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LA VACA DE MIRÓN[194]

(1812)

MIRÓN, un escultor griego, labró, aproximadamente unos cuatrociemos años antes de nuestra era, una vaca de bronce, la cual vio Cicerón en Atenas[195] y Procopio en el siglo séptimo en Roma [196]. Es decir, esta obra de arte atrajo durante más de mil años la atención de los hombres. De aquélla se han conservado algunas informaciones, pero con su ayuda no podemos representarnos la auténtica imagen, y, por raro que parezca, una serie de epigramas[197], en número de treinta y seis, nos han resultado de similar inutilidad. Tan sólo son llamativos como desvarios de observadores de arte poetizantes[198]. Uno los encuentra uniformes; no nos presentan, ni nos enseñan nada. Más que determinar cómo podría ser la figura de la obra perdida, nos crean confusión al respecto.

Los autores ya nombrados y los no nombrados parecen más rivalizar en esta serie de ingeniosidades que disputar acerca de la obra de arte. No saben decir sobre ésta nada y todos se han dedicado a ponderar el gran parecido al natural de la misma. Pero, esta alabanza tan “dilettante” es extremadamente sospechosa.

Y es que con toda seguridad no fue la intención de Mirón representar con tanta naturalidad que la obra se confundiera con el natural. Él, como inmediato sucesor de Fidias y Policleto procedió de modo más noble. Se ocupó de esculpir atletas e incluso a Hércules[199] y de conferirles estilo a sus obras y supo hacer que éstas se diferenciaran de la naturaleza.

Se puede aceptar como algo establecido que en la antigüedad no alcanzaba la fama ninguna obra en que no se apreciara una excelente imaginación: pues esto es lo que en definitiva atrae al entendido como a la masa. ¿Cómo pudo si no hacer Mirón una vaca tan importante, significativa y durante siglos atractiva para la masa?

Todos los epigramas valoran la verdad y la naturalidad y no saben cómo exaltar suficientemente la posible confusión con el modelo natural. Un león quiere devorar a la vaca, un toro cubrirla, un ternero mamar, el resto de la manada se une a ella, el pastor le tira una piedra para que se mueva, la golpea, le propina un latigazo, hace sonar el cuerno, el agricultor trae la collera y el arado, un ladrón quiere robarla, un tábano se posa en su piel e incluso el propio Mirón la confunde con el resto de las vacas de su propiedad.

Aquí cada poeta intenta manifiestamente superar a los otros con vacuas flores retóricas, y el auténtico objeto, la forma de la vaca sigue siendo algo oscuro. Lo único que no hacía era mugir, esto es lo único que le faltaba para ser igual que el natural, pero una vaca que muge, si es que pudiera representarse plásticamente, es un motivo tan vulgar y por añadidura tan indeterminado que no hubiera sido posible que el noble griego lo hubiera utilizado.

Lo vulgar que es esto lo advierte visualmente cualquiera, pero es que además es indeterminada e insignificante. Puede mugir buscando pasto, llamando a la manada, al toro, al ternero, al entrar en el establo, al ver a la ordeñadora y quién sabe por qué razones más. Tampoco dicen los epigramas que haya mugido, sólo que podría mugir si hubiera tenido entrañas, así como que podría haberse movido si no hubiera estado fundida a un pedestal.

¿No deberíamos, a pesar de todos estos obstáculos, llegar a nuestro fin e imaginarnos cómo sería la obra de arte, prescindiendo de las erróneas informaciones que nos ofrecen los epigramas y buscando ser fieles a las auténticas características?

Que nadie piense que en la proximidad de esta vaca haya como figura contraria o figura acompañante un león, el toro, el resto de la manada, el agricultor, el ladrón o el tábano. Pero el artista sí podría haberla hecho acompañar de un ser vivo, en concreto del único posible y adecuado, el ternero. Se trataba de una vaca que amamantaba, pues sólo en tanto que amamantara tendría sentido mantenerla para nosotros, propietarios ganaderos, por su capacidad de reproducción y alimentación, por su leche y su ternero[200].

Si prescindimos de todas las flores extrañas, con las que los poetas pretendían adornar la obra, algunos quizá sin haberla visto por sus propios ojos, la mayoría de los epigramas dicen expresamente que se trataba de una vaca que amamantaba.

Mirón, el errante, labró una vaca; el ternero viéndola se acercó ansioso creyendo ver a su madre.

—Pobre ternero, ¿qué buscas con tus suplicantes berreos?

—El arte no ha creado leche en la ubre para mí.

Si alguien quisiera despertar las dudas acerca de la veracidad de estos dos poemas y señalase que el ternero al igual que los otros seres objeto de poesía era sólo una figura poética encontrará en el siguiente una confirmación irrefutable de la tesis contraria.

Pastor, sitúate junto a la vaca y que calle tu flauta para que el ternero tranquilo mame.

