente decepcionado, me dejé caer junto a los desolados propietarios del lugar.

Y durante algunos minutos sólo se escuchó el ya apagado gimoteo de la «pequeña ardilla» y las agitadas y descontroladas respiraciones del grupo. ¿Cómo fui tan torpe de no reparar en el extraño silencio de la Señora? Posiblemente mis pensamientos se hallaban atrapados en la rabiosa realidad que tenía delante.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible que el querido taller hubiera salido ardiendo?

Y de pronto recordé el inquieto arrullo de las palomas y aquel inexplicable presentimiento. Alguien, casi con seguridad —me dije—, aprovechando la noche, merodeó alrededor de la casa, deslizándose después hasta el corral y consumando el atentado.

Poco faltó para hacerles partícipes de mis sospechas, pero, entendiendo que carecía de pruebas y no deseando agobiar el ya aplastado ánimo de la familia, elegí el silencio. E incorporándome avancé despacio hacia el humeante taller.

Y una rabia incontenible me acompañó en aquella inspección.

Las llamas habían reducido a cenizas uno de los pocos vestigios físicos y tangibles del paso del Maestro por este mundo. El Destino —o quien fuera— parecía especialmente interesado en borrar toda huella material del Hijo del Hombre. Primero fue su cuerpo, misteriosamente volatilizado en el sepulcro. Y ahora, los trabajos en madera y cuantas herramientas le auxiliaban como ebanista… Entonces, sinceramente, no lo entendí. Más tarde, gracias a la magia del retroceso en el tiempo, durante el tercer «salto», el propio Jesús me haría ver el porqué de todo aquello. Y supe que «nada es casual».

Ensimismado ante el triste espectáculo, no percibí la proximidad de Jacobo. El albañil, en un noble gesto, pero confundiendo la verdadera razón de mi presencia entre los rescoldos, suplicó que perdonase su equivocada actitud en la guarida del saduceo.

—Sé cuánto amabas al Maestro —concluyó con la voz enronquecida— y lo que significa para ti la pérdida de este sagrado recuerdo.

Y bajando los ojos, tras reiterar su petición de perdón, añadió:

—Gracias por tu ayuda…

Pero un inesperado grito nos arrancó del lugar.

Y lo que vi me hizo temer lo peor.

Miriam, arrodillada junto a su madre, chillaba y gesticulaba, reclamando a Jacobo. La Señora, tendida sobre las esteras, parecía desmayada o muerta.

Y Juan, David y Ruth, igualmente sobresaltados ante la inmovilidad de María, se precipitaron junto a Miriam, rodeando a la Señora. La «pequeña ardilla», tomando a la madre por los hombros, trató de incorporarla. Pero, al descubrir el reguero de sangre que manchaba rostro, cuello y pecho, rebasadas sus mermadas fuerzas, cayó sin sentido.

El albañil se abrió paso como pudo y, descompuesto ante la aparatosa imagen y los ensordecedores chillidos de su esposa, terminó rígido, con la voz, los sentidos y la voluntad definitivamente bloqueados.

No sé de dónde saqué la serenidad. Pero, haciendo oídos sordos a la justificada histeria de Miriam, la aparté sin miramiento, ordenando a David que me asistiera con la lucerna. Y durante unos minutos, con el corazón en un puño, me afané por explorar a la querida amiga y confidente.

La primera impresión estaba equivocada. María vivía, aunque su pulso era premioso. Y cuando me disponía a examinar el posible origen de la hemorragia, el Zebedeo, en pie y a mis espaldas, evidentemente recuperado, estalló con una irreproducible sarta de insultos e improperios contra mi persona. Mencionaré tan sólo los más suaves:

—¡No te atrevas a tocarla, bastardo inmundo!… ¡Hijo del pecado, aléjate!…

El criado le miró sin comprender. Y quien esto escribe, triturando la indignación entre los dientes, fingió no haber oído. El que sí oyó el feroz ataque del discípulo «amado» fue Jacobo. Y saliendo de su estupor se enfrentó al Zebedeo, arrinconándolo a empellones contra la pared y jurando por sus difuntos que le rajaría en canal si volvía a abrir la apestosa boca. Después, regresando junto a la enloquecida Miriam, sin previo aviso y fríamente, le cruzó el rostro con una bofetada. Y el temple pareció instalarse de nuevo en la afligida mujer. Y en mitad de un doloroso silencio, el albañil alzó a su esposa, abrazándola con ternura y rogándole que se calmara.

María, por lo que pude apreciar, presentaba una herida incisa leve, de escasa profundidad, en las proximidades del puente nasal. El golpe acarreó una escandalosa hemorragia que fue lo que alarmó a los hijos.

En principio, a la luz de la lámpara, no observé deformación de la pirámide nasal. Y con todo el cuidado de que fui capaz inicié una lenta y progresiva palpación. No hubo reacción. Y me sentí animado. La ausencia de dolor, en especial en el tabique nasal, me hizo sospechar que no existía fractura. Tampoco creí apreciar hematoma del tabique ni enfisema subcutáneo.

El impacto, en fin, resultó más espectacular que dañino.

Miriam, sollozante, se unió por último a este recuperado explorador y me interrogó casi sin voz. Sonreí, tranquilizándola. Y los enormes ojos verdes me abrazaron.

Los siguientes pasos —los únicos que podía dar— fueron igualmente simples. Solicité agua hervida y, soltando el lienzo que cubría mi frente —sujetando el denario entre los labios—, procedí a una minuciosa limpieza de la herida y de los coágulos. En aquellos momentos no fui consciente de la trascendencia que encerraba la sangre recogida en los extremos del paño.

Y al contacto con la humedad, la Señora abrió los ojos, recorriendo los expectantes rostros. Después, cerrándolos de nuevo, comprendiendo que todo había pasado, suspiró relajada.

Jacobo y su mujer atendieron a la olvidada Ruth, a la que reanimaron. El Zebedeo, acurrucado entre las tinajas, no dejaba de observarme. Los negros ojos destilaban un brillo poco tranquilizador. Lo ignoré.

Y la «pequeña ardilla», tras repetir una y mil veces que se encontraba perfectamente, no permitió que siguiera ocupándome de su madre. Depositó la cabeza de la Señora sobre su regazo y, tierna y solícita, prosiguió las curas, comprimiendo suavemente la región herida con sucesivas compresas empapadas en agua.

Y aproximadamente hacia las cuatro de la madrugada (en la vigilia del «canto del gallo»), Jacobo partía a la carrera hacia el domicilio de Santiago.

Y este explorador, rendido y en silencio, traspasó el umbral de la entrada, necesitado de unos gramos de paz y de aire puro. La noche continuaba profusamente engalanada de estrellas y la aldea, a unas dos horas del alba, se me antojó odiosamente indiferente a la tragedia de aquel hogar. ¿Cómo es posible que los vecinos no hubieran oído los gritos de la familia? ¿O sí los habían escuchado?

Y un cercano susurro distrajo mi atención, apartándome de mis pensamientos.

David, bajo el dintel, me reclamaba con urgencia. Me aproximé alarmado. ¿Qué nueva desgracia nos visitaba?

Y señalando la cara exterior de la puerta me animó a que comprobara por mí mismo lo que acababa de descubrir. Acercó la lucerna y el corazón me dio un vuelco. Y al instante supe que mis sospechas eran correctas. El incendio del taller no era fruto del azar.

En mitad de la madera aparecía una bolsa, sujeta por una menguada daga. Y por debajo, pintadas con cal, las palabras «aboda-zara» (idolatría).

Ni el sirviente ni yo reparamos en aquel aviso —porque de eso se trataba— cuando, semiasfixiados, huíamos de la vivienda.

Y de pronto, al examinar el arma con mayor atención, creí reconocer la bolsa de hule. Pero no tuve ocasión de arrancarla. La súbita presencia de Santiago, Jacobo, Esta y Rebeca me contuvo.

Los hombres, sin resuello, permanecieron unos segundos junto a David y este atónito explorador. Las mujeres, más alarmadas si cabe, penetraron en la casa como una exhalación.

Santiago y su cuñado observaron la pintada con incredulidad. Y tras un instante de vacilación, maldiciendo a Ismael, el albañil desclavó la daga, arrojándola con furia en la oscuridad de la calle.

Me apresuré a recoger la caída bolsa, verificando, en efecto, que se trataba de la desaparecida pertenencia. Y nervioso, sabiendo de antemano lo inútil de la revisión, la abrí, examinando el interior. Ni rastro de las «crótalos». Ni rastro de los dineros. Ni rastro del salvoconducto de Poncio…

Y espontáneamente sumé otra maldición a la de Jacobo.

Pero las cosas estaban como estaban y poco ganaba con lamentarme. Así que, apretando el hule entre los dedos, fui a reunirme con el clan.

Las mujeres, rodeando a la Señora, cuchicheaban y gimoteaban. Santiago, puntualmente informado por Jacobo, permaneció unos instantes junto a su madre. Acto seguido, escoltado en todo momento por el cuñado, penetró en el taller. Y me fui tras ellos.

Atónito, el ahora hijo mayor fue inspeccionando el desastre. Pero, con gran entereza, mordiéndose los labios, no hizo el menor comentario. Y fue recorriendo con la mirada los restos calcinados del banco, las herramientas retorcidas e inservibles, las paredes ennegrecidas y la techumbre prácticamente devorada y abierta.

Después de todo —pensé— la familia podía considerarse afortunada. De no haber sofocado a tiempo las llamas, era más que probable que todo el inmueble se hubiera visto envuelto en el siniestro.

Y Santiago, fijando la atención en la vencida y consumida puerta que separaba el lugar del patio posterior, avanzó un par de pasos, examinándola con detenimiento. Se hallaba abierta de par en par y pegada al tabique. Era extraño. La hoja fue apuntalada con un madero. Yo mismo, tras el corto paseo de esa noche, volví a colocarlo en su sitio. Parecía evidente que alguien la había desplazado. Y adivinando mis pensamientos, el galileo centró su examen en las bisagras.

—¡Mal nacidos!

El cerco fue estrechándose. Las bisagras, efectivamente, aparecían arrancadas de cuajo.

Y empecé a intuir también el porqué del providencial tiro de aire que redujo la humareda.

Y Santiago, girando en redondo, fue removiendo las cenizas del piso con la punta de la sandalia izquierda. ¿Qué buscaba? Al poco, el calzado tropezó con algo que le obligó a inclinarse. Lo desenterró sin prisas y, llevando lo que parecía un trozo de arcilla a la nariz, olfateó un par de veces. Finalmente, levantando los ojos hacia sus intrigados amigos, anunció con amargura:

—Asfalto.

Mis sospechas quedaron confirmadas. El intruso o intrusos, tras franquear la puerta, arrojaron una carga de aquella sustancia bituminosa —probablemente el llamado betún de Judea—, a la que prendieron fuego.

En cuanto a la autoría del criminal atentado, estaba clara. El «aviso» en la puerta principal, con mi bolsa de hule, justamente «desaparecida» en la vivienda del saduceo, señalaba directamente al vengativo sacerdote.

Pero nadie declaró sus sentimientos. Y Santiago, más abatido aun que Jacobo y que este explorador, se dispuso a hacer frente a una situación que había tocado fondo.

Retornamos a la sala e, inteligentemente, el jefe de la familia continuó mudo. Fue a recostarse contra el filo de la plataforma superior y, acariciando la barba, permaneció sumido en una profunda reflexión.

Su mujer —Esta—, con una diligencia y autodominio igualmente admirables, se ocupó de Miriam. Hasta esos momentos, ninguno de los presentes —ni ella misma— había caído en la cuenta de sus quemaduras.

Las llamas, por lo que acerté a apreciar, sólo lesionaron la capa córnea de la epidermis. Las plantas de los pies, de piel más gruesa que la del resto del cuerpo, presentaban algunos eritemas (enrojecimientos), dolorosos por supuesto, pero de escasa relevancia. La profundidad de las quemaduras —de acuerdo con la regla de «los nueve» de Wallace— apenas si alcanzaba un 0,5, reduciéndolas a un primer grado.

Y una vez tratadas con agua fría, Esta procedió a untar las rojeces con un ungüento aceitoso que —según sus explicaciones— contenía extracto de malvavisco (Althaea officinalis), una planta de raíz fuerte y amarillenta generalmente recolectada en los suelos salitrosos y que la Señora, excelente conocedora del poder de la medicina natural, procuraba adquirir con regularidad. No me sorprendió. Yo había sido testigo de esta habilidad de María cuando cruzábamos el wadi Hamâm. Y en mi fuero interno elogié la sabiduría de aquella gente. El contenido de las hojas y raíces del malvavisco —rico en mucinas y aceite esencial— resultaba un excelente remedio como calmante de las membranas mucosas y como emoliente o relajante de las regiones inflamadas.

En cuanto a la Señora, atendida en todo momento por Ruth y Rebeca, parecía más sosegada. Concluida la primera cura de urgencia a Miriam, tras un breve parlamento, las mujeres decidieron suministrar a María un brebaje que contribuyera a acelerar la cicatrización de la herida. Me alarmé. Y, amparándome en la curiosidad, acompañé a la templada y silenciosa Esta hasta las alacenas que se abrían en la cocina-dormitorio.

Tomó una de las jarras de arcilla y fue a verter dos puñados de hojas de un verde intenso y brillante en el puchero que seguía hirviendo sobre el fogón. Y antes de que me atreviera a preguntar, sospechando mis intenciones, aclaró la duda que me intranquilizaba.

Estaba equivocado. Mi traducción no era correcta. Aquellas hojas basales de largo peciolo, con nerviaciones regulares y de tan luminoso verde, pertenecían a una sanícula, otra planta medicinal rica en saponina, tanino y alantoína, muy abundante en los suelos de robles y hayas.

Y digo que estaba confundido porque, en realidad, las mujeres no pretendían hacerle beber aquella pócima, sino aprovechar su efecto antiinflamatorio mediante la aplicación de las correspondientes compresas.

Esta debió de captar mi admiración y sonrió con desgana. Dejó reposar la infusión y, provista de varios lienzos, regresó junto a su suegra. Los empapó en el líquido y, sin escurrirlos, sabia y pausadamente, fue depositándolos sobre el rostro.

Había llegado la hora. Y Santiago, avanzando hacia el grupo, habló en los siguientes términos:

—Escuchadme todos…

El tono, empañado por el dolor y una rabia subterránea, no admitía réplicas.

—Por consejo de mamá María tomamos la decisión de dejar el asunto de nuestra permanencia en Nazaret en manos del Padre. Él nos mostraría su voluntad…

La mayoría de los presentes, adelantándose a las palabras de Santiago, bajó los ojos, rendida ante la evidencia. La Señora, con la cabeza reclinada en el regazo de la «pequeña ardilla», no quiso o no pudo replicar. Su hijo hablaba con razón.

—Entiendo —prosiguió rotundo— que el Padre ha sido suficientemente claro. No debemos continuar en la aldea. Lo ocurrido aquí, esta noche, es una viva manifestación de su voluntad…

Y sorprendido ante su propia seguridad dudó unos instantes. Pero, rehaciéndose, se dejó llevar por lo que le dictaba el corazón y el sentido común:

—No conviene, no es bueno, ni para nosotros ni para la obra que inició nuestro Hermano, que permanezcamos en Nazaret. Asumo personalmente esta responsabilidad y os pido que comprendáis y me ayudéis.

Y dirigiendo la mirada hacia la techumbre —imitando el gesto de su madre en el valiente pronunciamiento de la noche anterior— reforzó sus palabras:

—En estos difíciles momentos creo interpretar, e interpretar bien, el deseo de nuestro Padre Celestial.

