La princesa Tunguragua, más conocida por Tungú, o por el dulce sobrenombre de Tórtola, nació puntualmente a los nueve meses de la noche de bodas de sus padres, como si haciendo acto de presencia en tan determinada fecha quisiera dar fe, tanto de la moralidad, como de la eficiencia de sus progenitores.
Y nació con los enormes ojos negros muy abiertos, como si desde el primer momento sintiese una irrefrenable curiosidad por cuanto la rodeaba, curiosidad que constituyó siempre —junto con la cabezonería— uno de los rasgos más determinantes de su personalidad.
Llegó al atardecer con el viento tibio y perfumado que ascendía desde el fondo del valle, y que solía preceder a la bruma fría y silenciosa que anunciaba la llegada de la noche.
La buena nueva se extendió rápidamente por la ciudad, y muy pronto el palacio se llenó de hermosos presentes con los que ricos y pobres, humildes y poderosos, soldados y gentes de paz pretendían dar fe de la alegría que les había producido el hecho de que aquella singular unión entre el héroe y la princesa, entre la fuerza y la gracia, hubiera dado tan tempranos y hermosos frutos.
Los cielos habían bendecido un hogar que todos bendecían, puesto que cada hombre y cada mujer del Cuzco se sentía en cierto modo representado en aquella hermosa pareja que venía a significar un cambio en las rígidas reglas de una sociedad que había permanecido hasta ese momento demasiado fiel a sí misma.
Cuando la reina Alia penetró en la pequeña recámara en que su esposo solía encerrarse a meditar sobre las difíciles decisiones que a menudo se veía obligado a adoptar, se lo encontró sentado en un pequeño taburete forrado en piel de alpaca blanca, con la cabeza escondida entre las manos.
—Sangay Chimé ha dado a luz a una niña… —susurró acomodándose a sus pies y tomándole con gesto de profundo amor una de las manos de tal forma que le obligara a mirarla.
—Lo sé.
—¿Y no te alegra?
—¿Te alegra a ti?
—¡Naturalmente! El dolor de aquellos a quienes amo no mitigaría en absoluto mi dolor. Muy por el contrario. Aprecio a Sangay como si se tratara de mi propia hermana, o quizá aún más, puesto que me consta que en ella nunca tendré una rival, y comprender la naturaleza de la felicidad que debe embargarle en estos momentos, me conmueve.
—Me consta que ella siente lo mismo por ti.
—Y tú por ella, pero no obstante tengo la impresión de que no te alegras.
—Hubiese preferido que hubiese sido un niño.
—¿Por qué?
El Emperador tardó en responder, miró a su esposa a los ojos y al poco apartó la vista y la clavó en la pequeña hoguera que brillaba en un rincón de la estancia.
—Yahuar Queché asegura que los astros no están colocados de modo propicio para el nacimiento de una niña, y si ya nace oponiéndose a los designios de los astros, quiere decir que provocará conflictos.
—¡Oh, vamos! —se escandalizó la reina llevándose la palma de una de sus manos a la boca para depositar en ella un beso muy suave—. ¿Qué conflictos puede provocar una niña?
—¿Siendo hija de la princesa Sangay y de ese desvergonzado saltamontes? —inquirió él—. Todos los del mundo. Al menos Yahuar Queché así lo cree.
—Yahuar Queché es un maldito pájaro de mal agüero que no ve más que desgracias porque es lo que en realidad le gusta ver. —La buena mujer agitó la cabeza de un lado a otro al tiempo que se ponía en pie para ir a tomar asiento al otro extremo de la estancia—. No comprendo cómo alguien tan inteligente como tú le escucha. Trae mala suerte, y si por mí fuera, hace años que lo habría expulsado de la ciudad.
—Predijo la muerte de nuestro padre.
—Razón de más para echarle a patadas, aunque a decir verdad nuestro padre se encontraba tan enfermo que hasta un ciego hubiera previsto su muerte.
—Anunció la gran victoria de Aguas Rojas.
