La princesa Sangay Chimé perdió el sentido en el momento mismo en que una docena de soldados se presentaron a la puerta de palacio y le arrebataron a su hija.
Ni siquiera gritó.
Ni siquiera lloró.
Se limitó a desvanecerse y a permanecer luego como alelada hasta el mismo momento en que su esposo llegó bramando de ira y amenazando con cortarle la cabeza a cuantos se habían atrevido a ponerle la mano encima a su adorada Tórtola.
—¡Cálmate! —fue todo lo que acertó a decir con un hilo de voz apenas audible—. Nada conseguirás con cortarle la cabeza a nadie. El Cóndor Negro ha venido a posarse sobre el techo de nuestra casa, y cuando algo tan terrible ocurre no se puede hacer nada.
—¿Cómo que no se puede hacer nada? —se asombró Rusti Cayambe—. ¡Me niego a aceptarlo! Reuniré a mis hombres, y…
—Tus hombres te adoran, lo sé… —admitió ella—. Pero ni siquiera cien mil de ellos bastarían para arrancar a Tunguragua de las garras de los dioses, porque sospecho que ésta es una de esas situaciones que esos mismos dioses propician para burlarse de los seres humanos, pues saben que a la larga todos saldrán perdiendo.
—¿Qué pretendes decir con eso?
—Que nosotros perderemos a nuestra hija; Tupa-Gala, la vida; el Emperador, la fe en su poder, y la reina, su propia estima… Nadie saldrá ganando porque, al fin y al cabo, a «Aquel que mueve la tierra», si es que existe, poco le importa la vida de un niño más o menos. Cada vez que se manifiesta aplasta a cientos.
—¿Y piensas resignarte a que así sea?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer?
—¡Luchar!
—¿Contra qué, o contra quién? —quiso saber ella—. Éste es el mundo en el que nos ha tocado vivir, y en el que nos considerábamos unos privilegiados porque se nos había concedido lujo, abundancia, comodidades, siervos, amor y consideración social… —Dejó escapar un hondo suspiro—. Y para colmo de bienes… ¡una hija maravillosa! Pero de pronto, cuando todo en la vida nos sonreía, viene el recaudador de impuestos de los dioses a devolvernos a la realidad, despojándonos de aquello que más nos importa…
—¿Y no se te antoja injusto?
—¡Desde luego! ¿Pero acaso tenemos derecho a desesperarnos?
—¡Sí…! —replicó Rusti Cayambe, seguro de lo que decía—. Tenemos todo el derecho del mundo. ¿Qué me importan los palacios, los lujos o los siervos? ¿Qué me importa la consideración social o mi rango de general? Estoy dispuesto a volver a ser un humilde capitán y a vivir en la vieja choza de mis padres, pero no estoy dispuesto a perder a Tunguragua.
—Pues ya la hemos perdido… —fue la desalentada respuesta de su esposa—. Hazte a la idea de que llegó la muerte y nos la arrebató, puesto que, de igual modo que nada se puede hacer contra la muerte, nada se puede hacer contra los caprichos de los dioses.
—¡Pero es que aún no está muerta! —le recordó él.
—Lo sé, y eso es lo que más me entristece, porque imagino que nos estará llamando, perdida y asustada. Tienen que conducirla hasta la cima de una lejana montaña, y durante todo ese tiempo sufrirá lo indecible porque creerá que la hemos abandonado.
—¡Señor, señor! —musitó, incapaz de contenerse, el general Saltamontes—. ¿Por qué has enviado sobre nosotros todo el peso de tu ira?
—Probablemente porque fui una insensata al rebelarme contra las normas establecidas —señaló ella—. Imaginé que tenía derecho a unirme a aquel a quien mi corazón había elegido, y ahora descubro que me obligan a pagar por ello.
—¡Pero el mismísimo Emperador bendijo nuestro matrimonio!
—Pero el Emperador no es dios, por más que se empeñe en creérselo… Si ni siquiera controla el destino de sus propios hijos, que se niegan a nacer, ¿cómo vamos a esperar que controle el destino de Tunguragua? Estoy segura de que se la están arrebatando de las manos al igual que nos la han arrebatado a nosotros.
