Tupa-Gala se encontraba al borde de la apoplejía.

A la semana de abandonar el Cuzco no habían avanzado ni la cuarta parte de lo que estaba previsto, con lo que el viaje al Misti ofrecía todo el aspecto de querer eternizarse.

Y sabía muy bien, lo había sabido desde el momento en que abandonó el palacio imperial, que el tiempo corría en su contra.

El alba le sorprendía en pie, gritando órdenes con el fin de que la marcha se iniciara con las primeras luces, pero siempre, por una u otra razón, todo se complicaba y el sol estaba muy alto cuando la cabeza de la expedición comenzaba a moverse.

Luego venía el martirio del camino, puesto que cabría imaginar que los porteadores que el Emperador le había proporcionado eran cojos o estaban borrachos de la mañana a la noche, balanceando la pesada silla como si se encontrara flotando en mitad del más proceloso de los océanos, hasta el punto de que en algunos momentos tenía que rogar que se detuvieran y continuar el viaje a pie si no quería ofrecer el penoso espectáculo de que le vieran vomitar.

La primera vez que bordearon un abismo abrigó el convencimiento de que se habían puesto de acuerdo para arrojarle al vacío, y ni por lo más remoto aceptó atravesar un puente a hombros de aquella partida de facinerosos.

Para colmo, los pueblos por los que cruzaban aparecían desiertos, dado que al tener conocimiento de que la procesión se aproximaba, sus habitantes los abandonaban no sin haber vaciado a conciencia los almacenes.

Nadie parecía querer ser testigo de tamaño crimen, y su ausencia constituía la mejor forma de expresar su rechazo.

La esperada marcha triunfal continuaba constituyendo por tanto un tremendo fracaso.

Tito Guasca, también sacerdote de Pachacamac, y al que había nombrado su segundo en el mando por sus reconocidas dotes organizativas, tampoco respondía a cuanto esperaba de él, y ni siquiera se mordía su viperina lengua a la hora de mostrar su cada vez más evidente oposición a tan aberrante aventura.

—No sólo has puesto en peligro tu propia vida… —puntualizó la noche en que resultó evidente que no soportaba por más tiempo aquella incómoda situación—, sino que incluso arriesgas el futuro de nuestra comunidad. Hemos tardado siglos en granjearnos el respeto del pueblo y conseguir que se aceptaran nuestras peculiaridades permitiéndonos vivir en paz y armonía con cuanto nos rodeaba, pero en cuestión de días has logrado que nos desprecien y aborrezcan.

—¿Por cumplir con mi obligación?

—Asesinar niños nunca ha sido tu obligación. Y aterrorizar al pueblo con la supuesta amenaza de un terremoto, tampoco. Nuestra comunidad fue creada con la intención de calmar a Pachacamac, o procurar minimizar los efectos de su furia, no con el fin de provocar su ira o magnificar su poder.

—Ya es demasiado tarde para volverse atrás.

—No lo sería si tú, como sumo sacerdote, declarases que «Aquel que mueve la tierra» se te ha aparecido en sueños para comunicarte que se conforma con que sacrifiquemos un rebaño de alpacas.

—¿Me crees capaz de renunciar de una forma tan vergonzosa a mis convicciones? —se escandalizó Tupa-Gala—. ¿Qué dirían mis enemigos?

—Lo ignoro, puesto que te has buscado tantos enemigos que resultaría imposible recabar la opinión de cada uno de ellos —replicó el otro haciendo gala de su reconocida mala intención—. Mucho más fácil sería averiguar qué es lo que opinan los escasos amigos que aún te quedan, y estoy seguro de que se alegrarían de que hubieses entrado en razón.

—Lo que tú llamas «entrar en razón» significa aceptar la vergüenza y la deshonra, y te recuerdo que hoy por hoy soy la representación de Pachacamac en la tierra. ¿Acaso quieres ver el honor de tu dios arrastrado por el fango?

—¡Oh, vamos…! —protestó su oponente—. ¡No me vengas con ésas! Te he visto hacer cosas que destrozarían el honor, no ya de un dios, sino de los mismísimos demonios.

—¿Cómo qué?

