La princesa Sangay Chimé se encontraba ya en su sexto mes de embarazo cuando su flamante esposo, el joven general Saltamontes, se vio obligado a alejarse de la capital con el fin de perseguir y castigar a un grupo de urus del Titicaca que habían asesinado al curaca que los había apremiado en exceso a la hora de reclamar el «impuesto de las pulgas».

Los urus, que junto a los aymará poblaban las orillas del gigantesco lago, eran tan increíblemente indolentes que se negaban a efectuar ningún tipo de trabajo, malviviendo de lo poco que pescaban sin apenas moverse de las puertas de sus míseras chozas de juncos, y permitiendo que la suciedad y, sobre todo, unas enormes pulgas que proliferaban por millones los devoraran.

A tal extremo había llegado su desidia, que los recaudadores imperiales los obligaban a entregar cada mes un canuto de caña repleto de esas pulgas, puesto que ésta parecía ser la única forma que existía de obligarlos a librarse de tan molestos parásitos.

Justo era admitir que en esta ocasión el curaca se había extralimitado en sus funciones, pero las leyes establecían que en tales casos se debía acudir en primer lugar al arbitrio del gobernador de la provincia, sin que estuviera permitido, bajo ningún concepto, la libertad de tomarse la justicia por su mano.

A la vista de ello, Rusti Cayambe agradeció en cierto modo la oportunidad que se le brindaba de volver a la vida activa, alejándose durante un corto período de tiempo de las intrigas de la corte y, sobre todo, de aquel marasmo de ideas nuevas que amenazaban con hacer que la cabeza le estallara.

Al propio tiempo deseaba aprovechar la ocasión para comprobar hasta qué punto el entrenamiento a que había sometido a sus hombres surtía el efecto deseado.

Eran unos magníficos soldados, de eso no le cupo la más mínima duda. Rápidos, incansables, disciplinados y silenciosos, asaltaron la diminuta isla en que se habían hecho fuertes los rebeldes con la misma facilidad con que hubieran abofeteado a una pandilla de mozalbetes, y regresaron cantando alegremente mientras pateaban despreocupadamente las cabezas de sus desgraciados enemigos.

Concluida la misión, el general Saltamontes, que por más que se lo propusiera no podía olvidar que era hijo de humildes labradores, decidió quedarse unos días en las cercanías del lago con la intención de estudiar la curiosa forma que tenían los aymará de obtener durante casi todo el año magníficas cosechas sin que las heladas nocturnas les destrozaran los cultivos.

Con infinita paciencia y siglos de duro esfuerzo, los aymará habían preparado sus campos de tal forma que anchas acequias de poco más de un metro de profundidad, y que se abastecían del agua del Titicaca, bordeaban cada parcela de tierra fértil, que se convertía en una especie de cuadrada isla de no más de cincuenta pasos de largo por cada lado.

De ese modo conseguían que allí, a casi cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar y con un sol ecuatorial cayendo a plomo, el agua de las acequias se calentara lo suficiente durante el día como para que la temperatura se mantuviese estable hasta el amanecer.

Se hacía necesario, desde luego, un cielo tan límpido como el del Altiplano andino, donde las nevadas cumbres de la cordillera se vislumbraban muy a lo lejos, y se hacía necesario, de igual modo, aquel sol inclemente y vertical que abrasaba durante más de ocho horas seguidas, condiciones que no acostumbraban a darse en casi ningún otro lugar del Imperio, pero gracias a ello los antepasados de los aymará habían llegado mucho tiempo atrás a la conclusión de que de aquella inteligente forma evitaban que se les arruinaran las cosechas.

No obstante, los auténticos orígenes de tales acequias —anteriores sin duda a la llegada de los aymará— los pudo descubrir Rusti Cayambe mientras recorría lo poco que quedaba de la antaño poderosa fortaleza de Tihuanaco, restos de una vieja civilización venida a menos.

