—Me maldigo por haber dado tan nefasta idea —se lamentó Pusí Pachamú a la tarde siguiente—. Entiendo vuestras razones, y admito que tal vez yo haría lo mismo, pero no puedo olvidar que estás cometiendo el mayor acto de rebeldía de que tengo memoria, y la cólera del Emperador os seguirá a donde quiera que vayáis.
—¿Y qué daño puede hacernos que supere al hecho de sacrificar tan cruelmente a nuestra hija? —quiso saber la princesa Sangay Chimé—. ¿Matarnos? ¿Despellejarnos vivos? Yo ya me siento muerta y despellejada, pese a que aún respire y mi piel continúe en su sitio.
—¿Pero y si Pachacamac despierta…?
—Tú sabes muy bien que Pachacamac no va a dormir más o menos tiempo por el hecho de que Tunguragua viva o muera. Cuando se despierta con sed de sangre, la hace correr en cascada.
—Eso es muy cierto.
—¿Entonces…? ¿No te parece lógico que nos opongamos a que nos quiten lo más valioso que tenemos porque Tupa-Gala no está dispuesto a aceptar que tiene que pagar un precio por sus inclinaciones antinaturales? En la patria de mi madre a los homosexuales se los lapida, mientras que en el Incario se los respeta, e incluso se les proporciona una forma de vida mucho más regalada que la de la mayor parte de sus conciudadanos, puesto que no tienen obligación de servir en el ejército o de trabajar, y viven en hermosos templos, cantando, bailando y mascando coca.
—Se trata de una antiquísima ley… —le hizo notar Pusí Pachamú.
—Lo sé, y también sé que su origen se remonta al reinado del Inca Mayta Cápac, que se vio obligado a dictarla porque su hijo predilecto nació afeminado. Nunca le he puesto reparos, pero si ése es el papel que les ha tocado desempeñar a los homosexuales, no veo por qué razón Tupa-Gala tiene que rebelarse, y que sea mi pequeña Tórtola quien pague las consecuencias…
—¡Déjalo ya! —le atajó su esposo—. No es tiempo de discusiones, puesto que la decisión está tomada… —Se volvió a Pusí Pachamú—. Envíale un mensaje a Quisquis: que se apodere de Xulca y espere mis órdenes. ¿Cuántos hombres crees que estarían dispuestos a acompañarme?
—Seguros, tres. Dos aún no se han casado y lo único que les interesa es ver mundo y correr aventuras. El otro no tiene hijos y al parecer no siente el más mínimo interés por la mujer que le tocó en suerte. Se fue al país de los araucanos y creo que se iría al fin del mundo con tal de perderla de vista.
—¿Les has explicado a lo que se exponen?
—Lo saben de sobra.
—¿Y aun así están dispuestos a arriesgarse?
—El riesgo es su droga. Tú sabes mejor que nadie que la mayoría de los que en un principio se alistaron a tu peculiar ejército de saltamontes estaban un poco locos… —Se encogió de hombros—. Éstos son sin duda los más locos de entre esos locos.
—¡Bien! —admitió Rusti Cayambe en tono de resignación—. Al fin y al cabo sigo pensando que todo esto no es más que una inmensa locura, aunque no sé qué demonios podremos hacer con tan sólo tres hombres.
—Tengo dos esclavos en los que confío plenamente —intervino una vez más la princesa—. Me los regaló mi madre, y me consta que si les prometo la libertad, harán cualquier cosa.
—De acuerdo entonces…: seremos siete —admitió su marido, y volviéndose a su lugarteniente ordenó—: Pídele a tu gente que se reúna con nosotros mañana a medianoche al pie de la Torre de los Amautas.
—¡Pero ése es el camino que conduce al Titicaca! —le hizo notar Pusí Pachamú—. Y la procesión se dirige al Misti.
—Lo sé —admitió el otro—. Pero es muy posible que apuesten centinelas vigilando por si alguien los sigue. Es más prudente que nos dirijamos hacia el sur con el fin de girar luego al suroeste y adelantarlos puesto que podremos avanzar mucho más aprisa.
