CAPÍTULO XI

Los mitos griegos y romanos

H

ay un antiguo mito griego que narra la forja del primer anillo. El cuento comienza en los albores del tiempo, mucho antes de que los humanos o incluso los dioses existieran. De hecho, la historia del primer anillo está unida al cuento de la llegada de los dioses y de la creación del hombre.

Los titanes fueron la primera raza en gobernar el mundo primigenio. Eran los hijos e hijas de Gea, la Madre Tierra. Eran tan altos como las colinas, y sabios y fuertes a la vez. También eran dueños de poderes mágicos con los que obtenían riqueza y munificencia.

Los titanes tuvieron muchos niños: hijos e hijas que se convirtieron en ríos y bosques. Las ninfas del mar, las sirenas, las náyades, los sátiros y las sílfides animaron toda la naturaleza.

Uno de los más sabios de los titanes recibió el don de la profecía, y por ese motivo se lo llamó Prometeo, que significa «previsor». Prometeo adivinó que la astucia y los ardides de una raza inferior, la recién llegada raza de los dioses, vencerían a los titanes. Además, supo que su propio destino sería distinto y estaría ligado al de esos jóvenes dioses.

La guerra entre los titanes y los dioses casi consumió el mundo. Durante diez largos años, desde las alturas del Olimpo, Zeus, el dios de la tormenta, arrojó rayos y truenos, mientras su hermano Poseidón, el dios del mar, le ordenó a la tierra que temblara. La roca corrió en ríos fundidos. El mar hirvió. El vapor y las llamas llenaron el aire; se abrieron grandes cañones, y los continentes se hendieron y se movieron. No obstante, con su fuerza y poderes mágicos, los titanes resistieron y lucharon contra los dioses con armaduras y lanzas relucientes. Sin embargo, a pesar de su valor, fueron vencidos por los dioses. Rayos y truenos los destrozaron y la tierra se partió debajo de ellos, haciéndolos caer a los profundos abismos de Tártaro; allí gobernaba el cruel Hades, dios del Infierno, y de allí nadie podía escapar.

Atlas, hermano de Prometeo, fue condenado a sostener el peso de los cielos sobre los hombros; a Ixión lo pusieron en una rueda de fuego; Sísifo fue aplastado, una y otra vez, por el peso de una piedra, y muchos otros titanes se hundieron en un mar abismal e hirviente. Prometeo no había tomado parte en la guerra contra los dioses, y aunque le afligía la suerte de su pueblo, sabía desde hacía tiempo que lo esperaba otro destino.

Prometeo convivió entre los nuevos dioses, y les dio sabiduría y conocimiento. Se dedicó más y más al arte de forjar metales y sustancias terrestres. Eligió como compañero al hijo tullido de Zeus, Hefestos, el menos altanero y desdeñoso de los dioses. Entregó a Hefestos el fuego y la forja, y compartió con él todo lo que sabía de la tierra. En los corazones volcánicos de las montañas, Prometeo le enseñó la forja de los metales. Allí fraguaron coronas enjoyadas, cetros y tronos de oro para los dioses del Olimpo. Fabricaron brillantes armas y armaduras bendecidas con poderes mágicos. Hefestos el Herrero pronto pasó a ser tan valioso para Zeus que éste le otorgó al dios tullido la mano de Afrodita, la hermosa diosa del amor, en matrimonio.

Sin embargo, el previsor Prometeo había empleado algunas otras artes en la excavación y la forja. Pues las habilidades del mago, como las del herrero, eran propias de la raza de los titanes, de modo que con el tiempo llegó a conocer el secreto mismo de la vida. Y, como bien se sabe, Prometeo fue la divinidad que hizo a los hombres con arcilla y les sopló el aliento de la vida. Además, él fue quien les hizo el regalo del fuego, pues en el principio vivían en la oscuridad. Con el fuego recibieron también la luz de la sabiduría y el calor del deseo insaciable, y todas las cosas que hacen a los hombres superiores a las bestias y los incitan a luchar para alcanzar la fama inmortal.

