Mientras treinta y dos libélulas se alejaban de la Plaza Panóptica, una permaneció suspendida frente a Sadman, inmóvil. Sadman levantó la vista y reconoció el rostro de Héctor Deífobo a los mandos del aparato. El general sonrió y saludó a la manera militar.
“Adiós, señor Metallan”, dijo a través de los altavoces. “Sólo lo siento por la torre. Nadie podrá disfrutar de la belleza de este momento”.
Héctor Deífobo desactivó el campo electromagnético de la bomba de un gramo de antimateria que estaba alojada en la bodega del vehículo. Diez elevado a treinta positrones, algo más de un quintillón, quedaron libres para moverse a su antojo. Algunos nanosegundos después, todos entraron en contacto con los electrones exteriores de los átomos que formaban la carcasa de la bomba y se aniquilaron mutuamente, transformando toda su masa en energía. Ochenta trillones de Julios de energía, neutrinos incluidos.
La explosión fue visible desde el espacio. Un hermoso ramillete de pétalos blancos que floreció sobre una superficie gris, en silencio, después de que las nubes se retirasen a continentes lejanos, como por arte de magia, encogidas y asustadas como los niños que escuchan cuentos de miedo en la oscuridad.
Cuando la Torre Panóptica se desvaneció, todos los canales de televisión dejaron de emitir, incluyendo el Canal Rebelde. No pasó mucho tiempo antes de que una horda de videoaficionados saliera a la calle en tropel para dar testimonio de la muerte de Sadman.
El primero que lo encontró liberó un grito de asombro.