—¡Desde luego…! —admitió ella en tono irónico—. ¡Lo recuerdo muy bien! Te dijo «¡Hemos vencido!», pues le constaba que nuestra superioridad era de tres a uno, pero también te anunció que traían la cabeza de Tiki Mancka clavada en una lanza, cuando lo cierto es que aún estaba sobre sus hombros, y así te la entregó Rusti Cayambe. No es más que un embaucador y un farsante, y aunque mil veces te he oído decir que ya es hora de acabar con toda esa gentuza, nunca te decides a hacerlo.
—El pueblo los necesita.
—¡Eso no es cierto y lo sabes! El pueblo únicamente te necesita a ti. Si les proporcionas trabajo, alimentos y atenciones, pueden pasar muy bien sin hechiceros ni adivinos… —La escéptica reina Alia sonrió con amargura al concluir—: Según Yahuar Queché, nuestro hijo será el más grande de los Incas que hayan existido. Pero dime… ¿dónde está nuestro hijo?
—En tu vientre. Pronto nacerá.
—Comienzo a desesperar.
—Sabes bien que «desesperación» es un término prohibido a nuestro linaje. Desesperación es sinónimo de falta de fe, y si a los hijos de los dioses nos falta la fe, ¿qué podemos dejar para los simples humanos? Ellos tienen tantos motivos para desesperarse como estrellas brillan en la noche, pero nosotros vivimos bajo la luz de nuestro padre el Sol.
—También yo distingo las estrellas en la noche, y desde que estabas en la cuna me esforcé por inculcarte los principios por los que deberían regirse nuestras vidas, pero si quieres que te sea sincera, en ocasiones me asaltan serias dudas sobre cuanto te enseñé.
—¡No quiero oírte!
—Sigues siendo el mismo niño de siempre… —le hizo notar ella con acusada ternura—. Cuando algo no te gusta optas por ignorar su existencia, pero los problemas siguen ahí, por mucho que vuelvas el rostro hacia otro lado.
—Si compartiera tus dudas tendría que plantearme por qué hago lo que hago, con qué derecho envío a miles de hombres a la muerte, o quién me autoriza a convertir en runantinyas a mis enemigos. —Su voz no denotaba la más leve sombra de duda al concluir—: Si no estuviera convencido de que los dioses me eligieron para ser Emperador, no aceptaría serlo.
—Eso es precisamente lo que te hace grande —sentenció ella—. Crees en tu destino, y como también yo creo en él, a menudo me planteo que soy un obstáculo en tu camino hacia la gloria. Lo único que te falta es un heredero, y no consigo dártelo… —Lanzó un hondo suspiro al tiempo que apuntaba—: Tal vez va siendo hora de empezar a considerar…
—¡No! —la interrumpió su esposo en tono abiertamente agresivo—. ¡Ni tan siquiera lo menciones…!
—¡Pero es que…!
Él extendió la mano autoritariamente.
—¡Ni una palabra! —ordenó—. ¿Acaso aceptarías acostarte con otro hombre? ¿Podrías hacerlo?
—¡No es lo mismo!
—¿Por qué no? A ti te resultaría mucho más fácil… No tendrías que hacer nada. ¡Pero yo…! —protestó sinceramente dolido—. Yo sí que fracasaría, porque la sola idea de acariciar a otra mujer me repugna.
—Pero ¿por qué?
—Porque quien ha sentido el tacto de tus manos desde que tiene uso de razón, quien ha aspirado tu olor aun antes de haber abierto los ojos por primera vez, o quien ha dormido todas las noches de su vida escuchando el latir de tu corazón, prefiere morir a sentir el contacto de otras manos, aspirar otro olor o escuchar los latidos de otro corazón.
Ella le acarició el rostro como a un niño asustado.
—¿Por qué será que nunca me canso de oírte decir las cosas más hermosas que nadie le ha dicho jamás a su esposa? —inquirió.
—Porque sabes qué es lo que en verdad siento.
—Sí. Lo sé… —admitió ella—. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque yo siento exactamente lo mismo. Ni todos los tesoros de este mundo conseguirían que aceptase que alguien que no fueras tú me tocara.