—Como sorprenderte en el momento en que violabas a un adolescente. O escuchar cómo le suplicabas a Xulca, llorando como una mujerzuela porque se negaba a satisfacer tus más sucios caprichos…

—Mi vida privada nada tiene que ver con esto.

—¡Te equivocas! —replicó Tito Guasca a punto ya de perder la paciencia—. Es tu vida privada la que nos ha conducido a esta difícil situación, y creo que deberías saber que, si por algún extraño milagro, logras salir con bien de la aventura, la comunidad en pleno ha decidido prescindir de tu liderazgo y expulsarte del templo. No queremos ser cómplices de tus crímenes.

—¿Quieres decir con eso que estoy solo?

—Lo más solo que haya estado nunca nadie.

—En ese caso quiero que sepas que me enfrentaré solo al mundo, seguiré adelante solo, y solo le ofreceré a Pachacamac ese supremo sacrificio aunque sea lo último que haga en esta vida.

—¡Será lo último! —admitió el otro—. De eso puedes estar seguro. Y de lo que también puedes estar seguro es de que probablemente tardarás años en conseguirlo, porque esta gente parece dispuesta a tomarse las cosas con calma y, hagas lo que hagas, el Misti se encontrará cada vez más lejos… —Dio media vuelta para encaminarse con paso firme a la salida—. Por lo que a mí respecta me vuelvo al Cuzco —concluyó.

—No te he dado permiso para marcharte… —le advirtió Tupa-Gala—. Y aún continúo siendo tu superior.

—Lo serías si aún perteneciera a la comunidad, pero de momento, y mientras oficialmente sigas siendo el sumo sacerdote, renuncio a servir a Pachacamac.

—¡Se vengará de ti!

Tito Guasca le dirigió una última mirada de profundo desprecio al replicar en el momento de abandonar la estancia:

—¿Con quién crees que estás hablando? —dijo—. ¿De verdad imaginas que me vas a asustar con tus estúpidas amenazas? No eres más que un miserable enfermo de rencor que se está cavando la tumba con sus propias uñas.

Salió, dejando a su interlocutor más hundido anímicamente de lo que ya lo estaba, puesto que pese a todo continuaba siendo un hombre inteligente y comprendía que cuanto su antiguo amigo le había dicho respondía punto por punto a la verdad.

Su única arma era el terror que imponía «Aquel que mueve la tierra» en un país en el que, por desgracia, la tierra solía moverse con excesiva frecuencia provocando terribles catástrofes. La cordillera de los Andes se estremecía una y otra vez cobrándose miles de vidas, y era aquélla una amenaza de la que la costa oriental del Pacífico jamás lograría librarse.

Utilizarla como arma a su favor no era al fin y al cabo más que una sucia artimaña que precisamente él nunca debería haber utilizado, pero se sentía como una fiera acosada a la que ya nada importa lo que le pueda ocurrir.

Su fin estaba cerca, tan cerca que casi podía rozarlo con la punta de los dedos, pero eso no significaba, en absoluto, que estuviera dispuesto a rendirse.

De tan desagradable conversación había sacado, sin embargo, una conclusión muy evidente: jamás le permitirían llegar a su destino, entre otras cosas porque ni siquiera tenía muy claro en qué lugar de la extensa geografía del Imperio se encontraba exactamente el Misti.

Ello significaba que los guías podían permitirse el lujo de burlarse de él obligándole a vagabundear por los desolados páramos o los abruptos caminos hasta que no le quedara más remedio que darse por vencido de puro agotamiento.

Comenzó a temblarle una vez más la barbilla, pero esta vez de ira, al imaginar las taimadas sonrisas de los soldados mientras le traían y llevaban de un lado a otro bailoteando en lo alto de la silla de manos, a punto siempre de vomitar cuando había comido, y tras reflexionar cuidadosamente sobre ello, llegó a la conclusión de que estaba dispuesto a perder la vida en aquella extraña aventura, pero no estaba dispuesto a perder al mismo tiempo la dignidad.

Aún le quedaba una última baza que jugar.

Una baza con la que nadie contaba.

