Los seguidores de Tiki Mancka dormían, convencidos de que se encontraban a salvo, y la mayor parte continuaron durmiendo por el resto de la eternidad, con la garganta abierta de lado a lado, visto que los hombres de Rusti Cayambe supieron deslizarse tan en silencio como la propia muerte, sin darles apenas tiempo a dejar escapar un lamento o encomendar su alma a los dioses.
El feroz montañés, saqueador, violador y asesino se despertó rodeado de enemigos, y en su rostro podía leerse tal expresión de desconcierto que no pudo por menos que hacer reír al bueno de Pusí Pachamú.
—No te esperabas esto, ¿verdad? —inquirió feliz como un chicuelo con un nuevo juguete—. Creías que tardaríamos meses en reparar el puente, ¿no es cierto? Veremos cómo suenan tus tripas cuando te conviertan en tambor.
El viaje de regreso fue largo, fatigoso y lento, pero plagado de momentos maravillosos, puesto que muy pronto se corrió la voz de que un grupo de héroes se dirigían al Cuzco empujando ante sí al monstruo que tanto daño había causado, y no quedó pueblo, ni fortín, ni caserío por humilde que fuera, que no extendiera alfombras de flores al paso del cortejo, cantando de alegría y agasajando al puñado de valientes que habían triunfado allí donde los más poderosos ejércitos jamás consiguieron la victoria.
La capital, extendida a todo lo largo y lo ancho del más hermoso valle que nadie pudiera imaginar, y en el punto exacto en que Manco Cápac y Mama Ocllo eligieron como «Ombligo del universo» se engalanó como tan sólo solía hacer cuando un Inca regresaba después de conquistar un nuevo reino, y tal fue el entusiasmo de la multitud, que desde que sobrepasaron la explanada de la fortaleza norte, los recién llegados fueron izados a hombros para ser conducidos de ese modo hasta las puertas del palacio imperial.
En su interior, acomodado en un enorme trono de oro cubierto de pieles de jaguar y rodeado por los nobles de la corte, el Inca aguardaba sonriente, y por primera vez en años hizo un gesto para indicar que quienes habían llevado a cabo tan prodigiosa hazaña no estaban obligados a arrastrarse hasta sus pies con la cabeza gacha y un saco sobre la espalda.
—Venid a mí como hombres libres y como hermanos, ya que habéis arriesgado vuestras vidas por mis hijos. Venid como elegidos de mi padre el Sol, resplandecientes, pues nada hay que más brille que la sonrisa de un héroe.
Un apagado murmullo recorrió de punta a punta la grandiosa estancia, puesto que nadie guardaba memoria de que un hijo del Sol en persona se hubiera mostrado nunca tan complacido ante la presencia de simples mortales sin sangre noble en las venas.
Cuando Rusti Cayambe avanzó empujando ante sí al maltrecho y demudado Tiki Mancka, el Emperador apenas dedicó una despectiva mirada al cautivo, para limitarse a ordenar:
—Que al amanecer sea despellejado vivo y convertido en runantinya para que todos aquellos que han sufrido por su causa puedan bailar al son de su música… ¡Lleváoslo!
En cuanto el aterrorizado montañés hubo desaparecido de su vista, se volvió a Rusti Cayambe y, cambiando el tono de su voz, señaló:
—Y a ti, valiente entre los valientes y astuto entre los astutos, te nombro general de mis ejércitos con mil hombres a tu mando.
Por primera y probablemente única vez en su vida, Rusti Cayambe advirtió que las rodillas le temblaban. Fue a decir algo, pero recordó de inmediato que nadie podía dirigirse directamente al Inca, por lo que permaneció muy quieto, como alelado, convencido de que el mundo comenzaría a girar locamente a su alrededor.
—¿Tienes algo que alegar? —inquirió al poco el sonriente hijo del Sol—. Habla sin miedo. Tienes mi permiso.
—¡Pero, señor…! —intentó protestar un adusto maestro de ceremonias.
—¡Olvida el protocolo! —fue la áspera respuesta—. Si este hombre no va a tener derecho a hablar, ¿quién más se atreverá a hacerlo? —Extendió la mano derecha con la palma hacia arriba para añadir con sorprendente dulzura—: ¡Habla! Di lo que quieras.
Rusti Cayambe dudó de nuevo, tragó saliva, dirigió una desconcertada ojeada a su alrededor y casi tartamudeando musitó:
—No soy noble, mi señor.
