El Emperador recorrió con la vista la masa humana arrodillada a sus pies, sin distinguir más que espaldas y cabezas, puesto que ninguno de los presentes osaba alzar los ojos del suelo, que tenían a un palmo de la nariz, conscientes de que aquel día su dueño y señor parecía muy capaz de ordenar que los dejaran ciegos por el simple delito de atreverse a mirarle sin su consentimiento.

Se veían obligados a aguardar a que les dirigiera la palabra, ya que no era aquélla una recepción habitual, y el estricto protocolo ordenaba que cuando el Emperador se sentaba en el trono luciendo la borla roja distintiva de su inmenso poder, no actuaba tan sólo como Inca, sino como un semidiós descendiente en línea directa del mismísimo Sol, y por lo tanto mirarle de frente significaba tanto como mirar al astro rey en pleno mediodía.

Algo terrible estaba a punto de ocurrir.

El miedo enrarecía el ambiente, la muerte se paseaba con su afilada guadaña entre las hileras de hombres atemorizados, y cada uno de ellos parecía estar temiendo que la ira del todopoderoso cayera directamente sobre su cabeza.

Aquel rostro, por lo general amable dentro de su natural severidad, aparecía ahora crispado, los ojos, a menudo levemente burlones, brillaban como carbones encendidos e incluso la voz, grave y profunda aunque conciliadora, dejaba entrever una tonalidad poco común que permitía entender al más lerdo que se avecinaban momentos difíciles.

El silencio, roto tan sólo por los gritos de las guacamayas del jardín, se prolongó durante largos minutos, y la quietud obligaba a imaginar que más que seres humanos, los presentes eran en realidad estatuas de piedra.

Al fin, cuando ya más de uno luchaba contra la tentación de ponerse en pie y salir corriendo aun a sabiendas de que los soldados que guardaban las puertas les abrirían el cráneo con sus afiladas hachas de oro, el Emperador carraspeó por dos veces e inició su esperado discurso.

—Estos últimos años me he esforzado por comportarme como un gobernante justo, pacífico y paciente —dijo—. Mi mayor esfuerzo se ha centrado en conseguir el bienestar de mis súbditos, evitando guerras inútiles con el fin de ahorrar sufrimientos, convencido de que más vale un pedazo de tierra productivo dentro de nuestras fronteras que un inmenso desierto estéril fuera de ellas… —Hizo una larga pausa en la que nadie se atrevió ni a mover un músculo, y lanzando un hondo suspiró añadió—: Pero mi recompensa ha sido la traición y el engaño por parte de aquellos en quienes más confiaba… ¡Alzad el rostro!

Poco a poco, con el miedo aún reflejado en el semblante, los presentes se decidieron a levantar la cabeza para mirar directamente a su señor, que se entretuvo en observarlos uno por uno, consiguiendo que se aterrorizaran aún más de lo que ya lo estaban.

—Los quiteños están organizando un ejército con el que invadir la frontera norte… —añadió al poco—. El sumo sacerdote del Templo de Pachacamac se ha atrevido a mentirme y acabará convertido en runantinya, el general Rusti Cayambe y la princesa Sangay Chimé han sido condenados a muerte por alta traición, los gobernadores de Cajamarca y Tumbes han conspirado contra mí, con lo cuál su destino es acabar en una hoguera, y me consta que entre vosotros se encuentran muchos que animaron secretamente a Tupa-Gala, contribuyendo a que se desempolvara un horrendo sacrificio impropio de estos tiempos… —Su tono fue aún más severo al ordenar—: Que se pongan en pie aquellos que se consideren culpables de tal delito.

Ocho hombres obedecieron y resultó evidente, por la palidez de sus rostros y el esfuerzo que tenían que hacer para mantener el equilibrio, que tenían plena conciencia de cuál era su futuro.