Poco más pudo añadir. Evidentemente, la situación había entrado en una fase insostenible y de no retorno que aconsejaba ceder con astucia e inteligencia. De resistir, la hostilidad del jefe del consejo local y de los antiguos enemigos del Maestro podría haber desembocado en otros males de peor naturaleza.

Y de común acuerdo, Santiago y Jacobo trazaron un plan que debería ser ejecutado sin dilación: al amanecer, reunidas las provisiones y pertenencias imprescindibles, todos —a excepción de Miriam, Esta, Rebeca, el albañil y los hijos de ambos matrimonios— partirían hacia Caná. El grupo encabezado por Jacobo lo haría en dirección a Séforis, donde permanecería bajo la protección de la casa de Rebeca.

No hubo oposición. El Zebedeo continuó amurallado en el mutismo y David, por su parte, expresó su complacencia ante la bondad y generosidad de la familia, que le permitía seguir a su lado y correr la misma suerte. Respecto a este explorador, la prudente decisión me tranquilizó. En buena medida por el hecho de no tener que viajar hacia el lago con la sola compañía del recalcitrante Juan Zebedeo.

Y con el alba —hacia las 5.30 horas—, apremiada por el inquieto Jacobo, la primera de las expediciones desaparecía rumbo a la cima del Nebi, acortando así el camino hacia la ruta a la vecina Séforis.

Nadie se lamentó. Nadie pronunció una palabra más alta que otra. Nadie se despidió.

Y el segundo grupo, tras atrancar las puertas exteriores de la vivienda, a una señal de Santiago enfiló la solitaria y embarrada «calle norte», perdiéndose con prisas hacia las «puertas» de Nazaret.

Dada la imposibilidad de María para caminar con seguridad y presteza, los hijos acondicionaron unas parihuelas, sujetando uno de los edredones a dos gruesas pértigas de madera. Y aunque poco ortodoxo, el armazón cumpliría su cometido: la Señora pudo viajar con una relativa comodidad. Los hombres, salvo el Zebedeo, nos turnamos en el transporte de las angarillas. En un primer momento —hasta que alcanzamos lo que bauticé como la cota «511»—, la responsabilidad de las andas corrió a cargo de Santiago, en cabeza, y David. Tanto uno como otro portaban a las espaldas sendos petates de cuero con las viandas y las ropas seleccionadas por las mujeres. Ruth, al igual que Juan, había sido liberada de toda carga. De su cinturón colgaba una mínima bolsa en la que fue depositada una jarrita de vidrio con el extracto de sanícula y una prudencial reserva de paños de lino.

Y este explorador, como si de una maldición se tratara, volvió a responsabilizarse del incómodo pero necesario odre con agua y vinagre. El volumen, de unos veinticuatro log (alrededor de quince litros), era suficiente para satisfacer las necesidades de los seis expedicionarios durante las dos horas escasas que, en principio, nos separaban de la ciudad de Caná.

El paso entre las casuchas, ahora maquilladas en naranja por el amanecer, me sorprendió. El familiar y monótono rugir de la molienda del grano escapaba ya por las puertas entreabiertas. Sin embargo, no sé si sujetos por el miedo o la indiferencia, ninguno de los vecinos acertó a salir a nuestro encuentro. Nadie tuvo el coraje de asomarse. Por supuesto, aunque no llegué a descubrir un solo rostro en la penumbra de las ventanas y cancelas, sabía que la precipitada salida de María y su gente estaba siendo espiada. E insisto: es injusto que los evangelistas silenciaran este penoso suceso. ¿Por qué no mencionaron la destrucción del taller de carpintería del Maestro? ¿Por qué no hablaron de aquella mortal oposición de buena parte de Nazaret hacia la familia del Resucitado? E instintivamente fijé mi atención en Juan Zebedeo. Caminaba con lentitud, pero notablemente repuesto de su reciente trauma. Como creo haber relatado en anteriores oportunidades, la incorregible vanidad de este íntimo de Jesús le acompañaría toda su vida. Y apostaría lo poco que me resta para la muerte a que esta lamentable «desinformación» tuvo mucho que ver con ese afán de ocultar los pasajes en los que su imagen no salía precisamente airosa. Pero este vicio no fue exclusivo del «hijo del trueno». Más adelante tendría ocasión de presenciar otros acontecimientos —de mayor y menor calado— que resultarían igualmente silenciados o intencionadamente deformados por los propios apóstoles [7].

A la altura de la fuente, al ver junto a las aguas a un madrugador corro de matronas que se apresuraba en el llenado de puntiagudas vasijas, Ruth cubrió su cabeza con el negro manto, ocultando el rostro. Y aceleró el paso hasta situarse al costado de la Señora. Unas crueles y mal contenidas risitas encendió al Zebedeo. Y, volviéndose, las desafió con la mirada. Pero Santiago, con un escueto gesto de cabeza, le forzó a reanudar la marcha.

Y poco a poco la exuberante vega que despertaba entre las rosadas colinas fue quedando atrás.

El cielo, azul y cristalino, presagiaba una jornada sin sobresaltos.

Y mis ojos y mi corazón se despidieron con pesar del altivo palmeral que ponía orden en el sendero de acceso a la aldea.

¿Cuándo regresaría? Imposible saberlo en aquellos dolorosos momentos.

Y dejándome llenar por una singular emoción —a ratos suave y nostálgica, a ratos erizada por el rencor—, me detuve unos instantes, robando la imagen de aquella Nazaret blanca, arisca y agazapada en la falda del Nebi Sa’in. Un humo virgen e indefenso huía —como nosotros— de la aldea, construyendo finas y falsas columnas sobre los terrados y despidiéndonos a su manera. Y a lo lejos, más allá de las cohortes de viñas y olivos, ajenos a todo, los bosques de nogales y algarrobos pintaban un horizonte verde y severo. Y me prometí a mí mismo que yo sí daría fe de cuanto había vivido y conocido entre aquellos ingratos e indiferentes notzrim (nazarenos).

Salvado el primer repecho, al conquistar la cota «511», el grupo descansó. El Zebedeo alcanzó a los porteadores de las parihuelas y, por espacio de breves instantes, los vi dialogar. Parecían referirse al abrupto camino que debía conducirnos en los próximos cuatro kilómetros y que desembocaba en el desfiladero de los leprosos. Y el recuerdo del incidente en Ein Mahil me intranquilizó.

Según lo convenido sustituí al criado en el transporte de la Señora. Acomodé la «vara de Moisés» junto a María y, repuestas las fuerzas, atacamos el segundo tramo. Y aunque el peso no era excesivo, lo escarpado del terreno —en permanente y pronunciado descenso—, unido al espeso y cerrado monte bajo, convirtieron la marcha en una tortura.

María, sin una protesta, tuvo que soportar más de uno y más de dos encontronazos con el pedregoso senderillo, consecuencia —en la mayor parte de los casos— de mi proverbial torpeza.

Y poco más o menos a la hora de nuestra partida de Nazaret, jadeantes y sudorosos, los expedicionarios entrábamos en la hoz de altas paredes, hoy conocida como Ein Mahil y que entonces constituía el forzoso amparo de los leprosos de la región.

Y como sucediera en el camino de ida, al contemplar el desfiladero, mujeres y hombres se estremecieron. Nadie habló. Y las miradas recorrieron desconfiadas los cuatrocientos o quinientos metros que nos separaban del final del silencioso barranco.

Santiago, en voz baja, nos previno. Era menester atravesarlo con sigilo y a la máxima velocidad.

Nunca llegué a acostumbrarme a aquel ancestral e irracional terror que demostraban las gentes —de toda clase y condición— hacia unos infortunados que, como aquéllos, malvivían en oquedades, minas abandonadas y remotos bosques o pantanos. Precisamente por ello, al saber de las numerosas y audaces aproximaciones del Maestro a estos infelices, mi admiración por el rabí de Galilea no tuvo límites. Pero de estos emocionantes sucesos se ocupará Eliseo, en su momento.

Alcé la vista hacia los agrestes y verticales taludes, pero sólo recibí la quietud de los matorrales de ezov (el hisopo sirio) y de los descolgados terebintos. Las bocas de las galerías —habituales refugios de estos «impuros»— aparecían igualmente en paz.

Y a una señal de Santiago, compacto como una piña, el temeroso grupo inició la carrera por el accidentado callejón.

El Zebedeo, embozado en el ropón, probablemente con más ansiedad y pánico que el resto, fue ganando distancia, alejándose sin mirar atrás.

David, aferrado a la mano de Ruth, permaneció a nuestra izquierda, acompasando la marcha al penoso ritmo de los porteadores.

Pero las aristas calcáreas que surcaban el fondo de la hoz terminarían jugando a la contra. Y sucedió lo que parecía inevitable.

En pleno esfuerzo, con la respiración en desorden, Santiago fue a pisar en falso, cayendo sobre los traidores repliegues.

Y angarillas, mujer y griego —por este orden— le siguieron en tropel.

Desconcertados, el sirviente y la «pequeña ardilla» retrocedieron de inmediato, intentando ayudar. Por fortuna, Santiago se recuperó a la misma velocidad a la que había caído. Comprobó el estado de la madre y preguntó por mi situación. En principio, el percance no rebasó los límites del lógico susto.

Y haciéndome de nuevo con los extremos de las pértigas le indiqué que me hallaba dispuesto.

Y reemprendimos la carrera, al tiempo que oíamos a nuestras espaldas los primeros e indignados ame (impuro) y los impactos de una súbita lluvia de piedras.

Minutos después, con el corazón en la boca y un vergonzante miedo —lo reconozco— salpicando mi supuesta hombría, dejamos atrás la garganta rocosa, refugiándonos en la espesura de una colonia de centenarios terebintos de cortezas olorosas y espejeantes.

Pero los sinsabores del grupo no habían terminado. Sinceramente, no sé qué fue peor: si la accidentada carrera por el desfiladero o el recibimiento del impaciente e irritado Zebedeo.

En un primer momento no presté atención a la agresiva actitud del discípulo. Para mí era algo habitual.

Y mientras Ruth atendía a la Señora, aprovechando el descanso para aplicarle nuevas compresas, Juan, apremiado por la sed, no tuvo más remedio que dirigirse a este explorador, reclamando el odre de agua con un timbre agrio que —a juzgar por las expresiones de mis compañeros— no agradó a nadie.

Atendí su reclamación, pero, al liberar el pellejo que colgaba de mi hombro, observé desolado cómo la casi totalidad del contenido había desaparecido. Examiné el pasador de madera que debería haber cerrado la embocadura, comprobando que se hallaba suelto. Y supuse que el cierre podía haber saltado en alguno de los tropiezos, mientras descendíamos hacia Ein Mahil.

Santiago y David, atentos a mis movimientos, supieron reaccionar caballerosamente. Y trataron de sosegarme, argumentando que «aquello podía ocurrirle a cualquiera». Además, nos encontrábamos a un kilómetro escaso del caudaloso manantial que abastecía Caná.

Y contrariado por tan imperdonable torpeza me apresuré a cortar el hilo de agua que escapaba ante mis atónitos ojos.

—¡Maldito idólatra!…

No alcancé siquiera a tocar la boquilla. El Zebedeo, en un arrebato de cólera, arrancó de entre mis manos la exhausta piel de cabra, descargando el veneno que acumulaba.

—¡Sólo has traído la desgracia a esta familia!

Santiago se apresuró a interponerse. Pero, a pesar de sus sensatas y pacificadoras palabras, el odio del discípulo reptaba ya como una cobra. Y asistimos boquiabiertos —yo más que el resto— a un ataque brutal y desproporcionado.

Juan, fuera de sí, con las arterias del cuello envaradas y relampagueando violencia por los ojos, se empinaba una y otra vez sobre las puntas de las sandalias, arrojando por encima de los hombros de Santiago toda suerte de improperios contra aquel «pagano, hijo de la abominación».

El jefe de la familia hacía desesperados esfuerzos por sujetarle, abrazando con ímpetu aquel manojo de nervios. Pero el Zebedeo, dispuesto a soltar el lastre que le consumía, tomando mi forzoso silencio como un desprecio, remató las injurias con una interrogante que me pilló desprevenido y que oscureció aún más los semblantes de los descompuestos y avergonzados testigos.

—¿Es que crees que la daga y tu sucia bolsa en la puerta no son la prueba de lo que afirmo?…

Santiago intentó silenciarle, tapando su boca con la mano izquierda. Fue inútil. El Zebedeo, agitándose como un bambú, logró zafarse y redondear sus propósitos:

—¡Idolatría!… ¡Nos acusan de idolatría por tu causa!

«Aboda-zara».

Y el recuerdo de la pintada me confundió del todo.

¿De qué estaba hablando? ¿Por qué me culpaba?

Y Santiago, hastiado, zanjó la poco edificante escena como supo y pudo. Sin mediar palabra lanzó un seco y certero cabezazo contra la frente del enrojecido discípulo. Y el neurótico se desplomó inconsciente.

Durante algunos minutos —inmensamente largos para mí—, el embarazoso silencio sólo se vio quebrado por el lejano canto de las alondras y el eco de aquellos enfurecidos gritos en mi memoria.

¿Qué quiso decir? En sus ataques, entre la maraña de insultos y despropósitos, creí detectar algo muy concreto y preciso. ¿Qué tenía que ver este griego —pagano, por supuesto— con la acusación de idolatría? ¿Qué me ocultaban? ¿Por qué mi bolsa de hule, en efecto, formaba parte del «aviso»?

Y empecé a sospechar que algo había escapado a mi control.

Las vertiginosas reflexiones fueron canceladas ante la proximidad de un Santiago visiblemente alterado. Y no le culpo. El inesperado desaire del Zebedeo colmó la generosa medida de su paciencia.

Me observó nervioso. Esquivó mi inquisidora mirada y se disculpó secamente en nombre del discípulo y de la familia.

Le abordé tratando de aclarar los términos de la grave acusación. Pero el galileo, sin ocultar el cansancio que le producía aquella triste historia, rehuyó el tema respondiendo con un cortante «Olvídalo».

Y, dando media vuelta, recuperó el odre y, con violencia, vació el agua restante sobre el rostro del derrumbado Juan. Y el aturdido discípulo, incorporándose con dificultad, lanzó un mudo reproche a cuantos le rodeaban, alejándose por la senda que conducía a Caná.

No hubo preguntas ni comentarios. David ocupó mi puesto y la silenciosa comitiva reemprendió la marcha. Y aquel kilómetro, en ascenso hacia el depósito de agua que surtía a la población de Meir, el rofé de las rosas, fue uno de los tramos más penosos, para quien esto escribe, en el viaje de retorno al yam. Penoso porque mi mente no dejó de pelear, buscando en vano la explicación a las acusaciones del Zebedeo.

«¡Idolatría!… ¡Nos acusan de idolatría por tu causa!».

Por más que trasteé en la memoria no logré despejar el misterio. En nuestro intenso entrenamiento habíamos tenido acceso a una voluminosa y detallada documentación sobre el tratamiento de la idolatría por parte de la legislación judía y las relaciones entre paganos e israelitas. Nada de lo que recordaba parecía encajar en las graves insinuaciones. Yo, por supuesto, en mi papel de «griego de Tesalónica» era considerado como un gentil. Y aunque no siempre fui tratado con cortesía por aquel pueblo, la verdad es que los incidentes originados por mi calidad de «no judío» fueron escasos. Como en otros aspectos del quehacer diario, la retorcida normativa religiosa era una cosa y la práctica, en especial entre las gentes sencillas y con sentido común, otra muy distinta. Por mucho que se esforzaran los doctores de la Ley, el enloquecido maremágnum de disposiciones rabínicas resultaba tan difícil de recordar como de cumplir [8].