Los dioses del Olimpo se sintieron muy disgustados, pues no deseaban tener rivales en el mundo, y dijeron que Prometeo había dado a los mortales lo que sólo los dioses debían poseer. Sin embargo, no podían deshacerlo y el fuego no podía apagarse. Furioso, Zeus ordenó a Hefestos que forjara una gran cadena de adamantino inquebrantable, el hierro de los dioses. Luego dispuso que Prometeo fuera llevado al páramo de Asia, por las Montañas Blancas entre Escitia y Cimeria, y que lo encadenaran en la montaña llamada Cáucaso. En esa roca juró Zeus que Prometeo estaría encadenado para siempre. Zeus envió un águila y un buitre de enorme tamaño, y esas crueles aves horadaban el costado de Prometeo y le devoraban el hígado. Todas las noches el hígado volvía a crecerle, sólo para que volviera a ser devorado al día siguiente. También lo atormentaban el sol ardiente y la lluvia y el viento helados. Así, igual que sus hermanos bajo tierra, Prometeo sufría un dolor eterno.

No obstante, Prometeo resistió y no se arrepintió de sus acciones. Por la noche acudían muchas ninfas, silfos y espíritus que se lamentaban por él y entonaban canciones de consuelo. Incluso unos pocos hombres se atrevieron a visitarlo en aquel terrible páramo para buscar su consejo. Sin embargo, ninguno tenía fuerza suficiente para romper sus ataduras, y Prometeo parecía condenado para siempre a aquella tortura.

Con el paso de largas edades, se dice que la crueldad de los dioses disminuyó, y aunque no siempre trataron a los hombres con justicia o bondad, llegaron a favorecer e incluso a amar a muchos mortales. Entre los dioses y los hombres hubo lazos y unión, y de esa unión nacieron numerosos vástagos. El más poderoso de ellos fue Heracles, el hijo de Zeus.

Zeus había llegado al fin a lamentar haber infligido a Prometeo el castigo de un encadenamiento eterno. De modo que cuando Heracles entró en el páramo asiático, Zeus no lo alejó de las Montañas Blancas y le permitió buscar a Prometeo. Zeus sabía que sólo Heracles era capaz de romper las cadenas adamantinas, y matar al águila y al buitre.

Cuando al fin Prometeo se vio liberado, Zeus le habló con voz de trueno. Juró que mantendría el juramento de mantenerlo encadenado pero que al mismo tiempo lo dejaría libre. Extrajo entonces de la cadena un eslabón roto y de las montañas del Cáucaso un fragmento de roca. Con su mano inmortal, unió la roca al eslabón. Luego tomó la mano de Prometeo y alrededor del dedo cerró el eslabón adamantino. Por ese ardid Zeus mantuvo su juramento de encadenar para siempre al titán a la roca del Cáucaso, y, sin embargo, cumplió su promesa de dejar que Prometeo caminara libre.

Así fue como se fabricó el primer anillo. Se dijo que después los hombres llegaron a usar anillos en honor de Prometeo, el que trajo el fuego y era padre del hombre. El anillo, dijeron, es un signo del herrero que es amo del fuego y del mago que es amo de la vida. Y aquellos que son reyes de hombres llevan el anillo como signo de que descienden de Prometeo y de los titanes que en una ocasión gobernaron la tierra.

La imagen de Prometeo, el buen titán que trajo la vida y el fuego a la raza humana, puede contraponerse a la de Sauron, el mago maléfico que trajo la muerte y la oscuridad. Sin embargo, cuando Sauron apareció en la Segunda Edad, disfrazado entre los elfos herreros de Eregion como el misterioso desconocido Annatar, Señor de los Dones, fue sin duda para los elfos todo lo que Prometeo fue para los humanos. Pues Annatar el Señor de los Dones también era un mago herrero, y, como el titán, había desafiado a los dioses regalando los dones prohibidos del conocimiento y el arte. Con la guía de Annatar, Celebrimbor y los elfos herreros de Ost-in-Edhil en Eregion aprendieron los secretos del herrero y del mago, sólo comparables con los de los dioses valarianos. Pero cuando Annatar los engañó para que forjaran los Anillos de Poder, los elfos descubrieron el terrible precio de los dones del mago. El precio de los dones de Prometeo fue que el titán en persona quedara eternamente encadenado y esclavizado. El demandado por los dones de Sauron fue que los elfos quedaran encadenados y sojuzgados para siempre.