El Emperador los observó, pareció complacerse en dejar pasar el tiempo lo suficiente como para que paladearan la amargura del destino que les esperaba y, tras hacer un leve gesto de asentimiento, dijo:

—No estáis todos, pero el hecho de haber admitido espontáneamente tan grave delito salva a vuestras familias de la desgracia, y a la mitad, que se librará del verdugo. Será la suerte quien decida quién vivirá y quién no. Pero aquellos que no han demostrado valor, y cuyos nombres conozco, morirán, y sus mujeres e hijos serán condenados a la esclavitud…

Se escuchó un ronco lamento, y un anciano que ocupaba una de las primeras filas sufrió un desvanecimiento, por lo que dos soldados se apresuraron a tomarlo en volandas para sacarlo a toda prisa del enorme salón presidido por el Disco de Oro del dios Sol.

El Emperador se limitó a dirigirle una larga mirada de desprecio al tiempo que comentaba:

—Debió pensarlo antes, y no intentar engañarme una vez más… —De nuevo hizo una larga pausa antes de continuar—: La mentira, la intriga y la corrupción tan sólo conducen a la destrucción de las naciones, y no estoy dispuesto a que eso ocurra durante mi reinado. Pronto nacerá mi hijo, que heredará un Imperio fuerte y justo, y quien abrigue la más mínima duda de que así será ya sabe a lo que se expone. A partir de este momento me mostraré implacable.

Se puso en pie dando por concluida la recepción, para encaminarse, seguido por su escolta personal, al jardín de poniente, donde tomó asiento en su banco predilecto, haciendo un gesto para que le permitieran disfrutar a solas del mágico momento en que los últimos rayos del sol se colaban por entre las hojas y las ramas de oro puro.

Permaneció muy quieto largo rato, absorto en sus amargos pensamientos, hasta que con las primeras sombras de la noche, la reina Alia acudió a su encuentro.

Se acomodó a su lado, y durante unos instantes permanecieron en silencio, cogidos de la mano. Por fin, ella inquirió con un leve tono de reproche en la voz:

—¿Cómo es posible que perdones a la mitad de aquellos que te han traicionado por ambición personal y te muestres tan inflexible con quien únicamente ha intentado salvar a su hija?

—Porque las traiciones no se miden por sí mismas, sino por la proximidad de quien traiciona —replicó él sin volverse a mirarla—. Rusti Cayambe y Sangay Chimé deberían haber confiado más en mí, y no actuar por su cuenta.

—¿Y de qué les hubiera valido? —quiso saber ella—. Si tus chasquis no han llegado a tiempo, y dudo que lo hayan conseguido, Tupa-Gala sacrificará a la niña. ¿Has tenido alguna noticia?

—Sabes bien que no.

—¿Entonces…? —señaló su esposa con marcada intención—. ¿Cómo puedes condenar a unos padres por hacer aquello que cualquier padre haría? La ley de la sangre es más antigua y más fuerte que cualquier otra ley, y si te consideras superior a ella, estás cometiendo no sólo un error sino también un grave pecado de egolatría.

—¿Por qué tienes la extraña virtud de decir siempre aquello que más daño puede hacerme? —se lamentó el Inca—. Tienes una rara habilidad a la hora de poner el dedo en la llaga.

—Quizá se deba a que soy la única que puede hacerlo sin que la mandes ejecutar… —replicó la reina Alia con una leve sonrisa—. Lo malo de vivir recibiendo continuas alabanzas es que no se aprende a encajar las críticas. Hoy has tomado varias decisiones acertadas, pero has olvidado algo muy importante…: ¿qué piensas hacer con los quiteños?

—En cuanto nazca el niño iré a combatirlos personalmente.

—¿Tú? —se sorprendió ella—. ¿Al frente de los ejércitos? ¿Acaso no tienes generales capacitados para hacerlo?

—No confío en ellos. Son buenos guerreros, pero lentos e indecisos, y ha llegado el momento de que solucionemos los problemas de la frontera norte de una vez por todas.

—Rusti Cayambe no es lento… Ni indeciso.

—No… —admitió su esposo—. Él no lo es, pero debes hacerte a la idea de que está muerto. Cuando dicto una sentencia, nada puede hacer que me vuelva atrás.

—¿Acaso te consideras infalible?

