El mar era inmenso.

Incluso visto desde lo alto de la montaña impresionaba, pero una vez abajo encogía el ánimo de los más valientes, puesto que invitaba a pensar que se trataba de un gigantesco monstruo de apariencia amable pero que permanecía al acecho dispuesto a devorar a su víctima en el momento justo en que le viniera en gana.

Rusti Cayambe y Pusí Pachamú tomaron asiento sobre la arena, aspiraron hondamente aquel desconocido olor a sal, algas y yodo, escucharon en respetuoso silencio el rumor de las olas y el grito de las aves que revoloteaban sobre sus cabezas y permanecieron largo tiempo meditabundos, como si estuvieran tratando de hacerse una idea de qué era lo que en verdad los esperaba.

—¿Qué opinas? —inquirió al fin el anonadado general Saltamontes.

—Que frente a esto el Titicaca es como una moñiga de alpaca comparada con el nevado de Ampato.

—¿Imaginabas que pudiera ser tan grande?

—¿Cómo se puede imaginar nadie algo así? —protestó su subordinado—. Por más que miro no veo nada al otro lado.

—Es que al otro lado no hay nada.

—¡Algo habrá!

—Más agua.

—¿Y luego?

—Más agua.

—¿Y toda salada?

—Eso dicen.

—¡Pues que el cielo nos proteja!

—Debiste patearme el culo el día en que se me ocurrió esta idea.

—¿Y yo qué sabía?

—Me siento como esos estúpidos que juegan a las bolas y ganan. Insisten y vuelven a ganar, y así una y otra vez, convencidos de que nunca les llegará el momento de perderlo todo.

—Aún no hemos perdido… —le hizo notar su subordinado.

—¡No! Aún no… —admitió Rusti Cayambe al tiempo que se ponía en pie—. Pero me da la impresión de que a éste nadie le gana.

Al día siguiente alcanzaron la quieta ensenada en que, a la orilla de un minúsculo riachuelo que descendía de la cordillera, se había alzado un improvisado «astillero» en el que trabajaban cientos de hombres y mujeres.

El primer barco, de unos quince metros de largo por cuatro de ancho, con la proa y la popa muy en punta y un solo palo del que colgaba una cuadrada vela tejida también con finos tallos de totóra, se encontraba ya dispuesto sobre la arena, muy cerca del agua, a la espera de ser botado con todo el complejo ceremonial que el momento requería.

Si la bendición de los sacerdotes y valiosos sacrificios a los dioses de las profundidades se hacían necesarios allá en el tranquilo Titicaca, aquí en el proceloso mar limitado resultaban evidentemente de todo punto imprescindibles.

Cánticos, bailes, ofrendas de los más diversos animales, frutos y estatuillas de oro y plata, así cuanto pasó por la mente de los «expertos» en negocios relacionados con el mar y que sirvieran para atraer sobre la nave la mayor cantidad de buena suerte posible, fue puesto en práctica con verdadero entusiasmo, y al fin, con el primer rayo de sol hiriendo las quietas aguas de la ensenada, se inició la delicada tarea de empujar la pesada nave sobre troncos rodantes.

Cuando al fin quedó meciéndose tranquilamente a unos veinte metros de la orilla, a la que le unía una larga y resistente maroma, la mayor parte de los presentes se observaron estupefactos.

¡Flotaba!

¡Y cómo flotaba!

Aproximadamente, un metro de su infraestructura había desaparecido bajo la grisácea superficie del océano, pero el resto de la altiva embarcación se destacaba, hermosa y desafiante, contra el azul del cielo de la mañana.

Cuando a los pocos instantes un alcatraz acudió a posarse en la punta del palo, hasta los más pesimistas estuvieron de acuerdo en considerar que aquélla era sin duda una clara señal de que los dioses del mar, quienes quieran que fuesen, habían dado la bienvenida a la extraña criatura llegada de las altas cumbres de la sierra.

—Tendremos que ponerle un nombre… —aventuró Pusí Pachamú—. Cada una de ellas tendrá que tener su propio nombre, y a ti, como comandante en jefe, te corresponde el honor de elegir el primero.

Tunguragua.

—Lo suponía.

—¿Qué otro nombre mejor que el de mi hija, si al fin y al cabo también es, en cierto modo, hija mía?

—¡Ninguno, desde luego! Pero la segunda se llamará Reina Alia.

