Rode, la joven sirvienta, no me reconoció.
Y al momento, a la luz de las antorchas, distinguí la menuda y nerviosa figura del benjamín de la familia.
Y corrió a mi encuentro.
Se coló entre la mujer y la puerta y, abriendo los negros ojos, gritó mi nombre. Y acto seguido, de un salto, se colgó de quien esto escribe.
Poseidón, asustado, agitó la cabeza.
Y al descubrir al caballo, el interés del jovencito por este explorador se esfumó. Y de mi cuello pasó a acariciar el de la montura.
—¿Es tuyo?… ¿Cómo se llama?
María Marcos, la madre, aproximándose, le reprendió al tiempo que me invitaba a traspasar el portalón.
Me resistí, indicando que no venía solo. Y María, reclamando a la servidumbre, tiró de mi mano sin contemplaciones. Y griego y corcel penetramos en el patio a cielo abierto del hogar de los Marcos, en Jerusalén.
Pero el entusiasmado Juan Marcos no permitió que los criados se hicieran cargo de Poseidón. Y tirando de las riendas lo condujo al fondo del jardín.
En un primer momento me extrañó. Después comprendí. Las sucias y viejas ropas, los rostros sin afeitar y los cabellos en desorden guardaban un profundo sentido religioso [123].
Y recordando el reciente fallecimiento de Elías Marcos [124], el cabeza de familia, me apresuré a expresar mis condolencias a la gentil anfitriona. María asintió en silencio y, tomándome las manos, me obligó a sentarme junto al fuego que presidía aquel patio interior. Y fiel a la costumbre intenté levantarme y saludar las siete veces que estipulaba la Ley (así rezaba el tratado Baba bathra). Pero la mujer, sonriendo, no lo permitió.
Al parecer, a juzgar por sus precarias explicaciones, el marido murió de forma súbita y sin razón aparente. Era relativamente joven —cuarenta y cinco años— y de una probada fortaleza física. Y deduje que el óbito pudo deberse a un problema cardiaco o a una hemorragia cerebral. La cuestión es que este explorador lamentó sinceramente la pérdida de aquel excelente amigo.
El fatal desenlace pilló desprevenidos a todos, incluyendo al joven Juan Marcos, que, como se recordará, se encontraba en ese fatídico instante de regreso a Jerusalén.
Y María, evitando el doloroso tema, cambió el rumbo de la conversación, asaltándome a preguntas. Y fui respondiendo como buenamente pude…
Le expliqué que me había unido a una caravana procedente de Tiro y que, tras descender por el camino del Jordán, acababa prácticamente de entrar en la Ciudad Santa.
Y le hablé también de mis experiencias en el mar de Galilea y de las apariciones que tuve la fortuna de presenciar.
Por supuesto, estaba al corriente. Su hijo y los discípulos la informaron puntual y detalladamente.
¿Los discípulos?
Y esta vez fui yo quien la interrogó, interesándome por el paradero de los íntimos.
Así supe que los once se encontraban en el cenáculo existente en la planta superior. El histórico lugar fue tomado como «cuartel general» desde la llegada del grupo a Jerusalén, en la noche del miércoles, 3 de mayo.
Pero, al hilo de las aclaraciones de María Marcos, deduje que los eufóricos «embajadores del reino», al establecer contacto con la Ciudad Santa y percibir el ambiente de hostilidad entre la casta sacerdotal, volvieron a caer en una profunda crisis de miedo. Y no les faltaba razón. Como ya señalé, las disposiciones del Sanedrín contra todo aquel que se atreviera a propagar noticias relacionadas con el Maestro o con la resurrección eran contundentes: expulsión de las sinagogas e, incluso, posibilidad de ejecución.
Y tuve conocimiento también de otros dos hechos protagonizados, uno por el Resucitado, y el segundo por los mencionados apóstoles.
Del primero, las noticias eran confusas. María, a pesar de su buena voluntad, sólo escuchó rumores. Al parecer, el Maestro se presentó igualmente en la noche del 18 de abril ante un grupo de creyentes, en Alejandría.
