La primera vez que hizo el amor, la princesa Sangay Chimé concibió a la princesa Tunguragua, que con el tiempo acabaría siendo mucho más conocida por el diminutivo de Tungú, o por el cariñoso apelativo de Tórtola.
La espectacular ceremonia había resultado en verdad maravillosa e inolvidable, pero más maravillosa e inolvidable resultó luego una noche de bodas en la que se cumplieron las más fantasiosas expectativas de una joven pareja a la que el alba sorprendió convencida de que habían alcanzado las estrellas con la mano.
—Hace dos meses… —susurró Rusti Cayambe mientras atraía a su esposa contra su pecho— me encontraba hundido hasta las rodillas en el barro, convencido de que en cualquier momento una lanza me atravesaría de parte a parte, maldiciendo mi mala fortuna por el hecho de que estaba a punto de abandonar este mundo sin haber tenido ocasión de saber lo que significaba el amor de una mujer…
—Hace dos meses… —replicó ella mientras se acurrucaba bajo su brazo— aguardaba anhelante la llegada de un chasqui que trajera noticias de la gran batalla, puesto que si nuestros ejércitos caían derrotados nos veríamos obligados a huir sin saber hacia dónde, con lo que nunca tendría la oportunidad de encontrar al hombre que mi corazón llevaba tanto tiempo buscando…
—Podrías haberlo encontrado en cualquier parte… —le hizo notar su flamante esposo con una leve sonrisa.
—¡Imposible! —replicó la muchacha en idéntico tono—. Yo sabía que al hombre de mis sueños tan sólo podría encontrarlo en el palacio del Emperador y justo el día en que llegara empujando ante sí al principal enemigo de nuestra patria.
—¡Mentirosa!
—Es la verdad… —insistió ella mordisqueándole el pecho—. Siempre tuve muy claro que acabaría casándome con el guerrero más valiente del reino. Por eso nunca quise elegir marido, y en cuanto te vi te reconocí. —Le hizo cosquillas—. ¡Fui directamente a por ti, y aquí te tengo!
—¿Pretendes hacerme creer que me tendiste una trampa?
—La más grande del mundo. Y la más resistente. —Le rodeó la cintura con los brazos y apretó con fuerza—. Te mantendré prisionero de ella hasta que seas muy muy viejo…
Hicieron nuevamente el amor y continuaron haciéndolo a todas horas porque eran jóvenes y apasionados, y porque el mundo parecía haber sido creado para ellos, para que fuesen felices en la prosperidad y la paz de un reino que había decidido no ampliar sus fronteras hasta que hubiera conseguido solucionar sus complicados problemas sucesorios.
A los pocos días de tomar posesión de su nuevo cargo, Rusti Cayambe estableció su cuartel general en la torre occidental de la fortaleza que protegía la ciudad por su entrada norte, para comenzar a elegir a sus hombres entre aquellos voluntarios que demostraban mayor espíritu de lucha y sacrificio.
Les obligaba a entrenarse de sol a sol, con calor o con frío, con lluvia o con nieve, por lo que poco a poco «Los Saltamontes» se fueron convirtiendo en un cuerpo de élite, duro y orgulloso de sí mismo, capaz de luchar con la misma eficacia en las altas cumbres que en la selva o los desiertos, puesto que para hacerlo asimilaban las tácticas de los propios nativos.
Al Emperador le agradaba acudir de tanto en tanto a comprobar los progresos de unos soldados decididos a dar la vida por él bajo cualquier circunstancia, pese a que le incomodara el hecho de que jamás vistieran uniforme.
—¡Parecen una pandilla de salteadores! —solía recriminarle a Rusti Cayambe—. Les falta estilo y marcialidad.
—Tienes medio millón de hombres «marciales» y con «estilo» que exhiben sus vistosos uniformes como la cacatúa luce sus plumas en la rama de un árbol, mi señor —solía responderle el general Saltamontes—. El topo más ciego no tendría problemas a la hora de distinguirlos en la distancia.