—Si generosa es tu alma, astuta tu mente y osado tu corazón, noble tiene que ser la sangre que corra por tus venas, aunque por lo visto ignoras quiénes fueron tus auténticos antepasados. De no ser así incluso los muros de este palacio se vendrían abajo… —El Inca lanzó una desafiante mirada a todos los presentes, y en tono que no admitía la más mínima réplica puntualizó—: Yo afirmo que tú, Rusti Cayambe, eres noble entre los nobles y general de mis ejércitos… —Hizo una corta pausa—. Y ahora dime qué símbolo escoges como insignia de tu estirpe para que luzca en tu tienda de campaña y tus hombres la exhiban en el escudo.
El interrogado meditó unos instantes, consciente de que era aquélla una elección harto delicada, pero consciente de igual modo de que no podía demorarse demasiado en dar su respuesta o corría el riesgo de aburrir a su señor, por lo que al fin replicó convencido:
—El saltamontes.
—¿El saltamontes? —repitió desconcertado el hijo del Sol, que de buena gana hubiera dejado escapar una sonora carcajada, lujo que sabía muy bien que no podía permitirse en público—. ¿Qué quieres decir con eso del saltamontes?
—Lo que he dicho, mi señor. Tienes poderosos ejércitos cuyos símbolos suelen ser el jaguar, el puma, el cóndor, el oso, el zorro o incluso la anaconda… Sus generales son magníficos estrategas y sus soldados fuertes y valerosos. Sin embargo, a mi modo de ver resultan demasiado lentos y farragosos, ya que necesitan meses para conseguir acorralar al enemigo, obligándolo a presentar batalla…
—Eso es muy cierto.
—Sin embargo, oh, gran señor, nuestros principales enemigos son montañeses, araucanos o aucas que se mueven aprisa, dan un golpe y escapan, acosándonos como el tábano acosa a la alpaca. Son ladinos y traicioneros, fantasmas entre los riscos y la selva, y yo aspiro a crear un pequeño ejército que luche de igual manera, y caiga sobre ellos al igual que suele hacer el saltamontes, que llega de improviso y nadie sabe de dónde.
El Emperador tardó muchísimo tiempo en responder. Recostó la cabeza en el trono, contempló el techo y meditó largamente sobre cuanto acababa de escuchar, mientras un silencio sepulcral se adueñaba del recinto, puesto que ni uno solo de los presentes se atrevía ni tan siquiera a pestañear mientras el sagrado hijo del Sol estuviera consultando con sus antepasados.
Por último, cuando podría llegar a creerse que se había quedado dormido, volvió a clavar los oscuros y profundos ojos en el hombre que aguardaba con el corazón en un puño.
—Eres listo, general Saltamontes —sentenció—. Condenadamente listo, y son los hombres como tú los que engrandecen el Imperio. Me estás proponiendo crear un ejército de tábanos que luchen tal como luchan nuestros principales enemigos, y yo lo acepto.
Súbitamente se puso en pie dando por concluida la recepción, y sin pronunciar una palabra más desapareció por la pequeña puerta que se abría justo a espaldas del trono, seguido por el maestro de ceremonias y los diez gigantes de su guardia personal.
Por su parte, Rusti Cayambe parecía haberse convertido en estatua de sal, incapaz de asimilar que cuanto acababa de ocurrir respondiese a la realidad, y no se tratase del más loco de los sueños.
Sin saber exactamente cómo, en un abrir y cerrar de ojos había pasado de capitán plebeyo a noble general, señor de su propio ejército y sus propios símbolos, mil hombres a su mando y el más prometedor de los futuros por delante.
Fue Pusí Pachamú quien le devolvió al mundo real arrodillándose ante él para besarle la borla del cinturón en señal de respeto y acatamiento.
—¡Mis felicitaciones, glorioso general Saltamontes! —dijo—. Que los dioses te colmen de bendiciones.
—Ya me han colmado, mi buen amigo. Ya me han colmado —le replicó su jefe—. Pero álzate, que de ti no espero gestos de sumisión, sino el afecto y la fidelidad que siempre me has demostrado. Adonde quiera que yo vaya irás tú, puesto que siempre seguirás siendo mi segundo en el mando.
Allí mismo se vieron obligados a poner fin a la corta conversación, puesto que la mayor parte de los presentes acudía en tropel a felicitar al héroe del momento. La alta nobleza cuzqueña estaba unánimemente considerada una élite extremadamente exclusivista y cerrada, pero la palabra del Emperador se acataba como palabra de dios, y si algo o alguien alegraba el corazón del Inca —tal como tan evidente parecía ser el caso del nuevo general—, sus súbditos tenían la obligación de regocijarse con él.
