Al sur del desierto, el extenso país de los araucanos era ciertamente hermoso, con caudalosos ríos, lagos cristalinos, nevados picachos, frondosos bosques e inmensas extensiones de tierra fértil que nadie parecía tener excesivo interés en cultivar.

Rusti Cayambe lo recorrió al frente de sus hombres, librando escaramuzas aquí y allá, venciendo en ocasiones y saliendo malparado en otras, pero siempre decidido y animoso, puesto que muy pronto llegó a la conclusión de que sus desperdigados enemigos nunca se pondrían de acuerdo a la hora de unirse con el fin de aniquilar definitivamente a su reducida pero muy bien entrenada tropa.

Sus soldados aparecían y desaparecían de improviso aquí y allá, marchaban a veces a paso de carga durante días enteros o se escondían en remotos rincones en los que permanecían al acecho sin que el menor movimiento delatara su presencia, hasta el punto de que podría creerse que se habían convertido en un pequeño ejército de fantasmas, capaces de estar en tres lugares o en ninguno al mismo tiempo.

La agreste cordillera, los vírgenes bosques y su extraordinaria habilidad para escabullirse les permitió mantenerse durante largos meses sobre un territorio hostil sin sufrir más que media docena de bajas, por lo que Rusti Cayambe no tuvo ocasión de demostrar si se trataba o no de un astuto general, pero sí de evidenciar que en su pecho anidaba un escurridizo guerrillero al que cuadraba a la perfección el apelativo de Saltamontes.

Al fin, justamente el día en que se cumplía un año de su salida del Cuzco, reunió a sus hombres con el fin de transmitirles la buena nueva que tanto tiempo llevaban aguardando.

—Ya hemos visto cuanto necesitábamos ver —dijo—. Es hora de volver a casa.

Muchos se abrazaron.

Ni una sola palabra de protesta había salido nunca de sus labios, pero resultaba evidente que se encontraban agotados y ansiaban, desde meses atrás, regresar junto a los suyos.

—¿Qué camino cogeremos? —quiso saber Pusí Pachamú—. La costa o la montaña.

—¡Ninguno de los dos! —fue la firme respuesta—. Volveremos por mar.

—¿Por mar? —se aterrorizó más de uno—. ¿Cómo pretendes volver por mar si ni siquiera tenemos embarcaciones?

—Las construiremos.

—¿Y de dónde piensas sacar la totóra?

—Esta vez no serán de totóra —sentenció su superior, seguro de sí mismo—. ¡Ya está bien de totóra! Construiremos resistentes balsas de troncos y permitiremos que la corriente que tanto nos costaba vencer nos empuje hacia el norte…

—¿Y cómo sabes que la corriente sigue ahí?

—Porque si está el mar, está la corriente.

—¿Estás seguro? —inquirió alguien.

—No. No estoy en absoluto seguro, pero ya tendremos ocasión de comprobarlo.

—¡Al menos eres sincero! —reconoció un sonriente Pusí Pachamú—. No estás seguro de nada, pero aun así pretendes intentarlo… —Se encogió de hombros—. ¡Bien! —admitió—. Al fin y al cabo tanto da un camino como otro, y las mismas posibilidades tenemos de salir con bien. ¡Aborrezco el mar, pero se hará como tú ordenes!

Así se hizo.

Buscaron un tranquilo río en cuyas orillas crecían gruesos árboles de magnífica madera, construyeron cuatro sólidas balsas, las unieron entre sí por medio de resistentes maromas y se dejaron llevar aguas abajo hasta desembocar en un mar gris, frío y revuelto, pero que de inmediato los arrastró mansamente hacia el norte.

Fue un viaje largo, incómodo y accidentado, puesto que una agitada noche de tormenta una de las balsas se soltó y jamás volvieron a saber nada de ella, ni de sus seis ocupantes, pero al fin, entre la bruma de la costa, hizo su aparición la pequeña ensenada de la que habían partido tantísimo tiempo atrás, y en la que la minúscula guarnición que se mantenía a la espera de un milagro en el que ya nadie creía tuvo que frotarse los ojos al advertir cómo un puñado de harapientos famélicos y desgreñados se dejaba caer sobre la arena para dar gracias a los dioses entre risas y llantos.

—¡Envía al más veloz de tus hombres al Cuzco! —ordenó de inmediato Rusti Cayambe al oficial que se había quedado al mando—. Que comunique al Emperador que el general Saltamontes y catorce de sus hombres están de regreso tras haber explorado el país de los araucanos.

La princesa Sangay Chimé recibió la buena nueva con la naturalidad de quien ni por un solo instante ha abrigado la menor duda al respecto, y si lloró de alegría no fue por el hecho de saber que su esposo estaba vivo, sino por el hecho de saber que estaba cerca.