—¡Pero si él quisiera…!
—¡Quiere, pero no puede!
—Bastaría con una orden suya.
—Esa orden podría acarrear el desmoronamiento del Imperio, y lo sabe —puntualizó Sangay Chimé, que se iba serenando por momentos—. El heredero aún no se encuentra firmemente afianzado en el vientre de la reina, por lo que su nacimiento continúa siendo una incógnita. Si una vez más se malograra, y el Inca hubiera cometido el imperdonable error de ignorar las costumbres y las leyes, los secesionistas tendrían razones más que suficientes para descalificarle, con lo que su larga dinastía se habría extinguido.
—Veo que razonas como un miembro de la nobleza y empiezas a tomarte las cosas con excesiva calma.
—«Soy» un miembro de la nobleza, pero la resignación nada tiene que ver con la calma —le hizo notar ella—. Mi alma está desgarrada y mi corazón revienta de ira, pero lo que más daño me causa es la impotencia. Lo único que deseo es morir, y no dudaría un segundo a la hora de dar mi vida por la de Tunguragua, pero me consta que no aceptarían el cambio. —Le miró directamente a los ojos—. ¿Qué podemos hacer más que pedir que los cielos nos concedan resignación? —quiso saber.
—Ya te lo he dicho…: luchar.
—¿Luchar? —repitió la princesa en tono de profunda fatiga—. ¿Luchar contra qué o contra quién? Ni siquiera el Gran Consejo se atrevería a desafiar a Pachacamac, que ha sido, desde el comienzo de los tiempos, el gran azote del Incario. Recuerda el terremoto de hace doce años. Dejó los campos sembrados de cadáveres, y el maestro de ceremonias perdió de golpe a tres de sus hijos. ¿Crees que lo ha olvidado? ¿Crees que no vive con el terror de que vuelva a suceder? Si Tupa-Gala amenaza con despertar a su señor, hasta el último consejero correrá como una ardilla.
—¡Le mataré…!
—Y yo te agradeceré que lo hagas, pero no ahora. Espera a que nazca el príncipe, y si el Emperador no lo ejecuta, arráncale el corazón y arrójalo al fondo del lago Titicaca para que su alma en pena pase el resto de la eternidad buscándolo inútilmente…
—¡Mi ama…!
La princesa se volvió molesta hacia la excitada nodriza que había hecho su aparición en la entrada del salón.
—¿Qué quieres ahora? —inquirió impaciente.
—¡Venga a ver esto!
Salieron a la terraza en la que Rusti Cayambe solía jugar cada tarde con la niña.
Ya era noche cerrada, pero una extraña claridad lo iluminaba todo, y cuando se aproximaron a la balaustrada y el Recinto Dorado se extendió bajo ellos, descubrieron que el sagrado Campo del Sol se encontraba completamente invadido por miles de cuzqueños, y que cada uno de ellos, fuera hombre, mujer o niño, portaba en la mano una pequeña lámpara de aceite.
Permanecían en respetuoso silencio, compartiendo su dolor al igual que tiempo atrás compartieron su alegría Sangay Chimé se esforzó por mostrarse fuerte y serena, pero al poco gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas, y su esposo tuvo que sujetarla por la cintura para conseguir que se mantuviera en pie.
Allí, bajo ellos, se encontraba todo un pueblo, ¡su pueblo!, intentando consolar a unos padres inconsolables, puesto que hasta el último de los presentes comprendía que la desgracia que se había abatido sobre ellos superaba cualquier capacidad de resistencia.
Permanecieron en la terraza largo rato, como hipnotizados por el mar de diminutas llamas parpadeantes, y al fin se encaminaron a la habitación de Tunguragua, se abrazaron a su muñeca predilecta y permitieron que un llanto incontenible ahogara por unos instantes su indescriptible pena.
Desde el ventanal de su dormitorio, la reina Alia contempló de igual modo a la multitud que no se había movido de su sitio, y al poco se encaminó a la estancia en la que su hermano solía pasar las horas cuando se encontraba inquieto o preocupado.