—¿Acaso no fuiste tú quien me enseñó que tenía que serlo? —quiso saber él—. De ti aprendí muchas cosas, pero hay algo que he tenido que aprender solo. El poder absoluto tiene grandes ventajas, pero tremendos inconvenientes, y uno de ellos se basa en el hecho de que no existe forma alguna de volverse atrás. A partir del momento en que te ves obligado a admitir que te has equivocado, tienes que aceptar que te puedes equivocar más veces, y ése es siempre el principio del fin.

—Es triste que hayas tenido que llegar a una conclusión tan dolorosa, y a mi modo de ver tan errónea. Desde el momento en que renuncias a tus propias convicciones por miedo a lo que opinen los demás, estás demostrando una debilidad que no demostrarías aceptando que de vez en cuando te equivocas. Pero tú eres el Emperador, y yo tan sólo tu esposa, y si crees que ésa debe seguir siendo tu línea de comportamiento, la aceptaré pese a que no la comparta.

—De ti nunca he esperado únicamente aceptación, sino también consejo… —le hizo notar su esposo tomándola de nuevo de la mano—. Lo que ocurre es que creo que en este caso particular tus sentimientos personales pesan en exceso.

—Pesan, en efecto… —admitió ella—. Pero aun así continúo pensando que todo padre capaz de sacrificar su bienestar y su futuro, arriesgando la vida por un hijo, lo que merece es recompensa, no castigo.

—Estaría de acuerdo en cualquier otra circunstancia que no pusiera en peligro las bases del poder.

—Si estás de acuerdo con una idea, pero antepones a ella el principio de poder, te conviertes en esclavo de ese poder, y en ese caso ya no eres dueño ni de tus ideas ni de ti mismo. Empiezo a lamentar el haber contribuido a que seas lo que ahora eres. No era ésa mi intención.

—¿Y cuál era tu intención?

—Hacer de ti un auténtico Emperador tan justo y tan seguro de sí mismo que no tuviera que preocuparse de lo que opinan los demás ni aun cuando se equivoca.

Regresó por donde había venido, dejando a su hermano más solo y desconcertado que nunca, puesto que, aunque se negara a reconocerlo, tenía plena conciencia de que le asistía toda la razón.

Si en verdad se consideraba descendiente directo del dios Sol, no tenía por qué dar cuenta alguna de sus actos.

Fue esa preocupación por la opinión ajena lo que le indujo a aceptar las pretensiones del aborrecido Tupa-Gala, y empezaba a temer que en esta ocasión estaba siguiendo idéntico camino.

Eran probablemente las dudas sobre su propia identidad divina, y su derecho a ocupar un trono en el que absolutamente todo le estaba permitido, lo que a menudo le obligaba a comportarse tal como lo estaba haciendo.

¿Pero cómo no dudar en las actuales circunstancias?

No se sentía divino, ni todopoderoso, y ya ni tan siquiera justo y honrado en sus decisiones.

En una pequeña habitación del Templo de la Luna aguardaba una mujer.

En otra habitación de un discreto palacio del Recinto Dorado, otra.

Y en los sótanos de la fortaleza que guardaba la ciudad por el norte, una tercera.

Jamás había visto a ninguna de ellas, y jamás las vería.

Tampoco ellas verían jamás al hijo del Sol, y probablemente ni siquiera volverían a ver la luz del sol.

Ello le obligaba a sentirse minúsculo y miserable.

¿Qué clase de semidiós se veía obligado a recurrir a tales artimañas?

¿Cómo podría volver a creer en su poder, en su infalibilidad y sobre todo en su integridad, si el infame plan que el astuto y sombrío Yahuar Queché había diseñado se cumplía?

¿Con qué autoridad podría exigir a sus súbditos que no osaran mirarle a la cara, cuando en realidad sería él quien no podría mirarlos?

Alcanzar el poder absoluto resultaba en verdad gratificante, pero esforzarse por conservarlo a toda costa llegaba a convertirse con frecuencia en una difícil carga.

Le había sido concedido el supremo don de ser considerado el amo del mundo gracias a la sangre de los dioses que corría por sus venas, pero en aquellos momentos, sentado allí, en un jardín construido a base de oro macizo, no podía por menos que plantearse si, en efecto, la sangre que corría por sus venas era divina o correspondía a la de un simple mortal elegido al azar por cualquiera de sus antepasados.