Aquí claramente la flauta es el cuerno que el pastor hace sonar para que se mueva la manada. No debe tocarlo cuando está cerca de la vaca para que no se agite; el ternero no es algo que se supone, sino que está realmente a su lado y es citado tan vivamente como aquélla.

No quedando ninguna duda al respecto, estamos ya en pos de la pista correcta. Si ya hemos distinguido el auténtico atributo del imaginado, y la figura plástica adyacente de las poéticas, tenemos una razón más por la que alegrarnos, pues para la culminación de nuestras intenciones, para premio de nuestros esfuerzos nos ha llegado un dibujo de la obra procedente de la antigüedad: se ha reproducido en las monedas de Dirraquium[201] con suficiente frecuencia y esencialmente con la misma forma. Aquí adjuntamos un esbozo[202] de esta imagen y veríamos con gusto este bajorrelieve convertido de nuevo en estatua por artistas capacitados.

Como ahora esta magnífica obra está, aunque sólo sea por medio de una lejana reproducción, ante los ojos de los entendidos, no puedo detenerme en exceso al poner de relieve lo perfecto de la composición. La madre, vigorosa sobre sus cuatro patas que parecen columnas, le ofrece con su magnífico cuerpo un cobijo al pequeño lactante; es como si la pequeña criatura, necesitada de alimento, fuera encerrada en un nicho, una celda, un santuario y llenara el espacio orgánico que le rodea del mayor encanto posible. Su posición con las rodillas semiflexionadas, como la de un suplicante, con la cabeza erguida, como la de un ser implorante que recibe atención, el esfuerzo moderado, la tierna vehemencia, todo lo que está aludido en las mejores de estas copias debió aparecer acabado en el original superando todo concepto. La madre vuelve la cabeza hacia dentro y el grupo es cerrado con suprema perfección. Concentra la mirada, la contemplación, el interés del espectador y no es posible pensar que haya nada fuera del propio grupo, nada a su lado, y el propio grupo no puede pensarse de otra manera. Propiamente una obra de arte perfecta tiene que excluir todo lo demás y eliminarlo al instante.

La sabiduría técnica de este grupo, el equilibrio de lo desigual, la contraposición de lo semejante, la armonía de lo no semejante, todo aquello que apenas puede ser expresado por palabras, hace honores al artista plástico. Nosotros, sin ningún inconveniente, afirmamos lo siguiente: es la ingenuidad de la concepción y no la naturalidad de la ejecución lo que ha cautivado a toda la antigüedad.

Mamar es una función animal y en los cuadrúpedos está llena de gracia. El inmóvil e inconsciente asombro de la criatura que mama está en contraste con la actitud móvil y premeditada de la que amamanta. El potro, ya algo crecido, se arrodilla, para adaptarse a la altura de la ubre de la que extrae intermitentemente el deseado alimento. La madre mitad dolorida, mitad aliviada, se vuelve para mirarlo y de este acto surge la imagen más entrañable. Nosotros habitantes urbanos vemos con menos frecuencia la vaca con el ternero y la yegua con el potro, pero en nuestros paseos primaverales podemos deleitarnos viendo esta acción entre ovejas y corderos e invito a todos los amigos de la naturaleza y el arte a que le presten más atención a estos grupos dispersos por las praderas y los campos más de lo que lo han hecho hasta ahora.

Volviendo a la obra de arte, estaremos autorizados para hacer la observación general de que las figuras animales, ya sea en solitario o en grupo, se caracterizan fundamentalmente en su representación por sólo poder ser vistas por un lado, pues todo el interés recae allá donde se gire la cabeza. Por eso son tan apropiadas para la escultura en nichos, la pintura mural y el bajorrelieve y, precisamente por eso, la vaca de Mirón, aun en representación plana, nos pudo ser transmitida con tanta perfección.

De las imágenes de animales altamente valoradas con justicia, pasemos a las imágenes de dioses, más dignas de valoración aun. A un griego le hubiera sido imposible representar a una diosa amamantando. Juno que le dio el pecho a Hércules, es deformada por el poeta por el horrible efecto que éste causa al hacer surgir la Vía Láctea del rocío de la leche materna de la diosa. El artista plástico repudia totalmente algo de este tipo. Poner a una Juno, una Palas, en mármol, bronce o marfil en compañía de un hijo sería una degradación para su majestuosidad. Venus, que gracias a su cinturón era eternamente virgen, no tenía, en la plenitud de la antigüedad, ningún hijo; Eros, Amor y el propio Cupido eran engendros de la noche de los tiempos, iban acompañando a Afrodita, pero no estaban tan estrechamente emparentados con ella[203].