A qué engañarme. A estas alturas me sentí incapaz de contabilizar el número de apariciones.
¿Doce? ¿Catorce?…
E inquieto —rabioso por aquel «descontrol»— tomé la firme decisión de llevar a cabo las indagaciones necesarias para «poner orden» en tan importante capítulo. Un capítulo —cómo no— igualmente manipulado y censurado por los evangelistas…
El último acontecimiento —según la dueña de la casa— ocurrió en la noche siguiente al arribo de los íntimos a Jerusalén.
Ese jueves, 4 de mayo, los once celebraron asamblea.
La situación, insisto, seguía siendo grave. Pero Simón Pedro, tomando la iniciativa, animó a sus hermanos a vencer el miedo y a dar la cara.
Y estalló la vieja polémica.
Bartolomé, el «oso de Caná», fue el portavoz de la «oposición» a Pedro y su grupo. No se oponía a salir a las calles y predicar la buena nueva. Natanael, Tomás, Mateo Leví, Simón el Zelota, Juan Zebedeo y Andrés estaban igualmente dispuestos a anunciar el «reino». En lo que no coincidían era en el planteamiento.
Los primeros —no me cansaré de insistir en ello—, deslumbrados por el hecho físico de la vuelta a la vida de Jesús, pretendían comunicar básicamente este extraordinario fenómeno. El «oso» y su bando, en cambio, más sutiles y fieles a las repetidas recomendaciones del Hijo del Hombre, deseaban transmitir el gran mensaje: el «descubrimiento» de un Dios-Padre y la lógica consecuencia de la hermandad entre los hombres.
Pero Bartolomé y la facción de los «puros» —si se me permite la simplificación— fueron literalmente aplastados por la elocuencia de Pedro y el entusiasmo de sus «halcones». Entre éstos aparecían también varias de las mujeres del primitivo movimiento.
De esta reunión —«olvidada» por los escritores sagrados (?), como es natural—, el impetuoso y poco reflexivo Simón Pedro saldría consagrado como líder indiscutible. Y con él, lamentablemente, lo que en el futuro sería una religión «sobre» Jesús y no «sobre» su magnífico y original mensaje.
Y de pronto, cortando la información, María se puso en pie, suplicando perdón.
No entendí.
Y antes de que pudiera evitarlo —reiterando las disculpas por el lamentable olvido— me vi con una humeante escudilla de madera entre las manos.
—Recién hecha —anunció, haciendo oídos sordos a mis protestas.
Y aunque ya había cenado, agradecí la hospitalidad, saboreando la suculenta sopa de cebolla y el cremoso queso que la engordaba y blanqueaba.
E inspiré profundamente, dando gracias a los cielos por tanta benevolencia: un viaje plácido desde Nahum y ahora unos amigos acogedores, un fuego, un firmamento estrellado y aquel embriagador perfume de los jazmines.
Y no insistí en las preguntas sobre los discípulos. En parte porque supuse que dormían. La primera vigilia de la noche había silenciado ya a la ciudad. No era momento de irrumpir en el histórico cenáculo. Además, quién sabe cómo podían recibirme. El odio de Juan Zebedeo pulsaba en mi memoria como una luz de peligro.
Quizá con el nuevo día… Sí, algo ocurriría.
Y ese «algo» sucedió, naturalmente. El Destino (?), en efecto, hacía tiempo que me esperaba…
—¿Y por qué ese nombre?
El jovencito regresó al fin junto a este explorador.
—¿Por qué Poseidón?
Y cariñoso fue a sentarse en mis rodillas, jugueteando con su «regalo»: el saquito de paño descolorido que me obsequiara semanas atrás y que, afortunadamente, aún colgaba sobre el pecho.
Sonreí y, abandonando el cuenco de sopa a los pies del taburete, improvisé:
—Me trae suerte…, como tu amuleto.
—Pero ¿qué significa? —insistió, señalando hacia el blanco caballo.
—Es un dios —repliqué, comprendiendo que su interés por la montura no le haría ceder—. En realidad debería llamarse Posidón.
