En el Octavo Acto se alzaba orgullosa Onírica, estandarte del Mundo Libre, modelo universal que se ofrecía con promiscuidad dispuesta a desvelarse para el plagio. Cultura de diseño, cuna de artistas de eternos retornos y pasarelas giratorias, sombreros ofensivos y trajes llameantes que vestían a emperadores nocturnos en salones de té y galerías de ciento veintitrés días.
Hermosa ciudad de rascacielos abiertos en flor, de inquietas bocachas luminosas y lindos coches voladores cubiertos de faros acrobáticos. Arlequines con sombrero de copa y caderas anchas bailaban compases con los labios húmedos por el licor y un déjà vu. Redes colgantes que abrigaban los cuerpos embadurnados en sexo chorreante y no dejaban respirar a la luz, que fluían hacia el suelo como viscosas telas de araña recién eyaculadas del vientre, decoraban los vestidos inmutables como dulces recuerdos de un mañana ya vivido. Éxtasis perceptivo edulcorado sin excipientes, falto de posología por ahorrarse la tinta, eterno sueño brillante de amaneceres rojos y visiones de aves. Galopar de caballos salvajes sobre prados de amarilla hierba espumosa con sabor a cerveza. Gatos de mazapán que maullaban con gusto y daban masajes gratis por un ronrón y unas cosquillas. Barcos de vapor que despertaban a los vecinos con trompeta y pistolas de abejas. Películas originales subtituladas en los idiomas antiguos de especies extinguidas. Charcos de ranas voraces que se tragaban a los hombres y contaban con el estómago chistes para desternillarse de risa.
Maravillosa Nubacucolandia, ciudad del sueño con muros de ajedrez y peones dormidos en hamacas diseñadas a gusto de cada uno.