—Y la tercera Mama Quina, como tu mujer.

—¡Nunca me hubiera atrevido a pedírtelo!

—Pero yo sí que me atrevo a ofrecértelo… ¿Cuántas naves crees que necesitaremos?

Su subordinado se encogió de hombros al aventurar:

—¿Cuatro?

—Más vale que sean cinco. Mi idea es llevar unos cincuenta hombres, diez en cada barco, más dos aymará, que son los que saben obligarlas a avanzar contra el viento.

A las dos semanas todo estaba dispuesto, seleccionados los más valientes soldados y los diez mejores marinos, cargadas las armas, el agua y las provisiones y animoso el espíritu a la hora de lanzarse a una aventura que ningún habitante del Altiplano andino había intentado con anterioridad.

Tan sólo Viracocha, el supremo creador, se había adentrado en el océano cientos de años atrás, y la experiencia enseñaba que nunca había encontrado la forma de volver.

Ellos confiaban en tener mejor suerte.

Abandonaron la tranquila ensenada cantando.

Cruzaron frente a las ruinas de una gigantesca fortaleza de adobes alzada nadie sabía cuándo por los «antiguos» que en muy lejanos tiempos habitaron en aquel desolado lugar de la costa, cantando, y doblaron el árido cabo que protegía la bahía de los vientos, cantando.

Pero a los pocos minutos se les habían acabado las ganas de cantar.

Largas ondas llegaban desde el oeste para romper mansamente contra las rojizas arenas cada vez más lejanas, pero en su ir y venir obligaban a las embarcaciones a subir, bajar y cabecear a tal punto que, uno tras otro, la mayoría de los valerosos guerreros de fiera mirada comenzaron a tragar saliva y a palidecer, al poco sus rostros se convirtieron en verdes máscaras y por fin uno de ellos no pudo contenerse, por lo que se inclinó sobre sí mismo para comenzar a vomitar ruidosamente.

Como si aquélla hubiera sido una señal largo tiempo esperada, la mayor parte de sus compañeros de embarcación le imitaron, y por desgracia lo mismo ocurrió en todas y cada una de las naves, que durante largo rato flotaron a su antojo puesto que ni aun los más avezados marineros de agua dulce se sentían con fuerzas como para pilotarlas.

A la caída de la tarde, destrozados física y moralmente, se aproximaron a la costa, saltaron a tierra e hicieron un postrer esfuerzo sujetando las embarcaciones a pesadas rocas por medio de largas cuerdas.

Concluida la tarea, sesenta infelices se dejaron caer sobre la arena para contemplarse, sucios, desgreñados, empapados y con los ojos casi fuera de las órbitas.

—¡Qué los cielos nos asistan!

—Nos han envenenado.

—¿De qué diablos hablas?

—De los vómitos. O nos han envenenado o hemos comido algo en malas condiciones.

—¡No seas estúpido! La culpa es de ese maldito vaivén que te golpea el cerebro contra la nuca y la frente. ¡En mi vida me había sentido tan enfermo!

—¡Ni yo!

—¡Ni yo!

Durmieron al raso, sin prestar atención ni a la humedad ni al frío, espatarrados, hediendo a vómitos, y despertándose a cada instante con la desagradable sensación de que el mundo aún se movía bajo sus pies.

El alba los sorprendió tan destruidos, que su comandante en jefe llegó a la lógica conclusión de que se hacía necesario concederles todo un día de reposo.

—Al fin y al cabo —musitó con apenas un hilo de voz—, el país de los araucanos no va a moverse de donde está.

Al caer la tarde, Rusti Cayambe se encontraba ya lo suficientemente repuesto como para tomar asiento en una roca y aguardar a que sus capitanes acudieran en busca de instrucciones.

—No cabe duda de que esa extraña enfermedad que provoca el mar es algo con lo que no habíamos contado —dijo—. Pero también está claro que, aunque tienes la impresión de que te vas a morir de un momento a otro, hasta ahora nadie ha muerto. Eso debe de querer decir que no es tan grave como parece.

—Grave no es… —admitió un hombrecillo que aún no había recuperado por completo su color natural—. Pero he visto a mi mujer vomitar de ese modo cada vez que espera un hijo, y puedo asegurar que no es algo que se cure fácilmente.

—Lo supongo… —admitió el desanimado general Saltamontes—. Pero me niego a darme por vencido por culpa de un mal que no mata.