Sentado allí, en mitad del desolado Altiplano, observó largamente los extraños grabados de una enorme puerta de piedra que aún se mantenía en pie desafiando al viento, y en cuya parte alta se podía distinguir con total nitidez un friso tallado a cincel en el que abundaban las figuras de animales entre los que sobresalían varios pumas, y en cuyo centro una imagen del sol parecía dominar el paisaje circundante.

A poca distancia se distinguían las ruinas de Calasasaya o de las Piedras Erguidas, una asombrosa sucesión de monolitos tallados en arenisca roja que aparecían perfectamente alineados, como si de un ejército de cíclopes se tratase, y que en un tiempo muy lejano debió de hacer las veces de templo, o tal vez de observatorio astronómico.

Se vislumbraba también en la distancia una inmensa pared de piedra sostenida por bloques que probablemente cien hombres no hubieran conseguido arrastrar, y todo ello le obligaba a pensar en las viejas leyendas que aseguraban que en el inicio de los tiempos aquella región estuvo poblada por gigantes de más de dos metros de altura que desaparecieron tragados por las aguas de un catastrófico diluvio.

Le vino a la mente la vieja cantinela que su padre recitaba una y otra vez durante las noches de persistentes lluvias allá en el Urubamba:

—Y fue en el Titicaca donde Viracocha, supremo hacedor, dio por terminada la primera creación del mundo, por lo que, concluida su tarea, recomendó a los hombres que cultivaran la tierra, se amaran entre sí, obedecieran sus leyes y fueran prudentes con sus actos.

»Sin embargo, pronto los humanos se volvieron crueles, salvajes, perezosos y pecadores, hasta el punto de que Viracocha los maldijo lanzando sobre ellos todos los males y enviando por fin las grandes aguas que cayeron durante setenta días y setenta noches, y de las que tan sólo se salvaron sus siervos más fieles.

»Regresó más tarde Viracocha, y ayudado por aquellos justos procedió a la nueva creación del mundo, la segunda, y en esta ocasión decidió dotarlo de una luz resplandeciente, y allí mismo, en la isla también llamada Titicaca, ordenó que hiciese cada mañana su aparición el primer rayo de un sol que sería el encargado de engendrar vida y vigilar a los hombres.

»Hecho eso, envió a sus fieles a dominar la tierra.

Rusti Cayambe llegó a la conclusión de que tal vez, algún día, siglos más tarde, alguien se sentaría de igual modo a contemplar las ruinas del Cuzco, preguntándose qué había sido de los hombres que la construyeron, y qué tristes restos quedaban de su cultura.

Y probablemente tan trágico fin se encontrase mucho más cercano de lo que imaginaba, porque si el hijo del Sol no conseguía continuar su estirpe, y ningún Inca de pura sangre volvía a sentarse en el trono de oro y esmeraldas, faltaría el único vínculo que mantenía unido a un reino tan heterogéneo, con lo que en muy corto espacio de tiempo el Imperio pasaría a convertirse en un triste recuerdo.

A semejanza del resto de los seres vivientes, su nación necesitaba crecer manteniéndose unida, puesto que en cuanto frenara su expansión o se desmembrara, iniciaría un inexorable declive hacia la muerte.

También necesitaba una columna vertebral firme y flexible, puesto que, sin ella, la más pequeña carga acabaría aplastándola.

Un inconcebible diluvio parecía haber sido el culpable del espantoso fin de los gigantes que levantaron Tihuanaco, pero, a su modo de ver, mucho más triste sería que el fin del pueblo que construyó una ciudad tan maravillosa como el Cuzco se debiera a que una pobre mujer no había sido capaz de engendrar un hijo.

—¡Yo podría hacerlo…! —insistía en aquellos mismos momentos la princesa Ima aferrando con fuerza las manos de la princesa Sangay Chimé, que se encontraba sentada en un banco de piedra oculto en un rincón del frondoso jardín de uno de los más espléndidos palacios de la luminosa capital del Incario—. Sé que podría darle al Emperador todos los hijos que anhela, hombres y mujeres que harían perdurar nuestra estirpe, pero no quiero continuar esperando a que mi vientre se quede tan seco y estéril como el de mi hermana.