Otra cuestión era que alguien —por venganza o por un extremado celo religioso— presentara una denuncia por incumplimiento de alguna de estas alambicadas y mezquinas disposiciones legales. Sólo el tratado de «aboda-zara» (sobre la idolatría) reúne cincuenta normas y prohibiciones.

¿Venganza? Eso sí engranaba con lo ocurrido en Nazaret y con el perfil del saduceo. Pero, admitiendo la hipótesis, ¿en qué podía basarse? ¿Cuál fue mi «error»? ¿En qué pude comprometer a la familia?

«¡Nos acusan de idolatría por tu causa!».

¿Por mi causa?

Que yo recordara, durante mi estancia en la aldea no se produjo compra o venta alguna entre la familia y quien esto escribe. Tampoco era portador de ídolos ni había incitado a nadie al culto idolátrico. Sí permanecí a solas con los diferentes miembros del clan. Y recorrí incluso la población en compañía de los hijos y de la Señora. Pero, sinceramente, hechos como aquél eran frecuentes y normales. Mucho más en la liberal Galilea. El propio sacerdote departió conmigo en varias ocasiones y en solitario. No, aquello resultaba excesivamente retorcido. Ningún tribunal habría aceptado una demanda semejante.

Y de pronto me vino a la memoria la intrascendente cura efectuada a María. Según el riguroso código religioso, cuando el médico no percibía salario, sí podía estimarse como una violación de la normativa y, por tanto, como un pecado de idolatría. Rechacé la idea. La trivial exploración de la herida y la posterior limpieza sólo fueron presenciadas por los hijos, el sirviente y el Zebedeo. Ninguno lo hubiera denunciado. ¿O sí? ¿Quizá el vengativo discípulo? Imposible —traté de tranquilizarme—. Juan permaneció bajo vigilancia en todo momento.

Como digo, fui incapaz de poner en pie un argumento que justificara la acusación del Zebedeo. La esquiva actitud de Santiago, sin embargo, parecía darle la razón. Tenía que interrogarlos. Tenía que escapar de aquella mortificante duda.

Y sumido en estas reflexiones me vi de pronto en la menguada planicie ubicada en la cota «532», y en la que reinaba, como gran protagonista, aquel salto de agua de cinco metros.

El grupo se detuvo frente al rumoroso estanque semicircular, saciando la sed y refrescándose. Y este explorador hizo otro tanto. Solté el lienzo que sujetaba el denario de plata contra mi frente e inspeccioné el hematoma. Había remitido considerablemente. Y tras un rápido aseo —no deseando defraudar a la Señora— volví a colocar la moneda, anudando el lino.

Santiago, más relajado, observó la operación de soslayo y esbozó una sonrisa, divertido ante el estrafalario perfil de aquel griego. A punto estuve de abordarle, aprovechando la favorable coyuntura. Pero la aparición del funcionario responsable del servicio de aguas de Caná me contuvo. Preguntó si deseábamos incienso. Y Santiago, excusándose en el estado de su madre, rechazó la invitación. Esta vez no habría ceremonia ni oración en el altar de los sagrados terebintos.

Y el guardián, contrariado por la pérdida del alquiler del cuenco con el incienso y el candil (una lepta: pura calderilla), se alejó hacia la cabaña de troncos de la que había salido, mascullando algo sobre aquellos «miserables e irreverentes notzrim, incapaces de respetar la tradición de sus mayores».

David y Ruth se acomodaron junto al estanque, disfrutando de la momentánea paz. Nadie echó de menos al Zebedeo. Supongo que dieron por cierto que continuó hacia el caserón del anciano rofé de Caná.

Santiago revolvió en su petate y repartió algunas provisiones: granos de trigo tostado, tortas de flor de harina amasadas con aceite y un pellizco de hierbabuena, cebollas crudas y una deliciosa y aromática miel de romero.

Y el grupo, hambriento, dio buena cuenta del frugal desayuno.

Aquél era el momento. Las tensiones aflojaron y, decidido, pregunté sobre la incógnita que me atornillaba. Sin embargo, a pesar de la exquisita prudencia y de los encarecidos ruegos, volví a estrellarme contra el silencio.

La «pequeña ardilla», mejor dispuesta, solicitó permiso a su hermano con la mirada. Pero Santiago, con una casi imperceptible negación de cabeza, selló los labios y la buena intención de la mujer. La Señora, por su parte, se limitó a bajar el rostro, haciendo causa común.

La impenetrable actitud, en el fondo, ratificaría mis sospechas. Algo grave sucedió en Nazaret.

Y vencido me resigné, a la espera de una nueva oportunidad.

Pero el sirviente, silencioso testigo de mi inútil intento, conmovido quizá por la desazón que endurecía mi semblante, se movilizó súbitamente. Y quien esto escribe observó sus movimientos por pura inercia. Una vez en pie, procurando no ser visto por la familia, hizo un guiño, invitándome a que me reuniera con él. Y le vi alejarse hacia el verde luminoso que amurallaba el calvero. Dejé que se adentrara en el bosque de terebintos y, al comprobar que se disponía a orinar, me excusé, siguiendo sus pasos y su ejemplo.

Y en esta poco ortodoxa actitud fui informado de las claves de aquel enigma.

La verdad, de nuevo, resultó más simple de lo que había imaginado.

Según mi confidente, todo arrancó a raíz de una indiscreción de la propia María. Al entrar en Nazaret —en un muy humano deseo de compartir las experiencias vividas en el accidentado viaje desde el yam—, la Señora, entre otros sucesos, relató a los vecinos el difícil y emotivo parto al que asistió en el encuentro con la caravana mesopotámica [9]. Y llevada de la alegría e inocencia proporcionó todo lujo de detalles. Y quizá por descuido, o por su natural repulsión hacia la mentira, fue a narrar los hechos tal y como sucedieron. Segundo error. Al explicar cómo se vio forzada a reemplazar al paralizado Jasón, no cayó en la cuenta de algo que, al fin y a la postre, desencadenaría las iras del Zebedeo: hasta esos momentos, para los discípulos que nos acompañaban en aquella ocasión (Juan y Natanael), el único artífice del feliz alumbramiento era este griego de Tesalónica. María, como se recordará, generosa y prudentemente, supo guardar silencio sobre mi aparente cobardía. Cuando el hecho fue conocido por Juan Zebedeo, caliente aún en su memoria el incidente con la cerastes cerastes (la serpiente que atacó a Natanael), su cólera se desbordó.

Y la narración de María —como era de prever— terminó filtrándose hasta llegar a oídos del saduceo.

Pero, sinceramente, no alcanzaba a comprender. ¿Dónde estaba el pecado?

—Muy simple —aclaró David—. La Ley es inflexible: una israelita no debe prestar ayuda en el parto a una gentil porque, de esa manera, participa en el nacimiento de un nuevo idólatra.

Confusión e indignación caminaron a la par.

Confusión porque semejante normativa no constaba entre mis informaciones. (Al retornar al módulo y consultar el banco de datos de Santa Claus, nuestro ordenador, observamos con desolación que, en efecto, dicha disposición no aparecía en el manuscrito de Munich —una de las más importantes fuentes sobre idolatría— y tampoco en los textos de Nápoles. Sencillamente, ignorábamos aquel cruel mandato religioso).

Por supuesto —de acuerdo con las explicaciones del criado—, los falsos e hipócritas rabinos sí autorizaban lo contrario. Es decir, la ayuda de una gentil en el parto de una israelita.

E indignación porque, una vez más, el peligroso sacerdote —amparándose en un precepto que sólo respetaban los fanáticos— había buscado única y exclusivamente su satisfacción personal. En otras palabras: su venganza.

Y lo peor es que si aquella acusación prosperaba, la Señora —conforme a lo establecido en la Ley mosaica— podía ser castigada con la pena de exterminio. Concretamente, con la muerte por lapidación [10].

Ahora sí comprendía las íntimas razones de Santiago y las prisas por abandonar la aldea. Y también distinguí con nitidez el porqué del feroz ataque del Zebedeo y la verdadera dimensión de sus palabras:

«¡Idolatría!… ¡Por tu causa nos acusan de idolatría!».

Y hasta cierto punto le asistía la verdad. El discípulo asoció el «pecado» de la Señora con mi negativa a auxiliar a la beduina de Murashu, culpándome en definitiva del desastroso desenlace.

¡Extraño Destino!

Al negarme a sacar adelante aquel parto, provoqué la intervención de María, cayendo incluso en el delito de idolatría en calidad de «inductor».

¡Extraño Destino, sí!

El estricto código ético de Caballo de Troya, como ya he referido, prohibía a los expedicionarios cualquier acción que pudiera alterar el curso normal de los acontecimientos. Sin embargo, paradójicamente, esa misma pasividad había influido en el devenir histórico. Un cruel dilema que, obviamente, sólo podíamos resolver de una manera: suspendiendo la misión y regresando a nuestro «tiempo».

Y de nuevo el extraño Destino…

Nos hallábamos autorizados para cancelar la operación en situaciones muy específicas. Debíamos retornar en el hipotético caso de ser descubiertos. También, como consecuencia de cualquier enfermedad o accidente graves de los pilotos o ante una emergencia insalvable en los dispositivos de control, propulsión o abastecimiento energético de la «cuna». Aquel problema, en cambio, ni siquiera fue contemplado por los responsables de la misión. Científicos y técnicos se dejaron arrastrar entusiasmados por la fascinante oportunidad, cerrando los ojos a lo más importante: que lo ignorábamos todo sobre las posibles consecuencias de un «viaje» tan especial.

Lo cierto es que, a raíz de este incidente, Eliseo y quien esto escribe tomamos plena conciencia de nuestra delicadísima presencia en aquel «ahora». Y aunque extremamos las precauciones para mantenernos en un plano —digamos— «neutro», debo confesar que no siempre salimos airosos.

Verdaderamente, los caminos de Dios son inescrutables.

Y, desolado, permanecí en el límite del bosque, mientras el providencial sirviente se reincorporaba al grupo. Y una demoledora tristeza y una honda gratitud me invadieron por igual. Aquella buena gente que se disponía ya a reanudar el camino —consciente de la gravedad y de lo irreversible del problema— no había querido hacerme partícipe de su angustia, liberándome así de una preocupación contra la que, por supuesto, poco podía hacer.

Y Dios es testigo. Allí mismo, en el amargo silencio de mi corazón, les di las gracias.

Y de pronto, a la tristeza y a la gratitud vino a sumarse un tercer sentimiento. No sé exactamente cómo surgió. Pero se hizo irrefrenable. No me sentía con fuerzas para continuar el viaje en la compañía de Santiago y su gente. No podía soportar la idea de caminar junto a ellos y simular que seguía ignorando lo ocurrido. Cualquier mirada, silencio o gesto me hubieran traicionado. Además, ¿cómo cubrir con naturalidad los veinticinco kilómetros que restaban para el lago con un Juan Zebedeo dispuesto a masacrarme a la menor oportunidad? Lo último que deseaba y necesitaba era un nuevo enfrentamiento con el discípulo.

Estaba decidido. Proseguiría en solitario.

El siguiente paso no resultaba tampoco nada fácil. ¿Qué podía decirles?

La intención de Santiago era descansar brevemente en la morada de Meir y continuar esa misma mañana hacia el yam, alcanzando la aldea de Saidan antes del ocaso. ¿Qué excusa utilizaba cuando, en realidad, todos caminábamos en la misma dirección? No tenía mucho sentido que pretendiera ganar unos minutos, esquivando el obligado alto en la casa del entrañable rofé de las rosas. Sinceramente, me sentí desarmado. Y una vez más —rememorando el estilo del Maestro— abandoné el asunto en manos del Destino. Por aquel entonces —por qué ocultarlo—, quien esto escribe seguía refugiándose en la palabra «Destino». Más adelante aprendería a llamar a las cosas por su nombre…

Y el Destino volvió a compadecerse de este indeciso explorador.

El perspicaz David, haciéndose cargo de mi estado de ánimo, me relevó en el transporte de las parihuelas. Y los expedicionarios, cargando los bultos, se adentraron en la arboleda que descendía perezosa al encuentro de sus hermanos, los robles del Tabor.

Y tras unos instantes de penosa duda, opté por seguir sus pasos. Si mis referencias no fallaban, nos encontrábamos a cosa de dos kilómetros y medio de Caná. Algo se me ocurriría. La decisión estaba tomada. No me echaría atrás. Buscaría la forma de despedirme y, rodeando la población, enfilaría la senda que conducía a la ruta principal.

Pero, poco antes de la bifurcación de los caminos [11], el Destino, en efecto, tomó cartas en el asunto.

Ruth, intrigada por el inesperado relevo en las parihuelas y por el no menos extraño alejamiento de aquel griego, lanzó varias miradas hacia quien esto escribe. Finalmente, obedeciendo uno de sus espontáneos impulsos, se detuvo, esperándome. El grupo de las angarillas, pendiente del convulso terreno, no se percató de su alejamiento.

Y la «pequeña ardilla» me acogió con una dulce sonrisa. Y señalando el paño que ceñía la frente se interesó por mi salud. Fue una manera, como otra cualquiera, de romper el incómodo silencio.

La observé complacido y, disimulando mi inquietud, encarrilé la conversación hacia lo primero que me vino al pensamiento. Y durante algunos minutos la paciente mujer oyó toda suerte de elogios hacia la magnífica naturaleza que atravesábamos. Nunca me distinguí por el conocimiento de la compleja personalidad femenina. Y en esta oportunidad tampoco fui capaz de detectar las verdaderas intenciones de mi acompañante. Y como un estúpido continué hablando y hablando de las fragantes cúpulas verdinegras de algarrobos y robles, de las tormentosas y espléndidas barrancas que dejábamos a uno y otro lado y de las escandalosas urracas o de las asustadizas chochaperdices que despegaban a nuestro paso.

Hasta que, agotado el repertorio, la joven, tomándome del brazo con delicadeza, me atravesó con sus radiantes ojos verdes, desembarcando sin rodeos en el problema que me consumía. Y mi corazón se estremeció, anunciando algo. «Algo» que no había ocurrido aún y que este torpe explorador descubriría en el tercer «salto»…

¡Cuán fino instinto el de las mujeres!

Y, gratamente sorprendido, no supe ni quise mentir. Y abriendo el corazón le expresé lo que sabía, añadiendo hasta qué punto me sentía desolado y agradecido.

Ruth no pareció molesta ni contrariada por aquella revelación. Todo lo contrario. Su mirada se remansó, limitándose a presionar mi brazo con los largos y finos dedos. Y aquel fervor fue mutuo.

Durante un tiempo avanzamos en silencio. Un silencio cálido, limpio y entrañable, discretamente amparado por el rumor de las aguas en la canalización a cielo abierto que se abría paso, con nosotros, entre la espinosa vegetación y las boscosas vaguadas.

Y, de pronto, Caná apareció ante nuestros ojos. La radiante luz de la mañana la transformó en una cinta blanca, milagrosamente anudada al olivar.

Ruth suspiró aliviada.

Y aprovechando la breve pausa me atreví a exponerle mis intenciones de continuar en solitario. Es curioso. Todo fue tan natural y sosegado que no necesité de excusa alguna. Sencillamente, rodeándome con una transparente y amorosa mirada, lo comprendió y aceptó. Y prometiendo que daría cumplida cuenta de lo hablado a su madre y hermano me abrazó temblorosa, añadiendo algo que me dejó perplejo:

—Aquel griego, aquel Jasón que conocí hace años, también nos amó y le amamos… Pero tú eres mucho más guapo.