—¿Has visto lo que está sucediendo? —inquirió, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió en tono cortante—: Te eduqué para ser el único dueño de tu propio destino y siempre me había sentido orgullosa de mi obra, pero ahora advierto que por primera vez has perdido el control. Esos de ahí están intentando decirte algo y son tu pueblo, pero tú no lo escuchas.
—¡Lo escucho! —le contradijo él—. ¡Naturalmente que lo escucho! ¿Pero qué puedo responder? ¿Acaso uno solo de entre todos ellos es capaz de garantizar que la tierra no va a estremecerse? ¿Acaso me garantizas tú, su madre, que mi hijo va a nacer sano y salvo? —Extendió la mano y la colocó sobre el vientre que ya aparecía levemente abultado—. ¡Está aquí dentro! —dijo—. Apenas el grosor de un dedo me separa de él, y sin embargo aún lo siento muy lejos… —Movió de un lado a otro la cabeza, pesaroso—. ¡Si pudiera hablarme! Si pudiera decirme que se siente fuerte, seguro y decidido, y que ningún terremoto le obligará a desistir de su intención de ver la luz de su padre el Sol, te juro que en este mismo momento mandaría despellejar a quien tanto daño nos está causando… —Negó de nuevo—. Pero aún no me habla; ni siquiera me da una señal de que está vivo.
—¡Lo está!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es parte de mí, y porque si estuviera muerto también yo lo estaría —fue la decidida respuesta—. Vive, crece y se fortalece día tras día… Y lo que más deseo es que el día de mañana se sienta tan orgulloso de ti como yo misma me siento… —Le tomó el rostro entre las manos, le obligó a mirarle directamente a los ojos y suplicó ansiosamente—: ¡Impide esa ceremonia…!
El Inca reflexionó unos instantes, luego hizo sonar una campanilla y en cuanto un guardia hizo su aparición ordenó con voz ronca:
—Dile al quipu-camayoc que busque el gran quipu dedicado a Pachacamac y lo lleve cuanto antes a la sala del trono… ¡Rápido!
Minutos más tarde acomodó a la reina Alia en el trono de oro y esmeraldas, tomó asiento a sus pies y aguardó paciente hasta que un anciano que lucía en la cinta que ceñía su cabeza el distintivo de la media luna de plata que le acreditaba como experto intérprete de quipus hiciera su entrada precediendo a dos esclavos que portaban unas andas de madera sobre las que descansaba un enorme cesto de mimbre.
Hicieron ademán de arrodillarse para aproximarse arrastrándose tal como ordenaba el protocolo, pero el Emperador hizo un impaciente gesto con la mano impidiéndoselo.
—¡Vamos a lo que importa! —dijo—. Limítate a contarle a la reina lo que dice ese quipu.
El anciano se apresuró a abrir el cesto del que comenzó a extraer con sumo cuidado una gruesa maroma que uno de sus sirvientes iba extendiendo hasta ir a colgarla de un gancho de la pared lateral, que parecía estar situado allí a tal efecto.
La cuerda, casi tan gruesa como la muñeca de un muchacho, servía de soporte a otras muchas de distintos colores, anchura o tamaño, que aparecían a su vez repletas de nudos de muy diversas formas.
Cuando el cabo principal quedó totalmente extendido, medía unos siete metros de longitud, y eran tantas y tan compactas las cuerdas que caían de él que conformaban una espesa cortina impidiendo incluso distinguir lo que se encontraba al otro lado.
Los dos sirvientes afirmaron al muro opuesto el otro extremo y, tras sacudir con habilidad las cuerdas varias veces con el fin de que cayeran con total naturalidad, el hombre de la media luna de plata en la frente se volvió a sus soberanos para señalar:
—Éste es, oh, gran señora, el quipu más grande, más antiguo y más completo de cuantos existen en el Incario. Se comenzó, por orden de Sinchiroca, hijo primogénito de nuestro primer Inca, Manco Cápac, y está dedicado en su totalidad a recordar las actividades del dios Pachacamac.
—¿Únicamente a Pachacamac? —no pudo por menos que asombrarse la reina Alia.
—Únicamente a aquellas erupciones volcánicas o movimientos telúricos que provocaron un número considerable de víctimas o destrucciones dignas de ser tenidas en cuenta, mi señora… —puntualizó el anciano.