Y el niño —el que un día sería el evangelista Marcos— sometió a quien esto escribe a un implacable interrogatorio. Y lo agradecí. Durante un buen rato, las ingenuas y deliciosas preguntas me apartaron de la realidad.
—¿El dios de los terremotos?… ¿Por eso los caballos hacen tanto ruido al galopar?
—¿Cómo lo has adivinado? —redondeé encantado.
Y el muchacho siguió empujándome hacia la leyenda de Poseidón.
—Y se cuenta que ese dios griego creó al caballo con un golpe de su tridente…
Juan Marcos abrió los inmensos ojos negros.
—Y te diré más. Posidón estableció su morada en las profundidades del mar. El palacio, en el Egeo, era resplandeciente y eterno. Y cuando salía uncía al carro unos briosos corceles de cascos dorados…
—¡Caballos con cascos de oro!
Y torciendo el gesto protestó.
—Poseidón no los tiene…
Torpe de mí no reparé en la malévola mirada del niño.
—Es que ese caballo es especial —intenté arreglarlo.
—¿Por qué?
—El oro lo lleva en el corazón…
No le vi muy convencido. Y continué con la versión de Heródoto.
—Y volaba sobre las aguas, provocando tempestades. Sin embargo, ni una sola gota lo mojaba.
—Y los caballos…, ¿se mojaban?
Me atrapó.
—Supongo que no. Como sabes, dueño y montura llegan a formar un todo…
—¿Y tenía mujer?
—Sí, la esposa de Posidón se llamaba Anfitrite… ¿Sabes cómo la conquistó?
Negó con la cabeza, al tiempo que el sueño empezaba a doblegarlo.
—Anfitrite, hija de Océano, rechazó a Posidón. Y se escondió. Pero el dios envió a un delfín para que la localizara. Y finalmente la llevó ante el dueño de los mares. Y Posidón recompensó al fiel mensajero convirtiéndolo en sol.
Juan Marcos se despabiló.
—¿Por eso los delfines pueden sacar la cabeza fuera del agua?
—Naturalmente. Y por eso ríen cuando se asoman.
Aquella conversación, para sorpresa de quien esto escribe, iba a tener más trascendencia de lo que hubiera imaginado. Sin querer, este explorador cometió un error en la historia del delfín…
Pero vuelvo a precipitarme. Mejor será que me ajuste a los hechos, tal y como se registraron:
—Y de ese matrimonio nacieron tres hijos: Tritón, Bentesicime y Rode…
—¿Rode?
Y entusiasmado rompió a reír:
—¿Rode es hija de un dios?
Y caí en la cuenta.
Rode era la esclava que me abrió la puerta y que, prácticamente, vio nacer al inquieto y travieso Juan Marcos.
Y, lenta y plácidamente, el niño quedó dormido entre mis brazos. Lo entregué a la madre y este explorador buscó refugio junto al rescoldo del hogar.
Cinco horas y seis minutos. (Momento del orto solar según los relojes del módulo).
Todo coincidió.
Los últimos y trasnochadores luceros fueron retirados por la policía del alba.
María Marcos y su gente comenzaron a trastear en el patio, avivando el fuego y disponiendo la molienda del grano.
Y al fondo, llamando a la vida, el doble tañido de bronce de los levitas, abriendo en el Templo la puerta de Nicanor.
Seis horas.
Leche caliente, miel y panecillos horneados sobre la tradicional plancha abombada de hierro.
Observé el cielo.
Limpio y despejado, con la pésima caligrafía negra de las alborotadoras golondrinas primaverales.
Seis horas y quince minutos, aproximadamente.
La dueña dispuso dos grandes bandejas de madera. Y en ellas, el desayuno de los once.
Y aproveché la circunstancia.
Me adelanté y supliqué que me permitiera ayudarla. Cedió con una sonrisa y me pasó la bandeja.
Y cruzando el patio se dirigió a las escaleras que conducían a la planta superior. La seguí decidido. A mi espalda, con las restantes colaciones, Rode, la «hija del dios Posidón».
