Penetró Sadman en las estancias luminosas de hospital, más allá de los muros de marfil y las cámaras de vigilancia. Los videoaficionados sucumbieron a manos de los guardias, Sadman dispuso de éstos como creyó oportuno y siguió adelante. Se le abalanzaron las sombras de los guerreros invisibles y los descuajó con sus propias espadas de cerámica. Cantaron para él las mujeres aullantes y él bailó para ellas la danza de la muerte, que aplaudió con vigor el eco de sus pasos más allá de los salones ancestrales que guardaban la memoria de un millón de especies extinguidas en trofeos antropocefálicos donde el nombre de cada una se leía en una lengua muerta.
Recorrió Sadman las cámaras de viejos reyes y generales, de asesinos consagrados al público que alcanzaron la inmortalidad a cambio de vivir dentro de aquellas paredes por siempre. Conoció a los predicadores de la muerte, que habían matado por despreciar la vida y fueron recompensados por la dadivosa Compañía. Conoció a los suicidas, que fueron vanagloriados por liberar a la raza de los inadaptados. Conoció a los ladrones, que recibieron riquezas por entregarlas a sus amos. Conoció a los científicos y pensadores del cambio, que fueron asesinados para que no investigasen o pensasen más allá de ese cambio. Conoció a los Nihilim en sus Torres Santuario y supo que eran hermanos antiguos como el tiempo, y supo que ellos eran Sujeto, Significante y Significado.
Y contempló las escrituras del libro de bronce donde se narraba la formación del mundo, consagrada a Noelle y a Newman, y leyó las hojas imborrables donde se hablaba del Gran Diluvio, el Tiempo Intermedio, y contempló los planos de las nuevas estrellas y las gráficas de los planetas artificiales. Y vio a Tertia M Alfa, el primer sol construido por el hombre hacía tantos años que cuando leyó el último número había olvidado el primero; y vio su mundo girando alrededor de la estrella y vio sus ciudades grises y sus terrazas desde el espacio. Pero el brillo cegador de la estrella no le permitió ver qué se ocultaba en su cara interior, y se alejó de aquellos monumentos con la frente doblegada, hacia un pórtico de marfil que representaba a dos enormes monstruos rampantes de grandes orejas y largas narices terminadas en bocas que se entrelazaban entre sí. Y sobre ellos había un viejo reloj de pared que se había parado en las siete y cuarenta y cinco.