—¿Volverá…? —inquirió ansiosamente Rusti Cayambe en el momento mismo en que su esposa hizo su aparición en la amplia terraza en que se encontraba jugando con Tunguragua a hacer girar grandes trompos de colores.

—¡Volverá!

—¿Cuándo?

—Eso sí que no sabría decírtelo… —replicó ella sin poder evitar encogerse de hombros—. Se encuentra muy confundida, puesto que, tal como imaginaba, algo terrible se esconde tras la desaparición de la princesa Ima. Si realmente su muerte se hubiera debido a causas naturales, la reina debería estar triste, pero no creo que tuviera por qué sentirse culpable.

—¿Culpable…? —se sorprendió él—. ¿Culpable de qué?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —protestó ella—. El sentimiento de culpabilidad suele ser propio y exclusivo de cada persona. He oído decir que los montañeses ni siquiera experimentan el menor remordimiento cuando violan, incendian o asesinan. También puede ocurrir que la reina únicamente se sienta aplastada por el peso de sus responsabilidades.

—Y no es para menos… —sentenció su esposo—. Uno de mis capitanes acaba de regresar de Cajamarca y me ha contado que el gobernador está consultando a sus consejeros sobre la conveniencia de dejar de someterse al poder central en el caso de que la línea sucesoria no se encuentre perfectamente definida… Y si una provincia consigue independizarse, todas querrán seguir su ejemplo.

—Eso significaría la desmembración del Imperio, el caos, y probablemente una guerra civil de incalculables consecuencias —admitió la princesa con la naturalidad de quien da algo por sobreentendido—. La reina lo sabe, y sabe también que las ambiciones que llevan siglos aletargadas comienzan a florecer como la semilla enterrada a la que empapa el agua.

—¿Y qué podemos hacer?

—Rezar.

—¿Eso es todo? —se escandalizó Rusti Cayambe—. ¿El Incario amenaza con desintegrarse, y lo único que podemos hacer es rezar? ¡Me niego a aceptarlo!

—¿Y qué otra cosa se te ocurre? —inquirió su esposa al tiempo que tomaba a la niña en brazos puesto que se estaba quedando adormilada con la cabeza apoyada contra el muro—. Si el dios de la Guerra despertara y nos invadieran los chancas, que siempre han demostrado ser nuestros más encarnizados enemigos, saldrías a su encuentro y estoy segura de que los derrotarías. Si el dios Pachacamac, «aquel que mueve la tierra», estremeciera una vez más el suelo bajo nuestros pies derribando templos, fortalezas y palacios, nos uniríamos para reconstruirlos como siempre hemos hecho… —Rozó con su mejilla el plácido rostro de Tunguragua, que se había dormido definitivamente recostada contra su pecho al concluir—: Pero si los dioses de la fertilidad se niegan a bendecir a la reina, nada podemos hacer más que suplicar… —Hizo un leve gesto hacia la criatura—. Voy a acostarla —musitó.

Desapareció en el interior de la habitación de la niña, dejando al general Saltamontes más confundido aún que de costumbre, puesto que la princesa solía tener la rara habilidad de desconcertarle, y tras unos instantes en los que se dedicó, de un modo casi automático, a recoger los trompos que habían quedado desperdigados por el suelo, se apoyó en la baranda de piedra a contemplar cómo el sol comenzaba a hundirse tras las montañas de poniente.

Aquélla era su hora predilecta del día, puesto que desde donde se encontraba podía admirar en su conjunto la magnificencia del Recinto Dorado con sus hermosos templos consagrados al Sol, la Luna, las Estrellas o la Lluvia, así como la prodigiosa extensión del Inti-Pampa, o Campo del Sol, cuyo centro estaba conformado por un gigantesco monolito de piedra negra recubierto de oro, al igual que de oro y plata eran también los rebaños de alpacas, llamas y vicuñas de tamaño natural que fingían pastar en la sagrada pradera de los dioses.

Cuando los últimos rayos de sol caían oblicuamente sobre los palacios, templos y mansiones del Cuzco Inferior, que era donde solían residir los Emperadores y la nobleza, extraía increíble reflejos de sus techos a dos aguas, ya que la mayor parte de ellos estaban construidos a base de «paja» idéntica a la de las casas del Cuzco Superior, pero con la única diferencia de que se trataba de una costosísima «imitación», puesto que había sido trenzada a base de finos hilos de oro puro a los que habilísimos orfebres habían conferido el aspecto de simple paja.

Por aquellos tiempos, en el interior del Recinto Dorado de la ciudad del Cuzco, el oro y la plata eran más comunes que la piedra o la madera, y al admirar por enésima vez la exquisita armonía de aquella ciudad sin parangón, el general Saltamontes no pudo por menos que sentirse profundamente orgulloso de sus raíces.

