La súbita y poco aclarada muerte de la princesa Ima sumió al Imperio en el más profundo desconcierto.
Al dolor siguió el estupor y más tarde temor a que con su desaparición se perdiera toda esperanza de continuidad sucesoria, puesto que para nadie constituía un secreto el hecho de que el verdadero papel de la difunta había sido siempre el de mantenerse en un segundo plano a la espera del día en que tuviera que asumir las funciones de progenitora del futuro Emperador.
A decir verdad, pocos lloraron a la princesa Ima, pero muchos lloraron por el hijo de su vientre que ya nunca vería la luz.
Un pueblo sin un descendiente del dios Sol sentado en el trono era un pueblo perdido y condenado.
Al menos eso era lo que se les había venido repitiendo generación tras generación.
Algunos habían abrigado tiempo atrás la esperanza de que un hijo del Emperador y la admirada princesa Sangay Chimé pudiera cumplir los requisitos mínimos exigidos a la hora de regir los destinos del Incario, pero ya ni tan siquiera esa posibilidad cabía plantearse, puesto que resultaba evidente que había dejado de ser virgen, lo cual significaba que nunca podría aspirar a convertirse en reina.
El círculo se iba estrechando.
Las opciones se reducían de forma harto alarmante.
Si la reina Alia no volvía a concebir, o si, lo que aún era peor, abortaba de nuevo, el caos se apoderaría de un Imperio que había logrado sobrevivir durante más de trescientos años.
Y precisamente era esa misma reina quien con más intensidad había acusado el terrible golpe que significaba la muerte de su hermana.
Y es que ella sabía la verdad.
La supo desde el momento mismo en que la vio tendida en el lecho, pálida y serena, pero con la mano y la túnica empapadas en sangre, y aunque su hermano, esposo y señor, intentó por unos instantes confundirla, le conocía demasiado como para ignorar que cuanto allí había ocurrido era obra suya.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Tenía un amante.
Su reacción fue hasta cierto punto desconcertante, puesto que tras meditar unos instantes inquirió en tono de reproche:
—¿Y por qué me has amado tanto? ¿Por qué no has sido capaz de dejar un hueco para ella en tu corazón? Uno pequeño, pero lo suficientemente grande como para haberle permitido compartir tu lecho sin sentirse rechazada. Te hubiera dado gustosamente un hijo; ese heredero con el que todos soñamos y que a mí se me niega… ¡Señor, señor! —sollozó—. ¡Qué injusto puedes llegar a ser! ¡Qué injusto incluso cuando decides derramar felicidad a manos llenas! ¡Yo no necesitaba tanto! Nunca he necesitado tanto…
—Su amante era un salvaje… Un auca…
—¿Cómo puedes hablar de salvajes ante el cadáver de una hermana a la que has hecho asesinar? —fue la agria respuesta—. Si hasta las alimañas respetan a sus compañeros de camada, tanto más un salvaje… —Agitó la cabeza con profundo pesar y casi con un hilo de voz musitó—: ¿A qué abominables extremos nos está conduciendo esta loca obsesión por mantener tan pura nuestra sangre? ¿Hasta dónde seremos capaces de llegar por aferrarnos al poder?
—No son ansias de poder.
—¿Ah, no? ¿Qué es entonces?
—Respeto a un mandato divino.
—¿Te han ordenado los dioses que ejecutes a nuestra hermana? ¿Te han susurrado al oído que acabes con la vida de una infeliz que lo único que pretendía era sentirse amada? ¡Me niego a aceptarlo!
—Pues tienes que aceptarlo porque es la ley, y fuiste tú quien me la enseñó cuando apenas balbuceaba. Tú me educaste para ser como soy, y no tienes derecho a culparme ahora por seguir unas normas que no impuse… —Hizo un leve gesto hacia el pálido cadáver—. ¿Crees que me siento feliz por lo ocurrido? ¿Crees que mi corazón no se ha roto en mil pedazos? Me duelen los ojos de no poder llorar, porque tú me enseñaste que los Emperadores no lloran. Me duele la garganta de no poder gritar, porque tú me enseñaste que los Emperadores no gritan. Y me duele el alma de no poder sentir arrepentimiento, porque tú me enseñaste que los Emperadores nunca deben arrepentirse por lo que han hecho.
—¡Lo siento!
—¿Y qué es lo que sientes? ¿Lo ocurrido, o haberme convertido en lo que soy?
—Supongo que siento haberte convertido en lo que eres, puesto que es por ello por lo que ha sucedido todo. Nunca quise llegar a estos extremos —puntualizó—. También fui yo la primera en tomar en brazos a Ima cuando nació, y esa sangre que ves ahí es la misma que corre por nuestras venas. ¡Sangre del Sol, según tú!
—Según yo, no… —protestó él—. Según tú…
—¡Según quien sea! —fue la cansada respuesta.