—¿Y eso qué tiene de malo…? —le respondía a su vez el otro—. El hecho de que se advierta de inmediato que son soldados del Inca aterroriza al enemigo.
—Excepto cuando no le aterroriza y le tiende una emboscada, mi señor —le refutaba invariablemente el joven general—. Yo no pretendo asustar a nadie para que salga huyendo y verme obligado a perseguirle durante semanas. Mi intención es destruirle lo más rápida y sigilosamente posible. Tú siempre aseguras que una buena sorpresa contrarresta una mala estrategia.
—Eso es muy cierto… ¡Pero es que tienen un aspecto! ¡Observa al que está subido en aquella roca! ¡Parece un pavo desplumado!
—Lo parece, en efecto, pero te garantizo que avanza por la selva sin mover una rama y es capaz de degollar a tres centinelas sin que cunda la alarma… Y ese otro puede pasarse todo un día enterrado en la arena del desierto como un escorpión al acecho de su presa.
—¡Te creo…! —admitió su señor—. Y me gustan, pero no los quiero ver desfilando junto al resto de mis tropas.
—Tampoco ellos pretenden hacerlo, mi señor. De hecho se niegan a perder el tiempo aprendiendo a desfilar.
El Inca no pudo por menos que agitar la cabeza al tiempo que dejaba entrever una amable sonrisa.
—Tienen razón los que aseguran que continúas siendo un atrevido deslenguado… Cuando te presentaste por primera vez ante mí debí haberte descuartizado por desobedecer mis órdenes y lanzarte en persecución de Tiki Mancka. En lugar de eso se me ocurrió la peregrina idea de ascenderte y permitir que te casaras con mi sobrina predilecta… Por cierto… ¿Cómo va su embarazo?
—¡Estupendamente, mi señor! Dentro de cuatro meses espero ser padre.
—¡Dichoso tú! ¡Y dichosa ella! Sabes bien que tanto la reina como yo la tenemos en gran estima, pero no creo conveniente que en su estado actual acuda a palacio…
—Lo entiendo, mi señor.
—La evidencia de su próxima maternidad haría aún más infeliz a mi esposa.
—Espero que pronto pueda verse igual.
—Yo también lo espero, aunque es tal el terror que la invade ante la sola idea de volver a abortar, que en cuanto se queda embarazada se pasa los días temblando y las noches en blanco.
—Resulta comprensible, si tan amargas han sido sus anteriores experiencias.
—¡Muy amargas, en verdad! ¡Mucho! Y a menudo me pregunto cómo es posible que un hecho tan natural pueda llegar a convertirse en un problema de tan difícil solución.
—¿Qué opinan sobre ello los hampi-camayocs?
—¿Y qué quieres que opinen? No son más que una pandilla de farsantes, y a veces creo que haría bien en expulsar del reino a todos los médicos, adivinos y hechiceros que embaucan al pueblo con sus malas artes. Si son incapaces de contribuir a crear una vida, ¿cómo esperamos que sean capaces de impedir una muerte?
Esa noche, al escuchar de labios de su esposo el relato de la entrevista, la princesa, Sangay Chimé, pareció perder el apetito, y con un leve gesto hizo que los sirvientes se llevaran su plato y los dejaran a solas.
—¡Me duele tanto el dolor de nuestro Emperador! —musitó sinceramente afectada—. Casi desde que tengo uso de razón le veo sufrir por esa única causa, hasta el punto de que he llegado a preguntarme si lo que en verdad le obsesiona es la necesidad de traer al mundo a un heredero al trono, o la felicidad de la reina.
—Quiero creer que ambas cosas van unidas.
—¡Desde luego! —reconoció ella de inmediato—. Van unidas, pero ¿cuál es la prioritaria?
—¿Y qué importancia tiene?
—A mi modo de ver mucha, porque de ello depende que se sienta antes Inca que hombre, o esposo que Emperador. Tú qué crees que prevalece… ¿la razón de Estado o la razón sentimental?
