Desde el recibidor de la Torre Panóptica, Sadman contempló los focos que encañonaban la salida. En la explanada se amontonaban las unidades móviles de la John Black, detrás de tres regimientos de armas combinadas. Alrededor de la inmensa plaza aguardaba expectante una multitud fiel a sí misma, sedienta de sangre. Sadman escuchó los megáfonos que le ordenaban detenerse y siguió caminando. Todas las cámaras y todas las armas se dirigieron hacia él y siguió caminando. Las puertas se abrieron y levantó su pistola hacia uno de los soldados. El ejército abrió fuego al unísono y la atmósfera se volvió salvaje. Las cámaras trataban de localizar la exclusiva entre la maraña de proyectiles mientras el masivo edificio bramaba de dolor, reventado por el insoportable castigo que estaba recibiendo. Los cascotes caían al suelo levantando bolsas de polvo, los cristales estallaban envenenando el aire, el estruendo era ensordecedor. Un reportero vio caer a un bucelario que había sido herido mortalmente. Miró a su alrededor y vio que había más soldados desperdigados por el suelo. Levantó su cámara de nuevo y contempló la infernal aparición de un hombre saliendo del enjambre de proyectiles, cascotes y humo. Caminaba, erguido, apuntando con una pistola al soldado más próximo. El bucelario disparó a bocajarro y la recámara de su fusil estalló entre sus manos, cortándoselas de cuajo. La bala de Sadman ahogó sus gritos. Los reporteros retrocedían, tropezaban, trataban de grabar y sobrevivir. Los soldados disparaban, cerrando el ángulo de tiro conforme el monstruo cruzaba por mitad de la formación. Las libélulas disparaban sus cañones de treinta milímetros hacia la posición estimada de Sadman, atravesando los vehículos y el cuerpo de los compañeros de armas. Luego, los proyectiles comenzaron a atravesar a la multitud sedienta de sangre, hasta que los cañones se quedaron sin munición. Sadman se alejó de aquel templo del caos sin un solo rasguño en su gabardina.
Frente a los monitores de la Torre Panóptica, Sadman había comprendido que su inmunidad no dependía de sí mismo, escapaba de su control. Había comprendido que él no era el mejor asesino de la Historia, sino el preferido de una fuerza desconocida que había despojado a los mortales de la facultad de dañarlo, y había comprendido que entre aquellos mortales se lo incluía a él. Ningún acto suyo, eficaz o negligente, alteraría aquella disposición superior.
Sobrevivieron cuatro reporteros.
Murieron ochocientos veintiocho soldados.