—La reina Alia ha demostrado sobradamente que no es estéril… —fue la serena respuesta no exenta de un leve tono recriminatorio—. Y tampoco creo que su vientre se haya secado. Aún tiene tiempo para…

—¿Tiempo…? —la interrumpió con cierta brusquedad su interlocutora—. ¿Y quién piensa en mi tiempo? Hace tres años que, según la ley, debería haberme casado, y sin embargo aquí me tienes, ¡virgen, impoluta e intocable!, siempre a la espera de ver lo que ocurre con mi hermana… ¿Hasta cuándo?

Sangay Chimé observó en silencio a aquella infeliz criatura triste y amargada, ni alta ni baja, ni joven ni vieja, ni guapa ni fea, ni atractiva ni repelente, ni estúpida ni brillante, cuyo único mérito parecía limitarse a ser hermana del Emperador, lo que, paradójicamente, se convertía al propio tiempo en su peor desgracia.

La conocía desde que eran niñas, se habían criado juntas, y aunque nunca había conseguido experimentar por ella un afecto semejante al que sentía por sus hermanos, la apreciaba, y comprendía mejor que nadie la magnitud y el origen de sus problemas.

La suya había sido una corta familia compuesta básicamente por tres hijos del Sol, de los cuales dos brillaban con luz propia iluminándose a su vez el uno al otro, mientras que el tercero se hundía cada vez más en las tinieblas.

Cuando la princesa Ima vino al mundo, su madre murió, y ya sus hermanos se adoraban, por lo que no la necesitaban en absoluto.

No es que fuera un estorbo; es que no aportaba nada nuevo a sus vidas, y no tenía por tanto razón de ser, puesto que siempre se ha sabido que una auténtica pareja se basta a sí misma cualquiera que sea el lugar en que haya nacido o las circunstancias en que se encuentre inmersa.

El mundo afectivo de sus hermanos le estaba vedado, y su padre había sido un hombre excesivamente severo que se pasaba la mayor parte del tiempo en lejanas guerras o en interminables ceremonias que le impedían dedicarle a la triste mocosa el tiempo y el afecto que estaba necesitando.

El resultado lógico fue que la princesa Ima se crió entre una pléyade de sumisos esclavos y ladinos sirvientes que le consentían todos los caprichos, pero que nunca le ofrecieron ni un ápice de cariño, hasta el punto de que se podía asegurar que no existía a todo lo largo y lo ancho del Imperio una criatura más solitaria y desgraciada.

El tiempo no parecía haber mejorado las cosas.

Su padre había muerto y sus hermanos habían subido al trono convertidos en el matrimonio más perfecto y feliz que cupiera imaginar, por lo que la hasta entonces mustia adolescente se limitó a vagar por el palacio real como una sombra silenciosa que no tuviera en absoluto claro hacia dónde debería encaminar sus pasos.

Excluida de todo, pronto llegó a la conclusión de que estaba destinada a convertirse en pieza de repuesto que tal vez alguna noche calentaría el lecho de su hermano, pero que jamás aspiraría a despertar en su corazón la más tibia de las pasiones.

Y los años pasaban.

¡Señor, con cuánta celeridad pasaban!

Su hermana malogró uno tras otro los cuatro hijos que había concebido, y a ella le llegó el momento de aspirar a una familia propia y al cariño del que siempre había carecido, pero la «razón de Estado» aconsejaba que se la mantuviera intacta por si algún día se llegaba a la dolorosa conclusión de que, efectivamente, la reina Alia nunca conseguiría proporcionar un heredero al trono.