—Qué pregunta tan absurda… —protestó Rusti Cayambe un tanto incómodo, puesto que nunca había sido partidario de semejante tipo de disquisiciones, en especial cuando se referían a un semidiós al que amaba y respetaba—. Estamos esperando un hijo y no se me ocurre plantearme lo que significa como posible heredero, o lo que significa con respecto a ti. Será nuestro hijo, nos unirá aún más, lo querremos, le daremos hermanos, y con eso basta.
—Esa respuesta no me vale, puesto que no está hecha desde el punto de vista del Emperador.
—¿Y cómo quieres que adivine cuál es el punto de vista del Emperador? —se lamentó el pobre hombre—. A menudo ni siquiera sé cuál es tu punto de vista, y no eres más que una princesa… Él es hijo de dios, y por lo tanto ni por lo más remoto puedo ponerme en su lugar.
—¿De verdad lo crees?
—¿Qué?
—¿Qué es hijo de dios?
—¡Naturalmente!
—¿Estás seguro?
—¡Por completo! ¿Acaso tú no?
Sangay Chimé se tomó unos instantes para reflexionar, se acarició con gesto de profundo amor el abultado vientre y por último replicó:
—Le conozco tan a fondo, que en ocasiones me asaltan las dudas… ¿Cómo un dios puede cometer semejantes errores y tener debilidades tan humanas? Sin embargo… —añadió— de igual modo no consigo evitar preguntarme de qué forma un simple ser humano podría llegar a ser tan superior a cuantos le rodean si no tuviera un origen divino.
—Puede que sea mitad hombre y mitad dios.
—O que tan sólo sea un hombre extraordinario.
—Eso suena a herejía y sabes mejor que yo que la herejía está castigada con la muerte.
—Ésa es una regla que únicamente afecta al pueblo llano —le recordó ella—. Los miembros de la familia real tenemos el privilegio de expresar ciertas dudas dentro del recinto de nuestra casa, y siempre que no lo hagamos en presencia de los criados. —Sonrió irónicamente—. Lo que ocurre es que precisamente somos los miembros de la familia real los menos interesados en expresar cualquier tipo de dudas sobre el origen de nuestra sangre.
—¡Lógico!
—¡Y tan lógico…! Pero eres mi esposo y pretendo que no existan malentendidos entre nosotros… Puedes estar seguro de que daría a gusto mi vida por el Emperador, pero no estoy segura de si la daría por el hijo del Sol.
Rusti Cayambe permaneció con su copa en alto, sin decidirse a beber, y realmente confuso puesto que tenía la impresión de que acababan de propinarle una inesperada patada a sus convicciones.
—¿Y cuál es la diferencia? —balbuceó al fin.
—Son muchas y muy significativas… —fue la convencida respuesta—. Hace tiempo llegué a la conclusión de que existen tres hombres diferentes pese a que habiten un mismo cuerpo: el inteligente y comprensivo Emperador, el tierno y desesperado esposo de la reina Alia y el intransigente y despiadado hijo del Sol. Tú has conocido a los dos primeros, pero aún no has tenido ocasión de conocer al tercero. —Agitó la cabeza con gesto pesimista—. Y confío, por nuestro bien, que nunca te veas en la necesidad de hacerlo.
—¿Tan malo es?
—Peor aún.
—¿En qué sentido?
—En todos.
—¡Si no me dices más…! —se impacientó el general Saltamontes—. Puedo entender que exista una notable diferencia entre el hombre público que se ve obligado a gobernar un gigantesco imperio y el hombre enamorado y deseoso de tener descendencia, pero si no me lo explicas mejor, jamás conseguiré entender quién es ese otro al que según tú no conozco.