—¿Por qué he de ser yo diferente?
—Porque tu primera obligación es mantener el Imperio en paz… Y si no le das un heredero, antes o después comenzarán a fraguarse las intrigas. El cóndor vuela muy alto. Tan alto, que ni siquiera nos percatamos de su presencia porque suele planear por encima de las nubes, pero en cuanto le llega el hedor de la carroña aparece enseñando sus garras.
—Sabré mantener alejados a los cóndores… —La tomó de la cintura y la condujo con suavidad hacia el cercano dormitorio al tiempo que comenzaba a soltarle la hermosa y vaporosa túnica carmesí—. Y en cuanto nuestro hijo nazca, los cóndores se irán para no volver nunca.
Hicieron el amor.
Con la pasión de amantes.
Con la ternura de hermanos.
Con la complicidad de amigos.
Y con la ansiedad de padres.
Buscaban un hijo, pero probablemente en lo más profundo de su alma no buscaban al heredero del trono de los Incas, sino al notario y testigo que viniera a rubricar que el suyo era un amor total; aquel que confirmara que eran uno y dos al mismo tiempo. Luego serían tres unidos de forma indisoluble por la sangre que corría por sus venas; sangre que no importaba que procediera directamente del Sol o de simples humanos.
Era su sangre; la que se intercambiaban junto a los besos y caricias; la que bullía cuando él la penetraba; la que hervía y estallaba una y otra vez sin rastro de hastío o de fatiga.
La noche en que el Emperador nació, su hermana Alia fue la primera en estrecharle contra su pecho.
Aquella noche, treinta y dos años más tarde, continuaba de igual modo abrazándose a él.
El amanecer sorprendió a la reina contemplando el rostro de su amado, velando su sueño y preguntándose una vez más si la semilla que con tanta generosidad había recibido sería capaz de florecer en sus entrañas.
Luego, cuando los primeros pájaros comenzaron a alborotar, atravesó las frías estancias de palacio, salió al jardín de levante y fue a postrarse ante el altar de un pequeño pabellón de piedra negra, aguardando a que el primer rayo de sol que se aventuraba por un cortado de los montes vecinos penetrara directamente por el ovalado ventanuco orientado al este para incidir sobre su inclinada cabeza.
Estaba convencida de que, alguna de aquellas frías mañanas, los caprichosos dioses de la fertilidad se apiadarían de ella.
Alguna de aquellas mañanas permitirían que su hijo comenzara a vivir al calor de ese sol.
Alguna de aquellas mañanas se cumpliría su destino de madre.
Lo único que tenía que hacer era pedírselo humildemente a unos dioses que hasta el presente se habían mostrado cruelmente juguetones.
Luego, cercano ya el mediodía, ordenó que se preparara una gran comitiva que la condujera, con toda la pompa y el boato que la ocasión merecía, hasta el palacio de la princesa Sangay Chimé.
Pese a sus íntimas amarguras y personales tribulaciones, en el fondo la alegraba el hecho de que alguien a quien en verdad apreciaba se sintiera en aquellos momentos tan merecidamente feliz.
Ordenó a sus esclavas que la vistieran con una preciosa túnica de finísima tela negra bordada en oro, la más bella de las que habría de ponerse aquel día, y que tan sólo utilizaría una vez, puesto que constituía una antiquísima tradición que tanto el Emperador como la reina debían estrenar tres lujosos vestidos diarios, que cada noche se quemaban como muestra inequívoca de que aquello que había estado en íntimo contacto con el cuerpo de los soberanos no podía ser tocado por ser mortal alguno.
Más tarde, músicos y bailarines precedieron al baldaquín de oro macizo cargado por veinte esclavos sobre el que recorrió las estrechas y sinuosas calles de la ciudad, permitiendo que miles de fervorosos súbditos la admiraran y cantaran sus alabanzas, aunque ninguno de ellos podía permitirse la osadía de mirarla a la cara.