—¿Y yo qué puedo decirte? —inquirió al cabo de un largo rato la comprensiva Sangay Chimé encogiéndose de hombros—. Entiendo tus razones y soy la primera en admitir que tienes todo el derecho del mundo a exigir que se te permita vivir tu propia vida, pero al mismo tiempo debes reflexionar sobre el hecho de que te has convertido en la última esperanza de millones de seres humanos. Tal vez tu verdadero destino sea el de convertirte en la madre del próximo Emperador.

—¿Madre? —se escandalizó la infeliz muchacha—. ¿De qué clase de madre hablas? Mi papel se limitará a permitir que un hombre que ni siquiera repara en mi presencia me posea mientras se hace la ilusión de que está poseyendo a mi hermana. ¿Crees que podré sentir algo por un hijo concebido de tan triste manera?

—Siempre será tu hijo. Y siempre será el futuro Emperador.

—Mi abuelo fue Emperador, y tan sólo lo vi una vez en mi vida. Mi padre fue Emperador, y apenas me dirigía la palabra. Mi hermano es Emperador, y a menudo tengo la impresión de que ni siquiera sabe que existo… ¿Crees que realmente me hace feliz la idea de tener un hijo Emperador que de igual modo me ignore?

—No. Supongo que no.

—Lo que me hace feliz es la idea de tener «mis propios hijos» aunque no lleguen a ser más que pastores —fue la áspera respuesta—. Ansío encontrar a un hombre que me quiera por mí misma y con el que pueda fundar una familia pese a que no durmamos sobre mantas de lana de vicuña, porque lo que me importa no es dónde duermo, sino con quién. Y hasta ahora siempre he dormido sola.

—Entiendo… ¿Qué quieres que haga por ti?

—Que hables con mi hermano. Sé que te aprecia, te escucha y te respeta… —El tono era ahora abiertamente suplicante—. Oblígale a comprender que está contraviniendo sus propias leyes al permitir que continúe soltera cuando estoy a punto de cumplir veintitrés años…

—Sabes muy bien que esas reglas no cuentan para aquellos que tienen sangre real… Tú estás por encima de la ley.

—¡Pero yo no quiero estar por encima de la ley! —se lamentó la princesa Ima—. Cada mes se derrama inútilmente mi sangre, y no veo nada en ella que la haga diferente al resto de las mujeres. Lo único que veo es que una vez más he perdido la oportunidad de ser madre…

¿Qué podía responder a eso alguien cuya próxima maternidad se encontraba tan a la vista y cuyo semblante parecía reflejar la felicidad que la invadía por el hecho de saber que portaba en su interior una nueva vida?

¿Cómo podía alguien que se sabía apasionadamente amada ofrecer palabras de aliento a un ser tan desoladoramente abandonado?

Ni un solo hombre de este mundo se atrevería a aproximarse a la princesa Ima sin el consentimiento del Emperador, consciente de que una sola frase o la más indiscreta mirada le conduciría directamente al patíbulo.

Únicamente cuando estuviera completamente seguro de que ya no iba a necesitarla, su hermano permitiría que alguien pusiera los ojos en ella, o ella en alguien, pero ésa era una posibilidad cada vez más remota.

Si por desgracia el destino de la princesa Ima era el de convertirse en madre del futuro Inca, estaría condenada a continuar viviendo en soledad, puesto que en ninguna mente humana cabía la idea de que un hijo del Sol pudiera tener un hermanastro por cuyas venas no corriera únicamente la sangre de un dios.

—Hablaré con el Emperador… —musitó al fin Sangay Chimé aunque resultaba evidente que no confiaba demasiado en el éxito de su gestión—. Lo que me pides me coloca en una posición harto delicada, pero intentaré que comprenda tu situación y te libere de la pesada carga que te ha sido impuesta.

Aun a sabiendas del riesgo que corría, cumplió su promesa y solicitó una audiencia, consciente de que durante su embarazo no sería bien vista en palacio, por lo que no la sorprendió que el Emperador la citara en la explanada de la fortaleza en la que cada mañana acostumbraba a correr a buen ritmo durante más de una hora.