A la mañana siguiente disfrutarían observando cómo un hábil verdugo despellejaba en vida a quien tanto daño les había causado y tanto terror les había obligado a acumular durante las más oscuras noches, y luego, mientras la carne viva y ensangrentada era pasto de las moscas y el reo agonizaba rugiendo de dolor, asistirían a la curiosa ceremonia de rellenar su piel con paja y lana para que se curtiese luego al sol, se tensara con fuerza y acabara por convertirse en runantinya, un reluciente y macabro tambor de forma humana que podrían hacer retumbar con el fin de alejar definitivamente sus temores.
¡Alabado fuera por tanto aquel que había hecho posible tamaña felicidad, y maldito fuera por siempre quien anidara en su ánimo la más leve sombra de dudas sobre su recién descubierta nobleza de sangre!
Justo era el premio, y justo aquel que lo había concedido.
Si el Inca así lo había decretado, así debía ser.
De su boca surgía la palabra de dios.
—¿En verdad te agrada que de ahora en adelante todos te llamen general Saltamontes?
Si hacía tan sólo unos instantes Rusti Cayambe acababa de llegar a la conclusión de que durante aquel prodigioso día había experimentado todas las emociones a que un hombre puede aspirar a lo largo de una intensa vida feliz y longeva, se equivocaba.
Lo más excitante estaba aún por llegar, puesto que quien había hecho tal pregunta con una voz autoritaria y profunda, pero a la vez divertida y desconcertantemente cálida, no era otra que la emblemática princesa Sangay Chimé.
Nieta de emperadores e hija de una princesa de origen costeño, respetada por su vasta cultura y adorada por su belleza, su generosidad y su muy peculiar sentido del humor, la inmensa mayoría de los cuzqueños no hubieran visto con malos ojos que, como último recurso, algún día pudiera llegar a convertirse en la madre del futuro Emperador, dado que la esposa del actual no parecía ser capaz de alumbrar un heredero.
No obstante, la ley estipulaba que el Inca tenía la obligación de engendrar al futuro hijo del Sol en el vientre de su hermana Alia, a la que, dicho sea de paso, amaba desesperadamente, ya que ésta era la única forma indiscutible que existía de que la sangre de los emperadores se mantuviese incontaminada a través de los siglos.
El Inca era dueño de tener cuantos hijos quisiera con otras esposas, concubinas, o amantes ocasionales, pero aquel que a su muerte ocupara su lugar en el trono tenía que ser obligatoriamente hijo de una de sus hermanas.
El Emperador, que no parecía ver más que por los ojos de su idolatrada «esposa-hermana», había demostrado siempre, no obstante, un profundo respeto y un sincero afecto por su prima, la princesa Sangay Chimé, con la que gustaba compartir largas veladas, ya que tenía fama de ser la muchacha más picarescamente divertida de la corte.
Por todo ello, sabiendo perfectamente quién era la persona que acababa de hacerle semejante pregunta, Rusti Cayambe pareció llegar a la conclusión de que aquel fantástico sueño se estaba alargando en exceso.
—¿Cómo has dicho? —acertó a mascullar entre dientes en un tono de voz casi inaudible.
—Te he preguntado si te agrada la idea de que te llamen general Saltamontes —repitió ella—. Aunque, por lo que veo, tan sencilla demanda te ha dejado de piedra… ¿Tanto te ha impresionado encontrarte cara a cara con el Emperador?
—Mucho, en efecto —admitió el interrogado—. Pero más me impresiona encararme contigo, puesto que desde niño sé que el Emperador existe y es el hijo del Sol, pero es en este mismo momento cuando acabo de descubrir que tú también existes y debes de ser, por el brillo de tus ojos, hija predilecta de la mismísima Luna.
—¡Vaya! —pareció sorprenderse gratamente la muchacha—. Galante, además de astuto y valiente… ¿Acaso ocultas otros tesoros?
Rusti Cayambe asintió con un leve ademán de la cabeza:
—Ocultos están, pero no por su gusto, que son tesoros que de poco valen a no ser que se compartan.
—¡Extraña coincidencia! —rió ella con malévola intención—. Algo semejante me ocurre cada vez más a menudo. ¿De qué vale tener lo que se tiene, si al contemplarlo, tan triste y solitario, es más la congoja que la alegría que ofrece?
—Remedio tiene.
—En efecto… Y fácil, si no se aspira a mucho.
—No es ése tu caso, que tienes derecho a aspirar a lo más alto.
—¿Y qué es, a tu modo de ver, lo más alto?
—¿Cómo puede saberlo quien apenas acaba de subir al primer peldaño de una escalera tan empinada y peligrosa como la del Huayna Picchu? —inquirió él—. Nunca sufrí de vértigo al borde de un abismo, pero ahora me invade al mirar hacia arriba.