Permitió por tanto que la anarquía continuase reinando en el campamento, que todo se hiciera tarde y mal, y que la procesión avanzara con la parsimonia de un caracol desorientado, mientras hacía oídos sordos a los maliciosos comentarios de quienes ya no se recataban a la hora de insinuar que se harían viejos en el camino, aceptando plenamente el conocido aforismo de que quien ríe el último, ríe mejor.

Por fin, una luminosa mañana desembocaron en un extenso páramo que aparecía casi totalmente cubierto de charcos helados, sin rastro alguno de vida animal ni humana, y en cuyo centro se distinguía un pequeño templete con dos únicas paredes que lo protegían de los vientos dominantes, y que se encontraba repleto de viejas ofrendas, probablemente la tumba de algún olvidado santón o una huaca que por alguna razón desconocida los viajeros que muy de tanto en tanto cruzaban por allí habían levantado con el fin de recabar la protección de los dioses locales.

Huacas semejantes abundaban a todo lo largo de los caminos del Imperio, y la mayoría de ellas solían servir de punto de reunión de los «vecinos» en un país demasiado extenso y poco poblado, en el que familias de pastores y campesinos podían pasarse meses sin ver a extraños.

Ordenó a los porteadores que se detuvieran a unos cincuenta pasos de distancia, y avanzó solo para ir a postrarse de hinojos a la entrada, permaneciendo largo rato como en éxtasis ante la atenta mirada de casi mil peregrinos.

Por fin hizo un gesto al capitán que estaba al mando de la tropa de escolta para que se aproximara, y cuando lo tuvo frente a él, señaló con voz ronca y profunda:

—Mi señor, Pachacamac se me ha aparecido para comunicarme que ha descubierto que nos estamos burlando de él.

—¿Burlándonos de él? —repitió el otro visiblemente inquieto.

—Eso ha dicho. Y también me ha advertido que si antes de tres días no le hemos ofrecido el sacrificio que exigió, rugirá con tal furia que en el Cuzco no quedará piedra sobre piedra.

—¡Tres días! —se horrorizó el pobre hombre—. ¡Pero eso es imposible! El Misti está a más de diez días de distancia a marchas forzadas.

—Lo sé —admitió con sorprendente calma Tupa-Gala—. Y Pachacamac también lo sabe. Por lo tanto ha accedido a mis súplicas, y aceptará que le ofrezcamos el sacrificio en la cima de aquel nevado que se distingue en el horizonte.

—¿Allí…? —El atribulado capitán casi se desmayó de la impresión.

—¡Exactamente allí…! ¿Cómo se llama esa montaña?

—No tengo ni la menor idea. Por aquí abundan tanto las montañas que ni siquiera se les da un nombre.

—Con nombre o sin nombre servirá a nuestros propósitos, y si Pachacamac la ha aceptado, por algo será.

—¿Y qué dirá el Emperador?

—En lo que se refiera a los deseos de mi señor, el Emperador no tiene nada que decir ya que ha ordenado expresamente que sea yo quien decida… —Le apuntó con el dedo para añadir en tono amenazante—: ¡Y recuerda! Dentro de tres días tenemos que estar en la cima de aquella montaña, o la responsabilidad de cuanto pueda ocurrirle al Cuzco caerá sobre tu cabeza.

El pobre capitán era un buen militar y un hombre que había demostrado sobradamente su valor en media docena de batallas, pero que no tenía la más mínima idea de cómo hacer frente a una situación semejante.

Le habían ordenado que diese escolta a la caravana hasta el lejano Misti, procurando que el farragoso viaje durase el mayor tiempo posible, pero nada le habían advertido sobre la posibilidad de tener que asumir una responsabilidad de semejante envergadura.

¿Quién era él para poner en duda las aseveraciones del sumo sacerdote del más terrible de los dioses?

¿Quién era él para negarse a aceptar que aquel que tantísimas veces había movido la tierra desde que tenía memoria estuviese dispuesto a moverla de nuevo?

Con Pachacamac no se jugaba.

Se podía jugar con los dioses pequeños, e incluso con la muerte, puesto que la muerte tan sólo derrotaba en campo abierto a aquel que la desafiaba cara a cara, pero desafiar a Pachacamac significaba atraer su ira sobre miles de seres inocentes.