Como ya he referido, tendríamos que esperar a la ejecución del tercer «salto» para desenredar aquel repetitivo misterio. ¿Por qué algunos de los personajes de esta aventura hacían constantes alusiones a ese «otro Jasón» que aseguraban haber conocido?

Y, alborozada se alejó a la carrera, perdiéndose en el olivar que flanqueaba el costado oriental de Caná.

Y con el espíritu reconfortado por la bondad de aquella providencial conversación me dispuse a consumar la última fase de aquel inolvidable viaje.

De acuerdo con lo establecido me apresuré a dejar atrás los frondosos huertos de granados que distinguían y favorecían a la industriosa Caná, penetrando con decisión en el encabritado senderillo que unía el pueblo con la ruta que debía conducirme al yam. En esta ocasión, al contrario de lo que ocurriera en el viaje de ida, en el que me vi obligado a cargar al debilitado Natanael, el descenso entre las abundantes y regulares cañadas fue rápido y cómodo. Y los dos kilómetros y cuatrocientos metros que me separaban del desvío fueron satisfechos en algo más de veinte minutos. Si la suerte me acompañaba, los restantes veintidós kilómetros hasta el lugar del asentamiento del módulo podían ser cubiertos en unas cinco horas. Quizá menos si las fuerzas respondían y quien esto escribe era capaz de desarrollar una velocidad de un kilómetro cada diez o doce minutos. Las recientes experiencias, sin embargo, me hicieron recapacitar. Este tipo de recorridos se hallaba sujeto casi siempre a múltiples e imprevisibles factores.

Consulté el sol. Rondaba ya la hora tercia (las nueve de la mañana). Y al abordar el negruzco y descarnado piso de tierra prensada de la carretera que unía el mar del Kennereth con Megiddó y la llanura de Esdrelón, al oeste de Israel, surgió el primer contratiempo. Mejor dicho, el primer aviso.

Frente a mí, en la dirección de Tir’an, apareció una pareja de esforzados campesinos, arreando con sus varas una reata de dóciles onagros, los asnos de cuello curvo y tiesas y llamativas orejas. Transportaban gavillas de lino recién cortado, con las flores azul celeste oscilando al nervioso trote de los jumentos. Y al cruzarse con aquel larguirucho individuo, tocado con tan aparatoso y enrojecido lienzo sobre la frente, después de responder a mi puntual y respetuoso «Shalom alekh hem» (la paz sea con vosotros), sin poder contenerse estallaron en un mordaz río de carcajadas. Me volví intrigado, al tiempo que torcían hacia la senda que se empinaba hacia Caná. Y uno de ellos, al percibir mi extrañeza, doblado por la risa, fue a tocar el trapo colorado que colgaba entre los ojos de uno de los animales, aludiendo con exagerados gestos al lienzo —teñido por la sangre de la Señora— que caía sobre mis espaldas. Y me pareció entender el porqué del alborozo y de las burlas de los felah. Tal y como había observado entre los supersticiosos judíos, raro era el viajero que emprendía una marcha —por muy corta que fuera— sin colocar uno de aquellos trapos granates o una cola de zorro sobre la testuz de su caballería. No hacerlo podía significar un accidente seguro. E imaginé que aquélla era la primera vez que veían un lienzo rojo, no sobre la frente del asno o del caballo, que era lo correcto, sino en la del caminante.

Y advertido tuve especial cuidado en deshacerme del paño y del denario. Guardé el lienzo en la vacía bolsa de hule y, al hacer lo propio con la moneda, caí en la cuenta de que no tuve la delicadeza de ponerla en manos de Ruth, devolviéndola así a su dueña. Aquel descuido me sublevó. Pero este pasajero enfado se vio eclipsado por otra preocupación que arrastraba desde Nazaret y que, removida por la cadena de sucesos que ya he relatado, se mantenía agazapada en un segundo plano. Y durante un buen trecho del viaje se alzó oscura y despiadada.

La situación no podía ser más crítica. El robo del contenido de la mencionada bolsa nos dejó sin dinero. Los ciento treinta y un denarios de plata eran la última reserva.

Ciertamente, los responsables de la operación nos entregaron una suma que respondía a las necesidades de los cuarenta o cuarenta y cinco días de que constaba aquel segundo «salto» en el tiempo [12]. Lo que nadie contempló fue la posibilidad de que estos expedicionarios fueran asaltados y robados.

La cuestión es que, con esta lamentable pérdida, las cosas se habían precipitado. Y nos hallábamos ante otro conflicto: ¿cómo cumplir el resto de la fase «oficial»?

9.30 horas.

Abstraído por estos pensamientos pasé de largo ante el primero de los desvíos; el que conducía a la pequeña aldea de Tir’an. Algunos lugareños, generalmente mujeres con su prole, ofrecían a voces los productos de la tierra. Y forcé la marcha. Aquellos dos kilómetros y medio fueron rematados en algo menos de treinta minutos.

A derecha e izquierda, partidas de felah rompían el dorado y ondeante horizonte, a la espera del secado de las manchas de cebada. La siega, en pleno apogeo, reunía en los campos a decenas de familias que se animaban con monótonos cánticos. Y entre carretas y asnos, una chiquillería alegre e indomable corría sin cesar arriba y abajo, espantando con gritos y palmoteos las tenaces nubes de currucas y tórtolas.

¿La fase «oficial»?

A decir verdad era lo que menos me preocupaba. Mi obsesión en aquellos momentos se centraba en el tercer «salto». Aquél sí constituía un gravísimo problema. ¿Cómo emprender semejante aventura sin un mísero as?

Eliseo y quien esto escribe ya lo habíamos discutido. Y estábamos de acuerdo: el seguimiento continuado de la vida pública del Maestro —estimada en unos cuatro años— nos obligaba a contar, entre otros importantes elementos, con unos recursos monetarios de cierto peso que, obviamente, no teníamos. Y aunque el sagaz Eliseo prometió resolver el espinoso asunto, las perspectivas cojeaban.

¿Cómo obtener los fondos necesarios para subsistir? ¿Cómo hacer frente a las innumerables contingencias que, a buen seguro, nos saldrían al paso? ¿Trabajar? También barajamos esta idea. Sin embargo, la necesidad de permanecer a diario junto al rabí de Galilea —prácticamente minuto a minuto— relegaba dicha posibilidad a algo utópico y de difícil ejecución. Mi hermano apuntó incluso otra fórmula que, en principio, se me antojó descabellada: ¿por qué no recurrir al inmenso potencial de los dispositivos técnicos para hacernos con una buena reserva? Como digo, en un primer momento no presté demasiada atención a la sugerencia. Aunque el manual de instrucciones no hacía alusión alguna a semejante propuesta, sinceramente, no me pareció correcta. Sin embargo, la semilla estaba sembrada. Y conforme me aproximaba a la posada del «tuerto» —de tan triste recuerdo—, el asunto fue ganando terreno en mi encogido ánimo.

10 horas.

El lugar se hallaba solitario y silencioso. Y no deseando tentar la fortuna crucé raudo frente al oscuro túnel de acceso al conflictivo establecimiento. La sed empezaba a golpearme. Pero, ansioso por alcanzar cuanto antes el lago, me alejé hacia la siguiente referencia: el cruce que apuntaba al villorrio de Lavi.

¿Los dispositivos técnicos?

No era mala solución —continué lucubrando—, siempre y cuando supiéramos manejarlos con discreción y sin quebrar el rígido código de Caballo de Troya. Pero ¿cómo materializar la idea? ¿A qué instrumental se refería mi hermano? ¿Cómo emplearlos para obtener un beneficio económico?

E instintivamente desvié la mirada hacia el cayado que portaba en la mano derecha y que marcaba el ritmo de la forzada marcha. Sí, allí podía estar una de las claves.

Lo que no sospechaba en aquellos momentos era lo cerca que me encontraba de la puesta en escena de la brillante proposición de Eliseo…

Y atormentado regresé al problema de fondo. Sea como fuere, resultaba vital que, de inmediato, diéramos con una solución. Ninguno de los planes previstos —y mucho menos la acariciada aventura «no oficial» del tercer «salto»— podía ser desplegado con un mínimo de serenidad si no contábamos con los medios económicos imprescindibles. Los viajes, en especial, no habrían prosperado sin esa necesaria reserva de dinero.

¿Y qué decir de nuestra propia supervivencia? Aun admitiendo la siempre generosa ayuda de la familia de los Zebedeo y de los restantes íntimos de Jesús, el costo de la vida en aquella región —aunque no tan alto como el de Jerusalén— nos obligaba a disponer de, al menos, un denario de plata por persona y día [13].

11 horas.

Este agotado explorador necesitó una pausa. Y aproveché la confluencia con el pedregoso y estrecho senderillo que bajaba del picacho en el que se asentaba la encalada aldea de Lavi.

Al pie del camino, en la redonda y reducida era practicada en la bifurcación, sentada a la turca, se hallaba una vieja «conocida»: la vecina que, días atrás, había sido interpelada por el grupo de nómadas de Murashu y que, dada su «disartria» (imperfección en la articulación de las palabras, como consecuencia de alguna lesión en los músculos de la fonación), provocó la confusión y el nerviosismo de los beduinos. La saludé sonriente, desparramando la mirada por la mercancía que tenía a la venta. Era consciente que, tarde o temprano, debería reponer las menguadas fuerzas. Pero la oferta no terminó de satisfacerme. Lentejas recién recolectadas, ajos y cebollas crudos, harina de cebada y poco más. En cuanto a la ristra de calabazas vinateras —algunas con agua de dudosa naturaleza— la desestimé igualmente. Las normas de la Operación, como ya he referido, eran extremadamente rígidas en lo concerniente a alimentación y, sobre todo, a la hora de ingerir agua. Pensé en adquirir un puñado de ajos y cebollas. Quizá así engañara momentáneamente el hambre y la sed. Pero con los dedos en el interior de la bolsa, al palpar el denario, algo (?) me hizo desistir. Aquella moneda —casi sin darme cuenta— había cobrado un valor que nada tenía que ver con lo puramente económico. Era mucho más. Era un símbolo, un recuerdo, una manifestación del amor y la generosidad de la madre terrenal del Hijo del Hombre. Sí, la guardaría. Sería algo así como un talismán.

Y eché marcha atrás, renunciando a la frugal colación. Disimulé con una mal trazada sonrisa y, cuando me disponía a reemprender el camino, la mujer, comprendiendo mis intenciones, en un confuso y desencuadernado lenguaje, suplicó que la auxiliara con algunas leptas. Y separando el brazo derecho fue a mostrarme al niño que permanecía adormilado contra su pecho. Me estremecí. La criatura, de unos cinco o seis años, presentaba una erupción generalizada, con la piel endurecida, hinchada y de un llamativo color escarlata. La cara aparecía especialmente afectada. Numerosas vesículas o ampollas, cargadas de pus, deformaban las mejillas, nariz y lóbulos de las orejas, ascendiendo hasta el cuero cabelludo. La cabeza, en definitiva, se hallaba monstruosamente hinchada.

Fue superior a mis fuerzas. Y movido por un sentimiento de piedad —algo que raras veces he experimentado—, me incliné sobre el niño. La galilea, desconfiada, volvió a ocultar al pequeño con la manga de su túnica.

Y como pude le hice entender que no deseaba causar mal alguno. La mujer, indecisa, terminó cediendo, sin saber en realidad cuáles eran los propósitos de aquel extranjero. A decir verdad, tampoco yo estaba muy seguro.

Una alta fiebre le consumía. Inspeccioné la piel y, al tacto, observé cómo el borde de la inflamación presentaba un notable levantamiento, netamente limitado y como si de una pared se tratara. Aquellas intensas inflamaciones, la vesiculación y la formación de flemones me hicieron sospechar que estaba ante una «erisipela», una de las múltiples infecciones bacterianas que asolaban a las gentes de aquel tiempo.

Instintivamente dejé de explorarlo. Si era lo que suponía, aquella infección aguda en la piel y tejido celular subcutáneo —provocada por el estreptococo hemolítico «B» del grupo «A»— podía transmitirse por simple contacto. Era muy posible que la entrada del estreptococo se hubiera registrado a través de cualquier arañazo, de una herida accidental en el cuero cabelludo o utilizando la vía de una úlcera en brazos o piernas. La enfermedad —teóricamente grave—, de no ser atajada con un enérgico tratamiento a base de antibióticos (preferentemente penicilina o eritromicina), podía desembocar en una catástrofe generalizada, con alteraciones degenerativas en las vísceras, accidentes vasculares provocados por las embolias, inflamaciones de las meninges, pleura, peritoneo y membranas sinoviales, bronconeumonía y septicemia. La muerte del niño, por supuesto, no podía ser descartada.

¿Qué hacer? ¿Cómo actuar? La norma me prohibía intervenir atajando el mal. Por otra parte, privado del botiquín de «campaña», no era mucho lo que tenía al alcance de la mano. Y por enésima vez me vi enfrentado a uno de los más dolorosos aspectos de nuestro trabajo. Mi corazón me arrastraba a salvar la vida de aquella inocente criatura. Mi férreo entrenamiento, en cambio, me sujetaba, obligándome a salir del atolladero en el que, voluntariamente, había caído. Es curioso. Este dramático dilema nos ayudaría a comprender mejor las difíciles y muy parecidas circunstancias por las que tuvo que pasar el Maestro en numerosos momentos de su vida de predicación. Pero no adelantemos acontecimientos…

La madre me miró con ansiedad. Estaba claro para ella que aquel individuo era un «sanador» o algo parecido. Y aturdida fue a preguntar lo último que hubiera deseado oír:

—¿Puedes salvarle?

La lucha en mi interior fue tan desgarradora que la mujer, leyendo en mis ojos, pasó de implorante a consoladora.

Increíble pirueta del Destino.

Tomó mis manos y, aproximándolas a sus labios, las besó indulgente. Me rompí por dentro. Y con un susurro se excusó:

—Sé que nuestros pecados son muchos… Gracias por intentarlo.

Aquella pobre gente —dominada por la tradición y las torcidas interpretaciones rabínicas— admitía sin discusión que la enfermedad era el lógico castigo a sus pecados. Y creía a pie juntillas en la maldición del colérico Yavé, que no perdonaba el menor error. Esas faltas —negociadas por Dios en forma de males y calamidades— afectaban incluso a sus hijos y a las generaciones futuras. ¡Cuánto peleó el Maestro por borrar de las mentes de sus contemporáneos tan absurda e infantil idea! ¡Cuánto luchó por hacerles ver que el verdadero Dios era en realidad un amoroso Padre!

Y de pronto, revolviéndome contra mí mismo, en una reacción que no supe explicar, me hice con la «vara de Moisés». No debía curarle, ciertamente, pero sí aliviarle.

Y dejándome guiar por aquel sentimiento, y por la idea que acababa de iluminarme, solicité de la mujer que se retirara. Obedeció al instante. Acomodé al niño sobre la estera de palma y me arrodillé a su lado. Y depositando la cabeza sobre mis piernas lancé una rápida mirada al camino. Seguía desierto. Y procurando serenarme aproximé la parte superior del cayado al rostro del pequeño, hasta situarlo a unos veinte centímetros de la piel. Y me dispuse a pulsar el clavo del láser de gas hasta la posición de desfocalización, rebajando así el alto potencial energético al nivel de los 500 hertz. Lamentablemente, al no disponer de las «crótalos», la radiación —en una longitud de onda de 904 nanómetros (no visible)— debía ser dirigida de forma instintiva. Su poder de penetración, sin embargo, hasta cinco centímetros, superando la barrera cutánea y subcutánea, garantizaba una amplia y segura acción antibacteriana que —en cuestión de minutos— me serviría incluso de orientación.