—Tengo la impresión de que eres de los que pronto se acostumbran a las alturas. Si eres capaz de crear ese ejército de tábanos y proporcionar nuevas victorias al Incario, el Emperador pondrá sus ojos en ti, pues me consta que está ya un poco cansado de viejos generales que demandan en exceso soldados y prebendas sin devolver victorias a cambio.
—Aguas Rojas ha constituido una gran victoria.
—Inútil si tú no te hubieras empeñado en perseguir y capturar a Tiki Mancka. ¿De qué hubiera valido tanta sangre derramada? Al Inca no le gusta ver morir a sus amigos, pero tampoco a sus enemigos, puesto que según él esos enemigos no son más que futuros súbditos que se resisten a entrar en el redil. Muertos no engrandecen al Imperio, puesto que no sirven para tender un puente, construir un camino o recolectar una sola mazorca de maíz.
Se habían quedado solos, tal como suelen quedarse un hombre y una mujer interesados el uno por el otro, pese a que un millón de personas pululen a su alrededor.
Sin tan siquiera proponérselo habían levantado una especie de muro que los aislaba del resto de la gente; un muro que iba ganando en espesor y altura a medida que hablaban, que se miraban, y que sin necesidad de rozarse empezaban a comprender que sus pieles se buscaban.
El amor es un misterio con un millón de años de historia a sus espaldas, repetido a diario en cada rincón del mundo, pero no por ello menos desconocido y sorprendente, puesto que surge de improviso, sin razón aparente, se alimenta de sí mismo, crece y en ocasiones muere al igual que nació, sin razón válida alguna que sirva para aclarar por qué llegó o por qué se fue, qué cuna lo meció o en qué tumba se enterró.
Rusti Cayambe y la princesa Sangay comenzaron a amarse aquella misma tarde, y se amaron después durante años, se amaron en la vida y en la muerte, y al parecer aún continúan amándose tal como lo hacen los dos altivos volcanes que llevan sus nombres, y que jamás han cesado de adorarse.
La hermosa muchacha, que podía, en efecto, aspirar al hombre más poderoso del Imperio, con excepción del propio Inca, y a la que la tradición obligaba a elegir pareja antes de un año, puesto que ninguna mujer en edad de procrear tenía derecho a permanecer soltera y privar al Imperio del inapreciable bien de nuevos súbditos, eligió de inmediato a quien su corazón había elegido.
El general Saltamontes, que de igual modo se veía en la necesidad de buscar compañera, puesto que ni siquiera su nuevo rango le exculpaba de la obligación de traer hijos al mundo, apenas podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo, pero lo aceptó sin tan siquiera un pestañeo puesto que se trataba del más hermoso presente que jamás hicieran los dioses a un triste mortal.
Pese a que era libre para tomar decisiones, la princesa solicitó días más tarde una audiencia privada con su mentor y amigo, el benévolo Emperador, al que con tanta frecuencia hacía reír.
—Vengo a ti humildemente, ¡oh, gran señor!, a solicitar permiso para unir mi vida a la de Rusti Cayambe.
—¿El general Saltamontes? —inquirió el otro divertido—. ¿Cómo es eso, pequeña? ¿Tienes a los más poderosos nobles a tus pies, y te inclinas por un recién llegado cuyo futuro aún está por determinar?
—De ti aprendí que el corazón debe ser el primer mandatario de nuestras vidas, y admito que desde que le conocí es el corazón quien me lo exige.
—¿Lo has meditado bien?
—Lo intento, pero en cuanto cierro los ojos su imagen hace acto de presencia, ahuyentando, como el alba ahuyenta a las sombras, cualquier posibilidad de razonamiento.
—Entiendo lo que dices, puesto que sucede lo mismo con aquella a quien amo desde niño. A menudo me planteo que debería repudiarla y casarme con mi hermana Ima, que aún está en edad de darme una docena de hijos, pero tan sólo de pensar en rozarle un cabello, o en el dolor que causaría a mi esposa, se me nubla la mente.
—La reina entendería tus razones.
—Entender el sufrimiento nunca ha servido para mitigarlo, pequeña. Así es, y confío en que jamás se te presente la oportunidad de comprobarlo.
—¿Pero qué será de nosotros si llega un día en que tú nos faltas? ¿Quién será nuestro Inca?
—No lo sé, pequeña, aún no lo sé. Pero no te inquietes. Confío en vivir muchos años, y en que antes de regresar junto a mi padre el Sol, sangre de mi sangre quede para siempre entre vosotros… —Le acarició las mejillas con evidente afecto—. Pero ahora lo que importa eres tú. Sé de más de uno que va a sufrir un duro golpe cuando vea que ese desvergonzado 22 lenguaraz te calza las blancas sandalias… ¿Porque quiero creer que serán blancas?