Durante un largo rato permanecieron en silencio, velando el cadáver con el desconcierto o el estupor propio de quien aún no acaba de aceptar que un ser que el día anterior hablaba y respiraba se había convertido en un pedazo de carne fría e inerte.
Por fin la reina señaló con voz quebrada:
—En cuanto se celebren los funerales me retiraré al Templo de las Vírgenes. Necesito reflexionar sobre cuanto ha sucedido, y necesito, sobre todo, replantear nuestras vidas, porque de lo contrario esta obsesión me acabará destrozando.
—¿Y qué será de mí?
—No lo sé, pero empiezo a creer que ha llegado el momento de que nos acostumbremos a vivir el uno sin el otro… —Le miró a los ojos—. ¿Nunca te has detenido a pensar que no nos hemos separado ni un solo día en todos estos años? ¡Ni uno solo!
—Tampoco he dejado de respirar ni un solo día. Ni de comer, beber o dormir… Y sé que podría pasarme sin comer, beber o dormir… ¡Incluso tal vez sin respirar…! Pero jamás podría pasarme sin verte.
—¡Pues ya va siendo hora de que empieces a hacerlo…! —replicó ella al tiempo que abandonaba la estancia—. ¡Ya va siendo hora!
Los meses que siguieron fueron terribles, puesto que cabría asegurar que el temible Cóndor Negro había extendido sus alas de una punta a otra del Incario.
El Emperador vagaba como alma en pena por los fríos salones de palacio buscando a su amada en cada rincón, o dejaba pasar las horas en el Jardín de Poniente, allí donde nada era natural, puesto que desde los árboles hasta las flores, pasando por infinidad de figuras de animales, todo estaba meticulosamente tallado en un oro muy fino que devolvía multiplicados los rayos del sol del atardecer.
Aquel inimitable jardín, que cientos de orfebres habían tardado casi medio siglo en concluir, constituía sin lugar a dudas la más fabulosa demostración de riqueza y poderío que ningún soberano del planeta hubiese exhibido a lo largo de la historia, pero para el Emperador, que había crecido jugando al escondite entre sus parterres, o disparando su honda contra los pájaros con ojos de esmeraldas que se posaban en sus ramas, no era más que uno de los tantos lugares de recreo que acostumbraban a sumirle, con demasiada frecuencia, en la nostalgia.
Por aquel jardín, dio sus primeros pasos, cogido de la mano de su hermana.
Sentado en aquel jardín, admiró por primera vez la firmeza de los pechos de su hermana.
A la luz de la luna de verano de aquel jardín, amó cientos de veces a su hermana.
¡Su hermana, su maestra, su amiga, su esposa, su consejera, su amante…!
Y las seis le habían abandonado al mismo tiempo.
Acostumbrado a buscar a una u otra según el día, según las horas, o según el estado de ánimo en que se encontrara, de improviso se había quedado huérfano de todas ellas, por lo que su existencia se había convertido en un erial tan desolado como el mismísimo desierto de Atacama.
¿Qué le había quedado aparte de un jardín de oro, diez palacios, veinte ciudades, más de mil pueblos y cuatro millones de súbditos?
¿De qué le servían sus ejércitos, sus fortalezas o sus templos, si la voz que tanto necesitaba escuchar no resonaba en sus oídos?
¿De qué le valían los incontables rebaños de llamas, alpacas o vicuñas, si los ojos que le tenían que mirar no le miraban?
¿Qué obtenía con haber nacido hijo del Sol si la luz de la luna no alumbraba la desnudez que tanto ansiaba?
Fueron tiempos terribles.
Si el Emperador sufría, el Imperio sufría.
Si el Emperador rugía, el Imperio temblaba.
Y aunque de sus labios no surgiera ni siquiera un lamento, todos sabían que el corazón de su señor estaba rugiendo.
—¿Qué podemos hacer por él? —quiso saber Rusti Cayambe cuando al cabo de casi medio año resultó evidente que la situación no presentaba trazas de mejorar.
—Nada… —fue la convencida respuesta de su esposa—. Lo único que no se le puede demostrar al Inca es compasión. Si le traicionas, le ofendes o le faltas al respeto te convertirá en runantinya o tal vez, con muchísima suerte, te perdonará, pero si le demuestras compasión al hijo de un dios, estarás condenado para siempre.
—¿Por qué?
—Porque los poderosos y los dioses son así. Compadecerlos significa obligarlos a descender de su pedestal, y eso sí que no admite perdón. En estos momentos es mejor dejarle tranquilo.
—¡Pero se está consumiendo!
—Lo sé, pero la única que puede hacerle reaccionar es la reina. Intentaré que me escuche.
La reina Alia accedió a recibir a su amiga de siempre en la diminuta celda del Templo de las Ñustas en que permanecía recluida, y que por todo mobiliario no contaba más que con una manta extendida sobre el frío suelo y con una mísera escudilla en la que le servían dos veces al día unas simples gachas de maíz.
—¿Por qué haces esto? —quiso saber la impresionada Sangay Chimé acomodándose a su lado—. ¿Por qué pones en peligro tu salud y con ello la felicidad y el futuro de millones de seres que te aman?
