—¿Cómo te llamas?

—Quisquis, mi señor.

—¿Eres uno de los capitanes del general Saltamontes?

—Así es, mi señor.

—¿Y dónde está él?

—Continuó hacia el sur en busca de las tierras de los araucanos, mi señor.

—Tan cabezota como siempre. Cuéntame lo que ocurrió.

—A las dos semanas de partir, y cuando nos encontrábamos justo frente al desierto de Atacama, las naves de deshicieron por completo.

—¿Cómo que se deshicieron? —se asombró el Emperador—. ¿Qué quieres decir con eso de que «se deshicieron»?

—Que entre el movimiento del mar y la sal se rompieron las cabuyas, con lo que al poco los juncos flotaban cada uno por su lado, mi señor.

El Emperador agitó una y otra vez la cabeza con gesto negativo.

—¡Ya me parecía a mí que eso de la sal no era buena cosa! ¿Cuántos murieron?

—No hubo víctimas, mi señor. El general ordenó desembarcar y me envió de regreso para proteger a los aymará mientras proseguía el viaje a pie.

—Muy propio de él. ¿A qué distancia quedaba la tierra de los araucanos?

—No lo sabemos, mi señor. Ese desierto parece infinito, y a sus espaldas las montañas son tan altas y tan agrestes como no he visto nunca.

—¿Avistasteis por lo menos el Aconcagua?

—No, mi señor.

—¿Estás seguro?

—Completamente, mi señor. Los que conocen la zona aseguran que es el pico más alto del mundo, y aunque la mayoría eran muy altos, no divisé ninguno que superara al resto.

—Tal vez no se viera desde el mar.

—Tal vez, mi señor.

—¡Bien…! ¿Cuánto tiempo has tardado en regresar?

—Dos meses y medio, mi señor. El calor y la sed nos obligaban a avanzar casi siempre de noche.

—¡Entiendo! —El Emperador hizo un leve gesto de despedida con la mano para añadir—: ¡Puedes retirarte! Aunque la expedición resulte un fracaso, has cumplido fielmente con tu obligación, por lo que serás recompensado con tres esclavos.

—¡Gracias, mi señor!

El capitán abandonó la estancia, siempre de espaldas y con los ojos clavados en el suelo, y al poco el Emperador se volvió al maestro de ceremonias, que era el único testigo de la entrevista.

—¿Qué opinas? —quiso saber.

—Que lamentaré sinceramente la pérdida de Rusti Cayambe, mi señor, pero a decir verdad no me sorprende que semejante aventura haya concluido en desastre.

—Aún no ha concluido.

—No. En efecto; aún no ha concluido, pero… ¿qué esperanzas de regreso tiene si se ha adentrado con tan escasas fuerzas en territorio enemigo? Los araucanos son gente salvaje y despiadada y caerán sobre él como un jaguar rabioso.

—El general es un hombre de recursos.

—Eso espero, mi señor. Eso espero, aunque a decir verdad no confío demasiado en su suerte…

Cuando la reina Alia tuvo conocimiento de las malas nuevas por boca de su esposo, se sintió profundamente abatida.

—¡Sangay no resistirá un golpe semejante! —murmuró consternada.

—¡Pues tendrá que mostrarse firme! —fue la respuesta—. Es una princesa, y como tal debe hacer frente a las adversidades.

—¡Es que le quiere tanto…!

—Todos le queremos y lamentamos lo ocurrido, pero no debemos olvidar que era un militar empeñado en una difícil misión y por lo tanto estaba expuesto a graves peligros.

—Debió pensar en su mujer y su hija y regresar.

—¿Fracasado…? —se sorprendió su esposo—. ¡Poco le conoces!

—Tal vez tengas razón: poco le conozco, y en verdad prefiero no conocer bien a quien antepone su orgullo a su familia.

—¿Tienes idea de lo que hubiera significado volver derrotado? —quiso saber el Emperador en tono de reconvención—. El final de su carrera, la vergüenza pública, y dar la razón a quienes me advirtieron que no debía confiar en él. También tú tenías razón, ya que por más que lo intento jamás conseguiré desterrar la envidia de nuestros reinos. Cuantos le aborrecen por haber subido con tanta rapidez, se alegrarán por su desgracia, pero más se alegrarían si le vieran entrar en el Cuzco humillado y hundido.