¡Ahí viene! ¡Ahí viene! La hija del Sol, la esposa del Sol, la madre del Sol. ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! La luz que nos ilumina, el aire que respiramos, el calor que nos da la vida. ¡Ahí se va! ¡Ahí se va! La montaña más alta, el lago más profundo, el río más caudaloso. ¡Ahí se va! ¡Ahí se va! Nuestra hermana, nuestra reina, nuestra alegría… |
La mayoría de las mujeres lloraban de emoción, los hombres se postraban de hinojos, e incluso algunos, los más iluminados, se tumbaban en mitad de la calle para que los esclavos que portaban las andas los pisaran, lo que, según una vieja leyenda, les proporcionaría una muerte dulce y un lugar muy especial en el paraíso.
Cuando poco después penetró en la luminosa estancia en que se encontraba la princesa Sangay Chimé con su hija en brazos, su amplia y sincera sonrisa no dejaba lugar a dudas sobre sus verdaderos sentimientos.
—¡Qué los dioses la bendigan! —fue lo primero que dijo—. Que la alegría que ha traído a esta casa la acompañe hasta su vejez, y que sea digna hija de quien es.
—¡Gracias, oh, gran señora! —replicó la orgullosa madre arrodillándose ante ella para ofrendarle la criatura—. Te ruego, mi reina, que roces con tu mano la frente de mi hija, para que se mantenga por siempre libre de todo mal.
Pero en esta ocasión la reina no se limitó a rozar la frente de la criatura, sino que la cogió en brazos, tomó asiento y comenzó a mecerla mientras le musitaba quedamente una vieja canción de cuna.
Al observar la tierna escena, la princesa Sangay tuvo la dolorosa sensación de que se le desgarraba el alma.
Ante ella tenía a la madre de todas las madres, la única que merecía serlo sobre todas las demás, puesto que cada segundo de su vida había estado dedicado a la tarea de ser madre.
Pero no alcanzaba a serlo.
Y todo el amor que atesoraba surgía ahora de un modo espontáneo mientras susurraba al oído de una niña que comenzaba a quedarse dormida.
Cuando poco después una nodriza se llevó a Tunguragua, la reina observó sonriente a su amiga de siempre.
—Te encuentro más delgada y algo ojerosa —dijo—, pero en verdad nunca te había visto tan resplandeciente. Resulta evidente que la maternidad ilumina tu rostro.
—Es que soy todo lo feliz que puede ser una mujer.
—Lo entiendo. Y mi deseo es que ninguna nube venga a cubrir tu cielo. —Sonrió muy levemente—. El Emperador te envía su bendición. Me consta que le hubiera gustado acudir en persona, pero sabes que con ello hubiese establecido un engorroso precedente por el que todos los miembros de la familia real se sentirían menospreciados si no acudiera a conocer a sus vástagos. Y ya sabes cómo aborrece ese tipo de formalidades.
—Lo comprendo muy bien, mi señora —fue la humilde respuesta—. Ni siquiera se me pasó por la mente la posibilidad de que tú vinieras, y con ello has colmado todos mis sueños. Del Emperador lo único que deseo es su perdón por mi imprudencia.
—El incidente está olvidado… —la tranquilizó la reina con una dulce sonrisa—. Fuiste muy valiente, y hasta diría que osada, al abordar un tema que le irrita, pero yo te comprendo, al igual que comprendo a la princesa Ima. No es justo que su destino se encuentre tan directamente ligado al mío, pero así son las cosas, y así debemos aceptarlas…
Al poco regresó a su palacio, acompañada por idéntico ceremonial, pero su corta visita sirvió para evidenciar que la familia de Rusti Cayambe ocupaba un lugar muy especial en el afecto de los monarcas, ya que la recién nacida había sido bendecida personalmente por la reina.
Al propio tiempo, en los mentideros del Cuzco no se hablaba de otra cosa que de la sorprendente labor que al parecer estaban llevando a cabo los hombres del siempre desconcertante general Saltamontes a orillas del lago Titicaca.
Como preludio a cuanto había de llegar en los meses siguientes, habían seleccionado a los quinientos urus más fuertes, tanto hombres como mujeres, agrupándolos en una explanada en la que los obligaron a raparse las cabezas los unos a los otros hasta que quedaran tan mondas como un callao del río.