Él, que había llegado más lejos que ningún otro de sus compatriotas en sus viajes y exploraciones, y que por lo tanto había tenido ocasión de estudiar las costumbres y el grado de desarrollo de las primitivas tribus de más allá de las fronteras del Imperio, podía valorar, mejor que nadie, la abismal diferencia que existía entre la refinada cultura que habían sabido imponer los Incas y el secular atraso en que solían vivir sus vecinos.

Bajo los tejados que ahora contemplaba, fueran de oro o de paja, habitaban médicos, maestros, arquitectos, constructores de puentes, orfebres, astrónomos, historiadores, generales, sacerdotes y funcionarios dedicados en cuerpo y alma durante la mayor parte de su tiempo a la tarea de contribuir al progreso y el bienestar de sus conciudadanos.

Aquél era un mundo armónicamente estructurado en el que cada pieza había sido colocada en su lugar exacto, al igual que existía un lugar exacto para cada pieza, por lo que, a su modo de ver, nada tenía que ver con la barbarie y la anarquía que había descubierto justamente al otro lado del último fortín del Imperio.

¿Por qué?

¿Cómo era posible que pudieran darse tan abismales diferencias entre un pueblo y sus vecinos?

¿Cuál había sido la auténtica razón por la que el Incario se había transformado en una hermosa isla de progreso, justicia y bienestar justo en el centro de un oscuro océano de atraso y salvajismo?

La respuesta que siempre le habían dado a tales preguntas se limitaba a la indiscutible afirmación de que los incas eran el pueblo elegido por los dioses, y que la mejor prueba de ello estaba en que les había sido concedido un dios-Emperador para que los gobernara.

Vistos los resultados desde la terraza de un prodigioso palacio, no quedaba más remedio que aceptar que se trataba de un milagro; un hecho sobrenatural que tan sólo podía atribuirse a la intervención directa de esos dioses, y en ese caso tanto daba que se llamara Viracocha, el Sol, la Luna o Pachacamac.

Allí, justo en el punto en que ahora se encontraba, en pleno corazón del Recinto Dorado, comenzó algo que no tenía absolutamente nada que ver con cuanto había existido hasta ese instante, ni existiría en los tiempos venideros.

¿Por qué?

¿Qué extraña razón lo había hecho nacer y de dónde había surgido?

Cuando la princesa Sangay Chimé regresó de acostar a la niña, no pudo por menos que sorprenderse ante la extraña expresión del rostro de su esposo, por lo que se apresuró a inquirir con una cierta inquietud:

—¿Te ocurre algo?

—Nada en especial.

—¿Y por qué estas tan pensativo?

—¡No lo sé! ¡O quizá sí…! Quizá me preguntaba cómo es posible que exista una ciudad tan absolutamente perfecta.

—Se la debemos a Viracocha… —señaló su esposa con naturalidad.

—Eso ya me lo han dicho un millón de veces… —le respondió el otro en un tono que denotaba un cierto fastidio—. Pero lo que me gustaría saber es la razón por la que un dios nos escogió precisamente a nosotros y eligió este lugar exacto.

—Porque no se trataba de un dios.

—¿Cómo has dicho? —se asombró Rusti Cayambe.

—He dicho que Viracocha, el Supremo Hacedor, no era un dios… —insistió con sorprendente calma la princesa.

—¡Ah, no! ¿Entonces qué era?

—Un hombre.

—¿Un hombre?

—Eso he dicho: un simple hombre llegado de muy lejos.

—¿Cómo te atreves a decir algo así? Suena a herejía.

—¡No! No se trata de ninguna herejía. No es más que la verdad.

—¿Y cómo puedes estar tan segura de que es la verdad?

—Porque es una historia que en mi familia se ha venido transmitiendo de generación en generación, ya que mis antepasados conocieron a Viracocha mucho antes de que lo conocieran los incas.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Del auténtico origen de Viracocha y de cómo llegó hasta aquí. ¿Te gustaría conocerlo?

—¡Desde luego! —replicó seguro de sí mismo Rusti Cayambe, que no podía evitar sentirse extrañamente incómodo.

—¿Y te sientes preparado para enfrentarte a una verdad que está en contra de todo aquello que te enseñaron?

—La verdad nunca ha hecho daño a nadie.

—Te equivocas… —musitó ella casi con un susurro—. La verdad suele hacer mucho daño, porque se trata de un daño irreparable. Si una mentira te hiere, esa herida puede cicatrizar cuando se descubre que se trataba de una de tantas mentiras. Pero verdad no hay más que una, y no existe bálsamo que alivie tal dolor.

—Aunque así sea… —insistió su marido.