—¡No es posible!
—Lo es, mi señora… Este primer conjunto de nudos sobre el hilo color verde que puedes ver corresponden al gran cataclismo que tuvo lugar durante el mes de las lluvias del séptimo año del tercer Inca, Lloque Yupanqui, y que arrojó, según está perfectamente registrado, un balance de algo más de doscientos mil muertos…
El Emperador alzó el rostro hacia su esposa, advirtió la impresión que la cifra le había causado e indicó con un leve ademán al traductor que continuara con su relato.
Éste asintió, se inclinó, alzó otra de las cuerdas que colgaban, la analizó y al poco señaló:
—Aquí nos encontramos con una detallada referencia a la erupción del «Venenoso», un diminuto picacho perdido en la cordillera central, pero cuyos gases acabaron con todo rastro de vida animal o humana en dos días de marcha a la redonda. Tuvo lugar durante todo el cuarto año del reinado del muy valeroso Mayta Cápac… —El quipu-camayoc hizo una pausa, respiró hondamente, eligió una cuerda negra que en realidad no era más que un amasijo de nudos que se superponían de una forma en apariencia totalmente caótica, pero que para él parecía tener un significado muy claro, y con voz grave añadió—: Lo que ahora te muestro corresponde a una de las peores catástrofes de nuestra historia, y sucedió durante el reinado de Yahuar Inca. Cuenta que en un valle de la región de Cajamarca existía una próspera ciudad cuyos campos regaba un hermoso lago. Una noche, Pachacamac se despertó enfadado, todo se estremeció, y la nieve acumulada en la cima de la montaña se deslizó hasta el lago, cuyas aguas se desbordaron cayendo como una gigantesca ola sobre quienes aún dormían. Ni uno solo de sus habitantes sobrevivió, y la ciudad quedó sumergida para siempre bajo un manto de lodo al que el sol solidificó con el tiempo. En estos momentos no sabemos dónde se encontraba exactamente…
La reina guardó silencio unos instantes, y al fin colocó suavemente la mano sobre el hombro de su esposo, que continuaba sentado a sus pies.
—¿Qué es lo que pretendes con todo esto? —quiso saber.
—Supongo que está muy claro… —fue la tranquila respuesta—. Pretendo que comprendas que nos enfrentamos al peor de los enemigos imaginables: aquel contra el que ninguno de mis antepasados ha logrado triunfar… —Se dirigió ahora directamente al anciano—: ¿Cuántos muertos aparecen registrados en ese quipu a lo largo de nuestra historia? —quiso saber.
—¿En total? —se alarmó el aludido.
—Aproximadamente…
El buen hombre se esforzó por disimular un gesto que tal vez pretendía indicar que aquélla era una cifra casi imposible de calcular, pero optó por hacer un somero recorrido por cada una de las cuerdas del extraño ábaco en el que se contabilizaban no sólo las cifras, sino también las fechas y los nombres, y por fin masculló no muy convencido:
—Establecer sin lugar a dudas una cantidad exacta me llevaría días de estudio, mi señor, pero muy por encima puedo asegurar que supera los dos millones de muertos.
—¿Dos millones? —se horrorizó la reina—. ¿Veinte veces los habitantes del Cuzco?
—Algo más, oh, gran señora… La semana próxima podría daros una respuesta definitiva…
—¡No es necesario! —le atajó el Emperador—. ¡No es necesario! Ahora puedes dejarlo todo y retirarte…
Cuando los tres hombres hubieron abandonado el amplio salón, el Inca se puso en pie, se aproximó al gigantesco quipu hasta casi rozarlo y volviéndose a su esposa inquirió:
¿Entiendes ahora por qué me comporto como lo estoy haciendo? «Aquel que mueve la tierra» no ha respetado a ninguno de mis predecesores, ha hecho siempre lo que le ha venido en gana, y en este mismo instante puede chasquear los dedos y provocar que estos muros se nos vengan encima… ¿Sinceramente crees que estoy en disposición de irritarle mandando matar a su máximo representante entre nosotros? ¿Puedo hacerlo sin que quizá el día de mañana figure en este quipu como el Emperador más insensato de la historia?