Y protegiendo los ojos del pequeño con la mano izquierda, fui trazando círculos sobre la infección, barriendo la totalidad del rostro. Y a los seis o siete minutos, ante la atónita mirada de la galilea, la invisible energía lumínica, actuando biomolecularmente en las células de los tejidos enfermos, obró el «milagro»: la desintegración de las ampollas y la paulatina desaparición de las inflamaciones [14].

Incrementé la frecuencia hasta los mil cuatrocientos hertz, dedicando otros quince o veinte minutos a una nueva «regeneración» que se extendió también a las orejas y al cuero cabelludo.

Y feliz ante la eficacia de aquella «vitamina luz», fui a entregar el niño a su madre. La galilea, sin poder dar crédito a la súbita transfiguración del pequeño, me observó con un miedo reverencial. Y las lágrimas acudieron a sus ojos. Y también a los míos.

Yo sabía que la infección no había desaparecido y que, muy probablemente, transcurridos los efectos de aquella energía en estado puro, la «erisipela» reaparecería, comprometiendo la vida del infante. Pero, al menos, aunque sólo fuera temporalmente, acababa de relajar el angustiado corazón de una madre.

Y sin necesidad de palabras, con la mejor de mis sonrisas, me despedí de la buena mujer. Pero, cuando me disponía a abordar la senda, la galilea, saliendo al fin de su desconcierto, tomó uno de los cuencos de arcilla y arrojándose a mis pies, sollozando y hundiendo el rostro en la tierra, suplicó que aceptara la humilde ofrenda.

Esta vez fui yo el desconcertado. Y tomándola por los brazos la obligué a alzarse.

¡Dios bendito! ¿Cómo explicarle que aquello no tenía nada de milagroso? ¿Debía desilusionarla, confesándole que la mejoría era tan sólo aparente? Y opté por lo único que podía y debía hacer: guardar silencio. Y agradeciendo su gesto, comprendiendo que no era justo insultarla con una negativa, acepté un par de jugosas cebollas.

12 horas.

Por delante, hasta el cruce a la aldea de Arbel, esperaban otros tres kilómetros largos. ¿Qué nuevos sobresaltos me reservaba el Destino?

Me equivocaba. Este tramo resultaría una pura delicia. En solitario disfruté de las suculentas cebollas, del cálido perfume que navegaba sobre los trigales y de la paleta de color de las lejanas y romas colinas, ora verdes, ora rojas, ora azules por capricho de olivares, arcilla y bosques de robles, algarrobos, terebintos y pinos de Alepo.

Y mis pensamientos retrocedieron junto a la mujer y el niño de Lavi. Lo ocurrido me llenó de satisfacción, sí, pero, al mismo tiempo, me inquietó. Y comprendí que no era bueno abusar de aquellas «prerrogativas». Era menester endurecer los sentimientos. Nuestra misión no era ésa. Por otro lado le di la razón a Eliseo. Si éramos capaces de utilizarlos con cautela y sabiduría, los dispositivos técnicos a nuestro alcance podían solventar algunos de los problemas que nos acorralaban. Y me propuse estudiar a fondo el asunto en cuanto el Destino me permitiera acceder a la nave.

¿Ingresar en la «cuna»? Al descubrir la desaparición de las «crótalos», las vitales lentes de contacto, ya pensé en ello. ¿Cómo localizar el módulo —apantallado por la radiación IR— sin el concurso de dichas lentes? Me consolé, confiando en la conexión auditiva. Aun así, aquel tropiezo significaba una irreparable pérdida. En el módulo sólo quedaba un estuche, con un par de «crótalos» de repuesto. Teníamos que extremar las precauciones. La destrucción o robo de aquellas últimas «crótalos» habría supuesto serias dificultades a la hora de entrar en nuestro refugio y de manipular el instrumental alojado en la «vara de Moisés». En cuanto al salvoconducto de Poncio —aunque tenía por delante un no menos incierto viaje a Cesarea—, honradamente, no me preocupaba en exceso. De peores situaciones había salido…

12.30 horas.

¿Fue el instinto? Ya no sé qué pensar…

Al consumar los tres kilómetros y divisar el camino secundario que, partiendo de la ruta principal, culebreaba entre las hileras de olivos hacia el villorrio de las redes (Arbel), volví a detenerme. Contemplé el apretado racimo de casitas, perdido en la distancia, y, como un certero aviso, recordé la inquietante soledad del wadi Hamâm. Aquel desfiladero —conocido también como el valle de las Palomas— no me inspiraba confianza. No para atravesarlo en solitario. Y aunque hubiera podido hacer frente a un hipotético asalto de los bandidos y merodeadores que se ocultaban en la zona, consideré más prudente evitar el posible riesgo.

Calculé la distancia a la ciudad de Tiberíades —alrededor de cuatro o cinco kilómetros— y confiando en avistar el yam en poco más de una hora me dejé conducir por la intuición. Y ahora me pregunto: ¿fue la intuición quien verdaderamente me hizo cambiar de criterio? Sea como fuere, bendito sea. Como repetía el Maestro, «quien tenga oídos, que oiga».

Y con paso enérgico ataqué aquella etapa. Un tramo inédito para este explorador. Esta circunstancia —no lo voy a negar— me puso en guardia. Ignoraba lo que tenía por delante. Y aunque mi único y obsesivo propósito era reunirme con mi hermano, no descarté que, bien por mi calidad de pagano o por cualquier otro capricho del Destino, pudiera verme enredado en nuevos conflictos.

Y conforme avanzaba, este planteamiento fue tornándose en algo sólido. Y mi corazón se agitó, pendiente de la premonición.

Una discreta brisa —preludio del puntual maarabit, el viento del Mediterráneo que sopla entre abril y octubre— refrescó momentáneamente la marcha y los caldeados pensamientos. Con el ascenso del sol y la aproximación al lago la temperatura había ido subiendo. En aquellos momentos quizá rondase los 25 o 28º Celsius.

A un par de kilómetros del yam, la hasta entonces desierta senda fue cobrando mayor actividad. Alcancé y rebasé varias cuerdas de asnos, conducidas por chillones y gesticulantes felah, deseosos, como yo, de arribar lo antes posible a su destino: presumiblemente, la capital del lago —Tiberíades— o algunas de las localidades costeras. Al principio no reparé en el porqué de semejantes prisas. Después, a las puertas de la ciudad de Herodes Antipas, comprendería la razón de tales urgencias.

Pendientes de los cargamentos de legumbres, cerámica, flores, quesos y de los abultados odres de vino de las alejadas regiones de Queruhaím (al norte de Jericó), Beth Rimá y Beth Labán, en las montañas de Judea, galileos y judíos apenas me prestaron atención. Crucé los obligados saludos, recibiendo en la mayor parte de los casos un lacónico shalom (paz) y en otros las inevitables maldiciones —contra mi madre, naturalmente— al percibir el acento de aquel maldito pagano.

Y todo discurrió con relativa normalidad hasta que, al doblar uno de los escasos recodos, faltando poco más de kilómetro y medio para la cota del nivel del mar (el yam se encontraba entonces a 212 metros por debajo de la superficie del Mediterráneo), fui sorprendido —ésa sería la palabra exacta— por un espectáculo que no figuraba en nuestras informaciones y que me obligó a frenar la marcha.

¡Dios! ¡Cuánto nos quedaba por ver en aquella Palestina del siglo I!

Súbitamente, los prósperos campos de cereales desaparecieron. Y a derecha e izquierda de la carretera, hasta donde pude alcanzar con la vista, surgió un «infierno». Algo había contemplado a las afueras de Jerusalén. Pero aquello sobrepasaba toda imaginación.

¿Miles de chabolas? No creo que exagere.

Y una mezcla de miedo, angustia y rabia fue cargando mi alma, obligándome casi a detenerme. Jamás imaginé que en los extrarradios de la presuntuosa y helenizada Tiberíades existiera tanta miseria, suciedad, enfermedad y horror.

Las chozas —admitiendo el generoso término—, levantadas con adobe, paja, «paredes» de estiércol, troncos de árboles, cañizos mutilados y ennegrecidos, restos de toneles podridos y retales de arpillera, se apretaban unas contra otras en un interminable mar en blanco y negro. Y aquí y allá, entre fogatas y columnas de un humo negro que el viento se encargaba de tumbar asfixiando el paisaje, deambulaban cientos de espectros. Una población andrajosa, castigada por las pústulas, úlceras, tiñas galopantes, calcinosis cutáneas, dermatitis y herpes de todo género y por una desnutrición que la forzaba a caminar encogida y vacilante. Una concentración humana (?), con toda seguridad, similar a la que albergaba la propia Tiberíades. (En aquellas fechas el censo de la capital del yam apuntaba hacia los 25 000 o 30 000 habitantes).

Pero lo que más me sobrecogió fue el hedor —denso, repugnante y contumaz— que envolvía aquel calvario, reavivado de continuo por montañas de detritos, excrementos, animales muertos y aguas negras y estancadas que humeaban al implacable sol, alimentando a su vez una segunda colonia, más numerosa si cabe, de ratas, moscas e insectos de difícil identificación y no menos peligrosas intenciones.

Conmovido y atenazado reanudé el paso, cubriéndome con el manto. Pero, a cada metro, ojos y corazón —sin saber hacia dónde mirar— se perdían y morían entre los simulacros de callejones, el fango y los rostros cadavéricos, teñidos de resignación, de hombres, mujeres y niños.

Las reatas de burros que me precedían aceleraron la marcha, mientras los arrieros, con las espadas desenvainadas, se situaban a los costados de las caballerías, protegiendo las cargas. Muy pronto averiguaría por qué.

No podía creer lo que estaba viendo. En ambas márgenes de la ruta, de pie o en cuclillas, apostado en interminables hileras, un ejército de escuálidos, mugrientos y semidesnudos niños y ancianos contemplaba el nervioso desfile de viajeros y caravanas, pendiente de cualquier producto que pudiera desprenderse de fardos o canastos o, incluso, de aquellas gavillas o manojos de hortalizas que sobresalían entre el cargamento. En este caso, dependiendo de la suerte y de la benevolencia de los felah, los más audaces se arriesgaban a saltar hacia los jumentos, arrancando la mercancía. Otros, más resignados, se contentaban con introducirse entre las patas de los animales, haciendo acopio de los calientes excrementos expulsados por las bestias.

Y en uno de estos arriesgados asaltos asistí impotente a una escena que me heló la sangre. Uno de aquellos infortunados —un adolescente de diez o doce años— trató de apresar el extremo de un mazo de pepinos que, desequilibrado por el trote del onagro, estaba a punto de caer sobre la embarrada senda. Pero, con los dedos rozando ya el fruto, uno de los campesinos —atento a la carga— se precipitó hacia el jovenzuelo, descargando un violento y despiadado mandoble de su gladius sobre la muñeca del ladrón. El tajo seccionó limpiamente la mano, que cayó entre los orines y la negra y encharcada tierra apisonada. Y con ella, la horrorizada y menuda figura del muchacho.

La cruel y desproporcionada acción del felah me paralizó. Y le vi alejarse, celebrando la «hazaña» con estrépito y sin volver la vista atrás.

Nadie reaccionó. Nadie protestó. Nadie se atrevió a detener al agresor. Nadie se ocupó del pequeño, desmayado sobre el camino, desangrándose y pisoteado por las siguientes reatas.

En cuanto a este perplejo explorador, apenas si tuve tiempo de hilar un solo pensamiento. Uno de los asnos terminó arrollándome, forzando a quien esto escribe a continuar entre trompicones e imprecaciones de los responsables de la cuerda. Y en el caos, cayendo y alzándome sin demasiado éxito, fui a perder el manto. Y en cuestión de segundos, un amasijo de aquellos desheredados de la fortuna se precipitó sobre el ropón, disputándoselo a mordiscos y puntapiés.

No intenté retroceder y recuperarlo. Habría sido tan inútil como peligroso. Y di por buena esta nueva pérdida. Alguien, más necesitado que yo, tendría la oportunidad de protegerse durante la noche.

A lo largo del cuarto «salto» en el tiempo, en una de las giras de predicación del Maestro, Eliseo tendría la oportunidad de penetrar en aquel «infierno» y averiguar el porqué de semejante vergüenza. El lugar, conocido como la «ciudad de los mamzerîm», era uno de los enclaves más populosos de la clase social más despreciada entre los israelitas: los bastardos. Para los judíos ortodoxos en particular y para la comunidad en general, un mamzer (un bastardo) era un individuo marcado por una mancha grave que le incapacitaba para contraer matrimonio con levitas, israelitas de origen puro y descendientes ilegítimos de sacerdotes. La prohibición arrancaba desde los tiempos de Moisés, en base a lo ordenado por el mismísimo Yavé y que era recogido en el Deuteronomio (23, 2-3) [15]. Esta increíble disposición —emanada de un Dios supuestamente justo— apartaba a los bastardos de la «asamblea de Yavé», reduciéndolos a «pura basura». Y con el tiempo, lo que se su pone fue un principio religioso terminó convirtiéndose en un «pecado» social de la peor ralea que salpicaba todos los órdenes de la vida diaria. El mamzer, por ejemplo, además de hallarse incapacitado por ley para ocupar puestos de responsabilidad u ostentar dignidad alguna, debía mantenerse alejado del resto del pueblo, desempeñando los oficios llamados «des preciables» y viéndose sometido al permanente abuso de ricos y pobres, sacerdotes y laicos y dominadores y dominados. El derecho a heredar era incluso discutido y su presencia en un tribunal invalidaba la sentencia. Y todo, como digo, por causa de un nacimiento no reconocido o, lo que era más dramático, como consecuencia de matrimonios no autorizados por la Ley mosaica, que podían remontarse a diez generaciones [16]. Esto, en multitud de ocasiones, daba lugar a situaciones desesperadas. Si el bastardo no recordaba su genealogía y concretamente al primero de los antepasados mamzer, la mancha podía perpetuarse durante siglos. Muchos de estos desgraciados, incapaces de resolver el problema, ponían punto final a la insoportable cadena con el suicidio.

Pues bien, entiendo que la información sobre esta penosa realidad —de la que tampoco hablan los evangelistas— resulta de interés para ajustar con precisión algunas de las palabras y actuaciones del rabí de Galilea. Cuando en los textos sagrados se menciona a un Jesús que frecuentaba la compañía de los «pecadores», la mayoría de los creyentes asocia este calificativo a lo que hoy, con mayor o menor acierto, interpretamos como pecado. Craso error. La mayor parte de las veces —y espero relatar algunos ejemplos más adelante— esos «pecadores» eran en realidad mamzerîm o bastardos, ‘ebed (esclavos), am-ha-arez (el pueblo inculto que seguía la Torá a su antojo) y, por último, gentiles, samaritanos, publicanos (cobradores de impuestos) y demás aliados con el poder invasor de Roma. Que fueran honrados, leales, generosos y justos era lo de menos. Ante la intolerante ortodoxia judía se trataba de «pecadores» de la peor especie.