—¿Y qué importancia tiene, si continúa con vida?

—Mucha… La astucia, el honor y especialmente el valor constituyen el único bagaje que los dioses le concedieron. Si los pierde, lo ha perdido todo. Puede que esté muerto o en poder de esos salvajes, pero aún conserva lo que los dioses le otorgaron, y a mis ojos lo seguirá conservando aunque no regrese.

—¡Triste consuelo para Sangay y Tunguragua!

—Los consuelos siempre son tristes, querida. De otra forma nunca serían consuelos. Pero incluso dentro de la tristeza existen matices, y a mi modo de ver a una mujer como Sangay la consolará más perder a un héroe que recuperar a un cobarde.

—Ahora soy yo quien te debo decir ¡qué poco la conoces!, o más bien ¡qué poco conoces a las mujeres! Cuando se ama a un hombre, como Sangay ama a Rusti Cayambe, o como yo te amo a ti, lo único que importa es estar junto a él, sobre todo en los momentos de desgracia, que es cuando más te necesitan.

—En estos momentos Rusti Cayambe no necesita palabras de aliento o la compasión de una mujer, sino agallas para hacerle frente al desierto y a los araucanos. A pesar de ello ordenaré a los sacerdotes que celebren sacrificios a los dioses rogando por su vuelta.

—Eso te honra… —La reina observó de reojo a su esposo, meditó unos instantes y con un cierto esfuerzo inquirió—: ¿Le han dado ya la noticia a Sangay?

—Aún no.

—¿Me permites que sea yo quien se la dé?

—¿Lo estimas oportuno?

—Siempre es preferible que la reciba por medio de una persona amiga a que le llegue por medio de rumores. No creo que tarde mucho en correrse la voz de que parte de la expedición ha regresado.

—Haz lo que creas más conveniente… —señaló él—. Aunque tengo la impresión de que lo que en verdad buscas es un pretexto para ver a la niña.

—¿Y qué tiene eso de malo?

Su esposo se limitó a encogerse de hombros y a exclamar, al tiempo que abandonaba la estancia:

—¡Tú sabrás!

La reina Alia permaneció unos instantes meditando en lo que el Emperador acababa de decir, pero al fin optó por agitar una campanilla para ordenar a sus esclavas que la vistieran y alertaran a los porteadores para que la condujeran, sin llamar la atención, hasta el palacio de la princesa Sangay Chimé.

Ésta no pudo evitar demostrar su alegría en el momento en que le anunciaron su visita, pero su actitud cambió de inmediato al advertir la sombría expresión de su soberana.

—¿Ocurre algo? —quiso saber.

—Te traigo noticias de tu esposo —fue la sincera respuesta—. Buenas y malas. Las buenas, que está vivo; las malas, que decidió adentrarse, a pie, y acompañado únicamente por un reducido grupo de soldados, en territorio araucano.

—¡Qué los dioses me protejan!

—¿A ti o a él?

—Si me protegen a mí, lo protegen a él, y si lo protegen a él, me están protegiendo a mí. Desde el día en que nos casamos somos una misma persona aunque habitemos en cuerpos diferentes.

—Lo sé, y entiendo bien lo que dices puesto que a mí me ocurre lo mismo desde el día en que nació el Emperador… —Le acarició con afecto la mejilla—. Mi señor te envía sus respetos.

—Con humildad los recibo.

—Tanto él como yo os apreciamos en mucho, y me consta que hará cuanto esté en su mano por conseguir que Rusti Cayambe regrese sano y salvo, aunque en realidad es muy poco lo que puede hacer, salvo pedir a los dioses que le indiquen el camino.

—Cuando un dios le habla a otro dios, este último siempre suele escucharle… —sentenció Sangay Chimé.

—No estés tan segura… —fue la desabrida respuesta. El Emperador lleva años suplicando que se nos conceda un hijo, y ya ves que hasta el presente todo ha resultado inútil.

—Pronto o tarde le escucharán, y sé que le escucharán también en mi caso, porque me niego a aceptar que mi tiempo de felicidad haya sido tan corto y porque mi hija necesita a su padre.