Tal vez su padre, o su abuelo, o el abuelo de su abuelo, se habían visto obligados a recurrir de igual modo a una añagaza tan rastrera, ocultando a una pobre campesina embarazada cuyo hijo sería presentado al pueblo como descendiente directo del dios Sol.

La reina Alia se encontraba ya en el séptimo mes de embarazo, y si por cualquier desgraciada circunstancia su hijo no nacía o nacía defectuoso, sería sustituido en el acto por aquel que acabara de nacer, fruto del vientre de cualquiera de aquellas desgraciadas.

Yahuar Queché las había elegido cuidadosamente en razón de su estado, su fortaleza, su salud e incluso su apariencia física, las había traído de noche al Cuzco y las había ocultado allí donde nadie pudiera verlas.

Ni siquiera ellas mismas sabían por qué razón se encontraban allí, ni cuál sería su destino o el de los niños que estaban por nacer.

Su única preocupación tenía que ser la de traerlos al mundo fuertes, sanos y en el momento justo.

Al fin y al cabo, un recién nacido es siempre igual a cualquier otro recién nacido, y nadie es capaz de determinar qué clase de sangre corre por sus venas.

Y lo que el Incario necesitaba si pretendía sobrevivir, no era más que un recién nacido al que se le pudiera dar el título de descendiente directo del dios Sol.

Si con posterioridad nacía un auténtico heredero, hijo legítimo del Emperador y de la reina, el «impostor» desaparecería con la misma discreción con que había llegado, víctima de algún desgraciado accidente.

Pero si tan esperado acontecimiento no tenía lugar, años más tarde ocuparía el preciado trono del oro y las esmeraldas por más que fuera hijo del más mísero de los esclavos.

Las razones de Estado podían llegar a ser extrañamente tortuosas, e incluso los semidioses se veían obligados a elegir caminos secundarios que los condujeran no obstante a su glorioso destino.

Debido a ello, el Emperador no podía por menos que preguntarse si era aquél un plan imaginado originariamente por la retorcida mente del aborrecido Yahuar Queché o contaba con algún precedente en su familia.

Y se le antojaba en verdad una pregunta sumamente dolorosa.

Si la consanguinidad de generaciones de uniones entre hermanos había planteado con anterioridad un problema semejante, entraba dentro de lo posible que la línea directa que se suponía que le entroncaba con Manco Cápac se hubiese roto tiempo atrás, lo cual quería decir que por sus venas no corría ni tan siquiera una gota del dios Sol.

Era por tanto un usurpador.

Usurpadores habían existido miles a lo largo de una historia plagada de intrigas y engaños, pero en su caso no se trataba únicamente de la usurpación de un trono más o menos valioso, sino de la usurpación de una personalidad divina, lo cual conllevaba la seguridad de un futuro altamente inquietante.

El día de su muerte no viajaría directamente al paraíso reservado a unos semidioses que no tenían por qué dar cuentas de sus actos terrenales, sino que tendría que enfrentarse a un juicio muchísimo más severo que el del resto de los mortales, puesto que sus actos habrían tenido sin duda una repercusión infinitamente mayor que los de un sencillo pastor o un simple orfebre.

Él había dispuesto del destino y la vida de millones de seres humanos, y cada uno de cuantos se sintieran perjudicados por sus actos se encontrarían probablemente allí, dispuestos a pedirle cuentas en el justo momento de la verdad definitiva.

Aquellos a quienes había convertido en runantinyas le reclamarían por los inconcebibles sufrimientos que habían tenido que padecer; aquellos a los que había ordenado que les arrancaran el corazón para arrojarlo al fondo del Titicaca le exigirían que fuera a buscarlos para poder descansar en paz por el resto de la eternidad, y aquellos a los que había enviado a sangrientas batallas demandarían un castigo ejemplar para quien no tenía el más mínimo derecho a iniciar una guerra insensata.

Ya noche cerrada, regresó a la pequeña estancia en la que le gustaba refugiarse tan a menudo para ordenar que hicieran venir a Yahuar Queché, y en cuanto lo tuvo ante él le hizo un impaciente gesto para que se pusiera en pie olvidando las ceremonias.