—¡Cómo quieras…! —aceptó ella tomando asiento en un banco de piedra que corría a todo lo largo del muro y haciéndole un gesto para que se acomodara a su lado—. Hace mucho, muchísimo tiempo… —comenzó— los cielos se abrieron y llovió y llovió durante días y más días, meses y más meses, con rayos, truenos, relámpagos y un viento huracanado que parecía anunciar el fin del mundo… —Lanzó un hondo suspiro como si en verdad hubiera asistido a tamaño desastre—. Mi pueblo, que vivía desde el comienzo de los tiempos en la costa, nunca había visto nada remotamente parecido.

—¡«El Gran Diluvio»! —comentó Rusti Cayambe aceptándolo como algo que no admitía discusión—. Desde muy niño he oído hablar de él.

—Pues cuentan mis antepasados que ese diluvio y esos vientos arrojaron contra la costa una extraña y gigantesca embarcación cien veces mayor que las mayores que se puedan encontrar en el lago Titicaca, aunque construida totalmente de madera.

—¿De madera…? ¿Una especie de balsa?

—¡No! Más bien una especie de enorme casa de tres plantas. Mis asombrados e incrédulos antepasados la vieron llegar, y vieron también cómo enormes olas la estrellaban contra los arrecifes, docenas de hombres se precipitaban al mar aullando de terror y el océano lo engullía todo para lanzar luego a la costa un único superviviente.

—¿Viracocha?

—El mismo.

—¿Un simple marino? —se horrorizó el general Saltamontes—. ¿Un pobre náufrago?

—Tú lo has dicho: un pobre náufrago muy alto, muy blanco, con el cabello de color oro viejo y el mentón y las mejillas cubiertos de largos pelos rojizos.

—¿Cómo es posible? —inquirió el otro perplejo—. ¿Tenía pelos en el rostro?

—Que le llegaban hasta el pecho, confiriéndole un aspecto diabólico, puesto que además tenía los ojos de un azul muy intenso.

—¡No puedo creerlo!

—Pues debes creértelo, puesto que así era.

—¿Un náufrago de cabellos de color de oro, pelos en la cara y ojos azules…? —repitió una vez más el anonadado Rusti Cayambe—. ¡Santo cielo!

—Como comprenderás —insistió ella—, mis tatarabuelos, que creyeron ver en él al mismísimo demonio, o a un brujo extranjero portador de diluvios y tormentas, se negaron a prestarle ayuda, apedreándole para que se alejase de sus ciudades y sus tierras.

—Resulta comprensible si su aspecto era tan aterrador.

—Comprensible pero trágico, puesto que al alejarse los maldijo por no haberse compadecido de un hombre en desgracia, y su maldición se cumplió al pie de la letra, puesto que a partir de aquel día mi pueblo entró en una imparable decadencia.

—Cuesta aceptarlo.

—Pero así es. Por aquel tiempo las ciudades costeñas eran ricas, cultas y poderosas, mientras que los habitantes de la sierra estaban considerados poco menos que pastores semisalvajes.

—¿Y supones que fue la maldición de Viracocha la que hizo cambiar las cosas? —Ante el mudo gesto de asentimiento insistió—: ¿Por qué?

—Porque como a sus espaldas tenía un océano enfurecido y a cientos de hombres y mujeres que le perseguían a pedradas, no le quedó otro remedio que adentrarse en la sierra.

—¿Y fue así como llegó hasta aquí?

—Y mucho más allá. Por lo visto, durante su largo peregrinaje descubrió las riquezas de este valle, pero siguió adelante, convencido de que, si conseguía atravesar la cordillera, alcanzaría otras tierras por las que le resultase más sencillo regresar a su patria.

—Pero no lo consiguió.

—No, ya que al poco tiempo se tropezó con un grupo de hombres y mujeres originarios de las proximidades del lago Titicaca que huían del diluvio que había anegado sus campos y destruido sus hogares. Era la pequeña tribu de los incas, que vagaban sin rumbo buscando un lugar en el que rehacer sus vidas, y que le aseguraron que más allá de la cordillera no existían más que selvas impenetrables. Entonces Viracocha les habló del valle que había visto, los condujo hasta aquí, y justo en el punto en que se alza el monolito del Inti-Pampa hundió hasta la empuñadura su espada para demostrar que la tierra era muy fértil. En ese momento, el sol hizo su aparición tras largos meses de lluvia y un único rayo le iluminó, destacando su altura y sus dorados cabellos al viento. Ante semejante prodigio, los incas creyeron que se trataba del hijo del Sol, un dios al que debían respetar y obedecer, por lo que se apresuraron a fundar la capital de lo que habría de ser su reino, el «Ombligo del Universo»: el Cuzco.

—Yo siempre había creído que los fundadores habían sido Manco Cápac y su hermana, Mama Ocllo.