Una vez hecho eso, se encendió una enorme hoguera a la que tuvieron que arrojar absolutamente todas sus vestiduras, quedando tal como vinieron al mundo, para ser conducidos, pasado el mediodía, a los anchos canales de agua poco profunda, a esas horas caliente por los efectos del sol, donde se los sumergió hasta el cuello durante más de dos horas, ordenándoles que introdujeran de tanto en tanto incluso la cabeza.
Quien remoloneaba o se resistía, recibía de inmediato cien latigazos, y si aún continuaba oponiendo resistencia se le ajusticiaba en el acto por medio de un contundente golpe de maza que le hundía el cráneo.
Rusti Cayambe parecía decidido a convertir a aquella pandilla de vagos pulguientos y costrosos en mano de obra válida para la sociedad, y sus órdenes habían sido tajantes:
—Los quiero útiles o muertos porque el Imperio no puede continuar cargando con una lacra que constituye un nefasto ejemplo para cuantos se ven obligados a trabajar de sol a sol.
Los urus, que habían basado sus pautas de comportamiento en el abandono de cualquier tipo de iniciativa —la desidia llevada a sus últimas consecuencias, y la resistencia, más que pasiva, «inactiva»—, se encontraron de improviso frente a la cruda realidad de que la política de hacer oídos sordos que tan buenos resultados les había dado hasta el presente, los conducía ahora directamente a la muerte.
Cuando el séptimo cadáver quedó tendido boca arriba en mitad de un campo abierto, con las entrañas al aire para que comenzase a heder cuanto antes, y en el cielo hicieron su aparición los primeros cóndores, incluso los más rebeldes y recalcitrantes parecieron llegar a la conclusión de que algo había cambiado, y de que a partir de aquel día tendrían que empezar a encarar el futuro de un modo muy distinto.
Resulta evidente que ni los propios urus, ni mucho menos el enérgico general Saltamontes, tenían los conocimientos suficientes como para comprender que la secular apatía de aquel pueblo no se debía simplemente al hecho de que fueran vagos de solemnidad, sino a una larga serie de problemas de índole física que se arrastraban de generación en generación, y que tenía su principal raíz en una alimentación escasa en calorías y deficiente en vitaminas y minerales.
Cientos o tal vez miles de años de no consumir más que pescado, maíz y patatas habían agotado a un pueblo que habitaba a casi cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar, y que en ocasiones sufría unas diferencias de temperatura de más de cincuenta grados entre el bochorno de los quietos mediodías en los que la superficie del tranquilo lago devolvía los rayos de sol como un espejo o las heladas noches en las que el viento descendía ululando de las nevadas cumbres andinas.
Una desnutrición atávica y sin esperanzas los había llevado al punto en que ahora se encontraban, y había conseguido que incluso los siempre activos y laboriosos incas acabaran por rendirse a la evidencia de que no existía forma humana de hacer reaccionar a aquella cuadrilla de inútiles.
Pero la visión de una docena de cóndores destrozando con sus picos y sus afiladas garras los cuerpos de padres, hermanos o parientes que la noche antes dormían quizá en la misma choza constituía, en verdad, un revulsivo capaz de obligar al menos animoso de los hombres a dar un primer paso en la dirección correcta.
Al tercer día de tan drástica forma de actuar, y cuando no le quedó la más mínima duda de que ni una sola pulga había sobrevivido a los largos baños y la mugre de toda una vida había pasado a abonar los campos vecinos, Pusí Pachamú, que era quien había estado en todo momento al mando del complejo operativo militar, ordenó que le fuera entregado a cada hombre o mujer un largo poncho de color verde oscuro por el que debían ser reconocidos de allí en adelante.
Luego los puso a cortar juncos del lago, las famosas cañas de totóra que una vez secas al ardiente sol de aquellas alturas se unirían en haces del grueso del brazo de un hombre y que constituían la materia prima con que los hábiles aymará, vecinos de los urus pero infinitamente más activos, limpios y eficaces, fabricarían sus hermosas naves.