—¡Siempre el mismo! —dijo el otro, que sonrió—. Siempre buscando las vueltas a todo.
—Un general debe hacer aquello que los demás no esperan que haga, o de lo contrario estará derrotado de antemano.
A la noche siguiente, los tres hombres seleccionados por Pusí Pachamú aguardaban al pie de la Torre de los Amautas, y en cuanto llegaron sus cuatro acompañantes emprendieron, sin apenas mediar palabra, el camino que descendía a todo lo largo del Valle de los Reyes, en dirección al lejano Titicaca.
Cada uno de ellos tenía plena conciencia que desde el momento en que abandonara la ciudad del Cuzco estaba condenado a muerte, y que por grande que fuera la clemencia del Emperador, nunca podría pasar por alto un delito que podría considerarse alta traición.
Aquél era por tanto un viaje sin retorno; una aventura que no tenía más destino que el destierro o la muerte, pero aun así estaban decididos a seguir adelante pasara lo que pasara, y en especial la princesa Sangay Chimé, tan frágil en apariencia, no se concedía un instante de reposo ni se retrasaba un solo metro, íntimamente convencida de que cada paso que daba era un paso que la aproximaba a Tunguragua.
La coca, de la que cargaban una buena provisión, los ayudaba, pero en esta ocasión no hacían uso de ella con intención de aturdirse, sino tan sólo con el fin de aplacar el hambre y vencer la fatiga.
El amanecer los sorprendió lo suficientemente lejos de la ciudad como para poder concederse un breve descanso, y con el sol cayendo a plomo reemprendieron la marcha hasta que, pasado el mediodía, distinguieron a lo lejos las almenas de una de las muchas fortalezas que protegían el corazón del Imperio de las amenazas exteriores.
Resultaba evidente que sus centinelas estaban más atentos a vigilar cualquier peligro que llegara del sur que a la identidad de los viajeros procedentes del Cuzco, pero aun así Rusti Cayambe decidió, con muy buen criterio, que había llegado el momento de tumbarse a dormir con el fin de aguardar la llegada de la noche e intentar cruzar bajo sus altos muros sin ser vistos.
Se ocultaron por tanto entre unas rocas, comieron algo y se arrebujaron en sus ponchos, dispuestos a soportar de la mejor forma posible el frío y la humedad de la noche andina.
La luna en creciente estaba ya muy alta cuando la princesa despertó a su esposo.
—¡Es hora de irnos…! —susurró.
El otro lo observó todo a su alrededor, y negó con un gesto.
—Demasiado pronto —dijo—. Acaba de entrar un nuevo turno de guardia, y al principio suelen estar muy atentos. Luego se relajan, y ése será el momento de pasar.
—Es que cada minuto se me vuelve una eternidad —protestó ella.
—Lo sé y lo comprendo —fue la respuesta—. Pero la precipitación puede llevamos al desastre… —Le acarició amorosamente la mejilla—. ¿Tienes miedo? —quiso saber.
—Únicamente de no llegar a tiempo.
—Llegaremos, no te preocupes.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque entre los soldados de la caravana tengo amigos a los que les he pedido que retrasen lo más posible la marcha.
—¿Luego sabías que esto iba a ocurrir?
—No, pero imaginaba que cuanto más tardaran en llegar al Misti, más posibilidades tendríamos de recuperar a Tunguragua.
—¿Sabes una cosa…? —le musitó ella al oído—. Te quise desde el momento en que te vi empujando ante ti a Tiki Mancka, pero en estos momentos te adoro porque me estás dando la mayor muestra de amor que un hombre podría darle a una mujer.
—Recuerda que también es mi hija.
—Lo sé —admitió ella—. Pero para la mayoría de los padres los hijos no significan lo mismo que para las madres. Algunos incluso los abandonan y no conozco ningún otro caso en que uno de ellos esté dispuesto a perder absolutamente todo cuanto tiene por salvar a su hija.