—Y así es, pero inspirados por un extranjero que al comprender que nunca conseguiría regresar a su hogar decidió quedarse a vivir entre ellos.

—¿Y estás completamente segura de que no se trataba de un dios?

—Segura no puedo estarlo, pero sí que estoy convencida de que únicamente se trataba de un hombre muy, muy sabio. Enseñó a los incas a construir edificios de piedra, trabajar el oro, mejorar los cultivos por medio de complejos sistemas de regadío, construir puentes, tejer delicadas telas, organizar la vida en común, guerrear, e incluso llevar un registro, por medio de los quipus, de cuántas alpacas, cuántos habitantes o cuántas vasijas de chicha o de maíz se conservaban en cada almacén real en cada momento.

—¿Sabía todo eso?

—Y muchísimas cosas más, porque sabía curar a los enfermos, impartir justicia con imparcialidad y descifrar el lenguaje de las estrellas.

—¡Luego era un dios!

Ella negó una y otra vez con la cabeza.

—Sólo era un hombre, pero tan justo, tan bondadoso y tan sabio que casi podría equipararse a un dios… Cuentan que vivió casi treinta años entre los incas, pero que cuando se sintió viejo y cansado regresó a la costa con un puñado de sus siervos, construyó una gran nave de madera y se hizo a la mar con la intención de regresar a morir a su patria.

—En ese caso, y pese a que prometió que volvería, nunca lo hará.

Sangay Chimé asintió una y otra vez.

—Vendrán sus descendientes, si es que llegó a tenerlos, o tal vez otros miembros de su misma raza, pero Viracocha no. Viracocha murió tal como habían muerto sus compañeros la mañana en que su nave se estrelló contra las rocas.

Rusti Cayambe no dijo nada, meditando sobre cuanto acababa de escuchar, y que constituía un evidente revulsivo en su concepto del mundo y de las cosas.

El sol se ocultaba ya tras las montañas, y las sombras se adueñaban velozmente de la ciudad cuyos techos de oro habían dejado de brillar poco antes.

Clavó la vista en el monolito del Inti-Pampa que estaba a punto de convertirse en una mancha más entre las manchas de la noche, y no pudo por menos que preguntarse si sería cierto que un día, muchísimo tiempo atrás, un extranjero de cabellos dorados clavó su espada en aquel punto exacto con la intención de fundar una ciudad inimitable.

Si había sido así, si la historia que su esposa le había contado respondía a la verdad, y Viracocha no era un dios, el Emperador no podía descender en línea directa del Sol, y por lo tanto los cimientos sobre los que se había construido el Imperio no eran de negra roca, sino de simple barro.

Si aquella nueva versión de los hechos se aproximaba siquiera a la verdad, Sangay Chimé tenía razón al afirmar que esa verdad dolía y se transformaba en una herida difícil de cicatrizar.

Pero a la hora de analizar fríamente sus sentimientos, Rusti Cayambe se vio obligado a admitir que en lo más profundo de sí mismo aceptaba que aquella extraña historia que hablaba de un Viracocha humano, justo, bondadoso y sabio le convencía mucho más que la vieja historia de un Viracocha por cuyas venas corría sangre del inclemente astro que le abrasara la piel y le cegara los ojos durante aquellos terribles días en que se vio obligado a atravesar el desierto de Atacama.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —musitó al fin.

—Nada.

—¿Nada?

—Absolutamente nada, porque nada ha cambiado… —replicó ella con sorprendente calma, al tiempo que le cogía una mano para llevársela a los labios—. El Emperador continúa siendo el alma del Incario, y lo que importa es defender su obra a toda costa.

—¿Y cómo esperas defenderla sin hacer nada?

—Manteniendo intacta nuestra fe, no en falsos dioses como Viracocha, sino en aquellos que verdaderamente rigen los destinos de las naciones. —Hizo un gesto hacia las hogueras que comenzaban a brillar en el interior del Recinto Dorado y que extraían fantasmagóricos reflejos a los cientos de figuras y objetos de oro y plata—. ¡Observa esas maravillas! —pidió—. ¡No llegaron hasta aquí por casualidad! Llegaron aquí porque los dioses así lo decidieron, y si confiamos en ellos, nos enseñarán la forma de conservarlas hasta el fin de los siglos…

—¡Pero si acabas de decir…!

—¡Lo sé…! Que Viracocha no era un dios… Estoy segura de que no lo era, pero también estoy segura de que era un enviado de unos dioses que no podían mezclarse con los seres humanos.

—Con demasiada frecuencia no consigo entender de qué demonios estás hablando.

—¡Ni falta que te hace! —rió ella pellizcándole la mejilla—. Tú limítate a confiar en mí, y a hacer lo que el Emperador te ordene, puesto que, al fin y al cabo, más vale un buen hombre que un mal dios.