Y al penetrar en el cenáculo los recuerdos se atropellaron.
Todo aparecía prácticamente igual, incluyendo el acre olor a habitación cerrada y ocupada por once hombres durante dos semanas.
La mesa baja, en forma de U, en su lugar. Y también los divanes, a su alrededor. Y a la izquierda de la puerta, los tres lavabos de bronce con ruedas, las jarras y las jofainas. Y en las blancas paredes, los tapices rojos…
Y ayudado por la cenicienta claridad que se abría paso a través de las troneras distinguí a los íntimos. Mejor dicho, a una serie de bultos oscuros y tumbados, repartidos sobre los triclinios y el entarimado.
Seis horas y veinte minutos.
María Marcos batió palmas, anunciando el nuevo día y la leche caliente.
Rode depositó la bandeja sobre la U y fue organizando las raciones a lo largo de la mesa. Y este explorador hizo otro tanto.
Acto seguido, la sirvienta, tomando la única lucerna «en pie», fue prendiendo las seis restantes.
En ese instante me vine abajo.
¿Cómo reaccionaría el Zebedeo al descubrir mi presencia?
Pero los discípulos, a excepción de los gemelos de Alfeo, remolonearon en las improvisadas camas, estirándose y bostezando ruidosamente.
No lo pensé dos veces. Y tratando de evitar nuevos y desagradables enfrentamientos recuperé la bandeja y, dando media vuelta, me encaminé hacia la salida.
En realidad, allí no pintaba nada…
Seis horas y treinta minutos…
Y entre la penumbra, cuando me encontraba a dos pasos de la puerta de doble hoja, apareció aquel «hombre».
¿Apareció? ¿Entró? ¿Estaba allí?
Imposible saberlo.
La verdad es que casi tropecé con él.
Y aturdido, al excusarme e intentar rodearlo, me habló en voz baja:
—No lo convertí en sol… Posidón (?) lo transformó en una estrella.
Estupefacto, la bandeja resbaló entre mis dedos, cayendo con estrépito sobre el piso.
Y el «hombre», sonriendo, se inclinó. Recogió la pieza y, al entregármela, susurró:
—Tampoco es para tanto…
Y rebasándome se dirigió al centro de la sala.
¿Cómo explicarlo?
Sencillamente, me quedé atornillado al suelo y mirando a la puerta.
Y a mis espaldas sonó un grito. Y la segunda bandeja corrió la misma suerte.
Murmullos. Pasos precipitados. Uno o dos «sofás» que caen y, al fin, un nombre…
¡Maestro!
Y con el vello erizado giré sobre los talones.
Aquel Hombre volvió a agacharse. Tomó la bandeja de Rode y tuvo que insistir para que la aterrorizada muchacha terminara de agarrarla.
¿Pensar?
Me limité a actuar como un robot.
¡Era Él…, de nuevo!
Manto color vino fajando el atlético tórax. Túnica blanca, inmaculada, de amplias mangas…
Y despacio, odiando aquel maldito crujido del maderamen, avancé hacia el costado izquierdo de la U.
El Resucitado continuaba entre los brazos de la mesa, mirando al grupo de los íntimos.
Después, al rememorar la escena, sonreí para mis adentros.
Los once hombres, espantados, apelotonados en una esquina, contrastaban dramáticamente con la estampa de las mujeres. María Marcos y Rode, frente por frente a quien esto escribe, superado el susto, permanecían abrazadas pero enteras, con las miradas fijas en el bronceado rostro de Jesús de Nazaret.
Bronceado rostro, cabellos lacios y acaramelados flotando sobre los poderosos hombros, nariz prominente, labios finos, barba corta y partida en dos, y, sobre todo, los rasgados, intensos e infinitos ojos color miel…
¡Era Él…, de nuevo!
¿Comprender? ¿Razonar? ¿Analizar?
¡A la mierda la ciencia!
Parpadeó y el sereno semblante se iluminó con aquella acogedora y dulce sonrisa. Y tendiendo las manos hacia adelante agitó los dedos, animando a los suyos a que se acercaran.