—¿Vienes a hablarme de la princesa Ima? —fue lo primero que dijo cuando al fin tomó asiento a su lado, fatigado y sudoroso, tras el largo ejercicio.

—¿Cómo lo sabes, mi señor?

—¿Acaso ocurre algo en mi reino que yo no sepa? —inquirió él a su vez en tono áspero—. Me han contado que fue a visitarte, y sé que salió de tu casa llorando… ¿Qué le ocurre?

—Se siente sola.

—Doscientos esclavos y servidores viven pendientes de sus menores caprichos.

—No son más que eso, mi señor: esclavos y servidores que no pueden satisfacer sus verdaderos deseos. La princesa sueña con casarse y tener hijos.

—¿Acaso ha nacido en una fría choza de la puna? ¿Acaso ha tenido que trabajar en las labores del campo desde que tenía seis años? ¿Acaso se ha destrozado las manos trenzando cabuyas o tejiendo esteras? ¡No! Nunca ha hecho nada de eso, por lo que su vida ha sido siempre cómoda y placentera; pero ahora cree tener los mismos derechos que quien se los ha ganado con el sudor de su frente.

—No fue culpa suya nacer en cuna de oro y ser hija de quien es.

—No, desde luego, pero jamás protestó por ello. Ahora, sin embargo, y únicamente porque comienza a cosquillearle la entrepierna, pretende borrar su pasado arrimando su escudilla al nuevo fuego. No me parece justo. ¡Nada justo!

—Con todo el respeto que sabes que te tengo, ¡oh, gran señor!, lo que tampoco me parece justo es condenarla a ser eternamente virgen si no es ése su deseo.

—El templo está lleno de vírgenes que sueñan con dejar de serlo, pero que lo aceptan porque una antiquísima costumbre estipula que debe existir un determinado número de ñustas… —El Emperador se secó la frente con un paño de un blanco impoluto que acababa de entregarle uno de los sirvientes, y tras arrojarlo a un cesto que iría directamente al fuego puesto que nadie podía rozar siquiera el sudor del Inca, endureció el tono de voz hasta el punto de que parecía pertenecer a otra persona—. Sabes que siempre te he apreciado —dijo—. ¡Y mucho! Pero si quieres seguir siendo merecedora de ese afecto, no vuelvas a mencionar a la princesa. La trajeron al mundo para ser lo que es, y si no lo acepta, no merece vivir.

Se alejó seguido por una cohorte de impasibles guerreros, y Sangay Chimé no pudo evitar que un leve escalofrío le recorriera la columna vertebral.

El hijo del Sol acababa de mostrarle su más oscuro semblante, aquella parte tenebrosa de su personalidad que espantaba a cuantos le conocían, y no pudo por menos de maldecir su estupidez por mencionar en su presencia un tema que por principio jamás debería estar en boca de simples mortales.

Los problemas familiares de los miembros de la casa reinante eran algo sagrado que tan sólo les incumbía a ellos, puesto que así había ocurrido desde el comienzo de los tiempos.

Contaban las tradiciones que del lago Titicaca habían partido inicialmente seis hermanos, tres mujeres y tres hombres, pero que tan sólo una pareja, Manco Cápac y Mama Ocllo, alcanzaron la bendita tierra del Cuzco tras haberse librado por el camino de cuantos pudieran poner en peligro su linaje, incluidos los de su propia sangre.

Siglos más tarde, el precepto continuaba siendo el mismo, y por lo tanto muy semejante la forma de actuar: tan sólo debía existir un solo árbol con una sola rama que debía crecer sin temor a que las raíces de otros árboles minaran el suelo o las hojas de las ramas vecinas pudieran hacer sombra.

Como acostumbraba a señalar el Emperador: «Para asaltar mi palacio hacen falta diez mil valientes. Para asaltar mi dormitorio basta con un traidor. Por lo tanto resulta primordial que ese traidor no duerma en palacio».

