60.

Al fondo del pasillo había una puerta con el número 231 inscrito sobre la mirilla. Golpeé la madera y esperé mientras preparaba la orden de homicidio. Pasó bastante tiempo, luego la puerta se abrió lentamente y Eva se asomó despacio. Ella tenía el pelo rubio, los ojos verdes, aquellos grandes ojos verdes que no se parecían a ningún color del mundo. Le entregué la orden y Eva la recibió en su mano como si el papel fuese a quemarle los dedos. Miraba la orden muy fijamente, era como si supiese lo que había escrito. Cuando comenzó a leerla dejó de sujetar la puerta. Tenía que estar mal enmarcada, porque se abrió sola. Entonces aproveché y entré sin pedir permiso, porque quería zanjar la cuestión y marcharme (era muy tarde y estaba cansado), así que fui sacando la pistola. Eva leía la orden. Nadie había leído nunca la orden. La gente se limitaba a leer lo de “Orden de Disolución de Contrato” y se hacía a la idea de lo demás. Qué iban a hacer, ¿poner una reclamación al día siguiente? Recuerdo a un alto ejecutivo que se alegró tanto de ver la orden que me invitó a una fiesta que daba en su casa. Todos me aplaudieron al verme y me dieron una copa de champán. El tipo era tan rico que había pagado su resurrección y se había despedido él mismo. Quería saber qué había después de la muerte. Me pidió que le disparase en el vientre para así morirse despacio y verla venir de lejos. Dejé la copa que había aceptado por cortesía y le pegué un tiro en la frente. Los invitados me abuchearon, pero yo no soy de los que hacen el tonto con las armas mortales. Haces cosas así y luego te olvidas un día de limpiar la pistola, le pones munición de Alta Velocidad porque no va a pasar nada por una vez, y luego un día cualquiera se te encasquilla o te explota en la mano. De todas formas, no es que todo el mundo te diese la bienvenida al verte en su puerta. Pero no eran tan incivilizados como Eva. La gente firmaba, a veces hasta te pedía el bolígrafo, se iba al baño y se tomaba algún sedante, o muchos sedantes. A veces te pedía por favor que esperases un poquito para que les hiciese efecto. Yo siempre les daba todo el tiempo del mundo porque nunca tenía prisa. Bueno, aquel día tenía prisa, pero era porque estaba muy cansado. Había matado a un montón de gente, fue un día larguísimo. Había pensado en todas aquellas cosas y ella todavía seguía leyendo la orden. Me pareció una falta de respeto enorme. Me acerqué un poco más para que se diese por aludida. Eva no estaba leyendo. Estaba llorando. Había visto llorar a algunos hombres después de disparar contra mí y ver que se habían quedado sin balas y yo tal cual, pero yo no iba a matar a Eva como si me hubiese intentado hacer daño, claro que no. Yo tengo una puntería excelente. La gente se muere tan rápido que ni se entera. Eva estaba llorando, se apoyaba en la mesita y yo la miraba a través del espejo. Eva era hermosa, a mí me lo parecía, quiero decir. Y me refiero a que ver su cara alejaba de mi lado al viento negro, la llamada a la expansión. Me hacía sentirme tranquilo, calmado, tal y como estaba, sin matar a nadie por un ratito.

Por eso, cuando me pidió que retrasase lo inevitable, acepté.