Se quedó por tanto inmóvil, lívido y desorientado, mientras Tupa-Gala se encaminaba con paso firme a la gran tienda de campaña que sus siervos se habían apresurado a levantar, y cuando al fin acertó a reaccionar fue para ir a postrarse a su vez ante la huaca para pedir a los dioses que allí moraban que le iluminaran en tan difíciles momentos.

Sopay, el Maligno, había acudido a visitarle.

El peor demonio de todos los demonios del averno había hecho acto de presencia cuando menos se lo esperaba, obligándole a enfrentarse a una difícil situación que no sabía cómo encarar.

Las indicaciones del Emperador habían sido muy claras, y tenía la ineludible obligación de retrasar por todos los medios a su alcance el avance de la procesión, manteniéndose siempre en contacto por medio de chasquis con la capital, a la espera siempre de nuevas instrucciones, pero ahora de pronto los acontecimientos se precipitaban.

Por mucho que lo intentara, no existía forma humana de retrasar en exceso la llegada a una montaña que se encontraba a la vista, y el plazo que le habían dado parecía inexcusable.

¡Tres días!

Que los cielos le protegieran.

¿Qué se podía hacer en tres días?

Cuando al fin regresó al improvisado campamento que se había montado en la única zona relativamente seca del páramo, llamó al más veloz de sus chasquis y le ordenó que emprendiera a toda prisa el regreso a la capital.

—Mensaje para el Emperador… —le dijo—. Pero no es secreto, y debes intentar que tus compañeros lo extiendan a todo lo largo del camino: Tupa-Gala tiene intención de consumar el sacrificio dentro de tres días en la cima de una montaña desconocida que domina la puna negra que se alza a unas veinte leguas al suroeste del río Apurímac. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido.

—¡Repítelo!

—Tupa-Gala tiene intención de consumar el sacrificio dentro de tres días en la cima de una montaña desconocida que domina la puna negra que se alza a unas veinte leguas al suroeste del río Apurímac… ¡Queda tranquilo! —añadió—. Mañana al mediodía el Emperador habrá recibido tu mensaje.

—Corre entonces, y que los dioses guíen tus pasos. El chasqui hizo una leve inclinación de cabeza y partió a tal velocidad que quien le viera pasar imaginaría que no podría soportar semejante ritmo más que unos pocos minutos.

En el enrarecido aire de una altitud de más de tres mil metros y un suelo fangoso y frío en el que se hundían los pies, ni el mejor atleta hubiera conseguido mantener tan increíble velocidad ni tan siquiera el tiempo que tardara en perderse de vista, pero aquél, al igual que el resto de sus compañeros, había sido seleccionado desde muy niño para semejante menester y estaba dispuesto a reventar con tal de cumplir su misión.

Sus piernas de acero, sus dilatados pulmones, su fe y un pequeño saco de hojas de coca que tan sólo tenían derecho a consumir cuando se encontraran en plena carrera los impulsaban siempre hacia adelante porque sabían que de ello dependía en gran parte la seguridad del Incario.

Comenzaba ya a nublársele la vista cuando alcanzó la siguiente posta en la que un hombre aguardaba. Le transmitió por dos veces el mensaje, le obligó a repetírselo, y permitió que partiera a toda carrera rumbo al norte.

Luego se dejó caer sobre la caliente manta de piel de alpaca, se arrebujó en ella y se quedó profundamente dormido.

Tal como había prometido, antes incluso de la hora marcada, un sudoroso chasqui se arrastró a los pies del Emperador para repetir puntualmente las palabras del capitán de la guardia.

El hijo del Sol, casi un semidiós, dueño y señor de la vida de millones de seres humanos, no pudo evitar sentirse profundamente abatido, y no por lo que significara la vida de una niña a la que ni siquiera había visto nunca, sino porque le preocupaba la reacción de su esposa cuando tuviera conocimiento de tan infausta noticia.

Los hampi-camayocs, aquellos sesudos doctores a los que en lo más profundo de su alma despreciaba, pero que eran los que en aquellos momentos estaban al cuidado de la reina, le habían advertido con la máxima sinceridad de que eran capaces de que debía evitarle todo tipo de disgustos.

