Y es aquí cuando se abrió el pórtico hacia una estancia fulgurante y un silencio abrumador se escurrió entre las hojas y los goznes de metal invadiendo el pasillo lacrado tras de Sadman hasta que el rechinar de sus propios pasos se vio ahogado. Frente a él surgieron tres paredes de cristal que proyectaban una mesa y un sillón hacia el infinito.
Sadman cerró las puertas y comprobó que un nuevo espejo se formaba en ellas. Entonces reparó en la cámara de vigilancia que seguía sus movimientos y los espectadores se percataron de que, por primera vez, Sadman estaba mirándolos.
Sus pupilas azules los observaban desde el abismo incomprensible de su mente y eran la aparición de la locura, contenida en forma humana, quebrando la frágil voluntad de los hombres.
Y mientras el mundo caía en la desesperación, Sadman contemplaba ahora su propia imagen en el espejo. Nueve años le habían seguido las cámaras por los rincones más remotos de la civilización y jamás habían visto aquellos ojos reflejándose hacia sí mismos. El Mundo fue testigo involuntario, horrorizado, del meticuloso escrutinio al que la bestia estaba sometiendo a su propia imagen, la imagen de una mente muerta. Sadman se miraba en el espejo y la representación de aquellos espantosos pensamientos era apocalíptica. Era como si el propio mundo no fuese a resistirlo, como si la realidad comenzase a combarse como un cristal amenazando con estallar. Era Sadman frente a Sadman, materia contra antimateria, el verdadero punto de fractura del Universo.
Entonces Sadman dijo:
Para lo que sigue no habrá espectadores.
Cada cual deberá experimentarlo por sí mismo.
Y su voz eran las campanas del Tiempo, las trompetas de los Arcángeles y los sellos del Cordero.
Y Sadman disparó a la cámara y destruyó su conexión con los mortales.
Entonces el Mundo se quedó a oscuras.