Y poco a poco fui comprendiendo cuál era nuestra verdadera situación —la de repulsivos «pecadores»—, el porqué del odio de Juan Zebedeo y el auténtico alcance de aquella sangrante división social que empañaba y enfrentaba a la nación judía y a la que el Hijo del Hombre dedicó buena parte de su vida de predicación. Un panorama, insisto, cuya comprensión era vital para medir con pulcritud las ideas y movimientos del Maestro. Aquellos que pretenden trasladar al siglo XX el modelo de actuación del rabí de Galilea corren un serio peligro: muchas de las circunstancias sociales eran diametralmente distintas. Su mensaje básico y central —la existencia de un Dios-Padre y la consiguiente hermandad física de los seres humanos— permanece inalterable, es cierto, pero, como digo, conviene conocer en profundidad el marco histórico-político-religioso-social para no caer en el error, buscando imitar a ultranza a un Hijo de un tiempo que no se corresponde con el nuestro.

Y a partir de aquella y de las siguientes aventuras entre los bastardos entendí igualmente por qué la expresión mamzer se consideraba como la peor de las injurias, siendo castigada con treinta y nueve azotes.

Y no deseo pasar por alto otra reflexión que, a raíz de los contactos con los mamzerîm y las odiosas leyes que los oprimían, se ha hecho fuerte en mí, chocando violentamente con un dogma de la iglesia católica. He rozado el asunto en otras páginas de estos diarios, pero creo que éste es el momento de zanjarlo definitivamente. Cuando los católicos hablan de la virginidad de María, sinceramente, no puedo remediarlo: la sangre se enciende. No logro comprender —¿o sí?— por qué los responsables y pastores de dicha iglesia se empeñan en ocultar la verdad. ¿O será que ni siquiera se han preocupado de indagar las costumbres de aquel tiempo? De haberlo hecho con objetividad habrían descubierto que lo planteado por los evangelios colocaba automáticamente al rabí de Galilea en la categoría de mamzer o bastardo. En otras palabras: «pura basura», manchado a perpetuidad y sin derechos. Si la Señora hubiera concebido a su Hijo antes de casarse con José —así rezan los textos de Lucas (1, 26-39) y Mateo (1, 18-25)—, habría entrado en la ya mencionada dinámica de los mamzerîm. Doctores y rabinos —antes incluso del nacimiento del Maestro— habían discutido sobre el particular. ¿Qué consideración debía recibir el hijo nacido de una prometida (no casada aún oficialmente)? El tratado «Sanedrín» (capítulo VII, 9), como he mencionado, dice al respecto: «El que tiene relación sexual con una joven prometida (Deuteronomio 22, 23 y ss.): no es culpable en tanto no sea joven, virgen y prometida (en matrimonio) y se encuentre en la casa de su padre». Para una de las corrientes de opinión en vigor en aquellas fechas, los hijos resultantes de este tipo de unión —amenazada en la Torá con «pena de muerte legal»— eran inexorablemente mamzerîm. Y aunque el propio Hillel —uno de los brillantes sabios que precedieron al Hijo del Hombre— luchó por rebatir esta normativa [17], lo cierto es que en el año «menos siete», cuando nace Jesús, se hallaba vigente, con todas sus funestas consecuencias.

Los creyentes —movidos por una fe encomiable pero infantil y sin el menor rigor jurídico— presuponen que el anómalo embarazo de María fue justificado ante los ojos de José y de la sociedad judía en base a las palabras del evangelio: «encontrarse encinta por obra del Espíritu Santo». Doble error.

En primer lugar porque dicho argumento —quedarse embarazada de forma sobrenatural—, de haber existido, habría movido a la risa y al escepticismo a jueces y convecinos. Y el peso de la férrea Ley mosaica, insisto, hubiera caído sobre la Señora y su familia, comprometiendo incluso su vida. Lo he dicho y lo mantengo: sé que Dios existe. Y estoy convencido que actúa con tanta inteligencia como sensatez. De haberse producido los hechos como pretenden los evangelistas, la magnífica obra de ese Dios-Padre respecto a la encarnación de Jesús habría topado con un gravísimo e innecesario problema: el de la Ley, las intrigas y las suspicacias. La Gran Inteligencia lo puede y es capaz de todo. Es el hombre, con su «miopía» cósmica, el que reduce y manipula ese poder, comerciando con él según le convenga.

Segundo error. Los creyentes, como es natural, aceptan los textos sagrados como la palabra de Dios revelada a los hombres. Personalmente tengo mis dudas. Un escrito de semejante trascendencia difícilmente podría contener errores, silencios y manipulaciones como los que presentan dichos evangelios. Más claro aún: si consideramos que tanto Lucas como Mateo se hallaban al corriente de lo que significaba la condición de bastardo, ¿cómo resolver esa pertinaz obsesión por presentar a María como una «virgen embarazada por obra divina»? Resulta evidente que ninguno de los citados escritores habría tenido el valor o el poco sentido común de incluir en sus memorias algo que podía manchar la imagen de un Dios. La explicación —reñida naturalmente con el supuesto carácter de obra «revelada»— hay que buscarla en una posterior interpolación. Sencillamente, alguien «metió la mano», en un ridículo —casi enfermizo— afán por enaltecer un capítulo absolutamente secundario. Pero no quiero extenderme en un tema que, lamentablemente, seguirá apareciendo [18].

Y vaciado el corazón proseguiré con lo acaecido en aquel viaje de retorno al módulo. Un viaje que me reservaba todavía algunas interesantes sorpresas…

13.30 horas.

El Destino fue misericordioso…

Al asomarme al lago, la miseria humana que había dejado atrás se vio mitigada ante el sereno azul del Kennereth. Inspiré codicioso, llenando los pulmones con el perfume de unas aguas mansamente rizadas por el viento del oeste. Decenas de velas blancas, rojas y negras abrían el pequeño mar con estelas breves, casi infantiles, seguidas o sobrevoladas por nerviosas bandadas de gaviotas. Y al fondo, al norte, rabioso de luz, el nevado Hermón, una cadena montañosa en la que viviríamos uno de los más íntimos momentos con el añorado Maestro. Y al recrearme en el plateado sosiego de Saidan y Nahum —las poblaciones de Jesús—, su recuerdo me atropelló. ¡Cómo le echaba de menos! ¡Qué fuerza, qué magnetismo, qué singular embrujo irradiaba aquel Hombre para que, en tan corto periodo de tiempo, llegara a obsesionarme! Y allí mismo, a la vista de la verdeante colina en la que reposaba la invisible «cuna», me planteé la atractiva posibilidad de adelantar el tercer «salto» en el tiempo. El deseo de reunirme de nuevo con Él, de contemplarle, oírle, y seguir sus pasos, empezaba a desplazar peligrosamente el interés por el resto de las misiones que teníamos encomendadas. Sí, lo haría en cuanto pisara el módulo: hablaría abiertamente con mi hermano, manifestándole la ansiedad que, gota a gota, estaba colmando mi ánimo.

Y atrapado por la sugestiva idea apenas si presté atención a la «perla» del lago: la ciudad de Tiberíades, blanca, bulliciosa, estirada a mis pies y confiada a la sombra de la altiva y centelleante fortaleza erigida a ciento noventa metros sobre el nivel del yam en su flanco oeste.

Y animado ante la proximidad de la ladera en la que aguardaba Eliseo —a dos horas escasas de camino—, descendí confiado por la pendiente que desembocaba en la «vía maris». La calzada romana, procedente del sur, bordeaba la orilla occidental del Kennereth, pasando a cincuenta metros de la puerta «norte» de la referida capital. Mi propósito era simple: ingresar en dicha arteria y, sin detenerme, rodeando Migdal y las restantes poblaciones, acceder al módulo alrededor de la hora décima (las cuatro de la tarde). Pero mis buenos deseos —como iré narrando— contaban poco para el nada rectilíneo Destino.

La primera advertencia llegaría justamente en aquellos trescientos metros que me separaban de la vía romana. Pero los reflejos fallaron. No fui capaz de interpretar el vocerío de los caravaneros que, al parecer, advertía de algo relacionado con una «tormenta». Los felah que partían de la costa, al cruzarse con las reatas y los caminantes que, como yo, se dirigían a Tiberíades, hablaban con excitación de «piedras» y «lluvias». Pero, como digo, no estuve lo suficientemente atento. Y proseguí despreocupado. El día era radiante. ¿Una tormenta? Imposible. El horizonte aparecía despejado, con una visibilidad prácticamente ilimitada. E, inocente, fui aproximándome al cruce, más pendiente del gentío que se divisaba frente a la puerta de la ciudad que de los comentarios de los viajeros. Y aunque estas aglomeraciones a las entradas de los núcleos amurallados formaban parte del paisaje habitual, en previsión de cualquier contingencia, extremé la cautela. La curiosidad, sin embargo, sería más fuerte que mis buenas y sanas intenciones.

Al pisar las grandes placas negras de basalto que pavimentaban la calzada me sentí atraído por los nutridos grupos de hombres y animales que permanecían al pie del muro de piedra de quince metros de altura que cercaba la población. Consulté el sol. Tenía tiempo de sobra. Faltaban unas cinco horas para el ocaso. Y deseoso de echar un vistazo abandoné la «vía maris», salvando el medio centenar de pasos que me separaba de aquel pintoresco y multicolor universo.

La puerta «norte» aparecía coronada por un soberbio arco, trabajado también en roca basáltica, que volaba a diez metros del suelo de muralla a muralla. En el centro había sido entronizada la diosa protectora de Tiberíades: «Tyche», hija de Zeus, conocida también como Fortuna [19]. La hermosa estatua, en mármol blanco, sostenía una esfera en la mano derecha y el cuerno de la abundancia en la izquierda.

E intrigado fui a mezclarme en aquel caos. Y viví unas escenas que también fueron conocidas y experimentadas por el Hijo del Hombre.

Al momento me vi asaltado por una legión de mendigos. Mendigos auténticos y, por supuesto, fingidos. Mendigos siempre a la greña. Poco podía ofrecerles. Así que, aburridos de clamar a mi alrededor, terminaron por olvidarme, maldiciendo, eso sí, mi supuesta tacañería.

Allí montaban guardia igualmente, desde el alba al crepúsculo, expertos simuladores en toda clase de enfermedades y dolencias. A lo largo de los muros contabilicé no menos de cincuenta falsos ciegos, tuertos, sordos, cojos, mancos, leprosos y lisiados. «Ciegos» con blancas «nubes» en los ojos, astutamente fabricadas con minúsculas porciones de lino. «Tuertos» con parches de quita y pon. «Cojos y mancos» con las más sorprendentes e ingeniosas colecciones de «muñones» que ocultaban pies y manos diestramente doblados sobre sí mismos y cubiertos de harapos. «Sordos» capaces de distinguir a una veintena de pasos el tintineo de una bolsa repleta de monedas. Y supuestos y dolientes «leprosos», en fin, con el rostro maquillado de barro y las escudillas tendidas hacia el caminante.

Allí, sentados a la turca, engañando sin pudor a los confiados esclavos o campesinos, se afanaban los inevitables escritores de cartas. Naturalmente, sólo utilizaban tinta «simpática»…

Allí, de pie frente a improvisadas carpas de piel de cabra, sonreían sin ganas las ambulatarae (prostitutas ambulantes, de ínfima categoría), tocadas con las obligadas pelucas amarillas y las cejas y párpados pintarrajeados en azul galena. Algunas, animadas por la tolerancia de la parroquia y la alta temperatura (cercana ya a los 30º Celsius), exhibían unos pechos tatuados o coloreados en rojo y en dorado, cubriéndose de cintura para abajo con gasas transparentes.

Allí, espantando moscas y bregando con los caminantes, discutían, vociferaban y regateaban los comerciantes que no gozaban de un puesto fijo en los mercados de la ciudad.

Allí se apretaban cabras de largas y colgantes orejas y rebaños de «barbarines» (los celebrados carneros de cinco cuartos, cuyas colas —el quinto cuarto— podían pesar hasta diez kilos). Los machos cabríos aparecían con el falo cubierto por una piel, con el fin de que no montasen a las hembras. Y las ovejas, a su vez, «vestidas» con taparrabos de esparto. En algunos casos, los previsores y ahorradores pastores colocaban una especie de pequeña carreta bajo la cola del macho, protegiendo así el bolsón de sebo que producían los animales. Pero lo que más llamó mi atención entre aquellos rebaños fue el aro de madera que portaban en el hocico muchas de las ovejas. Al examinarlos comprendí el porqué. Los responsables del ganado amarraban a la madera brotes de pimienta, provocando el estornudo del animal y la expulsión de los insectos que se colaban en las fosas nasales. De esta forma evitaban algunas de las enfermedades que los diezmaban.

Allí se alquilaban porteadores de todas las edades —desde niños a ancianos— por unas míseras leptas o un plato de comida.

Allí, por último, holgazaneaba, dormitaba o intrigaba lo más selecto de la picaresca, del bandidaje, de los aventureros y de los huidos de la justicia. Tiberíades —como tendríamos oportunidad de comprobar más adelante— se distinguía del resto de las poblaciones de Galilea por un talante tan abierto y liberal que, irremediablemente, terminó convirtiéndola en el refugio de toda suerte de malhechores e indeseables [20].

Aquel submundo, a pesar de su peligrosidad, ejercía sobre mí una irresistible fascinación. Y tengo que reconocer que esta debilidad me arrastraría a más de un conflicto. Pero ¿qué podía hacer? Y durante más de una hora disfruté y me saturé de aquel pueblo liso y llano. Un pueblo —lo anuncio ya—, mezcla de judíos y gentiles, que sería el auténtico protagonista en la vida pública de Jesús de Nazaret. Fueron aquellos lamentos de mendigos y lisiados, aquellas chillonas reclamaciones de las «burritas», aquellas monótonas e infatigables cantinelas de comerciantes, porteadores y aguadores y aquella atmósfera densa y sofocante —entre polvo, sudor y balidos de ovejas y carneros—, lo que rodeó casi de continuo el ir y venir del Maestro.

Y cuando me disponía a reanudar la marcha, una segunda advertencia salió a mi encuentro. Me hallaba absorto contemplando y escuchando a un curioso personaje que, subido en el filo de uno de los sillares de la muralla, intentaba a duras penas alzar su bronca voz sobre la algarabía general. El individuo, enjuto como una espada, de barbas desaliñadas y labios babeantes, cubierto con un talit blanco (el paño con borlas en las esquinas que se empleaba en la recitación de las plegarias), arremetía con furia contra aquella Tiberíades «impúdica, idólatra y perezosa». Y con gran teatralidad —invocando sin demasiado rigor el capítulo nueve del Eclesiástico— amenazaba con fuego y azufre a cuantos se tomaban la pecaminosa licencia de frecuentar o mirar a prostitutas, cantadoras y doncellas sin velo. Y en ello estaba cuando, a escasa distancia, bajo el arco de la diosa Fortuna, percibí un inusitado movimiento. Una reata de onagros que, al parecer, se disponía a abandonar la ciudad, quedó inmovilizada, entorpeciendo el paso de los que entraban y salían. Pero la tormentosa arenga del «iluminado» me distrajo. Dí voces y maldiciones. Todo muy habitual. Y observé de soslayo el exagerado gesticular de los conductores de la caravana. Y, al poco, ante mi extrañeza, los felah —a varazo limpio—, visiblemente contrariados, movilizaron a los jumentos, obligándolos a volver grupas. Pero tampoco supe captar este segundo «aviso».

Y al igual que los escépticos que atendían al «profeta», cansado de tanta estupidez, terminé alejándome del predicador. Muy pronto comprobaría que la mayor parte de los falsos mesías y enviados de Dios que pululaba por Palestina no era otra cosa que un puñado de desequilibrados, psicóticos y esquizofrénicos.