Mientras tanto, un centenar de veteranos habían sido enviados hacia el oeste, con órdenes expresas de encontrar una ruta cómoda entre el lago más alto del mundo y el océano.
Se trataba de una distancia de algo más de doscientos kilómetros, con un desnivel de casi cuatro mil metros a través de una de las regiones más accidentadas del planeta; tal vez una misión prácticamente imposible para la mayor parte de los seres humanos, pero no para quienes habían nacido y se habían criado en aquellas increíbles alturas, y habían sido entrenados, además, como fuerzas de élite de un poderosísimo ejército.
Se abrieron nuevos pasos, se construyeron increíbles puentes, y se edificaron tambos que permanecían siempre repletos de alimentos, y que se alzaban a la distancia exacta que debía recorrer diariamente un hombre cargado con cincuenta kilos de peso.
Más que una operación militar, era aquélla una operación de intendencia, y eso era algo en lo que los incas habían demostrado desde muy antiguo una especial habilidad.
Sin conocer la rueda, y por lo tanto el carro, que en realidad hubiese resultado inútil y engorroso por unos empinados senderos que la mayor parte de las veces estaban conformados por escalones tallados en la roca y puentes colgantes de muy difícil tránsito, hombres y mujeres avanzaban hora tras hora sin experimentar la más mínima señal de fatiga, puesto que, habiendo nacido a tanta altura sus pulmones se encontraban habituados desde niños a la escasez de oxígeno, mientras que sus piernas parecían haber sido fabricadas en el más puro acero.
Una larga hilera de porteadores, vigilados y auxiliados por centenares de soldados, inició por tanto la marcha hacia la costa transportando, sujetos a la frente por anchas fajas de gruesa tela, los largos bultos de totóra.
El general Saltamontes demostraba sin lugar a dudas que no sólo era un magnífico estratega, sino, también, un eficiente organizador.
Los mejores constructores aymará se trasladaron de igual modo a la costa, se eligió una ancha y tranquila ensenada protegida de los vientos que llegaban de la sierra y, en cuanto comenzaron a llegar los cargamentos, se inició la tarea de unir entre sí los haces de juncos.
A los tres meses del nacimiento de Tunguragua, Rusti Cayambe se dispuso, por tanto, a iniciar la gran aventura de su vida.
—Ignoro cuánto tiempo tardaré en regresar… —le comentó durante la última noche a su esposa—. Pero puedes estar segura de que ningún sucio araucano me impedirá volver.
—No me preocupan los araucanos… —le hizo notar una princesa a la que le costaba un enorme esfuerzo ocultar su tristeza—. Me preocupa el mar.
—No es más que agua.
—¿Y te parece poco? —se asombró ella—. El nuestro es un pueblo que sabe enfrentarse al frío de los páramos, a los más peligrosos abismos e incluso a impenetrables selvas, pero jamás, que yo recuerde, nos hemos enfrentado al mar.
—Los aymará saben cómo hacerlo.
—En el Titicaca, no en un océano que, por lo que pude ver cuando acudí a visitar a la familia de mi madre, es infinitamente mayor y muchísimo más agitado.
—¿Agitado? —se sorprendió él—. ¿Qué quieres decir con eso de «agitado»?
—Que siempre está en movimiento —fue la respuesta—. ¿Acaso no te lo han dicho? Cuando sopla el viento se alza furioso contra la tierra firme y su fuerza es semejante a la de un pequeño terremoto.
—Ya he visto las olas que se forman en el lago.
—¡No tienen nada que ver! Las del mar son diez veces mayores.
—¿Estás segura?
—Lo he comprobado personalmente. Su estruendo se escucha en la distancia, y cuando avanzan por la playa se diría que pretenden aferrarte por los pies con el fin de arrastrarte a las profundidades.
—¡Ni siquiera había pensado en eso! —admitió un impresionado Rusti Cayambe—. Siempre me habían asegurado que el mar no es más que un lago gigantesco.