—Necesita tranquilidad y reposo… —habían diagnosticado—. Mucho reposo, alimentos sanos, nada de picantes, nada de coca, y en especial ni un solo sobresalto. Los dos próximos meses son cruciales.

—¡Maldito Tupa-Gala! —musitó una vez más para sus adentros—. ¡Mil veces maldito! Con cien vidas que tuvieras no pagarías por el daño que nos estás causando.

Para un hombre que desde el mismo día en que tomó conciencia de que descendía de una estirpe de Emperadores se consideraba prácticamente omnipotente, el hecho de sentirse atado de pies y manos por culpa de un sucio intrigante le producía una sorda ira que amenazaba con devorarle.

Sabía que le bastaba con pronunciar una sola palabra, «Mátalo», para que todo volviese a la normalidad, pero sabía también que dar tan drástica orden significaba aceptar que cuando se enfrentaba a un difícil problema su única razón se limitaba al uso de la fuerza.

Se preguntó cómo habría actuado en semejante situación el ladino Pachacuti, que tenía justa fama de ser el Inca más inteligente desde que Manco Cápac fundara la estirpe.

Pachacuti reunía en una sola persona la fiereza del jaguar, la astucia del zorro y la visión del cóndor, por lo que había sabido consolidar y engrandecer el Imperio hasta unos límites que nadie había soñado con igualar.

Sentado en aquel mismo trono, Pachacuti habría sabido imponerse a Tupa-Gala sin permitir que la situación se le fuera de las manos, probablemente porque ningún Tupa-Gala de este mundo se hubiera atrevido siquiera a planteársela.

Ahora él, sentado en el trono de Pachacuti, se veía obligado a reconocer que en su afán por convertirse en un Emperador demasiado justo había acabado por convertirse en un hombre demasiado débil.

Con el paso de los años había conseguido ganarse el sincero amor de su pueblo, eso era muy cierto, pero al mismo tiempo había propiciado que no se le temiera tal como se había temido por tradición a la mayor parte de sus antecesores.

A causa de ello emergían los Tupa-Gala que le desafiaban abiertamente, los Rusti Cayambe que se atrevían a traicionarle, su propia hermana que se entregaba a un indigno esclavo o todos aquellos que en los más apartados rincones del Incario comenzaban a plantearse la posibilidad de abandonarle si no proporcionaba pronto un heredero al trono.

A solas en el acogedor gabinete en el que solía refugiarse cuando necesitaba meditar sobre los complejos asuntos de Estado, se planteó una vez más que tal vez había llegado el momento de demostrar que cuando decidía ser fuerte podía llegar a ser más fuerte que nadie.

Si la voz no le tembló a la hora de ordenar ajusticiar a la princesa Ima, que llevaba su propia sangre, no veía por qué razón tenía que temblarle a la hora de acabar con rebeldes y enemigos.

Al atardecer ordenó que trajeran a su presencia a Tito Guasca, del que ya sabía que había regresado al Cuzco abiertamente enfrentado a Tupa-Gala, y en cuanto lo tuvo arrodillado a sus pies inquirió sin rodeos:

—¿Qué dictan las normas del Templo de Pachacamac acerca de un capac-cocha en la cima de una montaña desconocida?

—Nada en absoluto, y por lo tanto, a mi modo de ver, es ilegal, mi señor —fue la firme respuesta—. «Aquel que mueve la tierra» puede dormir en el Misti, el Picchu-Picchu, el Chanchani, el Sara-Sara e incluso el Ampato, pero jamás lo haría en un picacho desconocido.

—¿Estás seguro de eso?

—Completamente, mi señor. Al igual que un rey no acostumbra a dormir en una choza de pastores, un dios no duerme durante meses en una ignota montaña, y por lo tanto, ofrecerle un sacrificio en un lugar semejante carece de toda lógica y responde únicamente a intereses personales de alguien a quien el resto de la comunidad del templo repudia.

—¿Es cierto eso…? —se interesó de inmediato el Inca—. ¿Tu comunidad repudia a Tupa-Gala?