—¡Pero la pobre Tunguragua…!
—La pobre Tunguragua no será más que un diminuto nudo en la más pequeña de las cabuyas que cuelgan de este cabo… —fue la amarga respuesta—. Triste, lo admito, pero no más triste que el destino de esos dos millones de inocentes.
Con esa frase, el Emperador pareció dar por zanjado el tema, permitiendo que a partir del día siguiente comenzase a prepararse la gran expedición que habría de conducir a la pequeña Tórtola hasta la cima del volcán Misti, en el que, según Tupa-Gala, dormía por aquel tiempo su señor.
Mil peregrinos deberían acompañarla; hombres y mujeres, soldados y porteadores, músicos y sacerdotes, y entre todos conformarían una larga procesión que recorrería una buena parte del país para que los habitantes de todos aquellos lugares por los que atravesaban pudieran alabar a la princesa, uniendo sus plegarias para que «Aquel que mueve la tierra» tuviera a bien aceptar la ofrenda que se le hacía y consintiera en mantenerse inactivo durante mucho, mucho tiempo.
Se eligieron cuidadosamente las más delicadas telas con las que las más hábiles bordadoras confeccionarían las cien hermosas túnicas que la niña habría de lucir durante su largo viaje, y los orfebres trabajaron día y noche con el fin de concluir a tiempo las figuras de oro, plata, cobre y piedras preciosas que Tunguragua ofrecería como presente a Pachacamac.
Los traductores del templo descifraron en los quipus rituales cada detalle de una antigua ceremonia que no se había puesto en práctica durante casi un siglo, y el más afamado perfumista de la corte se encerró en su laboratorio buscando una nueva esencia exclusiva para tan magna ocasión.
Pese a que su amadísimo Xulca había huido sin dejar rastro, y el dolor y el pánico conformaban una especie de amarga bola que se aferraba a la boca de su estómago, Tupa-Gala parecía estar viviendo sus horas de máxima gloria, puesto que no paraba de dar órdenes, desarrollando una increíble actividad y revisando personalmente cada detalle de lo que parecía haberse convertido en la culminación de toda una vida dedicada a su iracundo señor.
Tenía plena conciencia de que se había convertido en el personaje más aborrecido del Cuzco, pero cabría imaginar que tal aborrecimiento tenía la extraña virtud de engrandecerle, puesto que siempre había sido uno de esos seres humanos que preferían el odio a la indiferencia.
En aquellos momentos estaba ejerciendo un poder casi tiránico sobre cuantos le rodeaban, y a su modo de ver eso era algo por lo que valía la pena arriesgarte incluso a perder la vida a corto plazo.
Al fin y al cabo, su vida había llegado a un punto, cercano ya a los cuarenta años, en que su futuro se hubiera limitado a irse convirtiendo día tras día en una especie de vieja momia cada vez más pintarrajeada, juguete en manos de unos jovencísimos amantes que la despreciarían tal como él había llegado a despreciar al anterior sumo sacerdote, y que se resignarían a compartir su lecho porque así lo indicaban las costumbres.
Aquélla era, sin lugar a dudas, la ocasión idónea para jugárselo el todo por el todo, consciente de que se le ofrecían muy escasas posibilidades de salir convertido en un personaje clave en la vida nacional y muchas de acabar transformado en runantinya.
Evitar ese último destino tenía sin embargo una fácil solución: la cápsula de rápido, eficaz e indoloro veneno que llevaba colgada al cuello, y que sabía muy bien que en cuestión de horas pudriría su cadáver, piel incluida, sin dar la oportunidad ni al más hábil de los verdugos de transformarla en tambor.
Lo único que se requería era el valor suficiente para ingerirla en el justo momento en que Pachacamac decidiera traicionarle, despertándose a destiempo.
Si no era así; si su señor decidía convertirse en su aliado, todo el Incario se vería obligado a admitir que le asistía la razón y se habría ganado, indiscutiblemente, un puesto en el Gran Consejo.
Una vez en él, encontraría la forma de demostrar que ninguno de aquellos viejos inútiles era digno de calzarle las sandalias.