Y enfilé la dirección de la «vía maris». Pero, a punto de abordarla, volví a detenerme. El pregón de un viejo campesino me dejó perplejo. A sus pies se alineaba una batería de ajos, cebollas y rábanos picantes. Según el cántico del vendedor, «los mejores afrodisiacos para la noche del sábado». Al percatarse de mi interés elevó el tono de la letanía, recordando maliciosamente la próxima llegada del sábado y la sagrada obligación de cumplir con los deberes conyugales. «¿Y qué mejor para estimular al esposo que los excelsos productos del jardín de Guinosar, presentes en las mesas de emperadores, reyes y jeques de Moab?».

Fue entonces cuando recordé las prisas de los caravaneros. Efectivamente, con el atardecer del viernes, el pueblo judío festejaba la entrada del día santo por excelencia. Y buena parte de las actividades quedaba en suspenso. Aunque comerciantes o campesinos fueran paganos, dicha paralización los afectaba también indirectamente. De ahí las urgencias por alcanzar sus destinos y cargar o descargar las mercaderías antes de la puesta de sol. Negocios, tratos y pagos debían resolverse —al menos entre israelitas y entre éstos y gentiles— antes de que un «hilo blanco pudiera confundirse con uno negro».

Y mientras proseguía la marcha me pregunté por el anómalo comportamiento de los felah en la puerta «norte». ¿Podía guardar relación con la cercanía del sábado? No me pareció lógico. Faltaban unas cuatro horas para el ocaso. Un tiempo más que sobrado para ganar cualquiera de los objetivos situados en el yam o en sus proximidades.

Y encogiéndome de hombros, incapaz de solventar el misterio, olvidé el asunto.

Aceleré el paso, concentrándome en la ruta y en la última fase del viaje: el delicado ingreso en el módulo. La ausencia de las «crótalos» podía complicar mi reunión con Eliseo. Según lo planeado, al llegar a la altura de Migdal debería establecer la conexión, vía láser. Como ya expliqué en su momento, las sandalias «electrónicas» habían sido dotadas de un segundo dispositivo —alojado también en la suela— que permitía al piloto ubicado en la «cuna» el seguimiento por radar de su compañero. Un microtransmisor emitía impulsos electromagnéticos a razón de 0,0001385 segundos que, debidamente amplificados en la «vara de Moisés», eran «transportados» mediante láser hasta las pantallas de la nave. Este enlace, puramente informativo, venía a sustituir la conexión auditiva, válida tan sólo en un radio máximo de quince mil pies.

A lo largo de los dos primeros kilómetros la calzada fue encajonándose entre los altos farallones rojizos del macizo del har o monte Arbel y un peligroso talud (a mi derecha), de cuatro a cinco metros, que caía casi vertical sobre las aguas del lago. Y empecé a observar algo que no resultaba normal. La ruta presentaba un escaso movimiento de viajeros. Más aún: el fluir de caminantes sólo se registraba en dirección a Tiberíades. Este explorador era el único que caminaba hacia el norte. Y percibí igualmente que entre los judíos y gentiles que se cruzaban con quien esto escribe no aparecía un solo animal. Las acostumbradas cuerdas de asnos o bueyes y los rebaños de cabras y ovejas desaparecieron. Aquellos individuos circulaban con prisas. Y hablaban y discutían sobre un tema que me resultó familiar: las «rocas», las «lluvias» y un «castigo divino».

15.30 horas.

A cosa de dos kilómetros y medio de Tiberíades, al dejar atrás un suave recodo, fui a toparme de pronto con la explicación a cuanto venía oyendo desde que divisara el yam. Y atónito continué avanzando lentamente.

La vía se hallaba cortada por un desprendimiento. Los cuatro metros y medio de calzada habían sido invadidos por varias toneladas de piedras y tierra procedentes del gran cortado rocoso que se alzaba a mi izquierda. Y entendí las alusiones a las lluvias. La reciente tormenta, padecida por este explorador en Nazaret, tenía que ser la responsable del desastre. Las frecuentes y feroces torrenteras, casi con seguridad, fueron las encargadas de lavar y remover las cumbres del Arbel, provocando la avalancha. Aquel tipo de fenómenos —realmente peligrosos— se daba habitualmente en la época de lluvias y en especial en las regiones desérticas de Judá y del mar Muerto.

Examiné la situación. El summum dorsum (la cubierta de losas de la calzada) aparecía materialmente cegado por las rocas. No se apreciaba un solo hueco por el que poder cruzar. En el centro de la vía descansaba la piedra más voluminosa, de unos dos metros de altura y ocupando prácticamente la casi totalidad del ancho de la ruta. A derecha e izquierda de esta gran mole, otros peñascos de menor proporción clausuraban el resto de la carretera. Como digo, el camino no ofrecía muchas alternativas. Descender por el talud, sumergirse en las aguas y trepar de nuevo era viable pero sumamente incómodo. Sólo quedaba una solución: encaramarse a las rocas situadas a los costados de la piedra central y saltar. Y eso fue lo que hicieron muchos de los viajeros que se dirigían a Tiberíades. Y eso fue lo que hizo quien esto escribe.

Pero, una vez salvado el obstáculo, fui a encontrarme con la auténtica dimensión del problema. El panorama, al otro lado, era desolador. Y justificaba la excitación de los caravaneros. Los caminantes que marchaban en solitario o con cargamentos livianos podían considerarse afortunados. Para las reatas de onagros y bueyes que se apretaban en la calzada la situación, en cambio, era desesperada. El paso de los animales entre las rocas era impracticable. Y dueños y conductores, indignados, iban y venían hasta la barrera, maldiciendo, gimiendo y discutiendo. Algunos, formando causa común, se entregaron al estéril intento de levantar los peñascos de menor calibre. La lucha duró poco. Las piedras pequeñas fueron desplazadas con celeridad. No así las rocas ubicadas en los flancos de la masa central. Y sudorosos, jadeantes y vencidos, terminaron sentándose sobre las losas, con las cabezas hundidas entre las rodillas.

Los animales —varias decenas— habían taponado la carretera. Dos de las cuerdas —integradas por unos quince asnos— parecían especialmente afectadas por el corte. Y me hice cargo de la rabia, de los improperios y del llanto de sus cuidadores. Estas caravanas, cargando canastos y cántaros de todos los tamaños, descendían a diario desde el monte Hermón con una delicada mercancía: nieve. Generalmente aprovechaban la noche para transportarla hasta los puntos más recónditos de Israel. Y a pesar del esmerado embalaje y del abundante helecho que la preservaba, el fuerte calor comenzaba a deteriorarla. Los fardos chorreaban alarmantemente ante la lógica desesperación de los burreros.

Aquellos hombres —galileos en su mayoría—, tratando de escapar de la ruina, se interpelaban sin cesar, cayendo en agrias y absurdas discusiones que, por supuesto, no llevaban a ninguna parte. Sólo uno de los conductores —más templado y sensato que el resto— discurría con serenidad. Pero las soluciones aportadas por este caravanero —un individuo de mediana edad al que le faltaba el pie izquierdo y que se ayudaba en su caminar con una negra y lustrosa muleta— no satisfacían a sus codiciosos e impacientes compañeros. La verdad es que no quedaban muchas opciones. Contratar lanchas —como sugería el cojo— y descargar la nieve, transportándola así hasta Tiberíades, representaba un tiempo y un costo adicionales que —a juzgar por las airadas protestas de la mayoría— no estaban dispuestos a asumir. La segunda posibilidad —dar la vuelta y vender la carga en las localidades cercanas— tampoco era del agrado de los comerciantes. El precio de la nieve, sin duda, bajaría considerablemente.

¿Qué otra solución podían contemplar? La demolición de las rocas —como apuntó acertadamente el de la muleta— se demoraría una o dos jornadas. Al parecer, las cuadrillas de hodopoioí (especie de peones camineros responsables del mantenimiento de la vía) y los correspondientes contingentes de esclavos ya estaban avisados. Pero, por mucha diligencia que pusieran en el trabajo, con la llegada de la noche todo se complicaría. A esta crítica situación debía añadirse la inoportuna y próxima entrada del sábado. Y aunque muchos de los afectados eran gentiles, otros, por su condición de judíos, veían con horror cómo a la calamidad deberían sumar el pecado. Según las rígidas leyes mosaicas, entre los trabajos prohibidos en sábado —cuarenta menos uno— figuraba, naturalmente, el de «transportar de un ámbito a otro» [21]. En el caso de la nieve, la Ley consentía el transporte, al igual que en todo aquello que no fuera apto para ser conservado. (Así consta en el tratado del «Shabbat» VII, 3.) El resto de las reatas, en cambio, con mineral de hierro de Fenicia, maderas del valle de Hule o cristal de Nahum, entre otras mercancías, se veía sujeto a la drástica normativa religiosa. Pero lo peor no era el sentimiento de pecado o los sacrificios exculpatorios que estaban obligados a llevar a cabo. Lo que verdaderamente temían y los angustiaba era no llegar a negociar los cargamentos, tachados de «impuros» por el hecho de haber sido transportados en sábado.

Y de pronto —conmovido por la aflicción de aquellas gentes— surgió en mí la ardiente necesidad de ayudarlos. Al principio dudé. Pero la visión de la nieve chorreando entre las patas de las caballerías y el abatimiento de los rudos caravaneros fue minando la inicial resistencia. Analicé el problema, aceptando que no se trataba de algo crucial o irremediable. Tarde o temprano, en efecto, las rocas serían demolidas y retiradas. La ayuda —de poner en práctica la idea que rondaba mi mente— aceleraría tan sólo un proceso que podríamos estimar de «rango inferior» y que, como digo, no tenía por qué alterar los esquemas vitales de los individuos. Hoy, desde mi retiro, con la perspectiva del tiempo y de la distancia, no tengo claro si aquella intervención fue correcta. Por supuesto, los responsables de la operación no la habrían aprobado.

Elegí el punto idóneo. Por lógica, economía y rapidez el lugar ideal correspondía a los peñascos que cerraban la calzada por el flanco situado junto al farallón.

Me enfrentaba a dos grandes moles. Ambas superiores al metro y medio de longitud, con alturas máximas que oscilaban alrededor de los cien centímetros. El peso total no bajaría de los quinientos o seiscientos kilos.

La composición de las rocas —caliza con predominio de calcita y estrechas fajas de marga— no constituía mayor problema. Repasé la textura, verificando lo que ya sabíamos por estudios anteriores. Densidad algo inferior a 2,71. Un grano de tipo medio, con diámetros de 3,3 a 1,0 milímetros y entre 101 y 102 granos por centímetro cuadrado y lo más importante: un nivel de dureza de «3» en la escala de Mohs [22]. En otras palabras, un material «dócil», fácil de manejar.

Y una vez seguro de dónde y cómo ejecutar la operación, me volví hacia los hombres y bestias, contemplándolos durante algunos segundos. Aquélla, sin duda, era la parte más delicada del «trabajo» que me disponía a realizar. Tenía que conseguir que la maniobra pasara inadvertida. Aunque me contentaba con algo más simple: lograr que no se acercaran. Pero ¿cómo?

Comerciantes, burreros y felah continuaban enzarzados en la polémica. Y al reparar de nuevo en las cuerdas de asnos, fui a encontrar la solución. «Aquello», si daba resultado, me concedería quizá cierta ventaja. Y dispuesto a probar fortuna dirigí los ultrasonidos hacia la testuz de uno de los onagros inmovilizado en primera fila. El fulminante desplome del animal sembró la alarma entre los caravaneros. Y rodearon al exánime burro, luchando por levantarlo. Pero las patadas, varazos, tirones y juramentos no sirvieron de nada.

Aquél era el momento. E introduciéndome entre las inquietas caballerías, pulsé el clavo que activaba el láser de gas, posicionándolo en la potencia mínima (unas fracciones de vatio). Y sin pérdida de tiempo apunté el cayado hacia las ancas de los cuadrúpedos que miraban hacia Migdal. En cinco segundos, otros tantos jumentos acusaron el impacto del finísimo (inferior a veinticinco micras) e invisible haz de calor. Y reaccionaron tal y como había supuesto. Doloridos y asustados, coceando y rebuznando, emprendieron un veloz trote, arrastrando en la estampida a buena parte de sus hermanos. Y tras un primer instante de sorpresa y confusión, la casi totalidad de los burreros, vociferando y con las varas en alto, salió a la carrera en persecución de las reatas. Por supuesto, los gritos y maldiciones sólo consiguieron multiplicar el miedo de los onagros y, obviamente, la distancia a sus cuidadores.

Si todo iba bien, la captura de los ariscos animales se prolongaría, al menos, durante veinte o treinta minutos. Y aprovechando la estimable ventaja, regresé a la barrera que cortaba la calzada, centrándome en los dos peñascos previamente seleccionados. Como medida precautoria fui a situarme al otro lado de las rocas (en el flanco que miraba a Tiberíades), pero sin perder la cara a los escasos felah que permanecían junto al asno desmayado. Y recostándome en el farallón, adoptando una actitud de supuesto descanso, puse manos a la obra. Pulsé de nuevo el láser de gas, elevando la potencia hasta los ocho mil vatios. Y extremando las precauciones (la ausencia de las «crótalos» me obligaba una vez más a manejar la vara sin visualizar el «cilindro» infrarrojo), dirigí el «chorro de fuego» hacia la calcita, iniciando el corte de la primera piedra [23]. Cada roca sería cuarteada transversalmente. Estimé que tres tajos eran suficientes.

Según mis cálculos, el poderoso «bisturí», trabajando a una velocidad de cinco centímetros por segundo, podía trocear cada uno de los bloques en sesenta o setenta segundos [24]. De esta forma, una vez seccionados, podrían ser removidos con rapidez, habilitándose un paso de casi metro y medio de holgura.

Y con los cinco sentidos repartidos entre el láser y los caravaneros rematé la primera de las divisiones. El dióxido de carbono, implacable, acometió el siguiente corte. Pero, de improviso, a mis espaldas, en la dirección de Tiberíades, escuché un apagado rumor. Y contrariado descubrí en la distancia a un grupo de individuos que avanzaba hacia nosotros. Procuré serenarme. El recodo por el que acababan de aparecer se hallaba a unos quinientos metros. Eso significaba un margen de cinco o siete minutos hasta que alcanzaran la barrera rocosa.

Aumenté el nivel a quince mil vatios y el invisible y silencioso flujo devoró prácticamente la blanda caliza.

Segundo peñasco.

Las dos primeras tajaduras fueron resueltas en algo menos de un minuto. Pero las cosas parecían empeñadas en complicarse. El jumento que yacía en tierra se recuperó y los caravaneros, tras enderezar la carga, dejaron de prestarle atención. Si alguno se acercaba me vería obligado a suspender la operación.

Más complicaciones. Al volver el rostro comprobé desolado cómo el pelotón —alrededor de treinta hombres— se aproximaba a mayor velocidad de lo que había estimado. Y ocurrió lo inevitable.

Alertados por el clamor de la cuadrilla, burreros y felah se apresuraron a caminar hacia mi posición. Aguanté unos instantes, tratando de rematar el sexto y último tajo. Por fortuna se decidieron por la peña más alta. Treparon y, al identificar a los que marchaban por la calzada, estallaron en gritos de júbilo. Eran los hodopoioí, los «peones camineros» —gentiles en su mayoría— encargados de despejar la ruta.

La presencia de los funcionarios públicos desvió momentáneamente las miradas. Y este explorador —más muerto que vivo— pudo concluir su trabajo.

El éxito, sin embargo, no fue redondo.