Es obvio que la leyenda griega del primer anillo lo vincula con muchas de las imágenes primigenias de poder que más tarde emergen en la tradición de la búsqueda del anillo, y que están, obviamente, conectadas con la alquimia y la metalurgia. En esta historia, el primer anillo tiene una sólida relación con los poderes del mago y del herrero. Curiosamente, Prometeo, el padre del hombre, el que regala el fuego y es el señor de los herreros, tiene uno forjado con hierro de las montañas del Cáucaso: el mismo lugar donde se descubrió el secreto de su fundición.

Tolkien leía latín y griego y conocía bien la historia y los mitos grecorromanos. Sin embargo, las raíces mitológicas de la Tierra Media procedían intencionadamente de las tradiciones míticas del norte de Europa. No obstante, así como ciertos aspectos de la tradición grecorromana se encuentran también en las leyendas teutonas y celtas, hay en la obra de Tolkien elementos que proceden de esa misma tradición.

En el ascenso y caída del Imperio Romano ya hemos señalado muchos aspectos que recuerdan la historia de Tolkien del Reino Reunido de los Dúnedain. La historia de Gondor como capital del reino dúnadan meridional y de Amor como capital del reino dúnadan septentrional puede compararse con la de Constantinopla como capital del Imperio Romano de Oriente y con la de Roma como capital del Imperio Romano de Occidente. La ficción de Tolkien describe hordas bárbaras del sur (al servicio del maléfico ojo de Sauron, el Nigromante), y que eran una amenaza constante en las fronteras orientales del imperio de los Dúnedain. Esto es comparable con las hordas bárbaras teutonas (al servicio del dios tuerto, Woden el Nigromante), que constantemente amenazaban las fronteras orientales del Imperio Romano. Al sur se encontraban los grandes rivales de Gondor, los señores de Umbar, cuyas poderosas flotas de guerra eran el terror de los mares, y cuyos potentes ejércitos mercenarios estaban apoyados por elefantes y eran el terror de la tierra. Los grandes rivales de la antigua Roma, también en el sur, eran los señores de Cartago, cuyas poderosas flotas de guerra aterrorizaban los mares y cuyos potentes ejércitos mercenarios estaban apoyados por elefantes y aterrorizaban la tierra.

Una de las conexiones más obvias entre las antiguas leyendas griegas y la imaginativa ficción de Tolkien es el relato de la Atlántida. El relato de Tolkien sobre la «Akallabêth» o la «Caída de Númenor» es una reinvención de esa leyenda, y un claro ejemplo de cómo Tolkien tomaba una leyenda antigua y la reescribía como si se tratara de la verdadera historia sobre la que se basaba el mito. Y para que lo entendamos, nos dice que la forma de Númenor en alto élfico (quenya) es «Atalante».

Tolkien a menudo mencionó que tenía «un complejo de Atlántida» [Cartas, n.os 163 y 257] que se manifestaba en un «terrible sueño recurrente de la Gran Ola, levantada como una torre, que avanza ineluctable por sobre los árboles y los campos verdes». Parece pensar que se trata de una especie de memoria racial: un recuerdo de la antigua catástrofe del hundimiento de la Atlántida. En más de una ocasión declaró que creía haber heredado ese sueño de sus padres, y más tarde descubrió que lo había pasado a su hijo Michael. En El Señor de los Anillos pone exactamente esa pesadilla en la mente de Faramir, el hijo del último Senescal de Gondor.

Sin embargo, después de redactar «La Caída de Númenor», descubrió que había conseguido exorcizar ese sueño perturbador; no se había repetido desde que dramatizara el evento en su propio relato de la catástrofe.

La leyenda original de la Atlántida procede del Timeo de Platón, en la que un sacerdote egipcio habla con el estadista ateniense Solón. El sacerdote le cuenta a Solón que la más poderosa civilización que el mundo haya conocido había existido novecientos años antes en la isla-reino de la Atlántida. Era una isla aproximadamente del tamaño de España, situada en el Mar Occidental, más allá de las Columnas de Heracles. El poder de la Atlántida se extendía sobre todas las naciones de Europa y del Mediterráneo, pero el abrumador orgullo de este poderoso pueblo fue causa de conflicto con los inmortales. Por último, una gran erupción volcánica dio como resultado el hundimiento de la Atlántida en el fondo del mar.