Pero nadie reaccionó.
Y al reforzar la sonrisa, una blanca e impecable dentadura animó el claroscuro del cenáculo y de los corazones.
Y Pedro fue el primero. Y detrás, pasando del pánico a la euforia, el resto.
Y los once, entre lágrimas, risas, hipos y empujones, besaron y se disputaron las manos del Galileo.
Y ocurrió algo que me resisto a pasar por alto.
Emocionado, sentí envidia. Yo también deseé besar aquellas largas y mágicas manos.
Y suave, pero firmemente, el Maestro fue retirándolas. Y la mano derecha se dirigió hacia las mujeres. Y la izquierda hacia lo que quedaba de este explorador.
Aquél sería un beso que jamás olvidaré…
—Que la paz sea con vosotros…
Y la voz grave y potente adoptó un tono serio pero igualmente cálido y familiar:
—Os pedí que permanecierais aquí, en Jerusalén, hasta mi ascensión junto al Padre…
Los íntimos fueron secando las lágrimas. Pedro, en primera fila, se transformó. Yo diría que flotaba de alegría.
—Y os dije que enviaría al Espíritu de la Verdad, que pronto será derramado sobre toda carne y que os conferirá el poder de lo alto…
Codazos. Y algunos cuchichearon entre sí.
Jesús, haciendo una pausa, aguardó.
Nuevos codazos. Finalmente, empujado por sus compañeros, el renegrido rostro de Simón, el Zelota, se destacó en la penumbra. Y tartamudeando preguntó:
—Entonces, Maestro, ¿restablecerás el reino?… ¿Veremos la gloria de Dios manifestarse en el mundo?
Y cumplido el «encargo» se apresuró a retroceder, parapetándose entre los «instigadores».
Simón Pedro, mirando fijamente al rabí, sin perder la arrolladora sonrisa, asentía con la cabeza una y otra vez.
Pero el Maestro, girando hacia quien esto escribe, transmitió una clara y triste sensación de impotencia.
Después, dirigiéndose al antiguo guerrillero, se lamentó:
—Simón, todavía te aferras a tus viejas ideas sobre el Mesías judío y el reino material…
Y la sonrisa de Pedro fue desvaneciéndose.
—No te preocupes —le alentó—, recibirás poder espiritual cuando el Espíritu haya descendido sobre ti…
¿El Espíritu? ¿A qué se refería? ¿En qué consistía ese poder?
Y el Maestro, alzando los brazos ligeramente, abrió las manos e intentó despabilar a los equivocados galileos. Y su voz vibró.
—Después marcharéis por todo el mundo predicando esta buena noticia del reino. Así como el Padre me envió, así os envío yo ahora…
Y los siempre tímidos gemelos, conmovidos, se aferraron de nuevo a las manos del Resucitado.
Jesús recuperó la sonrisa y cerró los dedos con fuerza, sujetando a los de Alfeo. Y exclamó como sólo Él sabía hacerlo:
—¡Y deseo que os améis y tengáis confianza los unos en los otros!
Y los once, con una sola voz, replicaron con un decidido «Sí, Maestro».
—Judas ya no está con vosotros —añadió apuntalando la petición— porque su amor se enfrió y porque os negó su confianza…
La alusión al Iscariote me sorprendió. Pero tendría que vivir el tercer «salto» para captar la dimensión de aquellas palabras.
—¿No habéis leído en las Escrituras que «no es bueno que el hombre esté solo»? Ningún hombre vive para sí mismo. Todo aquel que quiera tener amigos deberá mostrarse amistoso. ¿Acaso no os envié a enseñar de dos en dos, con el fin de que no os sintierais solos y de que no cayerais en los errores y sufrimientos que provoca la soledad?
»También sabéis que durante mi encarnación no me permití estar a solas por largos períodos. Desde el principio tuve siempre a mi lado a dos o tres de vosotros…, incluso cuando hablaba con el Padre…
Y agitando las manos, que aprisionaban las de los gemelos, calentó la voz, ordenando:
—¡Confiad, pues, los unos en los otros!