Pretendía decir con eso que el principal peligro se encontraba siempre entre los más allegados, por lo que la mejor forma de conjurarlo era evitar que alguien tuviese la más mínima oportunidad de considerar que tenía algún remoto derecho a sentarse en el trono.

El tiempo vendría a darle mucho más tarde la razón, puesto que la poderosa dinastía iniciada por Manco Cápac y que había conseguido mantenerse en el poder durante cuatro siglos tan sólo desapareció a partir del momento en que dos de sus descendientes, Atahualpa y Huáscar, se disputaron ferozmente el trono, y con sus insensatas luchas fratricidas propiciaron que un mísero puñado de ambiciosos aventureros llegados de muy lejos se adueñaran en cuestión de semanas del fastuoso Imperio y sus ingentes riquezas.

El ansia de ese poder ha sido desde siempre el más oscuro objeto de deseo de una gran parte de los seres humanos, por lo que a lo largo y a lo ancho de la historia no ha existido ni una sola forma de gobierno que se haya visto libre de las acechanzas de cuantos aspiran a sentarse en la cima del mundo.

Los incas fueron quizá los más hábiles a la hora de encontrar una forma de limitar al máximo la lista de los posibles aspirantes a la corona, pero aun así su historia aparece repleta de crímenes y traiciones que culminarían el día en que Atahualpa, preso ya de los españoles, mandara asesinar a sangre fría a su hermano Huáscar para que no pudiera aliarse con los conquistadores.

Incluso del mismísimo Gran Inca Yupanqui, glorioso entre los gloriosos, se aseguraba que había hecho asesinar, tanto por celos como por envidias, a varios de sus hermanos y a dos de sus hijos.

Profunda conocedora de la historia de su pueblo y de sus múltiples insidias, la princesa Sangay Chimé se maldijo de nuevo por no haber sabido medir el alcance de sus actos.

Presentarse tan visiblemente embarazada ante un hombre obsesionado por el hecho de que su esposa no podía darle un hijo había constituido una primera y terrible equivocación, puesto que, sin pretenderlo, ya había provocado en el Emperador una inevitable actitud de rechazo.

Inmiscuirse luego en un tema que sabía muy bien que le estaba vetado significaba sin duda un segundo paso en falso de imprevisibles consecuencias, e insistir en el tema se había convertido en el tercer y más grave de los errores.

Por todo ello, su rostro mostraba un deplorable aspecto el día en que Rusti Cayambe regresó del lago Titicaca para hacer su entrada en el luminoso dormitorio y colocar amorosamente la mano sobre su abultado vientre.

—¿Qué te ocurre? —se alarmó—. ¿Te encuentras mal?

—No de salud, sino de ánimo.

—¿Y eso…?

La afligida mujer le hizo una detallada exposición de cuanto había sucedido durante su ausencia, para acabar musitando con amargura:

—¡Tanto como me he esforzado tratando de enseñarte los entresijos de la vida en la corte, y resulta que he sido yo quien se ha extralimitado!

—Únicamente intentabas ayudar a la princesa…

—A costa de adentrarme en un terreno en exceso resbaladizo —se lamentó ella—. Debería tener la experiencia suficiente como para saber a lo que me arriesgaba.

—A mí me alegra que lo hayas intentado.

—No unas tu inconsciencia a mi estupidez —le recriminó su esposa—. Perder el favor del Emperador es lo peor que puede ocurrirle a nadie.

—Si es tan inteligente y generoso como aseguras, comprenderá tus motivos.

—Ya te comenté en una ocasión que cuando se comporta como el hijo del Sol cambia. En esos momentos no es inteligente, justo, ni generoso. Es como si una fiera se escondiera en lo más profundo de su mente; un ser maligno heredado directamente de sus más lejanos ancestros, puesto que no debemos olvidar que basaron su poder en la destrucción de sus propios hermanos.