—¿Cómo está?

—¿Tunguragua? Preciosa. ¿Te gustaría verla?

—Si no es mucha molestia…

—¿Cómo podría constituir una molestia que mi reina me haga el honor de querer ver a mi hija? —replicó la sorprendida muchacha—. ¡Sígueme, por favor!

Pasaron a una estancia contigua, en la que una nodriza mecía en esos momentos a la criatura, que estaba realmente preciosa pese a lo enfurruñado de su expresión.

—¿Qué le ocurre? —se sorprendió la recién llegada.

—Empieza a tener hambre… —replicó Sangay Chimé un tanto incómoda—. ¿Te importa que le dé el pecho? —quiso saber.

—¡Por favor…!

La madre se acomodó entre unos cojines y, haciendo un gesto para que le entregaran a la niña, se abrió el vestido y comenzó a amamantarla, lo cual tuvo lógicamente la virtud de dulcificar su expresión.

Las dos mujeres permanecieron en silencio hasta que la discreta nodriza abandonó la habitación, y tan sólo entonces la reina se decidió a tomar asiento a su vez para inquirir con cierta timidez señalando a la niña:

—¿Qué se siente?

—Una paz muy profunda.

—¿Cómo si hubieses conseguido cuanto te has propuesto en esta vida?

—¡No…! —fue la firme respuesta—. Como si te encontraras en el primer peldaño de una larga escalera, y te dieras cuenta de que es ahora cuando empieza tu labor. Tener un hijo no es el fin, sino el principio, y sospecho que ser madre es una tarea que nunca concluye. Tendré que ayudarla a crecer, a dar sus primeros pasos, a convertirse en mujer, e imagino que incluso a ser madre algún día.

—¡Una gran responsabilidad!

—¡En efecto! Una gran responsabilidad, que en tu caso será aún mayor puesto que tendrás que enseñar a tu hijo a convertirse en Emperador.

—Eso es algo que cada día veo más lejano, y créeme si te digo que empiezo a desesperar… Hay quien asegura que la sangre necesita mezclarse y renovarse para que los niños nazcan sanos y fuertes…

—¡Eso no son más que habladurías…!

—Habladurías o no, me afectan y me obligan a pensar que tal vez ha llegado la hora de que nuestra estirpe reciba savia nueva aunque no provenga directamente del dios Sol.

—Eso complicaría las cosas, y lo sabes. El pueblo os respeta y os adora porque está convencido de que provenís en línea directa de Manco Cápac y Mama Ocllo, que es tanto como decir del Sol y Viracocha.

—Sin embargo, yo preferiría que nos respetaran y adoraran por nuestros propios méritos y porque el Emperador ha demostrado ser un hombre bueno y justo que se desvive por su pueblo.

—Conozco a muchos hombres buenos y justos, pero no conozco a nadie más por cuyas venas corra sangre divina… —fue la tranquila respuesta—. Y para ser Emperador hay que haber nacido Emperador.

—¿Quieres decir con eso que sentirías lo mismo por nosotros si fuéramos injustos y malvados?

—¡Nunca podríais serlo!

—No estés tan segura… —fue la extraña respuesta. Aquellos a quienes el Emperador ha vencido y en ocasiones ajusticiado lo consideran injusto y malvado, pese a que siempre haya intentado llevarlos por el camino de la verdadera fe. Aunque cueste creerlo, prefieren continuar adorando a sus ídolos o viviendo como las bestias, y eso los obliga a odiarnos y a no aceptar nuestro origen divino.

—¿Qué se puede esperar de los salvajes?

—¡Dímelo tú! ¿Qué se puede esperar de quienes no creen que nuestra sangre se haya mantenido intacta desde el día en que acabó el diluvio? Para ellos no somos dioses, y por lo tanto no tenemos derecho a gobernar el Imperio o a decirles cuándo tienen que trabajar o cuándo deben descansar… —La reina Alia agitó una y otra vez la cabeza como si estuviera intentando desechar un mal pensamiento, y al poco continuó en idéntico tono—: ¿Nunca te has planteado la más mínima duda con respeto a nuestro origen?

—No.