Su corazón jamás la había engañado, y durante aquel largo año le había estado susurrando una y otra vez que cada noche Rusti Cayambe cerraba los ojos pensando en ella y en la pequeña Tunguragua.

Y si cerraba los ojos cada noche, no cabía duda de que estaba vivo.

Y si estaba vivo, se las arreglaría para volver a casa.

Ahora volvía.

Había alcanzado los confines del Imperio, había llegado mucho más allá que ningún otro inca, y retornaba cumpliendo la promesa que le hiciera en el momento de marchar.

Tomó de la mano a su hija y acudió a postrarse ante el pequeño altar de los dioses protectores del hogar que se abría al fondo del jardín, pero al poco le llegó muy claro el cántico de la entusiasmada multitud:

¡Ahí viene! ¡Ahí viene!

La hija del Sol,

la esposa del Sol,

la madre del Sol.

¡Ahí viene! ¡Ahí viene!

La luz que nos ilumina,

el aire que respiramos,

el calor que nos da la vida.

Se encaminó a recibir a quien la honraba con aquella suprema muestra de amistad acudiendo a compartir con ella su alegría, y al advertir con cuánto amor la reina la estrechaba contra su pecho, llegó a la conclusión de que no podía existir en este mundo un ser que se sintiera más maravillosamente feliz de lo que ella se sentía.

—El Emperador me ha pedido que bendiga especialmente este hogar y a todos los que en él habitan… —fueron las primeras palabras de la recién llegada—. Nunca, nadie, excepto yo, naturalmente, le ha proporcionado tantos buenos ratos y tantas satisfacciones como tu esposo y tú.

—¡Me abrumas!

—Y ello me alegra… —respondió la reina con una amplia sonrisa—. Y nada me alegrará más que el hecho de que me continuéis dando razones para abrumarte con mi afecto y mi agradecimiento… Ya hemos decretado que se celebre una gran fiesta el día en que Rusti Cayambe entre en el Cuzco… Durará cinco días y cinco noches, y se permitirá que hasta los más humildes puedan beber chicha y mascar coca… ¡La ocasión lo merece!

Pero fue aquélla una gloriosa fiesta que jamás llegó a celebrarse.

El mismo día en que un chasqui acudió corriendo para notificar que el general Saltamontes y sus hombres se encontraban a tan sólo dos jornadas de marcha, el capitán de la Guardia Real acudió a arrojarse a los pies del Emperador y, tras permanecer unos instantes en silencio, como si las palabras se negaran a aflorar a sus labios, balbuceó con voz temblorosa:

—Desearía solicitar vuestro perdón, mi señor.

—¿Perdón por qué?

—Por ser portador de terribles noticias.

—¿Acaso eres culpable de algo más?

—¡No, mi señor!

—En ese caso, si la mala noticia nada tiene que ver contigo, quedas perdonado… Di lo que tengas que decir.

El pobre hombre aún dudó —se advertía que estaba sudando un sudor frío y que todo él temblaba como una hoja—, y por último, con los ojos clavados en el suelo, que casi le rozaba la frente, musitó:

—La princesa Ima tiene un amante.

Fue como si se hubiera hecho de noche de improviso, o la tierra hubiera cesado de girar. El Inca inició un gesto, pero se quedó con la mano en el aire y la mirada clavada en el vacío más absoluto, al punto que cabía imaginar que se había congelado, o que su cerebro se negaba a transmitir una sola orden al resto de su cuerpo.

El capitán de la Guardia Real ni tan siquiera osaba respirar.

El aire se negaba a descender a los pulmones del Emperador.

Su mente permaneció en blanco, fuera de este mundo, perdiendo unos instantes de su vida que jamás conseguiría recuperar.

Al fin, tras lo que podría considerarse casi una eternidad, balbuceó a su vez:

—¿Qué es lo que has dicho?

—Que vuestra hermana Ima tiene un amante, mi señor.

—¿Cómo lo sabes?

—Dos de mis hombres escucharon lamentos en el pabellón del jardín, y acudieron a inspeccionar, sorprendiéndola copulando totalmente desnuda.

—¿Estás plenamente seguro de que se trataba de la princesa?

—Desgraciadamente sí, mi señor. Intentó comprar el silencio de mis soldados con toda clase de promesas y presentes, pero sabéis que os son fieles hasta la muerte.

—¿Quién es él?

Nuevo y comprometido silencio, y nuevo temblor en la voz hasta que el desgraciado se atrevió a mascullar:

—Un esclavo, mi señor.

—¿Un esclavo? —se horrorizó el Emperador, al que hasta los gruesos muros del palacio parecían querer venírsele encima.

—¡Así es, mi señor! Un esclavo auca.