—No creo que muerto pueda sentirme peor de lo que me sentí ayer… —puntualizó con absoluta sinceridad Pusí Pachamú—. Hubo un momento en que estuve tentado de tirarme de cabeza al mar si con ello hubiera conseguido acabar con tan espantoso tormento.

—Puede que nos acostumbremos… —aventuró sin la más mínima convicción Rusti Cayambe.

—¿Acostumbrarnos a morirnos «de a poquito»? —se escandalizó su segundo negando con firmeza—. ¡Ni hablar! Antes me acostumbraría a volar como un colibrí.

—Aun así, tendremos que volver a intentarlo.

—¡Qué remedio! Pero lo que me gustaría es tener una idea de cuánto tiempo tardaremos en llegar al país de los araucanos.

Trasladaron la pregunta al cacique de los aymará, que se limitó a observar a sus interlocutores con tan desconcertada expresión que cabía imaginar que en realidad era él quien aguardaba una aclaración al respecto.

—Nunca había oído hablar de los araucanos… —admitió con absoluta sinceridad—. Y por lo tanto no tengo ni la menor idea de dónde se encuentra su país, si es que existe.

—¡Pues sí que estamos buenos!

—Se encuentra hacia el sur.

—Hacia allá nos dirigimos… —admitió el «marino»—. Aunque por mi parte preferiría que nos dirigiéramos al norte, puesto que es hacia allí hacia donde nos empuja la corriente.

—¿Corriente? —se alarmó el general Saltamontes—. ¿Qué es eso de corriente? ¿De qué demonios hablas?

—De que me he dado cuenta de que el mar no sólo se mueve arriba y abajo y de un lado a otro… Es como si un río poco caudaloso corriera en dirección contraria a la que llevamos, y eso dificulta la marcha.

—¿Estás seguro?

El aludido, que pese a su corta estatura e insignificante apariencia respondía al casi impronunciable nombre de Pucayachacamic, se limitó a encogerse de hombros con la inequívoca actitud de quien no está seguro de nada.

—Ésa es mi impresión, y mis compañeros piensan lo mismo.

—¿Ocurre en el Titicaca?

—En algunas partes y solamente en determinadas épocas del año, pero nada comparable a lo de aquí… —Hizo una corta pausa y concluyó por inquirir con cierta timidez—: ¿Por qué no aprovechamos la corriente y nos dirigimos hacia el norte?

—Porque el país de los araucanos se encuentra hacia el sur, ya te lo he dicho.

—¡Lástima!

Se alejó hacia donde sus subordinados se encontraban reunidos en torno a una pequeña hoguera, y Rusti Cayambe le siguió con la mirada para acabar por agitar la cabeza como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír.

—¡Al norte! —exclamó malhumorado—. Los araucanos viven al sur, y ese animal pretende que vayamos en dirección opuesta… ¿Quién me mandarla meterme en esto? —se lamentó una vez más—. ¿Quién?

La significativa mirada que le dirigieron la mayor parte de sus capitanes le hizo comprender que ellos sí que sabían quién les había mandado meterse en un berenjenal del que no tenían la más remota idea de cómo podrían escapar.

Nadie había estado nunca tan fuera de lugar como aquel puñado de soldados de alta montaña sentados sobre las arenas del desierto a la orilla de un infinito océano, y resultaba evidente que la mayor parte de ellos hubieran dado muy a gusto un año de vida con tal de dar media vuelta y regresar, a pie, a sus hogares.

Sin embargo, eran hombres disciplinados y orgullosos de pertenecer a un ejército que lucía en sus escudos la estilizada silueta de un saltamontes, por lo que estaban dispuestos a afrontarlo todo, incluido el mareo, con tal de no decepcionar a sus superiores.

Al amanecer del día siguiente embarcaron de nuevo.

Las naves hedían.

Construidas a base de juncos unidos entre sí, los vómitos se habían introducido entre las junturas, con lo que el calor de todo un día al sol traía aparejado que una insoportable pestilencia a bilis y alimentos a medio digerir ascendiese desde las entrañas mismas de las infraestructuras, contribuyendo a revolver unos estómagos que aún no habían conseguido serenarse por completo.

La navegación se convertía de ese modo en un auténtico martirio.