Días más tarde entendería también el porqué de esta insistencia en la confianza mutua.
E instintivamente, acusando el golpe, Bartolomé bajó los ojos.
Y de pronto, con el tono desmayado, sin disimular un punto de amargura, concluyó:
—Y esto es hoy mucho más necesario porque vais a quedar solos…
Y los rostros se enturbiaron. Y los murmullos redoblaron como un presagio.
—La hora ha llegado…
Pedro y Juan Zebedeo se miraron sin comprender. Y algunos, apuntando con los dedos, intentaron preguntar. Pero el Maestro, con una inesperada gravedad en el semblante, los dejó con la palabra en la boca.
—Estoy a punto de regresar cerca del Padre…
Y caí en la cuenta.
Aquélla era la última presencia de Jesús de Nazaret entre los suyos: la mal llamada «ascensión».
Y soltando a los de Alfeo les indicó que lo siguieran.
Dio media vuelta y, con los ojos bajos, caminó hacia la puerta.
Y los mudos testigos, paralizados por el anuncio, no pudieron —no pudimos— reaccionar. Y lo vimos alejarse y descender por la escalera.
Y una vez más fueron las mujeres las que tiraron de aquel pelotón de perplejos e inútiles hombres.
Siete horas…
Pedro brincó sobre la mesa y movilizó al fin a sus compañeros. Y salieron a la carrera tras los pasos de María y Rode.
Y quien esto escribe, como casi siempre, fue el último en abandonar el lugar.
Y confundido, al ganar el patio, me llamó la atención el espanto de la servidumbre y los relinchos de Poseidón, al fondo del jardín.
María Marcos y Rode, nuevamente abrazadas junto al fuego, tenían la vista fija en el portalón de entrada a la casa.
La escena pudo durar un par de segundos.
Miré al caballo y comprobé que, en efecto, se hallaba asustado. Extrañamente asustado.
Después María, sin palabras, extendiendo el brazo, me indicó la salida.
Y olvidando incluso el cayado me lancé tras el grupo. Pero, en el umbral, me detuve. Y retrocediendo recuperé la «vara de Moisés».
Esa fracción de tiempo fue decisiva. Y los perdí…
Y maldije al dios griego, al cayado y al portador del cayado…
¿Hacia dónde me dirigía?
Aquel sector de la ciudad, el barrio bajo o sûq-ha-tajtôn, era un infernal laberinto de callejas, recovecos y callejones, la mayor parte ciegos.
Exploré las caras de los numerosos transeúntes que iban y venían.
Negativo. Nadie reflejaba sorpresa alguna.
Y me estiré, oteando la paleta blanca y negra de los cientos de casuchas que se apretaban y mal soportaban entre sí, desplomándose en casi medio kilómetro hacia la muralla sur.
Y esta vez no renegué de los evangelistas…
«Después los sacó hacia Betania…».
La providencial frase de Lucas fue un salvavidas.
Y guiándome por las grises columnas de humo que enrejaban el horizonte elegí una de las rampas escalonadas.
Y saltando, esquivando y topando con hornillas, niños, escuálidos perros, castillos de basura, reatas de onagros, irritados burreros y vociferantes vecinos fui avanzando (?), mal que bien…, hacia ninguna parte.
Y jadeante y furioso conmigo mismo tuve que detenerme por enésima vez.
Y, desalentado, me recliné en una de las desconchadas paredes.
¡Perdido!…
Perdido en Jerusalén…
Y de pronto, sobre mi cabeza, sonaron los gritos de una mujer. Se dirigía a otra hebrea, asomada igualmente a una ventana próxima.
Y con gran agitación le comunicó haber visto pasar al «difunto profeta de Galilea».
La segunda matrona, sorda como una tapia, replicó indignada que «ella no era de Galilea».
Y cortando la ardua conversación interrogué a la de la destartalada fachada sobre la «dirección del difunto».
Presa del nerviosismo, en un primer momento, la mujer no percibió lo desafortunado de mi pregunta.
Y señalando a su derecha acompañó la preciosa información con una referencia clave: la puerta de la Fuente.