—¡Un esclavo auca! —repitió el Inca, que evidentemente continuaba negándose a que semejante pesadilla pudiera tener el menor fundamento—. ¡Un salvaje de las selvas de oriente! ¡Un bestia que está más cerca de los monos que de los propios seres humanos! ¡Me niego a creerlo!

—Si el Emperador se niega a creerlo, es que no es cierto, mi señor.

—Sí. Tienes razón. Lo que el Emperador asegura que no existe, es que no existe, ésa es la ley. Sin embargo, tus hombres afirman haber sido testigos muy directos.

—Se habrán equivocado y morirán por haber cometido tan inconcebible error, mi señor.

—¿En ese caso tampoco es cierto que la princesa haya intentado sobornarlos?

—Si el Emperador asegura que no es cierto, es que no es cierto, mi señor.

—Pero el Emperador nunca ha asegurado tal cosa… —sentenció el Inca—. Y con profundo dolor de su corazón, el Emperador acepta que su indigna hermana haya cometido el horrendo sacrilegio de permitir que la sangre de nuestro padre el Sol se mezcle con la de una bestia nacida en las tinieblas de los pantanos de la jungla.

—Si el Emperador lo acepta, significa que es cierto, mi señor.

—Tu señor desearía que al menos en esta ocasión le fuese concedido el privilegio de poder equivocarse, pero no es así. No le es dado equivocarse y, por lo tanto, mi deber como Emperador debe imponerse a cualquier otra consideración… —Hizo una corta pausa, y con voz quebrada inquirió—: ¿Cuál es el castigo a tan execrable crimen?

—La muerte, mi señor.

—La muerte, sí… —repitió cansadamente el Inca—. La más lenta y dolorosa de las muertes que los verdugos sean capaces de infligir.

—Eso dicta la ley, mi señor.

—Lo sé, pero también sé que yo soy la ley viviente, y por lo tanto puedo cambiarla a mi albedrío… —Hizo una corta pausa—. Lleva al esclavo al abismo del Apurímac y arrójalo para que el río se lleve su cadáver lo más lejos posible…

—Así lo haré, mi señor.

—En cuanto a la princesa, ofrécele una copa de ponzoña y concédele de tiempo hasta el amanecer. Si cuando el primer rayo de sol haga su aparición sigue con vida, ocúpate personalmente de estrangularla.

—¿Y qué será de mí, mi señor, si he de soportar hasta mi vejez tamaña carga?

—Sal del Cuzco. Tú y tus dos hombres. Marchaos muy lejos, pero ten por seguro que si tan sólo una vez pronunciáis una sola palabra al respecto, mi venganza os perseguirá hasta los mismísimos infiernos… ¡Y ahora vete! Necesito estar solo.

El capitán abandonó la estancia arrastrándose con la cabeza gacha, hundido por el peso de su desgracia, y el Emperador permaneció durante horas como una estatua de piedra, consciente de que su última oportunidad de tener un heredero se había diluido como sal en el agua.

Su mente, programada desde el día en que acertó a hilvanar el primer pensamiento, aún se negaba a asimilar que alguien que había nacido en el seno de su propia familia, y había sido educado en unos principios en los que la preservación de la pureza de la estirpe debía anteponerse a cualquier otra consideración, pudiera haber renegado de sus orígenes.

Renunciar a su divinidad a cambio de unos fugaces instantes de placer se le antojaba inconcebible, y al recordar que el instrumento elegido había sido un salvaje que a duras penas alcanzaba la categoría de ser humano, su desconcierto rayaba en la incredulidad.

Si un cóndor se hubiera negado a volar, un pez a nadar, o la luna a hacer su aparición tras las montañas, tal vez existiera una explicación que su cerebro fuese capaz de asimilar, pero que una descendiente directa del dios Sol renunciara a la inmortalidad traicionando la confianza que en ella habían depositado generaciones de antepasados que habían construido el mayor de los imperios conocidos, no tenía a su modo de ver explicación alguna.

Que algo así pudiera haber ocurrido, le hacía dudar.

Dudar de sí mismo, de su origen y de la inmaculada sangre que corría por sus venas.

Dudar de sus antepasados, y dudar de sus dioses.

Dudar incluso de su poder, puesto que no había conseguido impedir que semejante sacrilegio tuviera lugar bajo su propio techo.

¡El pabellón del jardín!

El hermoso cenáculo al que cada amanecer acudía la reina a recibir con humildad el primer rayo de sol con la esperanza de que su amante padre se dignara permitirle concebir un hijo había sido el lugar elegido por aquel par de gusanos para ensuciar con sus babas el altar ante el que su esposa se arrodillaba.

¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

Quizá se había equivocado y la simple muerte no bastaba.

Quizá tendría que haberse ceñido a la ley y permitir que los verdugos los torturaran durante largos días.

Quizá con un solo instante de terror no pagaban por el irremediable mal que habían causado.