—Porque necesito fortalecer mi espíritu… —fue la calmada respuesta acompañada de una casi imperceptible sonrisa—. Y de paso mi cuerpo… —añadió—. Toda una vida de lujos, comodidades y abundancia no han dado el fruto apetecido, porque tal vez yo sea como esos cactus a los que el exceso de agua pudre las raíces. La mayoría de las mujeres del pueblo comen lo justo, duermen en el suelo, pasan frío y traen al mundo hermosos niños… ¿Por qué he de ser yo diferente?
—¿Porque tú eres la reina?
—¡Te equivocas…! No soy la reina; soy el zángano. Millones de abejas trabajan de sol a sol con la esperanza de que yo haga mí trabajo aportando la descendencia, pero yo nada aporto.
—¡Te martirizas en exceso, y eso no es bueno! Ni para ti ni para el Emperador, que vaga como alma en pena… Si me permites que le hable a la amiga, y no a la reina, te diré que a mi modo de ver tu obligación es regresar junto a tu esposo, amarle apasionadamente cada noche y esperar, con calma, a que la naturaleza haga el resto.
—¡Fácil resulta decirlo para quien parió a los nueve meses de casarse! —puntualizó su interlocutora sin poder evitar en esta ocasión una ancha sonrisa—. Y lo que en verdad me sorprende es no verte nuevamente embarazada.
—Ni volverás a verme hasta que tengas a tu hijo en brazos.
—¿A qué te refieres?
—A que las mujeres hemos hecho una promesa: ningún niño volverá a nacer en el Cuzco hasta que haya nacido el nuevo Emperador.
—¡Pero qué estupidez es ésa! —se alarmó la reina—. ¿A quién se le ha ocurrido?
—A todas y a ninguna —fue la tranquila respuesta—. Lo único que pretendemos es presionar a los dioses.
—Los dioses nunca se dejan presionar… —le hizo ver la otra—. Lo sé muy bien puesto que mi vida ha transcurrido entre dos de ellos: mi padre y mi esposo.
—No me refería a esa clase de dioses. Me refería a los dioses de la fertilidad, que por lo visto son demasiado traviesos puesto que se complacen en preñar a la pobre muchacha que preferiría casarse luciendo las blancas sandalias de la virginidad, mientras se niegan a escuchar a quien con más fervor se lo suplica.
—¡Se me antoja una chiquillada, y ordeno que no se siga adelante con semejante tontería! El Incario necesita hombres que el día de mañana gobiernen y lo engrandezcan. Es más que posible que yo nunca tenga un hijo, y eso haría que se perdiese toda una generación.
—Lo que está claro es que jamás conseguirás tener un hijo mientras continúes aquí… —sentenció la princesa Sangay Chimé señalando con un amplio ademán la diminuta estancia—. El Templo de las Vírgenes, en el que no ha puesto los pies un solo hombre en doscientos años, no es a mi modo de ver el lugar ideal para quedarse embarazada… ¡Vuelve junto a tu esposo, calienta su cama, alegra su corazón y haz feliz a tu pueblo!
—Aún no estoy preparada.
—¿Qué más necesitas?
—La muerte de Ima está aún demasiado cercana. Aunque quizá nunca supe demostrárselo, yo la quería…
—Lo sé.
—Tú sí, pero me temo que ella no.
—¿Qué te hace pensar eso?
—La forma en que murió. Si yo no hubiera estado siempre tan dedicada en cuerpo y alma al Emperador, habría sabido darle un poco del amor que tanto necesitaba.
—¿Es por eso por lo que te castigas? —quiso saber la princesa—. Si es así te diré que estás añadiendo un error a tu error, puesto que con tu actitud castigas a millones de inocentes que se sienten abandonados. El pueblo necesita un espejo en que mirarse: el de sus soberanos, que los dirigen y los protegen. Pero ahora, con su reina enclaustrada y su Emperador desorientado, no sabe adónde volver los ojos, puesto que jamás le enseñaron a valerse por sí mismo. —Le aferró con fuerza las manos, y su voz sonó casi agresiva al añadir—: Si en verdad crees que te equivocaste, paga por ello, pero no obligues a pagar tu deuda a los demás.
—¿Crees que ésta es forma de hablarle a tu reina?
—¡En absoluto, mi señora! Pero sí creo que es la forma de hablarle a una amiga, y lo cierto es que aquí, en este cuartucho miserable, puedo ver a una amiga, pero nunca a una reina.
—Si no te quisiera tanto te mandaría azotar.
—¡Hazlo si te apetece, pero no creas que por ello evitarás que te diga lo que pienso!
—¡No hace falta que lo jures! A ti no te hacen callar ni cosiéndote los labios… ¡Está bien! —concluyó—. ¡Meditaré sobre cuanto me has dicho!
—¿Cuánto tiempo?
—¡No lo sé! ¡No me atosigues!