—¡Extraño mundo el tuyo! —se lamentó el general Saltamontes—. Extraño y a mi modo de ver despreciable. Prefiero adentrarme en las selvas del oriente, o en los desiertos del sur, que en una sucia ciénaga en lo que todo parece reducirse a no despertar las iras del Emperador.

—Y haces bien, puesto que ningún auca de la selva, ni ningún araucano de los desiertos, podrá nunca causarte tanto daño como el que pueda causarte el Emperador.

—Mañana tengo que verle.

—¡Sé muy prudente! —le recomendó su esposa—. Recuerda que sabe que has conseguido en una noche lo que él no ha conseguido en años: hacer que su esposa le dé un hijo.

El Inca recibió al general que había enviado a pacificar a los urus sentado en su fastuoso trono y rodeado por toda una cohorte de sumisos consejeros, pero su rostro semejaba una máscara de basalto, y sus entrecerrados ojos parecían mirar más allá de cuantos se encontraban arrodillados frente a él.

—¿Y bien? —quiso saber hablando por encima de la cabeza de Rusti Cayambe, que era quien se encontraba justo bajo sus pies—. ¿Qué noticias me traes del Titicaca?

—Los rebeldes han muerto, ¡oh, gran señor! —replicó en tono humilde el interrogado—. Mis hombres jugaron con sus cabezas, sus viviendas fueron incendiadas y sus familiares declarados esclavos…

—¿Cuántas bajas hemos tenido?

—Ninguna, mi señor.

—¿Ninguna…?

—Ninguna… Tan sólo dos heridos de escasa consideración.

Resultó evidente que la noticia satisfacía al Emperador, que se limitó a hacer un leve gesto de despedida con la mano.

—¡Bien! —dijo—. Has sabido cumplir con tu obligación… ¡Puedes retirarte!

—Aún hay algo más, ¡oh, gran señor! —se atrevió a musitar el joven general.

—¿Algo más? —se sorprendió el Inca.

—Así es, mi señor. Y respetuosamente pido permiso para exponértelo.

—Di lo que tengas que decir.

—Mientras me encontraba en el lago he tenido una idea que tal vez nos permita saber si vale la pena iniciar una campaña contra los araucanos.

—¿A qué te refieres?

—A que hemos dedicado demasiado tiempo, y hemos perdido infinidad de buenos soldados, intentando averiguar si los territorios que se extienden más allá del desierto de Atacama y su inaccesible cordillera es lo suficientemente fértil o contiene riquezas que ameriten continuar sacrificando a nuestros hombres.

—¿Y cómo pretendes averiguarlo sin cruzar el desierto y la cordillera? ¿Acaso tienes alas?

—No, mi señor. No tengo alas. Pero podríamos llegar hasta allí por mar.

Se dejó sentir un leve rumor de sorpresa, incredulidad o incluso de desaprobación, pero se acalló en cuanto los presentes repararon en la meditabunda expresión del Emperador.

—¿Por mar…? —repitió como si le costara dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Y cómo esperas llegar a las tierras de los araucanos por mar?

—Navegando siempre hacia el sur, mi señor.

—¿Navegando? ¿Y con qué clase de embarcaciones cuentas? Las diminutas canoas de nuestros pescadores apenas son capaces de alejarse de la costa, y a las pesadas balsas de troncos se las suele llevar el mar de forma que no volvemos a verlas nunca.

—Los aymará del Titicaca saben construir magníficas embarcaciones.

—¡Sí! —admitió ásperamente el Emperador—. Magníficas embarcaciones hechas a base de juncos de totóra, buenas para navegar en el lago pero completamente inútiles a la hora de adentrarse en el océano.

—¿Y quién puede asegurar tal cosa sin temor a equivocarse? —quiso saber su interlocutor—. Si flotan, flotan, puesto que el agua es igual en todas partes. Y los aymará saben cómo obligarlas a seguir un rumbo determinado ayudándose del viento y de los remos.

—El mar es salado.