—Lo serán, mi señor, que también tú me enseñaste que quien aspira a una gran felicidad debe saber aceptar pequeños sacrificios. Mi esposo me tomará en sus brazos tal como tú me alzabas cuando aún no levantaba tres palmos del suelo.
—Me alegra oírlo, y más me alegra comprender que mis súbditos obedecen mis leyes y siguen mis consejos. Si algo nos diferencia de los salvajes que nos rodean y con frecuencia nos acosan, es el amor a Viracocha, nuestra dedicación al trabajo y el fiel acatamiento a los cuatro principios básicos: no matar, no mentir, no robar y no fornicar fuera del matrimonio.
—Esa maravillosa diferencia se la debemos a tus antepasados, que supieron inculcarnos el amor a las cosas hermosas y bien hechas.
—¡No, pequeña! —la contradijo el Emperador—. A quien se lo debemos todo es a Viracocha, que fue quien nos marcó las pautas de lo correcto o lo incorrecto. Mis antepasados tan sólo se preocuparon de hacer que se cumplieran para que todo esté a su gusto el día en que decida regresar.
—¿Y cuándo llegará ese día?
—¿Quién podría saberlo? Por el mar se fue y por el mar volverá, pero ese océano es tan grande que a veces temo que haya errado el camino.
—¿Qué existe más allá de esas aguas?
—¡Nada! Únicamente el palacio en que duerme mi padre el Sol, y al que sin duda acudió a descansar Viracocha. Las aguas son como las estrellas del firmamento: siempre existe otra más allá, y más allá, y más allá.
—¿Tan pequeños somos?
—De cuerpo únicamente, puesto que aunque nuestra mano no consiga rozar ni tan siquiera a la luna, nuestra mente es capaz de abarcar todas las estrellas del universo y todas las aguas del océano… —Le apretó la punta de la nariz con un gesto de suprema ternura—. Y ahora he de irme —añadió—. La reina me espera y la alegrará saber que serás muy feliz trayendo al mundo una pequeña nube de diminutos saltamontes.
—¿Quieres decir con eso que tengo tu bendición?
—¡Naturalmente, pequeña! ¡Naturalmente!
El Cuzco estalló de alegría y se decretaron tres días de fiesta, puesto que era la primera vez en la historia del Imperio que un héroe surgido del pueblo y una princesa de sangre decidían unir para siempre sus vidas.
El Inca, que con el tiempo y la experiencia había elevado a cotas harto notables su ya innato olfato político, se las ingenió para hacer comprender a los nobles más reacios a semejante unión que convenía a los intereses nacionales que los numerosos miembros del ejército, tan denostado con excesiva frecuencia, llegaran a la lógica conclusión de que cuando uno de ellos demostraba ser lo suficientemente valeroso, astuto y sacrificado, no sólo podía aspirar al generalato, sino incluso a entrar a formar parte de una élite entre cuyos innumerables privilegios estaba el de aspirar a la mano de una princesa y poder consumir cuando quisieran las verdes hojas de la planta sagrada.
—Podrían llegar a creer que son nuestros iguales… —argumentó visiblemente molesto el adusto maestro de ceremonias en cuanto se encontró a solas con su señor—. Y eso a la larga puede resultar peligroso.
El auténtico peligro siempre llega de quienes se consideran demasiado diferentes —le hizo notar el Emperador—. Nadie destruye lo que puede llegar a convertirse en su sueño. Destruye sus pesadillas.
Pero el día que se crean a nuestra altura pretenderán ocupar nuestro lugar. El ejemplo más cercano lo tenemos en Rusti Cayambe.
—Rusti Cayambe no está ocupando tu lugar, a no ser que aspires a dormir en el lecho de Sangay, o a combatir contra los araucanos en los desiertos de Atacama. —Sonrió malévolamente al añadir—: Y te advierto que ese lecho está ya ocupado, pero el mando del ejército del desierto aún sigue libre.
El maestro de ceremonias era lo suficientemente inteligente y conocía lo bastante a su señor como para llegar de inmediato a la conclusión de que no le quedaba más remedio que aceptar lo inevitable, por lo que las cosas le irían mucho mejor inclinándose del lado de la nueva pareja que enfrentándose a ella.
Al fin y al cabo resultaba preferible que el pueblo llano continuara opinando que el hecho de ser osado e inteligente se debía al hecho de tener sangre noble en las venas, a que llegaran a la conclusión de que se podía ser ambas cosas sin necesidad de haber nacido en alta cuna.
—Quizá deberíamos buscarle un linaje oculto a ese muchacho… —aventuró al fin.
—Eso está muy bien pensado —admitió el hijo del Sol, muy bien pensado… ¿Dónde ha nacido?
—A orillas del Urubamba, creo.