Tumbados aquí y allá, medio centenar de hombres «morían de a poquito», incapaces la mayoría de ellos de evitar que conmovedores lamentos surgidos de lo más profundo de las entrañas se les escapasen cada vez que la nave ascendía hasta la cresta de una ola para volver a caer con un tétrico crujido.

¡El cielo nos asista!

Y lo peor de todo estribaba en la evidencia de que apenas progresaban.

Una tortuga coja que se arrastrara por la lejana orilla avanzaba mucho más aprisa que aquel triste grupo de embarcaciones que en ocasiones se diría que retrocedían empujadas por una suave pero insistente corriente que llegando desde el polo sur corría a todo lo largo de la costa del continente buscando las aguas cálidas de la línea ecuatorial.

Un dicho popular cuzqueño aseguraba que la ignorancia es la madre de la mayor parte de las desgracias, y este caso particular del viejo refrán parecía estarse cumpliendo a pies juntillas, puesto que el absoluto desconocimiento que aquellos hombres tenían de cuanto se refería al mar los había conducido a una lamentable situación que se sentían absolutamente incapaces de encarar.

Por fortuna, al quinto día las aguas se calmaron, las naves, que eran poco más que pedazos de corcho flotando casi milagrosamente, cesaron de bailotear como enloquecidas y las cabezas, y muy en especial los estómagos, recuperaron poco a poco su estado habitual.

A media tarde los más animosos incluso comenzaron a remar.

Avanzaban.

Se podría considerar casi un milagro, pero lo cierto era que con la llegada del buen tiempo consiguieron vencer la fuerza de la corriente, que a decir verdad no era en absoluto excesiva, e iniciaron un lento pero evidente progreso en su andadura.

Al contemplar los picachos de una imponente cordillera que allí parecía no tener límites, Rusti Cayambe se afianzó en la idea de que, pese a los malos ratos que estaban pasando y los problemas que sin duda entrañaba el complicado arte de la navegación, el camino del mar era sin duda mucho más práctico que el de subir y bajar montañas o atravesar ardientes desiertos. Evocó con horror la ocasión en que se vio obligado a permanecer cinco días refugiado bajo un saliente de roca mientras sobre su cabeza rugía una tormenta de arena, sudando a mares y sin apenas unos sorbos de agua con los que subsistir, y llegó a la conclusión de que el hedor a vómitos y la angustia del mareo apenas significaban nada frente a tan amarga experiencia.

La sed constituía a su modo de ver el peor de los martirios imaginables, y aún acudían a su mente las terribles alucinaciones que le provocó durante aquellos nefastos días, así como las pesadillas que solían asaltarle luego durante años, y en las que casi siempre se despertaba angustiado y sudoroso.

La sola idea de tener que adentrarse de nuevo en aquel infierno le producía escalofríos.

Ahora, jornada tras jornada, las costas del desierto de Atacama se deslizaban a lo lejos, semiocultas tras una densa bruma que lo transformaba en irreal, y cuando en un par de ocasiones decidieron saltar a tierra a la espera de que un mar en exceso agitado se calmase, se reafirmó en su creencia de que aquél era sin duda el lugar más triste y desolado del planeta.

No era de extrañar, por tanto, que existiese una diferencia tan abismal entre el refinamiento de la adelantada cultura incaica y el salvajismo de los araucanos, puesto que infranqueables accidentes geográficos habían impedido durante siglos todo contacto entre ambos pueblos.

Desde mucho tiempo atrás, los Emperadores se habían propuesto que ese estado de cosas cambiara, pero resultaba evidente que aquella inabordable barrera natural continuaba estando allí, y seguiría estándolo hasta el fin de los siglos.

El mar parecía ser, por tanto, el camino más idóneo, pero pese a ello Rusti Cayambe abrigaba el absoluto convencimiento de que un intento de conquista en toda regla por medio de naves como las que estaban utilizando se convertiría en un auténtico desastre.

Si desplazar al medio centenar de veteranos de su pequeña expedición estaba resultando una empresa harto compleja y repleta de incertidumbres, no quería ni imaginar lo que significaría intentarlo con todo un ejército de tropas regulares y sus ingentes fardos de absurda parafernalia.

A su modo de ver tendría que llegar un tiempo en el que al fin los Emperadores se tomasen en serio la posibilidad de dominar los mares, dedicando hombres y esfuerzo a la tarea de diseñar embarcaciones capaces de adentrarse en ellos, pero cada día que pasaba se hacía más y más evidente que las frágiles balsas de totóra del tranquilo lago Titicaca no eran en absoluto las más idóneas para tan arriesgado empeño.