Los seres subordinados: las heroínas, las ninfas, los faunos, a los que se les concede el papel de amas y educadores pueden expresar preocupación por un niño, pues el mismo Júpiter fue alimentado por una ninfa, cuando no por una cabra. Otros dioses y héroes recibieron ocultamente una educación salvaje. ¿Quién no se acuerda aquí de Amaltea, de Quirón y de alguno otro más[204]?

Sin embargo los artistas plásticos han empleado de forma suprema su gran sentido y gusto para que éste se deleitara con la acción animal del amamantamiento de semihombres. De esto nos ofrece un luminoso ejemplo la familia de centauros de Zeuxis[205]. La centaura tumbada sobre la hierba le da a la más joven de las criaturas nacidas de su doble ser la leche de su pecho materno, mientras que otra de sus crías bebe de su ubre de yegua, entretanto el padre muestra un pequeño león que ha cazado. Asimismo se ha conservado en piedra tallada una familia de dioses del medio acuoso, probablemente copia de uno de los famosos grupos de Escopas[206].

Una pareja de tritones avanza tranquila por la corriente, una cría nada vivamente por delante, otra que todavía no quiere sustituir el salino elemento por la leche de la madre intenta subirse a ella. Ésta le ayuda, mientras lleva a la más pequeña de todas abrazada a su pecho. No hay nada que se haya concebido y ejecutado con más gracia.

Cómo pasamos por alto algo por medio de lo que los antiguos nos instruían: lo sumamente valiosa que es la naturaleza en todos sus niveles, desde donde la cabeza roza el cielo divino y hasta donde los pies pisan el suelo animal.

Sin embargo hay otra representación que no podemos dejar de mencionar: la loba romana[207]. Véasela donde sea, incluso en la más insignificante reproducción, nos produce gran deleite. Si, del cuerpo de esa bestia salvaje rica en ubres, dos héroes en edad infantil disfrutan de una digna alimentación, y la más temible alimaña del bosque vuelve la cabeza para mirar maternalmente a estos lactantes de otra especie, si el hombre entra en el más tierno contacto posible con este animal salvaje, si el monstruo devorador se presenta como madre y protectora, entonces se puede esperar de dicho milagro un milagroso efecto para el mundo. ¿Acaso no surgiría la leyenda del artista plástico que supo apreciar escultóricamente de forma suprema este motivo? Comparada con estas grandes concepciones, que pobre nos parecería una “augusta puerpera”[208].

El propósito y la finalidad de los griegos es divinizar al hombre, no humanizar a la divinidad. Estamos ante un teomorfismo, no ante un antropomorfismo. Por añadidura no se debe ennoblecer lo animal en el hombre, sino que se ha de resaltar lo humano del animal, para que podamos deleitarnos con un noble sen tido artístico, tal y como lo hacemos ya, por un impulso natural irresistible, con las criaturas animales vivas, a las que tanto nos gusta escoger como compañeros y servidores.

Si volvemos a echarle una ojeada a la vaca de Mirón, podemos traer a colación algunas suposiciones: que él representó una joven vaca, que había parido un ternero por primera vez, y además que esta representación podría haber sido de tamaño natural.

Repetimos lo que ya se dijo anteriormente: que un artista como Mirón no podría haber buscado un parecido al natural tal que provocase el engaño, sino que supo comprender y expresar el sentido de la naturaleza. Hay que perdonar a la masa, al dilettante”, al retórico y al poeta, cuando conciben como puramente natural aquello que en la escultura es el arte más intencionado posible, concretamente el efecto armónico que concentra el alma y el espíritu del espectador en un solo punto. Esto es comprensible porque dicho efecto armónico se manifiesta como lo más extremadamente noble de la naturaleza. Sin embargo sería imperdonable afirmar, aunque sólo fuera por un momento que al noble Mirón, el sucesor de Fidias y el predecesor de Praxíteles, le hubiera faltado en la terminación de su obra espiritualidad y gracia.

Para acabar, permítasenos añadir un par de modernos epigramas. El primero de Ménage[209] presenta a una Juno celosa de la vaca, pues cree estar ante una segunda Io[210]. Este buen poeta moderno ha reparado en que en la antigüedad había tantas imágenes idealizadas de animales que con tantos amoríos y metamorfosis eran muy apropiadas para expresar la confluencia de los hombres y los dioses. Un noble concepto de arte que hay que tener en cuenta a la hora de juzgar obras de la antigüedad.

Al ver tu vaquita, la de bronce, Juno se sintió celosa, Mirón. Creía estar viendo a la hija de Inaco.

Finalmente deseamos citar unas cuantos versos, que son adecuados para expresar concisamente nuestra posición.

Tú eres la más magnífica, serías la joya del ganado de Admeto[211], pareces proceder de las vacas del dios del sol:

Todo me lleva al asombro, para mérito del artista, pero lo que aun más me conmueve es que te sientas maternal.

Jena, 20 de noviembre de 1812