—¡Hermoso río en verdad! Bravío como ninguno, y si no recuerdo mal, un primo hermano de mi padre gobernó largos años en aquella provincia. —Sonrió una vez más—. Y era un hombre famoso por sus apasionados amoríos… ¡Tal vez…!
—Tal vez no… ¡Seguro!
—Nunca des por seguro el origen de la sangre que corre por las venas de un hombre —puntualizó el Emperador—. Salvo mi estirpe, a la que tanto esfuerzo ha costado mantener su pureza, ninguna otra puede alardear de conocer exactamente sus orígenes, y resulta muy conveniente que así sea puesto que ello te permite, en caso necesario, poner en duda sus auténticas raíces, al igual que estamos poniendo ahora en duda las de Rusti Cayambe… Tú, por ejemplo…
—¡Señor…!
—Lo sé, lo sé… ¡Tranquilo! Conocí a tu abuelo, y eres su viva imagen, pero recuerda que en ocasiones basta tan sólo una palabra para hacer bajar del más alto pedestal a quien se encumbra demasiado.
—Siempre se aprende algo a vuestro lado.
—Ésa ha sido siempre mi intención, pero no lo hago por ti, sino para que cuando yo falte repitas a mi hijo cuanto te enseñé, puesto que empiezo a sospechar que no alcanzaré a verle convertido en un hombre.
—Y cada día que pasa, la gravedad del problema se acentúa, mi señor.
—Lo sé, pero ¿qué puedo hacer?
—Aceptar como esposa a la princesa Ima.
—¿Repudiando a la reina? ¡Nunca!
—Pero estáis poniendo en juego el futuro del Imperio.
—¿De qué sirve un imperio si se pierde la fe? —fue la respuesta—. He consultado a mi padre, el Sol, que me ha revelado que pese a haber perdido los cuatro hijos que llevaba en las entrañas, la reina acabará por darme un heredero que se convertirá en el conquistador de las tierras del norte.
—¡Si vuestro padre lo ha dicho…!
—Lo ha dicho, y con voz muy clara.
Cuando el maestro de ceremonias se hubo marchado, el Emperador permaneció aún largo rato, recto e inmóvil en su trono, contemplando ausente el enorme disco de oro macizo que colgaba de la pared, y que representaba de un modo inequívoco a su supuesto padre, el Sol.
Se contaba que habían sido necesarios veinte hombres para elevar el pesado símbolo hasta donde se encontraba, y recordaba que de muy pequeño le gustaba sentarse a solas en mitad de la gigantesca sala del trono aguardando a que se dignara dirigirle la palabra, o a hacer el más mínimo gesto que le diera a entender que le estaba prestando algún tipo de atención.
Nunca lo consiguió.
Allí seguía, impasible, día tras día y año tras año, mientras él lo observaba hasta quedarse dormido o hasta que su hermana acudía en su busca.
Por aquel tiempo, Alia le cuidaba, le consolaba, le contaba hermosas historias y permanecía a su lado cuando las sombras de la noche se adueñaban del palacio.
Alia, cinco años mayor que él, sabía muy bien que aquel niño dulce y delicado, a veces tímido y a veces asustado, estaba destinado a ser el único varón que jamás conocería, puesto que así lo había establecido Viracocha el día que decidió iniciar la sagrada dinastía de los Incas.
Debido a ello, y plenamente consciente de sus obligaciones como futura reina, esposa y madre, se mentalizó desde el primer momento en el hecho de que su principal misión en este mundo se concentraba en la necesidad de amar a su hermano menor y conseguir que él la amara a su vez como esposa y como reina, y tan apasionada dedicación puso en su empeño, que casi desde que recordaba no concebían vivir el uno sin el otro.
Eran, a decir verdad, almas idénticas en cuerpos diferentes, puesto que la ininterrumpida convivencia los había conducido a reflejarse el uno en el otro hasta el punto de que con excesiva frecuencia ni tan siquiera necesitaban dirigirse la palabra para saber con total exactitud qué era lo que estaba pasando en esos momentos por sus mentes.
Nadie que no perteneciese a su raza y a su antiquísima dinastía podría entender el significado de un amor total que se había ido alimentando desde la misma cuna, y tal vez el hecho de que en este caso la mujer hubiera nacido antes acentuaba la intensidad de la relación, puesto que la dulce ternura con que asumió el papel de figura dominante de la pareja durante los primeros años fue dando paso a una no menos dulce sumisión cuando le llegó el turno de ser dominada y poseída.
El abominable concepto de incesto como pecado inexcusable perdía sus virulentas connotaciones al transformarse en una exigencia imprescindible a la hora de preservar una forma muy especial de entender la vida, y, debido a ello, ninguno de los dos hermanos tenía razones para sentirse culpable por el hecho de amar y desear a quien le habían exigido que amara y deseara desde el momento mismo de nacer.