—¿Por qué?

—Porque tampoco me he planteado que el día no sea día, la noche, noche, la montaña, montaña, o el río, río. La luz, los colores o los olores están ahí, y son tan auténticos como vuestra divinidad.

—¿Y qué pensarás el día en que el Emperador muera sin descendencia?

—Que el mundo habrá acabado.

—Pero no habrá acabado, Sangay…, —musitó muy quedamente la reina negando una y otra vez con la cabeza—. El mundo no se acaba ni siquiera con la muerte de los dioses. Puede que se acabe una forma de entender ese mundo, pero no el mundo en sí mismo. —Hizo un gesto hacia la pequeña, que continuaba alimentándose—. Tu hija crecerá, se hará mujer y necesitará otro Emperador en el que confiar, pero dudo que lo consiga, puesto que nuestra estirpe se habrá extinguido… —Se puso en pie, se aproximó al amplio ventanal que daba al jardín y contempló la lejana silueta de la fortaleza de piedra, allá en lo alto de la ciudad. Durante un largo rato nada dijo, observada por una princesa cuyo único gesto fue el de cambiar de pecho a la niña, pero por último, y sin dejar de mirar hacia el exterior, reinició su extraño monólogo—: Mi padre me enseñó que la principal razón por la que el Incario ha progresado y se ha engrandecido se debe a que durante generaciones sus gobernantes dedicaron todo su esfuerzo e inteligencia a conquistar o administrar, sin tener que perder energías en combatir a enemigos internos. La lucha por el poder desgasta y envilece a los hombres, al tiempo que arruina a los pueblos, y lo que en verdad me asusta es que si no soy capaz de darle un hijo a mi esposo, todo cuanto se ha conseguido se perderá definitivamente.

—El Emperador vivirá muchos años.

—Los muchos años de un hombre son apenas un suspiro en la historia de una nación. De niña me enseñaron a amar al hombre junto al que deseo vivir y morir, pero también me enseñaron que por encima de él está el destino del Incario.

—Entiendo que debe de resultar muy difícil vivir siendo mitad mujer y mitad diosa… —señaló Sangay Chimé, que a cada momento se sentía más confusa—. Sé que de ahora en adelante viviré con la angustia de no saber dónde se encuentra mi esposo, y de cómo podré arreglármelas para educar sola a mi hija, pero me consta que ésos son problemas a los que muchas mujeres han tenido que enfrentarse. ¡Pero el tuyo…! —exclamó—. El tuyo se me antoja una carga insoportable. Vivir con el convencimiento de que de ti depende que los auténticos hijos del Sol continúen o no rigiendo el destino de millones de seres humanos puede acabar por volverte loca.

—¿Y crees que no lo pienso? —respondió la reina regresando a su lado para extender la mano y acariciar la mejilla de Tunguragua, que le dedicó una luminosa sonrisa—. A menudo me sorprendo a mí misma hablando sola, o cantándole canciones de cuna a un niño que se niega a nacer.

—Me duele oírte hablar así…

—Y a mí que tengas que escucharlo, pero eres quizá la única persona de este mundo con la que no me importa sincerarme… ¡Qué pequeña es! —exclamó tomando entre dos dedos la manita de la niña—. ¡Qué pequeña y qué linda!

De improviso dio media vuelta y salió de la estancia sin tan siquiera despedirse, como si el hecho de haber sentido aquel tibio contacto le hubiera provocado un dolor insoportable.

Sangay Chimé permaneció unos instantes confusa y desasosegada, sintiendo como suyo aquel dolor, pero por fin bajó la vista para clavarla en los brillantes ojos que la miraban sin apartar los labios de su pezón.

—¿De qué le sirve ser reina? —inquirió como si la criatura pudiera darle una respuesta—. ¿De qué le sirven todas sus riquezas y el poder sobre la vida y la muerte? ¿De qué le sirve que la sangre del Sol corra por sus venas? Nada de ello se puede comparar al hecho de saber que mi leche está fluyendo de mi pecho a tu boca, y el día que tu padre regrese, que sé que lo hará, te daremos un hermanito para que puedas jugar. Y ese día, ningún reino de este mundo podrá compararse al nuestro…