¿Cuánto tiempo llevaba allí, frente a quien esto escribe? Probablemente muy poco. La cuestión es que, al levantar la vista del bloque de calcita, fui a descubrir el atónito semblante del cojo. Parecía hipnotizado por el simétrico troceado de las piedras. Y, soltando la muleta, se arrojó sobre los restos de los peñascos. Los palpó, los examinó y percibió el débil calor del último corte. Y comprobó, en efecto, que no se trataba de un sueño. La perfección del láser no dejaba lugar a dudas. «Aquello» no era accidental.

Y tras una rápida reflexión clavó los vivos ojillos en los de este no menos aturdido griego. Bien sabe Dios que procuré disimular. Pero una inoportuna sonrisa de circunstancias —muy próxima a la estupidez— terminó delatándome. Y reaccioné sin demasiada precisión, poniendo tierra de por medio. Buscar una excusa habría sido una pérdida de tiempo y un insulto a la inteligencia de aquel hombre. Y saltando sobre «mi obra» me alejé sin mirar atrás. Las reatas, reorganizadas poco a poco, retornaban junto al desprendimiento.

Pero la «huida» fue breve. El Destino no había dicho la última palabra.

Cuando apenas llevaba recorridos cien metros, la voz del cojo sonó imperativa a mis espaldas. Simulé no haberle oído. Acosado, sin embargo, por su insistencia y procurando que la difícil situación no fuera a peor, cedí, atendiendo sus requerimientos.

A pesar de la cojera avanzó ligero. Venía solo. Esto me tranquilizó…, a medias.

Y el Destino me desarmó una vez más.

Me puse en guardia, dispuesto a todo. Pero aquel judío helenizado —con el que llegaría a trabar una sincera amistad— no era como el resto de los caravaneros. A su notable inteligencia debía sumar un tacto y un instinto muy especiales.

Me observó con curiosidad. Después, adelantando una cálida sonrisa, en el colmo de la ironía, trató de sosegarme.

—No temas —exclamó, señalando hacia sus compañeros—. Esos infelices son peores que las caballerías. Ni ven, ni escuchan, ni entienden…

¿Entender? No le comprendí. Y advirtiendo mi extrañeza aclaró:

—He rezado y los cielos han atendido mi súplica. Fui un fiel seguidor del constructor de barcos de Nahum y sé que el Padre nunca desampara a sus hijos.

¿Constructor de barcos de Nahum? ¿A quién se refería?

Y de pronto me estremecí. Aquel hombre —para designar al Padre— había empleado un término («Ab-bā») especialmente querido por el rabí de Galilea. Cuando el Maestro se dirigía al buen Dios casi siempre lo hacía llamándole «Ab-bā». Es decir, «papá».

¿Es que Jesús de Nazaret trabajó también como constructor de barcos? Si no recordaba mal —hasta los veintidós años— desempeñó los oficios de carpintero, ebanista de exteriores, jefe de un almacén de aprovisionamiento de caravanas, forjador en Séforis y, ocasionalmente, de labrador, pescador en el yam e instructor o maestro «particular» de sus hermanos. Francamente, aquello me desconcertó. Pero no quise interrumpirle.

—No sé quién eres, ni de dónde vienes —añadió reforzando la acogedora sonrisa—. Tampoco cómo lo has hecho. Pero no preguntaré. El Maestro nos habló de la próxima venida del reino y de los prodigios que la acompañarían. Y yo le creo.

Ahora estaba seguro. Hablaba de Jesús.

Y refugiándose en el incidente de las piedras —aceptándolo como una confirmación de esa inminente llegada del reino—, fue a refrendar sus pensamientos con un pasaje del libro de Jeremías (43, 8-12):

—«Toma en tus manos piedras grandes y las hundes en el cemento de la terraza que hay a la entrada del palacio del faraón… Y así habló el Dios de Israel: “He aquí que yo mando en busca de mi siervo, el rey de Babilonia, y pondrá su sede por encima de estas piedras…, y desplegará su pabellón sobre ellas”».

Aunque el texto, evidentemente, se refería a Nabucodonosor, guardé un respetuoso silencio. En cierto modo le asistía la razón. El «prodigio» del láser estaba anunciando una nueva era. Y tanto mi hermano como yo, en efecto, podíamos considerarnos como «enviados», aunque de un «reino» muy diferente. Sea como fuere, la «mágica» presencia de estos exploradores en aquel remoto «ahora» venía a confirmar lo ya dicho: los caminos, hilos y artes de ese inmenso y sabio Ab-bā parecen sostenerse —más que por la inteligencia— gracias a una inagotable imaginación.

Y concluido el solemne discurso, el buen hombre procedió a presentarse. Dijo llamarse Murashu o Muraschu. El nombre me sonó familiar. Conocí a otro Murashu al frente de la caravana mesopotámica, en la senda hacia Caná. Éste residía en Tiberíades y ejercía la profesión de monopolei (una especie de mayorista en el comercio de trigo, nieve, pescado, fruta y cualquier otra mercancía susceptible de ser importada o exportada). Y empecé a atar cabos. ¡Cuán extraño es el Destino! Aquel individuo era el contacto del que me había hablado Elías Marcos al abandonar su casa en Jerusalén. Pero, discretamente, no mencioné al padre del joven Juan Marcos. En aquellos momentos —dadas las prisas por retornar al módulo— no tenía mucho sentido.

Insistió en que su casa se vería honrada con mi visita. Por último, introduciendo los dedos de la mano izquierda en la faja tomó una mugrienta bolsa de lana y extrajo una moneda. El bronceado rostro se iluminó y en tono suplicante rogó que la aceptara:

—El Maestro nos enseñó a dar sin interés ni compromiso. Recíbela en nombre de todos.

Y aproximando el aureus, lo depositó en la palma de mi mano. Cerró los dedos y, a manera de despedida, subrayó:

—Un poco de oro y un mucho de gratitud… Que el Todopoderoso, que Ab-bā, te siga guiando.

Y a dos horas del ocaso reemprendí la marcha, tenso y emocionado por los últimos acontecimientos. Verdaderamente, el afable y generoso monopolei llevaba razón. Quizá no sepa explicarme. Lo mío no es escribir. El caso es que, en efecto, me sentía guiado. Casi protegido. Era una reconfortante sensación. Muy sutil, es cierto, pero firme y puntual. Algo así como si «alguien» invisible y cercano permaneciera atento a lo más grande y a lo más insignificante. Pocas horas antes, por ejemplo, este desconfiado explorador sostenía una dura pelea consigo mismo, atormentándose por la falta de dinero. Pues bien, de improviso, esa «fuerza» (?) trenzó el Destino de forma y manera que, finalmente, un desconocido terminara regalándome el equivalente a treinta denarios de plata. Una cantidad más que sobrada para salir del paso. ¿Podía llamarse a esto casualidad? Con el tiempo, como ya he referido, el rabí de Galilea nos demostraría que nada es fruto del azar. Lo siento por mis colegas, los científicos…

Y a la altura de Migdal, según lo planeado, establecí la conexión con la «cuna».

Y aquellos últimos ocho kilómetros —gracias al Cielo— fueron salvados sin contratiempo.

Y aproximadamente hacia las 18 horas —a unos cuarenta minutos del crepúsculo—, tras verificar que la calzada a Nahum se hallaba despejada, salté sobre la suave ladera del monte de las Bienaventuranzas, a la búsqueda del invisible módulo. El ingreso en la nave resultaría más rápido y sencillo de lo que había supuesto. Aunque carecía de las lentes de contacto, Eliseo —asistido por el radar— fue dirigiéndome con precisión. Y orientado igualmente por los regueros de rojas anémonas y las flores violetas de los cardos que alfombraban aquella falda sur del promontorio alcancé el límite del primer cinturón de seguridad que rodeaba la «cuna»: ciento cincuenta pies (cincuenta metros). Y siguiendo las instrucciones de mi hermano me detuve.

—Roger —la voz de Eliseo sonó fuerte y clara a través de la conexión auditiva—, procedo a la desconexión de la barrera IR. Cambio.

OK! Listo para avanzar. Cambio.

—¡Adelante! —bromeó mi hermano—. Si el hijo pródigo no ordena lo contrario haré coincidir la anulación del escudo gravitatorio con el descenso de la escalerilla. Cambio.

Lancé una nueva mirada a mi alrededor. Todo parecía tranquilo.

—Por mi parte —repliqué— no hay inconveniente. ¿Tienes algún target? [25]. Cambio.

—Negativo. Todo limpio en pantalla. Cambio.

—Entendí «limpio»… Cambio.

—Roger. Cuando quieras.

Y Eliseo, interrumpida la poderosa emisión de ondas gravitatorias que envolvían la nave hasta una distancia de treinta pies, activó el mecanismo hidráulico de la escalerilla.

Aquél era uno de los momentos más delicados del ingreso. Para un hipotético observador, la pequeña escala metálica habría surgido de la «nada», sosteniéndose vertical —como por arte de magia— sobre la plataforma rocosa en la que reposaba la invisible «cuna». Por supuesto, ese atónito testigo tampoco hubiera comprendido la siguiente escena: un individuo ascendiendo veloz por dicha escalerilla y «desmaterializándose» poco a poco —desde la cabeza a los pies— conforme trepaba por los peldaños.

Por fortuna, nada de esto sucedió. La colina, como digo, se hallaba desierta. Y nada más pisar la nave, la hidráulica retornó al interior con su familiar resoplido. Y mi hermano, restaurado el doble cinturón protector, me recibió con los brazos abiertos. Y ambos, emocionados, sin demasiadas palabras, coincidimos en algo: aquellos cinco días nos parecieron eternos.

—¡Hipócrita!

El resto de la jornada transcurrió rápidamente. Eliseo, recuperado de la herida en la frente, fue el primero en aportar novedades. En realidad —a Dios gracias—, ninguna o casi ninguna. La nave operaba sin problemas y los estudios sobre el misterioso «cuerpo glorioso» del Resucitado y el no menos enigmático fenómeno registrado en el sepulcro en la madrugada del domingo, 9 de abril, habían prosperado… relativamente. Pero de este capítulo me ocuparé más adelante.

Cuando me llegó el turno procuré hacer una síntesis lo más precisa posible de cuanto había vivido y padecido en aquel viaje a Nazaret. Supo oírme en silencio, casi sin interrupciones. Y esta vez, obedeciendo a la intuición, preferí no ocultarle ninguno de los problemas que nos asediaban. Unos problemas que podrían resumirse en el siguiente orden:

Primero y más acuciante: la falta de dinero. Disponíamos tan sólo de un aureus. (Eliseo respetó mi deseo de conservar el denario de la Señora). Con suerte quizá pudiéramos cambiarlo por treinta o treinta y cinco de plata. Pero esta cantidad —administrándola severamente— apenas cubriría un par de semanas. A lo sumo tres. De no hallar una solución, la operación tendría que ser cancelada.

Segundo: las medidas de seguridad de los exploradores. Era menester reforzarlas. Una situación como la de la caverna del saduceo no podía repetirse.

Y tercero y no menos comprometido problema: la actitud de algunos de los íntimos del Maestro —abiertamente hostil hacia quien esto escribe— obligaba a replantear la forma de trabajo en las inmediatas fases de la misión. Y apoyándome en esta lamentable realidad planteé la posibilidad de adelantar el tercer «salto» en el tiempo.

Y a pesar del cansancio, durante buena parte de la noche nos ocupamos del exhaustivo análisis de estos imprevistos.

Eliseo, lejos de ceder a la tentación de suspender la misión, se mostró templado y animoso. Fue él quien infundió aliento, espantando el pesimismo que acechaba.

—¡Hipócrita!

Prometió ocuparse del ingrato asunto del dinero. Y a juzgar por la pícara sonrisa que se deslizó entre sus palabras algo debía de tener en mente. ¡Y ya lo creo que lo tenía! Pero el muy vivo supo guardar silencio y esperar el momento oportuno. ¡Le fascinaban las sorpresas!

Hablamos igualmente de la utilización de los dispositivos técnicos como fuente «extra» de ingresos. La reciente experiencia con el láser de gas había sido prometedora. Pero admitimos también que este tipo de aventuras entrañaba graves riesgos y que merecía un análisis más reposado. No lo descartamos aunque, de mutuo acuerdo, lo dejamos en manos del Destino.

Lo dicho: ¡maldito hipócrita!

En cuanto a las medidas de seguridad, Eliseo, amén de mostrarse absolutamente conforme con su reforzamiento, disfrutó lo suyo con la sola idea de estrenar el sistema que habíamos bautizado como el «tatuaje». Al día siguiente —en estrecha colaboración con el ordenador central— puso manos a la obra. Y el domingo, 30 de abril, tuvimos la ocasión de probarlo sobre el terreno.

El último y doble problema —el más abstracto— fue el que nos ocupó más tiempo. No era fácil granjearse de nuevo la amistad de Juan Zebedeo y de algunos de los íntimos, claramente envenenados por el «hijo del trueno». El desarrollo de las tres siguientes misiones me obligaba a permanecer junto al grupo. Mi posición, evidentemente, no era cómoda. ¿Cómo salvar semejante escollo? Mi hermano —procurando animarme— me hizo ver que quizá exageraba. No todos los discípulos compartían el intransigente criterio del Zebedeo. Más aún: contaba con el incondicional apoyo de la Señora y sus hijos. María, en cierto modo, conocía la «verdad». Quien esto escribe, sin embargo, sabiendo de las airadas y neuróticas reacciones del «discípulo amado» (?), no se mostró tan optimista. Y no me equivocaría.

Por supuesto, la sugerencia de adelantar el «salto» en el tiempo «entusiasmó» a mi compañero. Sí, fui un perfecto necio… Según manifestó, él, más que yo, ardía en deseos de «salir al exterior» y compartir la vida del Maestro. Pero conforme profundizamos en la ansiada aventura, la despiadada realidad fue poniendo las cosas en su sitio. En primer lugar, ni Eliseo ni yo nos hubiéramos sentido tranquilos dejando a medias la misión «oficial». El deber y nuestra propia curiosidad nos forzaban a ultimar lo ya iniciado. Por otra parte —y no era poco—, además del referido problema del dinero, fallaban las fechas. Este explorador no había logrado aún la información exacta sobre los arranques de la llamada vida pública del Hijo del Hombre. En parte, como ya expliqué, porque ni los mismos apóstoles se ponían de acuerdo a la hora de matizar este trascendental momento. Naturalmente, dado el mal que nos aquejaba, no podíamos abusar de las inversiones de masa de los swivels. El tercer y extraoficial «salto» debía ejecutarse con un máximo de precisión. Y para eso tenía que aprovechar las tres últimas incursiones obteniendo, como fuera, el año y mes concretos. Lo que no imaginaba es que dicha información llegaría, curiosamente, de la mano de alguien que no pertenecía al colegio apostólico. Por último coincidimos en que los preparativos para tan prolongada, compleja y arriesgada misión se hallaban todavía muy verdes. Necesitábamos un salvoconducto especial que garantizase, en la medida de lo posible, nuestra seguridad a lo largo y ancho de todo el territorio de Israel. Ese documento, lógicamente, sólo podíamos obtenerlo del gobernador romano. De ahí que mi presencia en Cesarea —residencia habitual de Poncio— fuera programada para la siguiente semana.

¿Y cómo olvidar el nuevo asentamiento de la «cuna»? La definitiva elección y acondicionamiento de la «base-madre-tres» no era una labor sencilla y rutinaria.

Pero el sueño y el cansancio terminaron pasando la página de aquel intenso y fascinante viernes.