Sus padres habían sido hermanos, sus abuelos habían sido hermanos, sus bisabuelos habían sido hermanos, y Manco Cápac y Mama Ocllo, fundadores de la estirpe en el comienzo de los tiempos, también habían sido hermanos.
El gran problema se centraba en que tal vez, a causa de tan insistente consanguinidad, parecían incapaces de engendrar hijos lo suficientemente fuertes como para arriesgarse a abandonar el tibio y cómodo vientre de su madre.
Y los años pasaban.
¡Oh, señor, con cuánta rapidez pasaban!
El amor seguía intacto, el fuego de la pasión no perdía fuerza, pero el tiempo, el más cruel y persistente enemigo de todo ser humano, seguía ganando su diaria batalla, inalterable y despiadado.
Los hijos no llegaban.
Y los años pasaban.
Ruegos y plegarias, sacerdotes y hechiceros, doctores y curanderos, ejercicios y pócimas… todo era bien recibido y aceptado con agradecimiento y humildad si ello contribuía a la creación de una nueva vida que alcanzara a ver la luz de su antepasado el Sol, pero una y otra vez el desaliento se adueñaba de quienes lo hubieran dado todo por culminar con éxito una labor iniciada con los primeros balbuceos.
Y los años pasaban.
Cada mañana, la reina se sumergía en un baño de sangre de diminutos conejillos capaces de multiplicarse como los fuegos del verano en la puna, y cada noche el Emperador se atiborraba de repugnantes bebedizos destinados a reforzar la calidad de sus simientes.
Pero el ansiado heredero continuaba sin llegar.
La esencia misma de una inmensa nación en continuo crecimiento giraba sobre un único eje que preconizaba que el origen de la dinastía reinante —columna vertebral de su curiosa y delicadísima estructura social— se remontaba al momento mismo en que el dios Sol hizo su aparición, derrotando a las tinieblas que se habían adueñado de la tierra.
Era por tanto indiscutible dogma de fe la afirmación de que la sangre de dicha dinastía provenía directamente del astro rey.
Si tan esencial piedra angular fallaba, el complejo edificio tan laboriosamente alzado se vendría abajo con estrépito.
En el Incario, leyes y costumbres avanzaban al unísono, dependían las unas de las otras como los bueyes de una yunta, y no existía una sola faceta de la actividad humana que no se encontrase establecida y reglamentada de antemano.
Existía un tiempo para sembrar, otro para cosechar; otro para construir caminos, otro para casarse, otro para engendrar hijos, otro para adorar a los dioses, otro para descansar y otro para ser enterrado.
Salvo en el último de los casos, que era en verdad el único que escapaba en cierto modo al control de las autoridades, cada hora del día y de la noche, en invierno y en verano, en la paz o en la guerra, se encontraba regida por una disposición inapelable que incluso puntualizaba en qué momentos se debía comer, y de qué tipo de alimentos debía estar compuesta cada comida dependiendo de la edad, el sexo o la labor que desempeñara cada individuo dentro de una rígida escala social.
Eso sí, tales alimentos jamás podían faltar, como jamás podía faltar ropa de abrigo, el techo bajo el que cobijarse, el aceite para las lámparas, la leche para los niños y las herramientas con las que labrar la tierra.
Si alguna vez alguno de los fieles súbditos del Inca se veía privado de lo más necesario, el funcionario directamente responsable sufría severísimos quebrantos.
Tampoco existía nada que recordase ni aun remotamente el concepto de dinero, puesto que no existía el concepto de propiedad privada, dado que el Emperador era, de forma indiscutible, el único dueño de todo.
Y ahora «el dueño de todo» aparecía hundido una vez más en su prodigioso trono, envidiando al más humilde de los pastores del helado Altiplano, que tras una larga jornada de frío y viento regresaba a su mísera choza a dormir acurrucado entre media docena de mocosos.
¡Hijos!
¿Por qué extraña razón su padre el Sol que tanto le había dado, le negaba no obstante lo que le concedía incluso a sus enemigos?
¿Por qué extraña razón las bestias que fornicaban empujadas tan sólo por un ciego instinto conseguían reproducirse sin medida, y sin embargo un amor tan profundo y sincero como el suyo no alcanzaba a dar frutos?
«Lo bueno tarda en llegar… —había asegurado mucho tiempo atrás una de las innumerables hechiceras a las que la reina había consultado—. El nuevo Inca se hará esperar, pero será el más grande entre los grandes, aquel cuyo recuerdo perdurará en la memoria de los hombres hasta que el Sol desaparezca del firmamento».