—Totalmente, mi señor. Siempre nos hemos opuesto frontalmente a esta insensatez.

—¿Y tu comunidad puede garantizar que la tierra no se moverá pese a que no se celebre semejante sacrificio?

—Eso nunca podemos garantizarlo, oh, gran señor —se apresuró a puntualizar el interrogado, visiblemente inquieto—. Pero lo que sí puedo aclararte es que no apreciamos síntomas de que vaya a ocurrir en breve plazo con sacrificio o sin sacrificio.

¿Estáis dispuestos a hacer público el repudio al que ha sido hasta ahora vuestro sumo sacerdote?

—En cuanto tú nos autorices, mi señor.

—Bien… —sentenció el Inca—. Desde este mismo momento quedas autorizado. Quiero que mañana todos los miembros de la comunidad salgan a las calles del Cuzco proclamando abiertamente su rechazo a la actitud de vuestro antiguo líder. Ello me permitirá ordenar su inmediata ejecución.

—¿Crees que aún estás a tiempo de impedir el capac-cocha, mi señor? —quiso saber el otro.

—Me temo que ya es demasiado tarde, pero al menos esa inútil muerte servirá para dejar claramente establecido, de cara al futuro, que nadie, ni tan siquiera un sumo sacerdote, puede hablar o amenazar en nombre de los dioses.

—Confío en que lo ocurrido no te haya predispuesto contra nuestra comunidad, oh, gran señor. Nunca estuvimos de acuerdo con las decisiones de Tupa-Gala, pero la ley nos obligaba a obedecer.

—Injusto es aquel que culpa a inocentes por los pecados que no les corresponden. Y la primera obligación de un gobernante es la de ser justo. ¡Vete en paz y considérate desde este momento sumo sacerdote del Templo de Pachacamac!

Cuando Tito Guasca hubo abandonado la estancia, el Emperador mandó llamar al chasqui-camayoc, responsable de las comunicaciones del reino, para tratar de averiguar cuánto tiempo tardarían sus hombres en transmitir un mensaje al capitán de la guardia allá en la lejana puna negra.

—Día y medio, mi señor.

—¿Por qué tanto, si tardaron menos en venir?

—Está a punto de caer la noche, hace mucho frío, y el tiempo amenaza lluvia, mi señor. En semejantes circunstancias mis hombres deberán extremar las precauciones o corren el riesgo de sufrir un accidente y no llegar nunca.

—La vida de una niña dependerá de ellos.

—Lo sé, mi señor, y estoy convencido de que se esforzarán al máximo, pero tú conoces bien la peligrosidad de esos caminos.

—¡Bien! Que partan cuanto antes.

—¿Y el texto del mensaje?

—Impedir el sacrificio y traer a mi presencia, encadenado, a Tupa-Gala.

—«Impedir el sacrificio y traer a mi presencia, encadenado, a Tupa-Gala» —repitió casi como un loro el chasqui-camayoc—. Si existe una sola posibilidad entre un millón de que tu mensaje llegue a tiempo, llegará, mi señor.

—Serán recompensados por ello.

—Su mejor recompensa es servirte, mi señor.

El buen hombre abandonó la estancia a toda prisa, y apenas lo había hecho cuando hizo su presencia la reina Alia, que parecía haber estado aguardando en la antesala el final de la entrevista.

—¿No es demasiado tarde para tomar semejante decisión? —quiso saber.

—Temo que sí —admitió a duras penas su esposo—. Pero hasta hoy Tupa-Gala no me había proporcionado argumentos para oponerme. Ahora los tengo, y por lo tanto ya está dictada su sentencia…: se convertirá en runantinya.

—No creo que eso le devuelva la vida a Tunguragua ni sirva de consuelo a sus padres.

—Lo sentiré por la niña, pero no por ellos. Son reos de alta traición y por lo tanto su destino es acabar en manos del verdugo.

—¿A pesar de que lo único que han hecho es tratar de salvar de una muerte horrenda a su única hija?

—A pesar de ello. Un delito tan grave seguirá siéndolo sean cuales sean las razones que lo impulsen… —El Emperador hizo un gesto fatalista—. Y su castigo es la muerte.