—¿Cómo están las mujeres? —quiso saber.

—Sin el menor problema, mi señor… —fue la segura respuesta del hombrecillo de mirada torva—. La primera está ya a punto de dar a luz.

—Demasiado pronto, ¿no te parece?

—Conviene estar prevenidos, mi señor, y ya he enviado a mi gente a localizar otras posibles madres por si fuera necesario.

—Bien… Lo que en verdad importa es conservar el secreto.

—Confía en mí. Si llegara el caso, cosa que sinceramente dudo puesto que en esta ocasión el embarazo de la reina no parece presentar problemas, nadie sabría qué es lo que ha ocurrido en realidad.

—Así lo espero… —El Emperador guardó silencio, pareció dudar, pero al fin observó a su interlocutor con extraña fijeza para inquirir—: Y ahora dime… ¿Se ha dado esta situación con anterioridad?

—No te comprendo, mi señor… —replicó evasivamente Yahuar Queché.

—¡No trates de engañarme! —le reprendió ásperamente el Inca—. Me comprendes muy bien. Quiero saber si, a lo largo de la historia de mi dinastía, se ha presentado alguna vez un problema de sucesión que haya obligado a tomar medidas semejantes.

—No, que yo sepa, mi señor.

—¿Estás completamente seguro?

—Ni los historiadores de más feliz memoria, ni en ningún quipu de los muchos que conservan los quipu-camayocs, tienen constancia de que algo así haya podido suceder. Por el contrario sabemos que Pachacuti tuvo que deshacerse de alguno de sus hijos con el fin de evitar futuras disputas, y por lo que a mí respecta, estoy absolutamente convencido de que por tus venas no corre más sangre que la de tus gloriosos antepasados.

—Por tu comentario deduzco que presentías que ese tema me preocupaba.

—No soy ningún estúpido, mi señor. Y creo que te conozco bien. Eres un hombre justo que gobierna con mano firme porque está convencido de que lo hace porque ésa es la razón por la que vino al mundo.

—Sin embargo, en este caso en especial no estoy siguiendo las normas que yo mismo me impuse.

—Aún no hemos llegado a ello, mi señor.

—¿Pero y si llegamos?

—En ese caso no me quedaría más remedio que hacerte comprender que la paz y el bienestar de tus súbditos bien merecen semejante sacrificio. Por mucho que te cueste actuar de un modo impropio, o por mucho que pudiera remorderte en un futuro la conciencia, ésa forma parte de la carga que depositaron sobre tus espaldas el día en que fuiste nombrado Emperador.

—¿Pretendes decir con eso que debo gobernar incluso en contra de mis propias convicciones?

—Cuando tus convicciones están en contra de los intereses de millones de seres humanos, desgraciadamente sí… —El hombrecillo hizo un amplio gesto con las manos como queriendo señalar que no existían demasiadas alternativas—. O lo haces así, o renuncias a gobernar, y te recuerdo que en tu caso no tienes en quién abdicar.

—¡Eso es muy cierto! —El Inca lanzó un hondo suspiro—. ¡Bien! —añadió—. Lo único que podemos hacer es confiar en que la reina dé a luz felizmente a un auténtico descendiente del dios Sol.

—¿Me permitirías que te hiciera una pequeña puntualización a ese respecto, mi señor?

—Naturalmente…

El torvo personaje se tomó un tiempo como para medir muy bien sus palabras, y por último señaló:

—Sé que has condenado a muerte a Rusti Cayambe y a la princesa Sangay Chimé, mi señor. Y tengo muy claro, por tanto, que ya no puedes volverte atrás y tendrán que ser ejecutados. —Carraspeó levemente—. No obstante, tengo constancia del profundo afecto que la reina Alia siente por ellos, y sinceramente creo que en su estado actual, tan cerca ya del final de su embarazo, la noticia de su muerte podría afectarla, tanto a ella como a la criatura que está por nacer… —Hizo una significativa pausa—. Mi consejo, por tanto, si es que me consideras digno de darte un consejo, es que aplaces la ejecución hasta que el heredero haya nacido…

—Eso es algo que no puedo hacer.

—¡Mi señor…! El Inca puede hacer lo que le plazca.