—¿Y qué importancia tiene, mi señor?

El Inca permaneció unos instantes meditabundo, y por último se volvió a un anciano consejero al que se advertía tan confundido como el resto de los presentes.

—¿Tiene importancia? —quiso saber.

El pobre hombre pareció encogerse aún más, y resultó evidente que le aterrorizaba la idea de tener que dar una respuesta.

Al fin optó por encogerse de hombros, reconociendo su ignorancia.

—No lo sé, mi señor. Nunca he visto el mar.

El Inca se volvió de nuevo al general Saltamontes para inquirir casi agresivamente:

—¿Y tú has visto el mar?

—No, mi señor.

—En ese caso, ¿cómo puedes saber que las embarcaciones del Titicaca flotarán en él?

—Porque me han contado que el mar no es más que un inmenso lago de agua salada… He cogido agua, le he añadido sal y he introducido en ella un tallo de totóra… —Hizo una pausa, consciente de que todos se inclinaban sumamente interesados, y por último hizo un afirmativo gesto con la cabeza, para sentenciar, seguro de sí mismo—: ¡Y flota!

—¿Flota…? —repitió el hombre que se sentaba en el trono, al que el tema parecía interesarle más y más por momentos—. ¡Bien! Parece lógico que flote si al fin y al cabo no es más que agua con un poco de sal… ¿Pero consideras factible transportar unas naves tan pesadas desde el Titicaca hasta la costa a través de la cordillera? ¡Llevaría meses, tal vez años! Y dudo de que pudieran cruzar los puentes y los desfiladeros… ¡Sería una locura! ¡Una auténtica insensatez!

—No es en llevar los barcos en lo que había pensado, mi señor.

—¿Ah, no? ¿Entonces en qué?

—En trasladar allí a los que los construyen.

Un denso, casi palpable silencio se adueñó de la enorme estancia, y por un instante podría llegar a creerse que el hijo del Sol iba a ser víctima de un ataque de apoplejía, puesto que se había quedado muy quieto, con la expresión de quien ha recibido de golpe un jarro de agua fría.

—¡A los que los construyen! —masculló al fin casi masticando las palabras—. ¿Se te ha ocurrido la idea de transportar hasta la orilla del mar grandes haces de totóra para que los aymará fabriquen allí sus naves?

—¡Así es, mi señor!

—¿Y se te ha ocurrido a ti solo?

—¡Así es, oh, gran señor!

Nuevo y largo silencio meditabundo. El Emperador paseó la vista por encima de cuantos aguardaban, entre atemorizados y expectantes, clavó luego los ojos en un disco del sol que parecía ejercer sobre él un especial magnetismo y por último observó a quien aún permanecía a sus pies como si se encontrara ante un extraño animal desconocido que tuviera la extraña virtud de desconcertarle.

—Me colocas ante un serio dilema, Rusti Cayambe —dijo al fin—. No sé si ordenar que te corten una cabeza que piensa en exceso, lo que siempre resulta peligroso, o ascenderte a general con mando sobre diez mil hombres.

—Personalmente me inclinaría por lo segundo, mi señor.

El Emperador permitió que una leve sonrisa asomara a sus labios, ya que ésa era la máxima expresión de regocijo que podía permitirse en público, y concluyó por agitar de un lado a otro la cabeza como si aún le costara trabajo asimilar cuanto allí se había dicho.

—¡Deslenguado saltamontes! —exclamó—. Juegas con fuego, y el día menos pensado te abrasarás, pero reconozco que no sé qué es lo que admiro más en ti: si tu astucia o tu audacia. —Le apuntó con el dedo amenazadoramente—. ¡Ten mucho cuidado…! —advirtió—. Te vigilo de cerca. —Se puso en pie dando por concluida la audiencia al tiempo que puntualizaba—: De momento pongo diez mil hombres a tu mando para que construyas esas naves y vayas a comprobar si el país de esos hediondos araucanos merece ser conquistado.