—¡Y así es! Pero por eso mismo resulta tan peligroso. ¿Sabes nadar?
—¿Nadar? No. Cada vez que he tenido que cruzar un río sin puentes lo he hecho aferrado a un buche de alpaca bien inflado.
—Pues en ese caso te aconsejo que te proveas de uno de esos buches de alpaca. Y que se los proporciones a todos aquellos que no sepan nadar.
—¡No se me había ocurrido!
—¿Entiendes ahora por qué me preocupa más el mar que los araucanos? Estoy convencida de que sabes cómo enfrentarte a esos cerdos, pero también estoy convencida de que el océano te va a proporcionar terribles sorpresas.
—¡Bien! —admitió él en tono resignado—. Ya es tarde para volverse atrás, pero de lo que puedes estar segura es de que en los peores momentos, si es que llegan, el hecho de saber que me estáis esperando me dará fuerzas para seguir adelante.
—¿Cuánto tiempo calculas que tardarás en volver? —quiso saber la princesa.
—Ya te he dicho que no tengo ni la más remota idea —se vio obligado a responder su esposo sin poder evitar encogerse de hombros—. No sabemos a qué distancia se encuentra realmente el auténtico país de los araucanos, ni a qué velocidad se puede avanzar por ese mar. Puede que seis meses; puede que ocho… ¡Yo qué sé!
—¡No es justo!
—¿Qué es lo que no te parece justo?
—Que tengas que ser tú quien vaya.
—La idea fue mía.
—Lo sé, pero el Emperador debería comprender que tú eres demasiado valioso como para arriesgarse a que te pierdas en una empresa tan peligrosa. Debería haber puesto a Pusí Pachamú al mando de la expedición.
—¿Y crees que yo lo hubiera aceptado? No es ésa mi forma de actuar, ya que jamás le exijo a ninguno de mis hombres nada que yo no sea capaz de haber hecho antes. Por eso me respetan.
—Y te adoran, lo sé, pero de qué les servirá si no regresas.
—¡Ya te he dicho que volveré! —insistió él un tanto molesto—. Y me moriría de vergüenza, renunciando a mi cargo, si me impidieran ir al frente de mis soldados.
—Pues a mí se me antoja una terrible muestra de egoísmo el hecho de que no pienses ante todo en nuestra hija y en mí. ¿Qué será de nosotras si nos faltas?
—Estaréis, más que nunca, bajo la protección del Emperador.
—No me refiero a eso… —protestó ella—. Me refiero a ti y a mí. Si sufro lo indecible cuando pasas una semana lejos, ¿qué ocurrirá cuando transcurran los meses sin saber nada de ti?
—Que tendrás que aprender a vivir con ello. Siempre quisiste casarte con un general, no con un cortesano de los que jamás se han arriesgado a ir más allá del río Apurímac.
—¡Pero es que tengo miedo!
—Eso no es digno de ti… —le reconvino su esposo acariciándole amorosamente el cabello—. Tienes que ser fuerte.
—¿Y cómo se demuestra la fortaleza cuando no puedes hacer más que esperar? Haga lo que haga, diga lo que diga, nada cambiará el hecho de que te encuentras muy lejos, y son los dioses los que tienen tu vida en sus manos.
—En ese caso habla cada día con los dioses. Hazles ofrendas y pídeles que cuiden de mí porque nuestra hija me necesita. Estoy seguro de que te escucharán.
—Mi madre siempre decía que los dioses nacieron sordos. Saben hablar y ver, pero aún no han aprendido a escuchar. Si supieran hacerlo no habría enfermedades, plagas, terremotos ni inundaciones…
—Las enfermedades, las plagas, los terremotos y las inundaciones existen no porque los dioses sean sordos, sino porque desean poner a prueba nuestra entereza frente a las adversidades. Si todo fuera cómodo y la vida nos sonriera a todas horas, ¿qué mérito tendríamos?
—Yo nunca he deseado mérito alguno —señaló la princesa Sangay Chimé, segura de lo que decía—. Lo único que he deseado es vivir en paz con mi esposo y muchos hijos…