—Yo no lo pierdo todo —le hizo notar él—. «Perderlo todo» significaría perderte a ti. El resto carece de valor.
—A mí ya nunca me perderás.
—Con eso me basta.
Poco después despertaron al resto de sus compañeros y se deslizaron, como sombras, por el empinado sendero que serpenteaba justo bajo las almenas desde las que los centinelas dejaban pasar el tiempo con la tranquila indiferencia de quien sabe que se está limitando a cumplir un mero trámite, puesto que no era aquélla una de las rutas que conducían al Cuzco por las que estuviera previsto que atacara el enemigo.
Las fortalezas del norte, desde donde podían descender los feroces chancas, siempre estaban alerta, e incluso del este cabía esperar, muy raramente, alguna incursión por parte de los salvajes aucas de las selvas, pero el Valle de los Reyes conducía al Titicaca, y ni los urus ni los aymará soñarían con asaltar la capital.
Al amanecer alcanzaron el refugio de un chasqui que al parecer dormía a pierna suelta, puesto que su obligación no era la de vigilar caminos, sino la de mantenerse siempre a la espera de que pudiera llegar un compañero que le comunicara un mensaje que se encargaría de transmitir a otro compañero en una sucesión de postas que permitía a aquellos veloces hombres entrenados desde muy niños a correr sin fatigarse durante horas llevar cualquier noticia de una punta a otra del Incario en un tiempo en verdad asombroso.
Su única misión en este mundo era la de saber repetir palabra por palabra, sin quitar ni añadir una coma, aquello que les habían comunicado, pero pese a tener conciencia de que jamás mencionarían a nadie que un grupo de extraños había pasado ante su choza, prefirieron dar un pequeño rodeo con el fin de no delatar su presencia.
Al día siguiente desembocaron de improviso en un poblado de «extranjeros» que ni siquiera hablaban quechua, puesto que se encontraban allí respondiendo a una vieja costumbre que establecía que cuando se conquistaba un nuevo pueblo lo que debía hacerse era trasladar a sus habitantes a un emplazamiento del interior del reino, a la vez que se llevaba a los ocupantes originarios al lugar recién conquistado.
De ese modo se conseguía desarraigar al enemigo, obligándolo, con el paso del tiempo, a adoptar la forma de vida de los incas, a la par que se iban avanzando las fronteras a base de colonizar con gente propia los nuevos asentamientos.
Debido a ello, los incas nunca fueron considerados meros invasores, ya que su política fue siempre la de intentar integrar a su cultura a las tribus dominadas por el sencillo método de convencerlos de que su forma de vida era mucho más lógica y práctica que la que habían conocido hasta ese instante.
Los «extranjeros» se limitaron a proporcionar comida y bebida al pequeño grupo de viajeros, permitiendo que siguieran su camino sin tan siquiera plantearse quiénes eran o hacia dónde se dirigían.
Esa noche descansaron mucho más cómodamente en un tambo de los que abundaban a lo largo de todas las rutas principales del Imperio, una especie de posada que se encontraba siempre bien abastecida de víveres de las que cualquier viajero podía disponer a su antojo sin otra obligación que dejarlo todo limpio y recogido.
Fue allí donde Rusti Cayambe decidió al fin que había llegado el momento de abandonar la amplia calzada que conducía directamente al Titicaca para aventurarse por los sinuosos senderos que se desviaban hacia el suroeste.
—A estas horas ya deben de haber descubierto que nos hemos ido, y es muy posible que envíen a buscarnos —dijo.
Razones le sobraban, puesto que la tarde anterior el comandante de la guardia había puesto al corriente al Emperador de que ni Rusti Cayambe ni su esposa, la princesa Sangay Chimé, se encontraban en el Cuzco.
—¿Cómo es posible? —se sorprendió el Inca—. ¿Estás seguro de lo que dices?