Tolkien utilizó la leyenda de Platón como esbozo para «La Caída de Númenor». Sin embargo, no se contentó con escribir un relato dramático directo basado en la leyenda, y le añadió unos pocos toques y detalles personales: ¡tres mil años de historia, sociología, geografía, historia natural, lingüística y biografía númenóreanas!

Curiosamente, el fundador del reino perdido de Númenor está vinculado con otro mito griego muy distinto. El primer rey númenóreano, Elros, y su hermano gemelo, Elrond, fueron los hijos de un hombre mortal y una doncella élfica inmortal. Esta mezcla de sangre obligó a los gemelos Medio Elfos a elegir entre dos destinos: el mundo mortal de los Hombres o el inmortal de los Elfos. Elrond escogió ser inmortal, y con el tiempo se convirtió en el Señor elfo de Imladris. Su hermano, Elros, eligió ser mortal y se convirtió en rey de los númenóreanos.

Elros y Elrond son comparables con el mito griego de los hermanos gemelos Castor y Pólux, hijos de la mujer mortal Leda y del dios inmortal Zeus. En este caso, Castor fue un hombre mortal y Pólux un dios inmortal. Cuando el hermano mortal, Castor, cayó en la batalla, el hermano inmortal, Pólux, se desesperó sabiendo que jamás podría reunirse con su hermano, ni siquiera en el Infierno. Zeus se apiadó de ellos y los transformó en la constelación de Géminis, los Gemelos Estelares.

Los hermanos de Tolkien no se reúnen entre las estrellas. Sin embargo, hay una conexión estelar en la figura del famoso padre de Elros y Elrond, Eärendil el Marinero. (En un principio, Eärendil fue una oscura figura de los mitos teutones, que Jacob Grim asocia con el lucero del alba). En los relatos de Tolkien, Eärendil el Marinero se puso en la frente el brillante Silmaril y desde entonces surca el firmamento con su navío volador, y como lucero del alba guía a los marinos y los viajeros.

En El Señor de los Anillos, durante el sitio de Gondor, hay un episodio que refleja con exactitud el clímax de otro mito griego: Teseo y el Minotauro. En el relato griego, Teseo, el héroe ateniense, parte con un barco de velas negras hacia Creta. Allí el joven príncipe y algunos otros atenienses han de ser llevados y sacrificados al monstruoso Minotauro en el palacio del Rey Minos. Teseo le promete a su padre, el Rey de Atenas, que si mata al Minotauro y libera a su pueblo de la esclavitud, pondrá velas blancas como señal de victoria. Sin embargo, en la exaltación del triunfo, olvida esa promesa; el Rey padre ve que el navío retorna desplegando velas negras, y creyendo que su hijo ha muerto y que su nación sigue esclavizada, se arroja al mar desde un alto risco.

En El Señor de los Anillos, Denethor, el Senescal Regente de Gondor, ve que los navíos corsarios de velas negras suben por el río Anduin en un momento crítico de la Batalla de los Campos del Pelennor. En ese momento el hijo mayor de Denethor está muerto, y Denethor cree que su otro hijo también está a punto de morir. Piensa con razón que los refuerzos del enemigo en los barcos de velas negras harán imposible la defensa de Gondor. Enloquece de dolor y desesperación y se suicida, pero como el padre de Teseo, Denethor ha caído en un trágico error. No sabe que los navíos corsarios de velas negras han sido capturados por Aragorn, quien trae aliados de Gondor que darán otro giro a la batalla. Así como la ciudad de Atenas se libra del yugo de Minos, y Teseo sucede a su padre, Gondor se libera también, y Faramir, hijo de Denethor, sucede a su padre.

Aunque los mundos y cosmologías de Tolkien son sobre todo comparables con los de las razas del norte de Europa, hay muchos paralelismos entre sus dioses, los Valar, y el panteón grecorromano de dioses olímpicos. El Rey de los dioses de Tolkien es Manwë, el Señor del Aire, que gobierna desde su trono en la cima de Taniquetil, la montaña más alta del mundo. El águila es sagrada para Manwë, que es un fiero y barbudo dios de las tormentas. Es muy parecido a Zeus —el Júpiter romano—, el rey de los dioses que gobernaba desde su trono en la cumbre de Olimpo, la montaña más alta del mundo. El águila también era sagrada para Zeus, fiero y barbudo dios de las tormentas.