—Ya te lo he dicho: es el hijo del Sol; el único descendiente directo de Dios sobre la tierra, y cuya principal misión no es la de ser un buen o mal Inca, conquistador o pacificador, dulce o violento, sino la de convertirse en otro eslabón de una cadena dinástica que comenzó con Viracocha y concluirá cuando ese mismo Viracocha regrese y se apodere del último eslabón uniéndolo al primero para completar el círculo de la creación… ¿Empiezas a entenderlo?
—Más o menos.
—En ese caso dime… ¿de qué sirve una cadena si uno de sus eslabones se quiebra?
—De nada, naturalmente.
—Pues ahí es donde aflora el auténtico hijo del Sol. Le atormenta comprender que está fallando en la esencia de su razón de ser, que no es otra que perpetuar la especie conservando la sangre de los Incas tan pura como la recibió. El resto no es más que anécdota para la historia. Hemos tenido Incas pacíficos, conquistadores, justos, crueles, sanguinarios e incluso afeminados… ¿Y a quién le importa?… Lo que en verdad importa es tener un auténtico hijo del Sol sentado en el trono para que todo siga igual hasta el fin de los siglos.
—Nunca se me había ocurrido verlo de ese modo.
—Porque pertenecías al pueblo llano, querido. —La princesa Sangay Chimé extendió la mano para posarla cariñosamente sobre los muslos de su esposo—. Pero ahora has pasado a formar parte de una casta superior, y ello trae aparejado no sólo notables privilegios, sino también pequeñas obligaciones.
—Y la primera de dichas obligaciones debe de ser la de procurar no perder dichos privilegios… —puntualizó él con marcada intención.
—¡Sin la más mínima duda!
—Me lo temía.
—¡Así son las cosas! —Una tranquilizadora sonrisa iluminó como un rayo de sol el hermoso rostro de la muchacha—. Pero no te entristezcas… —añadió—. Que sean así no sólo es bueno para nuestra casta, sino sobre todo para las castas inferiores… —Le apuntó levemente con el dedo—. Tú lo puedes entender porque has visto cómo viven los salvajes más allá de nuestras fronteras… Violan, roban, esclavizan y se matan entre sí. Son apenas poco más que alimañas de la selva sin el más mínimo sentido de la responsabilidad, que no piensan más que en emborracharse, mascar coca o fornicar…
—En eso tienes razón.
—¡Ya sé que la tengo! Y también sé que hasta que Viracocha llegó, instauró nuestra cultura, y ordenó a Manco Cápac y Mama Ocllo que construyeran la sagrada ciudad del Cuzco, también nosotros nos comportábamos de un modo semejante… De hecho, mi familia materna no es mucho mejor…
—Nunca me hablas de ella.
—Hay poco que decir. Son seres primitivos, a un millón de años de distancia de la inteligencia o la sensibilidad del Inca. Una vez fui a visitarlos, y fue como descender a los infiernos. Hace cientos de años el suyo debió de ser un pueblo culto y poderoso, pero un buen día el populacho se alzó contra sus líderes, permitiendo que imperase la anarquía, por lo que han acabado por vivir como cerdos.
—Ya he advertido que para ti el sentido del «orden» resulta esencial.
—Me agrada el orden, en efecto, pero ello no está reñido con la tolerancia. Ni tampoco significa que por mantener ese orden acepte a pies juntillas que el Emperador desciende en línea directa del Sol. «Convendría que así fuera…» —matizó—. Pero que lo sea o no carece de importancia.
—¿Qué pretendes decir con eso de que «carece de importancia» que sea o no hijo del Sol?
—Que a mi modo de entender las cosas, resultaría siempre preferible que no lo fuera pero que el pueblo así lo creyera, a que sí lo fuera pero que el pueblo no lo aceptara.
—Eso se me antoja muy retorcido… —se lamentó de nuevo Rusti Cayambe, que cada vez parecía más confuso.