Durante siglos, unas resistentes cabuyas que se obtenían de la fibra interior de un cactus muy abundante en las llanuras de las tierras altas, y que unían los juncos entre sí, habían cumplido su tarea a la perfección en aguas dulces y tranquilas, pero ahora la acción corrosiva de la sal y el continuo vaivén del oleaje las iba minando a ojos vista, hasta el punto de que a las dos semanas de la partida las primeras ligaduras comenzaron a ceder.

De pronto, un caluroso mediodía en el que por fortuna el mar se encontraba especialmente tranquilo, la Reina Alia, que marchaba en tercera posición, comenzó a deshacerse como si se tratara de un pedazo de pan arrojado a un río, abriéndose y desparramándose bajo los pies de sus tripulantes, que comenzaron a lanzar gritos de espanto.

Las restantes embarcaciones acudieron de inmediato en su auxilio, consiguiendo rescatarlos antes de que la antaño altiva nave se transformara en un simple montón de cañas y cuerdas que flotaba a la deriva, pero armas y bagajes se fueron de inmediato al fondo del océano, mostrando con toda nitidez el camino que habrían de seguir más pronto que tarde las naves que aún se mantenían a flote.

Pasado el susto, y con todos los hombres repartidos entre los cuatro barcos que aún permanecían intactos, Rusti Cayambe se volvió a Pucayachacamic, en demanda de una explicación a lo ocurrido, pero el hombrecillo se limitó a encogerse de hombros una vez más.

—Puede que se trate de un defecto de construcción… —Puntualizó—. Pero me temo que pasará lo mismo con todas… —Mostró un pedazo de cuerda que partió con un simple tirón—. Para cortarla en tierra necesitaba un cuchillo bien afilado… —dijo—. Ahora está podrida.

—¿Cuánto tiempo nos mantendremos a flote?

—Un día… ¡Tal vez dos! No puedo saberlo. Esta agua es muy distinta.

—¿Afecta a la totóra?

—No. La totóra resiste. Son las ataduras las que sufren con este continuo movimiento, arriba y abajo, a un lado y a otro, y con la sal metiéndose entre las fibras… ¡No es lo mismo que en el lago! —repitió machacón—. ¡No es lo mismo!

Rusti Cayambe no pudo por menos que admitir que le asistía toda la razón, y que a pesar de que, según le habían contado, el océano no era, a decir verdad, más que un gigantesco lago de agua salada, nada tenía que ver el tranquilo y frío ambiente del Titicaca con la feroz agresividad del paisaje que ahora los rodeaba.

Tomó asiento a proa, observó la lejana costa y trató de hacerse una idea de a qué distancia se encontraban del punto de partida.

Era mucho el camino que habían recorrido, pero no tenía forma alguna de calcular cuánto, puesto que no creía que existiera una fórmula válida a la hora de trasladar cada jornada de navegación a su equivalente en jornadas a pie a través del desierto.

Estaban lejos de casa, muy lejos, pero también parecían estar muy lejos del país de los araucanos, lo cual significaba que su aventura presentaba todos los visos de constituir el más rotundo de los fracasos.

Volvió la vista atrás para comprobar una vez más que la Reina Alia se había transformado en un montón de desperdigados juncos que marchaban ahora a la deriva en todas direcciones y le asaltó la dolorosa sensación de que sus sueños de gloria se deshacían de igual modo, devorados por un océano invencible.

Acudieron a su mente las figuras de hielo que su padre solía hacer en los días en que el frío arreciaba allá en el Urubamba, y recordó de igual modo cómo comenzaba a gotear y a perder sus hermosos contornos en cuanto el sol del mediodía conseguía atravesar el espeso manto de nubes.

De igual modo, las altivas naves empezaban a dejar de parecer altivas naves, los soldados, soldados, e incluso él mismo ya no recordaba en absoluto a un glorioso general sino que más bien recordaba a un mísero paria a punto de transformarse en náufrago.

Se escuchó un leve crujido, y una nueva cuerda saltó.

La Tunguragua se ensanchó un poco más, espatarrándose.

Rusti Cayambe se mordió los labios aceptando con aparente resignación la derrota, y al poco alzó el rostro hacia el expectante Pucayachacamic.

—Volvamos a tierra —dijo—. Esto se acabó.