Debo someterme a la conciencia abismal de Sadman, indagar en el pozo de ignominia al que llamaba su mente para dar forma al caos. Ya se oscurecen mis ojos, ya se aproximan las sombras, se acercan los remolinos de vaguedad y el magma insustancial: ¡se me abalanzan las olas del prodigio! Cuánta fuerza siento en este vacío, cuánta intensidad desaprovechada: un espacio convulso de fuerzas incontrolables que buscan una salida en todas las direcciones, pero que no alcanzan la luz por carecer de un ojo que los guíe, de una estructura donde sustentar su vigor titánico para propulsarse. Ya puedo distinguir una forma que se aproxima lentamente, la jerarquía de mis pensamientos comienza a imperar sobre el abismo multiforme.
Es un hombre, pero algo extraño hay en él. Le veo una cabeza sobredimensionada, grotesca, la cabeza de un caballo. Camina hacia mí, pero no se apresura. No debo claudicar ante esta visión incomprensible, debo sojuzgarla, esclavizarla bajo el peso de mi voluntad, el único órgano de representación que poseo en este lugar fuera del tiempo y el espacio. He de mostrarme firme, resuelto, para sembrar el orden que deseo.
—¡Yo te expulso, demonio!
—¿Por qué me grita de ese modo?
La potencia de esta aparición me sobrecoge, al hablar mueve los belfos, gesticula. El caos pulsante ha tomado imágenes de mi mente y las ha dotado del sentido de mi propio lenguaje; algo fabuloso. Los ojos del hombre caballo son expresivos y perturbadores porque son animales pero también sensitivos.
—Bien, sería estúpido hablar con… usted no puede ser real.
—¿Qué le impulsa a pensar tal cosa?
—¡Usted es un hombre con cabeza de caballo! —Si vacilo el abismo podría detectarlo y aprovechar la ventaja. Pero yo soy el arquitecto, mis palabras ordenarán el caos.
—¿Y puedo saber dónde radica el problema? —Su tono era gentil, me incomodaba. Razonar con la abominación será la clave para separarla de su origen y traerla a la superficie, donde será más débil.
—Nunca se ha visto que un cuerpo humano pueda albergar entre sus hombros la cabeza de un caballo. Son, naturalmente, dos criaturas distintas que no pueden coexistir en un mismo organismo. —Lamentablemente, la razón es frágil frente al absurdo. El hombre caballo no parecía alterado.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —me dijo despacio.
—Sí —respondí sin mucha convicción.
—Sabe usted lo que es un hombre, ¿no es cierto?
—Naturalmente.
—Y lo que es un caballo, ¿verdad?
—Sí.
—En el pasado existieron otras formas de vida que convivieron con los hombres. Parece mentira, pero no lo he olvidado.
—En ese caso, ¿no es su imaginación capaz de concebir una criatura que posea el cuerpo de un hombre y la cabeza de un caballo, sin que sea lo uno ni lo otro?
Me sentí satisfecho por el rumbo que tomaba la conversación. Pensé en sus palabras y contesté.
—Sí, pero…
—Sí pero qué —me interrumpió bruscamente—. Usted es capaz de imaginarme y ante usted me tiene. ¿Por qué duda?
—No entiendo… —Un golpe de consternación surcó mi voluntad. Pude sentir cómo el hombre caballo crecía ante mis ojos, pero seguía conservando su cordialidad, guardaba su ataque para el final.
—Sí entiende. Entiende perfectamente y por eso se aflige. Deje de verme como a una amenaza, yo no soy un peligro para usted. Se niega a aceptar la verdad a la que se enfrenta. Usted está solo.
—¿Solo?
—Efectivamente. Usted se empeña en creer que si la lógica, propia del hombre, no puede explicar un fenómeno, ese fenómeno debe obtener explicación gracias a una fuerza ilógica o sobrenatural. Una explicación inmanente a Dios. De ninguna forma admite que hay cosas que nunca entenderá usted ni Dios.
—¡Pero Dios no existe!
—Cierto. Ya no.
—Usted está loco. Nadie mejor que yo sabe la verdad de estos asuntos. Nadie mejor que yo conoce lo que se ocultaba tras la falsedad de aquella creencia. ¿Acaso Sadman ignoraba que el Fundador Viviente mostró al mundo la crudeza de lo real? ¿Está queriendo decirme no ya que Dios no existe, sino que existió en un pasado? —dije perplejo. Por supuesto que creía en la muerte de Dios, pero sólo en un sentido simbólico. Al matarlo yo había destruido en realidad las religiones que lo adoraban. Todo siempre quedaba en el ámbito de los hombres.
—Evidentemente. Mientras vivió el Universo Natural, el hombre estuvo convencido de su existencia.
—Pero la fe no puede sustentar la existencia de Dios por sí misma. Es posible creer en lo imposible.
—¿En qué se basa para afirmar tal cosa?
—Sencillamente porque la imaginación es más poderosa que la realidad. —Aunque algunos afirman que no puede haber Demonio sin Dios, siempre he estado en contra de esta creencia. Existen fundamentos biológicos y genéticos muy precisos que sustentan mi razonamiento. El Mal nace de sí mismo y se alimenta de sí mismo. El Bien, en cambio, es consenso, esfuerzo y disciplina—. Por tanto, es posible creer en un ser inexistente.