—No vendría a importunarte si no lo estuviera, mi señor —fue la respuesta—. No están ni en el palacio ni en la fortaleza. Hemos buscado por todas partes y lo único que hemos podido averiguar es que se han llevado con ellos a dos esclavos y tres soldados.
—¿Supones que intentan recuperar a la princesa Tunguragua?
—No soy quién para opinar sobre esos temas, mi señor.
—Pero ahora soy yo quien te ordena que opines.
—En ese caso admitiré que entra dentro de lo posible, mi señor, aunque cuesta trabajo admitir que un general de los ejércitos imperiales se atreva a cometer semejante acto de insubordinación.
—Me temo que quien lo comete no es el general, sino el padre, pero para el caso es lo mismo. Que los busquen y me los traigan. Vivos o muertos.
—Se hará como ordenas, mi señor.
La reina Alia no demostró por el contrario la más mínima sorpresa cuando su hermano le puso al corriente de lo que había sucedido.
—Me lo temía… —se limitó a comentar.
—¿Te lo temías y no me has advertido? —repitió el desconcertado Emperador—. ¡No puedo creerlo!
—Conociendo como conoces a Sangay Chimé, debiste comprender que a la larga no se resignaría a perder a su hija. Yo hubiera hecho lo mismo.
—¿Contraviniendo todas las leyes?
—¿Acaso aún no has entendido que las leyes de la naturaleza son siempre más fuertes que las de los hombres? —señaló ella con acritud—. Opines lo que opines, ninguna «razón de Estado» superará nunca las razones de una madre que no está dispuesta a consentir que su hija sea enterrada en vida por complacer a un dios vengativo, por más que ese dios sea el mismísimo Pachacamac. Si mi hijo llega a nacer y alguien intentara arrebatármelo, le sacaría los ojos y le comería el hígado. —Le miró de frente, desafiante—. ¿Acaso tú no? —quiso saber.
El Inca tardó en responder, pero al fin asintió muy a su pesar.
—Supongo que sí —dijo.
—Entonces… ¿de qué te sorprendes? Has consentido que se cometa un terrible acto de injusticia, y no puedes aferrarte a la idea de que tú eres quien dicta lo que es o no justo. Si has hecho algo mal, tienes que resignarte a aceptar que alguien no esté dispuesto a pagar por tu error.
—¿Acaso olvidas que soy el Emperador?
—¿Y acaso tú olvidas que son tus súbditos y que tu primera obligación es cuidar de ellos? Para todo existe un límite, y creo que en este caso eres tú el que ha sobrepasado ese límite. Estoy convencida de que tanto Rusti Cayambe como Sangay Chimé hubieran dado su vida por ti. Su vida sí, pero no la de su hija.
—No les exigí que hicieran nada por mí, sino por el futuro del Imperio.
—¡Bobadas! —se enfureció su esposa—. Pese a todo lo que ese viejo quipu quiera contar, y por muy cierto que sea, la tierra seguirá estremeciéndose con sacrificios humanos o sin sacrificios humanos. Tú lo sabes, yo lo sé y Tupa-Gala lo sabe.
Pese a ello has accedido a que se cometa un crimen abominable. —Agitó la cabeza con gesto de profunda preocupación—. Y lo que ahora más me preocupa es el hecho de que tal vez los dioses del amor y la fertilidad se sientan ofendidos y busquen venganza.
—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber el Emperador visiblemente inquieto.
—Que con esta cruel ceremonia hemos convertido la alegría y la felicidad que nos embargaban por el hecho de que los dioses nos hubiesen concedido el maravilloso don de tener un hijo, en negras jornadas de amargura y tristeza, y eso sí que puede acarrearnos gravísimas consecuencias.
—¿Me estás culpando por ello?
—Sinceramente sí… —replicó ella con toda honradez—. Sinceramente creo que tu obligación era cortarle la cabeza a ese maldito intrigante de la misma forma que tenías que habérsela cortado hace tiempo a todos esos pájaros de mal agüero que prefieren vivir inmersos en un reino de miedo y sombras. Somos hijos del Sol y de la luz, y por lo tanto nuestro deber es amar la vida y no rendir culto a las tinieblas y a la muerte.