Pero, rápida como el viento, interpretando la demanda de aquel maldito pagano como una burla, se apresuró a vaciar el cubo que sostenía entre las manos, al tiempo que exclamaba con una más que justa indignación:
—¡Agua va!…
¿Agua?
Ojalá hubiera sido sólo agua…
Y dándole las más «efusivas gracias» tomé la dirección marcada.
Y el Destino, «benevolente», permitió que aquellos últimos cien o doscientos metros fueran salvados prácticamente sin «tropiezos»: un par de caídas sobre los resbaladizos peldaños, deliciosamente alfombrados por el estiércol de las caballerías, media docena de tendederos arruinados, una pila de cántaros de barro rodando a mis espaldas y desquiciando a una interminable hilera de borregos y las correspondientes maldiciones contra el voluntarioso corredor…
¡La puerta de la Fuente!
Y apartando mendigos, lisiados y desocupados me asomé al fin a la senda que llevaba a Betania.
Y poco faltó para que este sudoroso y agitado explorador volviera a equivocarse.
Y esta vez sí renegué del impreciso Lucas…
¿Los sacó hacia Betania?
No.
Por fortuna, al repasar el abanico de caminos que arrancaban en aquel espolón, distinguí el apresurado avance del grupo.
Marchaba por mi izquierda, bordeando la muralla oriental.
Aquél, por supuesto, no era el rumbo descrito por el evangelista. Y deduje que se dirigían hacia el monte de las Aceitunas.
Y corrí tras ellos.
El Maestro, en cabeza, caminaba con sus características grandes zancadas. Parecía tener prisa.
Y detrás, a tres o cuatro metros, silenciosos, los once, procurando no perder la distancia.
Y efectivamente descendieron por la abrupta cañada del Cedrón cruzando hacia la ladera oeste del cerro de los Olivos.
Bartolomé empezó a renquear. Las piernas protestaron ante la empinada pendiente. Y los gemelos, enganchándolo por las axilas, ayudaron a sostener el ritmo.
Como digo, nadie hablaba. Los rostros seguían en sombra.
Era evidente que Jesús de Nazaret, al escoger aquel camino de cabras, pretendía distanciarse de los viajeros y felah que llenaban en esos momentos la ruta más cómoda: la que conducía a la hacienda de Lázaro. Lucas, una vez más, fue mal informado.
Y al conquistar medio centenar de metros, poco más o menos a un tercio de la cima, el Maestro se detuvo. Y abandonando el senderillo se introdujo en el olivar.
Y jadeantes, sin saber muy bien qué hacer, los once buscaron alivio entre los troncos o sobre la rojiza tierra.
Y este explorador se mantuvo a una discreta y prudencial distancia.
Jesús dio unos pasos y se asomó a la ladera, contemplando la ciudad. Y la luz, despegando desde los perfiles de Moab, bañó aquel rostro. Y una femenina brisa, de puntillas, meció los cabellos.
No podía creerlo.
Lo tenía a la vista, sí. Le había oído, sí.
Y a pesar de todo…, me costaba entenderlo.
¿Muerto?
No, aquél era un ser humano…, ¡vivo!
¡Vivo!
¡Dios mío!
Y como si hubiera leído en mi corazón, buscó la mirada de este atormentado explorador y revalidó el pensamiento capital con una media sonrisa: «un ser humano…, ¡vivo!».
Suficiente.
Pero aquella endeble sonrisa…
Fue como un pañuelo blanco en un andén. Como la distancia. Como el silencio de un padre que se va. Como una lágrima, amaneciendo en solitario…
Y regresando junto a los suyos se dispuso a hablarles.
Y mudos, amordazados por ese pañuelo en el aire, imitaron a Pedro, arrodillándose frente a Él.
Y quien esto escribe, con un nudo en la garganta, fue el único que permaneció de pie.
Y el Maestro, con la voz quebrada, les recordó lo ya expuesto en el piso superior de la casa de los Marcos.
—Os he pedido que permanecierais en Jerusalén hasta que recibáis el poder de lo alto.