—El universo que usted ha creado es una demostración de que la imaginación y la realidad están solapadas. La imaginación no es más que una realidad potencial. En cuanto una idea es concebida se garantiza su reificación. Toda profecía termina autoverificándose. Por eso mató usted a Noelle y a Newman, para que no pensasen más allá del Mundo que habían diseñado en su imaginación, por miedo a que sus ideas futuras llegasen a materializarse. Por tanto, ¿cómo puede un ser no existir?
—No me confundirá con sus paradojas lingüísticas. Desde su punto de vista, si imagino una mesa cuadrada y redonda, algún día podré sentarme junto a una.
—Estoy de acuerdo, siempre que usted tuviese una mente lo suficientemente poderosa. Porque no es fácil imaginar una mesa con las características que usted describe —dijo el hombre caballo no sin cierto sarcasmo—. Se lo explicaré de otra forma. El hombre creía en un dios inescrutable. La fe en un dios tal es inquebrantable, ya que, aunque no lo perciba, el hombre sigue creyendo en él. Esta fe aporta fuerza al hombre, y esa fuerza no depende de la existencia ontológica de este dios, sino de la propia fe que se deposita en él. La existencia de Dios no debe juzgarse en virtud de su inescrutabilidad, sino de su influencia. Si esa influencia existe, Dios existe, se mire como se mire.
Nunca se me podía haber ocurrido tal cosa. Me resulta inconcebible que Sadman albergase tales pensamientos. Sin duda, el abismo utilizaba materia de mi propia mente. El hombre caballo trataba de darme a entender que la sola creencia en Dios justifica y explica su existencia.
—Pero usted dice que Dios ha muerto.
—Naturalmente. Ya nadie cree en Él.
—¿Es imposible que Dios exista sin el sustento del inconsciente colectivo?
—Nada puede existir sin el sustento del inconsciente colectivo.
—Pero si nadie me reconociese a mí yo seguiría sabiendo que existo.
—Naturalmente. Usted es consciente de sí mismo. Usted está constantemente imaginándose a sí mismo, redefiniéndose, reificándose a cada paso.
—Por lo tanto, usted afirma que Dios existió, pero no era consciente de sí mismo.
El hombre caballo asintió.
—Pero la religión transformó y, en cierto modo, ordenó el mundo.
—Así fue.
—¿Cómo puede una creación tener tanto poder?
—El hombre creía en un dios omnipotente, le imaginaba así, y de tal forma le atribuyó la capacidad de ordenar el mundo a su antojo.
—Pero en ese caso, si Dios, por medio de la religión, ordenó el mundo, y esa cualidad le fue atribuida a Dios por el hombre: ¿es posible imaginar un hombre capaz de ordenar el mundo?
—Parece mentira, señor mío, que sea usted el que me pregunte tal cosa.
—Pero mi mundo es artificial, fue construido por máquinas.
—Y esas máquinas, capaces de construir estrellas, planetas, campos gravitatorios… fueron imaginadas, profetizadas, por usted.
—Entiendo.
—¿Está usted seguro de que lo entiende?
—Sí, ¿a qué se refiere?
—Ahora que estamos de acuerdo, quisiera hacerle una pregunta. En realidad, esta duda es el único motivo por el que he decidido acercarme a usted.
Lo sabía. El hombre caballo había logrado vencer mi resistencia inicial, había conseguido embaucarme, y ahora que yo había claudicado, se disponía a golpearme con todas sus fuerzas.
—¿Por qué no imaginó usted un mundo sin dolor? —me preguntó el hombre caballo. Me quedé en silencio. Aquella pregunta estaba tan alejada de nuestra anterior conversación, que me sentí desorientado, incluso avergonzado, porque no era capaz de recordar el motivo después de todo lo que se había dicho en aquel lugar desolado.
—¿Podría usted? —dije con rencor, saliendo al paso.
—No sea estúpido. Como habría comprendido cualquiera a estas alturas, yo no tengo consciencia de mí mismo.
Aquella maldita criatura me arrinconaba cada vez más, alejándome de mi verdadero propósito. Sí, alejándome de la salvación de las estrellas moribundas…
—No imaginé ese mundo, porque ese mundo no existe. Como usted mismo dijo, existen ideas imposibles de imaginar. Un mundo sin dolor es tan inconcebible como una mesa cuadrada y redonda.
—No, sólo dije que existen ideas que exigen una imaginación más poderosa para reificarse. Le prevengo que las palabras le ganarán la partida, señor Director. Y ahora, debo marcharme —dijo el hombre caballo y se dispuso a adentrarse en la negrura.
No podía permitirlo. Me sentía atrapado en el abismo, las fuerzas me flaqueaban y apenas me veía capaz de afrontar el esfuerzo de permanecer en la oscuridad. Este lugar me había vencido, y debía construir sobre el único fundamento que se me presentaba, el hombre caballo. Sólo él podía sacarme de aquel lugar infecto. Sentí angustia, miedo.
—No se vaya, no quiero estar solo. ¿Dónde podría ir? No puedo ver nada.
—De nada te servirá retenerme, yo no te seré de más utilidad, pues no me necesitas a mí, sino a alguien. Buscas una verdad en esta sima solitaria, pero ansías un compañero para huir de tu diálogo íntimo; un tercero que impida que ese diálogo ahonde en el abismo: ¡abraza ese diálogo y ese abismo, pues en ellos hallarás esa verdad!
El hombre caballo se marchó y quedé solo en el vacío. Es fácil sumergirse en la desesperanza, pero luego no se encuentra la manera de abandonarla. Comencé a distinguir una diminuta fuente de luz en la distancia y caminé hacia ella animoso, deseando escapar de la atenazadora oscuridad que me rodeaba.