¿Quién le daría ahora un hijo?

¿Quién si la reina no lo alumbraba?

—¿Es esto lo que en verdad quieres que haga?

Alzó el rostro y la descubrió de pie ante él, altiva y desafiante, con una gran copa de oro en la mano.

—¿Es así como debo morir? —insistió la recién llegada.

—¿Quién te ha dado permiso para presentarte ante mí? —quiso saber.

—La Muerte —replicó la princesa Ima con sorprendente calma—. Me espera en mis habitaciones, y me ha dado tiempo hasta el alba, pero como sé muy bien que ya es mi única dueña, tan sólo a ella necesito pedir permiso para hacer cuanto se me antoje… —hizo una corta pausa— antes del alba.

—¡Vete!

—No, hasta que me respondas… ¿Es esto en verdad lo que quieres?

—Lo es.

—¡Dichoso tú, que siempre has sabido lo que quieres! Yo nunca tuve tanta suerte. Fui concebida en el mismo vientre, hija del mismo padre, dormí en la misma cuna y, sin embargo, jamás tomé conciencia de cuál era mi lugar en esta vida.

—Se te dijo mil veces, y jamás escuchaste.

—Mil veces, sí, y demasiadas se me antojan, pues ya el primer día me rebelé sin siquiera saberlo…

De improviso extrajo de un pliegue de su túnica un diminuto y afilado cuchillo con el que se hizo un profundo corte en la muñeca, permitiendo que la sangre empapara su mano y escurriera hasta el suelo.

—¡Mira mi sangre! —exclamó—. Obsérvala bien porque es exactamente igual que la tuya, pero me temo que también es igual que la de miles de hombres y mujeres. E igual que la de aquel a quien amo… —negó una y otra vez con determinación—. ¡No es sangre de dioses! —añadió—. No es más que sangre.

—¡Calla! ¡No añadas la blasfemia a tus crímenes!

—¿Crímenes, dices? —inquirió sorprendida—. ¿Crimen amar a quien sí considero realmente un semidiós por su belleza y su ternura? ¿Crimen querer ser mujer y ser madre como nuestros antepasados ordenaron? ¿Crimen no aceptar que algún día me uses y me tires como tiras cada noche tus ropas? Si en verdad son ésos mis crímenes, moriré a gusto por ellos.

—Vete entonces a morirte a otra parte.

—No te inquietes, lo haré. Cuando al fin apure hasta el fondo el contenido de esta copa no quiero ver tu rostro siempre hostil o indiferente. No quiero escuchar tu voz, ni sentir tu presencia. Quiero cerrar los ojos y evocar el rostro de mi amado, escuchar su voz, aspirar su olor y sentir el contacto de su cuerpo… Quiero morir en paz, y donde tú estés nunca anidará la paz.

—La paz anida aquí en mi pecho, donde lleva anidando muchos años —le replicó su hermano sin rencor ni amargura—. Y lo sé porque anida junto al amor que siento por mi esposa. Que tú no hayas sabido verlo, es otra cosa. Jamás te miré con hostilidad o indiferencia, no te confundas. Tal vez fuera desconcierto, eso sí que no puedo negarlo. Quizá me preguntaba por qué estabas siempre allí como eterna amenaza a una felicidad que ninguna otra nube amenazaba. Tu constante presencia me recordaba que tal vez algún día tendría que fingir que te deseaba, cuando yo sé muy bien que jamás podré desear más que a tu hermana.

—¿Y por qué tenía yo que soportarlo?

—Naciste para eso.

—¿Quién lo dijo?

—Tu sangre.

—Pues reniego de mi sangre.

—Demasiado tarde. Es tu sangre la que reniega de ti, y ten por seguro que nuestro padre el Sol ya no te acogerá en su seno. Pasarás el resto de la eternidad entre hielos eternos, allí donde el corazón se congela y los condenados vagan a través del páramo barrido por el viento. Se nos concedió el supremo don de propiciar la vida a través de la luz y el calor del día, pero tú elegiste hundirte en la degradación protegida por las sombras de la noche…

—El verdadero amor no distingue entre la noche o el día. Y no creo que seas tú quien decida dónde he de pasar el resto de la eternidad. Tu poder sobre mí concluirá en el momento mismo en que apure este brebaje, porque yo sé muy bien que no eres un dios, sino tan sólo un hombre. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque pese a ser tu hermana, y pese a que toda mi vida me han alabado como a una diosa, siempre tuve muy claro que no soy más que un pobre ser humano… ¡Recuérdalo! Eres como todos, morirás como todos, y tu alabado padre el Sol lo único que hará por ti será secar tu piel y calcinar tus huesos.

Salió tal como había llegado, como una sombra silenciosa, dejando a su hermano y señor hundido y destrozado.