»Ahora estoy a punto de despedirme de vosotros y ascender junto al Padre. Y pronto, muy pronto, enviaremos al Espíritu de la Verdad a este mundo donde he vivido…
Los discípulos, sin comprender, le miraban como niños.
—Y cuando Él llegue difundiréis la buena nueva del reino. Primero en Jerusalén. Después…
Y girando el rostro hacia este explorador me salió al encuentro. Y me estremecí.
—Después…, por todo el mundo.
Y la voz se tensó. Y repitió, traspasándome:
—¡Por todo el mundo!
Y en ese instante lo supe. Aquella mirada de halcón me abrió el alma.
¡Roger! ¡Mensaje recibido!
Nuestra misión era mucho más que un ambicioso y arriesgado proyecto científico…
Y descendiendo sobre los once, dulcificando tono y semblante, continuó:
—Amad a los hombres con el mismo amor con que os he amado. Y servid a vuestros semejantes como yo os he servido.
Y recorriendo todas y cada una de las caras de los angustiados discípulos añadió:
—Servidlos con el ejemplo… Y enseñad a los hombres con los frutos espirituales de vuestra vida. Enseñadles la gran verdad…
Y dejó correr el silencio.
—Incitadlos a creer que el hombre es un hijo de Dios.
Nueva pausa. Y los corazones se detuvieron.
—¡Un hijo de Dios!
Y el mensaje —el gran mensaje— sonó «5×5»: fuerte y claro.
¡Roger! ¡Mensaje recibido!
—El hombre es un hijo de Dios y todos, por tanto, sois hermanos.
Y levantando el rostro cerró los ojos. Y se bebió el azul del cielo.
Y al abrirlos vi en ellos el universo.
—Recordad todo cuanto os he enseñado y la vida que he vivido entre vosotros…
Y, adelantándose, fue a posar las manos sobre la cabeza de los atónitos galileos.
—Mi amor os cubrirá.
Y la frase fue repetida once veces. Mejor dicho, doce. Porque, al concluir, avanzó hacia quien esto escribe. Y al llegar a mi altura, en un gesto típico, depositó las manos sobre mis hombros.
Y susurró:
—Mi amor os cubrirá…
Y aquellas palabras —al rojo blanco— me marcarían para siempre.
—¡Hasta muy pronto!
Y con un certero guiño de complicidad me ahogó en una sonrisa.
Y dando media vuelta, dirigiéndose de nuevo a sus íntimos, concluyó:
—Y mi espíritu y mi paz reinarán sobre vosotros.
Y alzando los brazos gritó:
—¡Adiós!
Y súbitamente desapareció.
Y lo hizo en un impecable silencio. Como una lágrima inmolada al sol.
Podían ser las siete horas y cincuenta minutos…
Y durante un tiempo (?) —quién puede medir nada en semejantes circunstancias—, los «doce» nos miramos atónitos.
Nadie lo buscó. Ni en los cielos, ni entre los olivos, ni en la senda…
Nadie habló.
No hubo lamentos, gemidos o protestas.
Y en el aire de los corazones quedó aquel pañuelo blanco, flotando como un definitivo adiós.
¿Definitivo?
¡No!…
Y a partir de esos momentos los recuerdos son confusos y atropellados.
Sólo puedo decir que retorné a la ciudad y que, embriagado por una intensa emoción, cabalgué sin descanso.
«¡Hasta muy pronto!»…
Sí, era la señal.
Ni me fijé en los «dorados» cascos de Poseidón —la última travesura de Juan Marcos—, ni reparé en la perentoria necesidad de canjear el ópalo blanco por dinero…
Mi única obsesión era galopar. Alcanzar el Ravid…
Y, al verme, Eliseo lo supo.
Había llegado el momento de la gran aventura:
¡El tercer «salto» en el tiempo! El Maestro nos esperaba…
Su amor nos cubriría».
Primer libro en Ab-bā (Cabo de Plata), amaneciendo, siendo las siete horas y cincuenta minutos del sábado, 2 de marzo de 1996.