—Puede que lo sea —admitió ella—. Pero debes empezar a darte cuenta de que para que una minoría se mantenga en la cúspide del poder durante siglos, a veces resulta imprescindible comportarse de una forma «retorcida»… —Hizo un leve gesto hacia el exterior—. Ahí fuera duermen millones de hombres y mujeres que han cenado lo justo y cuentan con el calor imprescindible para no congelarse. Todos ellos quisieran estar ahora aquí, pero en ese caso ninguno de ellos saldría realmente beneficiado, puesto que el reparto no alcanzaría para proporcionarle bienestar a todos. Te han ofrecido una oportunidad única porque te la has merecido, y lo que ahora pretendo es enseñarte las reglas del juego.
—No sé si me gusta ese juego… —le hizo notar su esposo.
—Te gustará cuando nazcan nuestros hijos y no los obliguen a trabajar de sol a sol, patrullar por el desierto o despeñarse construyendo puentes. Tú y yo desapareceremos, pero generaciones que llevarán nuestra sangre se sentirán felices por haber nacido en un palacio del Cuzco y no en una choza de la puna.
A Rusti Cayambe, que no había nacido en una choza de la puna, pero sí en una humilde aldea a orillas del tumultuoso Urubamba, le resultaba no obstante harto difícil acostumbrarse a ver el mundo desde la perspectiva de la mujer con la que se había casado.
Criado como cualquier otro niño del Imperio, se había hecho hombre convencido de que el Inca era el indiscutible hijo del Sol, y que las leyes y las costumbres se regían por unas normas comparables a las que regían el movimiento de los astros, ya que nadie pondría nunca en duda que la luna crecía o menguaba en el cielo, que a la primavera le seguiría el verano, o que la lluvia hacía crecer el maíz.
Nadie debía poner tampoco en duda que el Inca era dios, sus parientes seres casi divinos, y que cuando los astrólogos hacían sus predicciones éstas se cumplirían de modo indefectible.
Los generales sabían ganar batallas y los hampi-camayocs curar a los enfermos.
Todo estaba en su lugar y él sabía perfectamente qué lugar ocupaba en ese todo.
Pero ahora las cosas habían cambiado.
¡Y cómo habían cambiado!
A menudo se despertaba en mitad de la noche, comprobaba que aquella maravillosa criatura dormía realmente a su lado, observaba cómo una tímida lámpara de aceite perfumado brillaba en un rincón de la cálida estancia, palpaba la manta de finísima lana de alpaca sobre la que descansaba y le asaltaba la extraña sensación de que no era Rusti Cayambe el que se encontraba allí, sino un ser desconocido cuyas idas y venidas observaba sentado en el borde mismo de la luna.
Un pez fuera del agua o una cotorra en las profundidades del océano no se hubieran sentido tan desplazados como él se sentía cuando la inteligente princesa le guiaba a través de un laberinto de nuevas ideas que ni siquiera había imaginado que existieran.
Para Rusti Cayambe, el Inca siempre había sido el Inca, pero ahora Sangay aseguraba que en ese único cuerpo habitaban tres seres diferentes y que dos de ellos resultaban ser sorprendentemente humanos.
¿Cómo asimilarlo?
Era como haber sido trasladado a un mundo en el que las rocas se convertían en barro, los ríos corrían montaña arriba o la nieve calentaba.
Descubrir que las leyes no eran iguales para todos, y que se las podía moldear por el mero hecho de tener una determinada sangre en las venas le sumía en el desconcierto, pero lo que sin duda más contribuía a confundirle era aquel sutil manejo de ideas y palabras de que solían hacer gala los nobles de la corte.
Era como si únicamente vivieran en la hora del crepúsculo, cuando el blanco no es blanco, ni el negro negro, y cuando hasta los colores del cielo, las montañas o las nubes varían de un instante al siguiente, y cada cual los interpreta a su manera.
En ocasiones echaba de menos los viejos tiempos en los que el blanco era blanco y el negro negro, pero si quería ser absolutamente sincero consigo mismo se veía obligado a admitir que le alegraba el alma saber que su hijo no sería un vulgar «destripaterrones», un pastor de llamas, o un chasqui correcaminos.