Triste consuelo era ése para quien hubiera deseado ver crecer a su hijo para irle enseñando poco a poco cuanto había aprendido a su vez de su padre sobre el difícil arte de regir los destinos de un imperio.
Gobernar un vasto y abrupto territorio poblado por docenas de pueblos que con frecuencia ni siquiera hablaban la misma lengua no constituía en verdad un empeño nada fácil ni aun para un descendiente directo del dios Sol.
Conseguir que ni uno solo de sus súbditos se acostara nunca sin cenar, que no pasara frío allí donde las nieves eternas coronaban docenas de picachos, domeñar a las tribus rebeldes, castigar a los bandidos montañeses y procurar que cada hombre, cada mujer y cada niño cumpliese cada día con las tareas que les habían sido encomendadas, no era algo que se heredase con la sangre ni se mamase del pecho de la madre.
Había que aprenderlo.
Y el Inca, cada Inca, tenía que ser el único maestro.
¿A quién le explicaría cuándo había llegado el momento de ser cruel, cuándo el de ser benévolo, cuándo el de declarar la guerra o cuándo el de concertar la paz?
¿Quién más que un futuro Inca debería escuchar sus sabios consejos?
—¡Señor, señor! —sollozó apretando los dientes—. ¡Tú que alegras nuestras vidas desde que apareces en el horizonte, tú que cada día nos abandonas pero nos dejas con la esperanza de volver a verte al alba, tú que derrites los charcos helados y maduras las cosechas, derrite de una vez el hielo del vientre de mi esposa y madura las mieses que cada noche siembro en ella!
Poco después se alzó pesadamente, recorrió muy despacio las vacías estancias en las que jamás resonaba el llanto o la risa de un niño y fue a tomar asiento a los pies de la reina, que permanecía muy quieta observando el hermoso crepúsculo más allá de los techos de la inmensa ciudad.
—¿En qué piensas? —quiso saber.
—En Sangay… Ésta es su gran noche, y estoy rogando a los cielos para que responda sobradamente a todas sus expectativas. ¿Crees que ese estrafalario personaje sabrá hacerla feliz?
—Estoy seguro de ello. Y Rusti Cayambe no es en absoluto un personaje «estrafalario». Es uno de los hombres más inteligentes y valiosos que conozco; una esmeralda en bruto a la que confío en que Sangay sepa convertir en una auténtica joya.
—Mucho te ha impresionado.
—Mucho, en efecto. Mi padre me enseñó que quien no sabe calibrar al primer golpe de vista la valía de un hombre, mal sabrá calibrar la valía de un ejército. Rusti Cayambe posee una notable inteligencia y un claro sentido de la estrategia militar. Si a ello se le une que ha demostrado un valor a toda prueba, a nadie debe extrañar que le reconozca los méritos.
—Me preocupan las envidias.
—La envidia es un nefasto pecado que nuestro bisabuelo se preocupó de desterrar del Imperio.
—A veces intenta regresar.
—Lo sé, pero le impido el paso. Quien quiera ser tratado como he tratado a Rusti Cayambe, que se comporte como se ha comportado Rusti Cayambe.
—Me admira tu sentido de la justicia.
—A ti te lo debo, que aún recuerdo las hermosas historias que me contabas sobre hombres justos.
—¡Cuánto tiempo hace ya…!
—No tanto, que cada año a tu lado se me antoja un minuto.
—Cierro los ojos y me veo meciéndote en la cuna.
—Y yo cuando velo tu sueño recuerdo las canciones con que intentabas dormirme.
—¡Cuánto daría por mecer a tu hijo, cantándole aquellas mismas canciones!
—¡Lo harás! ¡Sé que lo harás!
—¿Cuándo?
—Pronto… Ten paciencia.
—Paciencia es el único fruto que no producen nuestros campos, y casi el único don que no son capaces de concederme los dioses —fue la cansada respuesta—. A menudo me siento aquí, a evocar la alegría que me invade cada vez que descubro que una nueva vida alienta en mis entrañas, y pese a saberme la reina del Incario no puedo evitar que una amarga angustia se apodere de mi ánimo, puesto que con gusto renunciaría a todo a cambio de saberme continuamente embarazada. —Le apretó una mano al tiempo que le miraba fijamente a los ojos—. Nací para ser madre —añadió—, únicamente para convertirme en la madre de tus hijos… ¿Por qué se empeñan en negarme ese derecho? ¿Qué delito he cometido para que se me impida cumplir con mi destino?
—Tú no has cometido ningún delito —fue la firme respuesta—. Ninguno, y por lo tanto, yo te prometo que cumplirás tu destino. Te lo prometo como tu hermano, como tu esposo, como tu amante y como tu señor.