—Nunca me habías hablado tan duramente.
—¡Te equivocas! Lo hago muy a menudo aunque tú no lo adviertas, y lo hago porque te quiero, y porque me duele ver cómo te tambaleas cuando te empeñas en hacer algo que va en contra de tus propias convicciones. —La reina Alia alzó la voz al añadir en tono acusatorio—: Si no querías que se celebrara ese sacrificio, ¿por qué lo has consentido? ¿Qué clase de Emperador eres que permites que sean otros los que gobiernen en tu nombre?
—Soy un Emperador que ante todo intenta proteger a su pueblo, y a su hijo, de las iras de Pachacamac.
—¡Pues yo no creo en Pachacamac! ¿Me oyes? No creo que exista un dios tan cruel y sanguinario, y si en verdad existiera y lo tuviera delante, le escupiría a la cara.
—¡Qué los cielos nos asistan! —se lamentó su hermano—. ¿Te das cuenta de las barbaridades que estás diciendo?
—De lo que me doy cuenta es de las barbaridades que estás consintiendo. Dos de las personas que más te querían se han visto obligadas a traicionarte, un pueblo que amaba tu sentido de la justicia repudia tanta crueldad, tus más fieles consejeros no se atreven a contradecirte y yo, que te admiro más que a nada, me siento desilusionada… —Lanzó un profundo resoplido de hastío—. ¿Y todo eso por qué…? Porque te preocupa que la tierra tiemble, cuando resulta evidente que la tierra siempre ha temblado y continuará haciéndolo durante los próximos mil años.
—Pero no quiero que lo haga antes de que nazca mi hijo.
La reina Alia se tomó un tiempo para reflexionar sobre lo que iba a decir, dudó de forma harto visible, pero al fin se decidió a sentenciar:
—Evitar los terremotos o las erupciones de los volcanes nunca ha estado en manos de nadie, y si tu hijo no es lo suficientemente fuerte como para soportar un temblor de tierra, más vale que no nazca, porque si algo peor le puede ocurrir al Incario que no tener Emperador, es tener un Emperador demasiado débil.
—Cada día me inquieta y me preocupa más cuanto dices.
—Será porque cada día estás menos convencido de lo que haces —le hizo notar ella—. En el fondo sabes muy bien que yo soy la única persona de este mundo capaz de enfrentarme abiertamente a ti, para hacerte ver la verdad sin tapujos. Te he limpiado el culo demasiadas veces como para tenerte miedo, y uno de tus grandes defectos estriba en que cuando alguien no te demuestra miedo, te desconciertas.
—Pues ya que no puedes demostrar miedo, podrías demostrarme respeto.
—Te lo demuestro cuando te lo mereces, no por costumbre. Eres mi hermano, mi esposo, mi amante y mi Emperador, pero nada de eso me convierte en tu esclava.
—Mi gran problema ha sido siempre haber nacido en segundo lugar… —se lamentó casi cómicamente su esposo—. Tenía que haber sido yo quien te educara y no al contrario.
—¡Peor hubieran ido en ese caso las cosas! —señaló la reina—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—No lo sé… —fue la honrada respuesta—. La huida de Rusti Cayambe y Sangay Chimé ha echado por tierra mis planes…
—¿Planes…? —repitió ella un tanto confusa—. ¿A qué clase de planes te refieres?
—A que le había pedido a la guardia que retrasase todo lo posible la marcha, con el fin de dar tiempo a que se produjera algún pequeño temblor de tierra. Si eso ocurría, tenían orden de regresar de inmediato con la niña, pero ahora ése es un tema que pasa a un segundo plano. Lo que importa es el hecho de que un general y una princesa han cometido un acto de alta traición, y eso es algo que se castiga con la muerte, y que no puedo, ni debo, pasar por alto.