Los hermanos más poderosos de Manwë —Ulmo el dios del mar y Mandos el dios de los muertos— parecen proceder también de la mitología grecorromana. Ulmo se asemeja a Poseidón, el dios griego del mar, a quien los romanos llamaban Neptuno. Ambos eran gigantescos y barbudos señores del mar que conducían unos carros espumeantes tirados por caballos marinos sobre la cresta de una marejada. Mandos se parece mucho a Hades, dios de los muertos, a quien los romanos llamaban Plutón. Los dos gobernaban la Casa de los Muertos en un mundo subterráneo, y ambos conocían por igual los destinos de los mortales y los inmortales.

Entre las diosas valarianas, Yavanna, que es Reina de la tierra, y su joven hermana Vana, Reina de los capullos en flor, recuerdan a Deméter y a Perséfone, del panteón grecorromano. Deméter —a quien los romanos llamaban Ceres—, es la diosa madre tierra de los griegos, mientras que su hija Perséfone, a quien los romanos llamaban Proserpina, es la diosa de la primavera.

La contrapartida exacta del dios valariano de Tolkien, Aulë el Herrero, es el griego Hefestos el Herrero, a quien los romanos llamaban Vulcano. Ambos eran capaces de forjar indecibles maravillas de los metales y elementos terrestres. Los dos eran armeros y joyeros de los dioses. Otros valarianos comparables con los dioses grecorromanos son Tulkas el Fuerte, que tiene muchas características del poderoso griego Heracles (el Hércules romano), y Oromë el Cazador, que se asemeja al héroe celestial griego Orion el Cazador.

El dios griego Hades y su contrapartida romana, Plutón, no sólo son comparables con el severo, pero benigno, Mandos; comparten además algunas de las sombrías características del malévolo valariano de Tolkien, Melkor, quien se convierte en Morgoth, el Enemigo Oscuro. Éste es Hades —o Plutón— en su forma más vil: señor del Infierno. Es el Hades que atormenta a los muertos; el que secuestra a Perséfone y se atreve a llevar al mundo un invierno de eterna oscuridad. Es el señor del Infierno al que hay que engañar para que libere a las almas capturadas.

El Hades de la historia de amor griega de Orfeo y Eurídice reaparece en las aventuras de los amantes de Tolkien, Beren y Lúthien, en El Silmarillion. En ese relato, Lúthien canta y consigue que Carcharoth, el Lobo guardián, caiga dormido ante las puertas del reino oscuro y subterráneo de Morgoth. Una vez dentro, Lúthien entona unas canciones tan hermosas que ella y Beren conquistan el Silmaril de Morgoth, el Señor del Mundo Subterráneo. Lúthien logra huir, pero en el último momento, ya en la boca del túnel, pierde a su amado Beren. Aunque los papeles masculino y femenino están invertidos, se trata en gran parte de una nueva versión del mito griego. Orfeo toca el arpa y canta para que Cerbero, el perro guardián, se quede dormido ante las puertas del oscuro y subterráneo reino de Hades. Una vez dentro, canta de nuevo unas canciones tan hermosas que al fin libera a Eurídice, prisionera de Hades, Señor del Infierno. Orfeo consigue huir, pero en el último instante, ya en la boca del túnel, pierde a su amada Eurídice.

Para subrayar la conexión entre el mito griego y su propio relato, Tolkien duplica el viaje haciendo que Lúthien vaya tras el alma de Beren. Esta vez, en la Casa de los Muertos de las Tierras Imperecederas, Lúthien repite literalmente el viaje de Orfeo: le canta a Mandos-Hades y ganan una segunda vida para su amado. Sin embargo, a diferencia de Orfeo y Eurídice, a Lúthien y a Beren se les permite vivir sus recién conquistadas vidas mortales.

Los aspectos de Hades que vuelven a encontrarse en el maléfico Morgoth, el Enemigo Oscuro, también aparecen en una temprana versión romana de Plutón. Este antiguo soberano de los muertos era un ser demoníaco llamado Orcus. De manera bastante curiosa, el latín «Orcus» como dios de los espíritus o demonios muertos fue la raíz de «ore» [orco], una palabra del inglés antiguo que significa «demonio». Completando el círculo, Tolkien empleó esa misma palabra para dar nombre a una raza malévola de trasgos demoníacos, criados y esclavizados por su amo infernal, Morgoth el Enemigo Oscuro.