La langosta no despertó sospechas hasta que aterrizó sobre el tejado de la torre. A partir de entonces, el grupo comenzó a atraer la atención de la seguridad interna como un protón que se adentra en un enjambre de electrones. Cuando consiguieron llegar al centro de control de emisiones del Ministerio de la Televisión sólo quedaban en pie uno de los cámaras, Argus Doorman y Sadman. Argus sudaba copiosamente, mientras intentaba recuperar el aliento sobre una mesa de realización de cuarenta metros de largo. Tenía la mirada perdida, pero esta vez no porque estuviera ideando algún nuevo eslogan publicitario.
Sadman observaba con los ojos entornados el enorme ventanal que mostraba una panorámica angular del Séptimo Acto de Hel, por encima de las nubes dispersas.
“Semaion”, comenzó a decir Argus con dificultad, “una cosa es verlo por la televisión, y otra muy distinta en directo”.
Sadman caminó lentamente hacia el ventanal, atraído por la visión surrealista del cielo estrellado, sin lluvia. Los cuerpos celestes titilaban en la oscuridad absoluta, suspendidos en el vacío como lámparas blancas.
“Pensaba que habría más…” dijo Sadman.
“Más qué”.
“Estrellas”.
“Se turnarán para no cansarse”.
“Eso parece”, dijo Sadman, tras observar que una pequeña estrella se había apagado de súbito, en silencio. Sadman tomó una fuerte bocanada de aire y miró de soslayo a la gigantesca explanada sobre la que se había edificado la Torre Panóptica. Un ejército mecanizado ocupaba toda la extensión de la plaza, desplegándose de forma ordenada alrededor de la torre.
Sadman contempló la escena que se desarrollaba delante de él como el espectador de una película de arte y ensayo en blanco y negro.
“No hay otro lugar en este planeta donde desplegar una fuerza semejante…” dijo lentamente, y dio media vuelta.
Argus le apuntaba a la cabeza con una pistola. Por el temblor de su brazo, parecía llevar en esa posición varios minutos, aunque el miedo que se reflejaba en sus ojos hacía pensar en otras alternativas temporales.
Sadman lo miró fijamente, mientras extraía su propia pistola del bolsillo derecho de la gabardina. Argus apretó el gatillo y el arma se encasquilló. La miró un instante, aturdido.
“Siempre pensé que a los demás les pasaba porque eran estúpidos”.
Luego alzó la vista al atisbar la sombra del brazo de Sadman, elevándose frente a él.
“Supongo que todos los que lo intentaron pensaban lo mismo…”.
Sadman amartilló la pistola…
Pero espera, déjame explicarte…
… y le voló la cabeza al líder de Bluespace, el único funcionario de la Compañía con Código de Seguridad AAA.
Frente al muro de televisores del control central de realización del Ministerio de la Televisión, Sadman observó un fenómeno extraño. Todos los canales interrumpían de forma paulatina sus programaciones habituales para hablar del asedio a la Torre Panóptica, como un gigantesco dominó de luces y sonido. El primer canal que decidió hacerlo acumuló en pocos minutos una audiencia del dos por ciento, en rápido ascenso; un hito histórico. Los demás lo imitaron en cascada. Tras veinte minutos de emisión, un noventa y cuatro por ciento de la audiencia planetaria seguía las evoluciones del acontecimiento por un medio u otro.
El seis por ciento restante no tuvo oportunidad de ver el final de sus programas favoritos.
“Se trata de Héctor Deífobo, general de tres estrellas de los Bucelarios de Elite. La Compañía requirió su traslado de Eta Delta en cuanto se produjo el trágico incidente de los Nihilim”.
“El general ha ordenado utilizar munición de cobalto-60 para esta operación. Según nos explicó esta mañana, si Sadman intenta utilizar cualquier tipo de armadura metálica, el cobalto-60 la volverá radiactiva”.
“No parece tener sentido: Sadman jamás ha utilizado armadura”.
“Eso fue lo que le dije”.
“¿Y qué respondió?”.
“Que las presuposiciones habían hecho fracasar a todos los que habían intentado matar a Sadman antes que él”.
“George, son las nueve de la noche”.
“Cierto. Señores telespectadores, el general Deífobo nos ha pedido que emitamos a esta hora un fragmento de la entrevista que nos concedió esta mañana”.
El rostro de un hombre apareció en primer plano en una de las pantallas, vestido con uniforme militar, mirando directamente a cámara. Los demás canales conectaron con la entrevista diferida uno tras otro, hasta que la imagen del general acabó multiplicada por mil seiscientos. Simultáneamente, la orquesta sinfónica de la John Black, situada en el estudio de sonido entre la primera y la tercera planta, comenzó a tocar una pieza marcial para subrayar el discurso televisado.
“Señor Metallan, soy el general Héctor Deífobo. Sé que usted se encuentra ahora mismo en la planta setenta y cinco de la Torre Panóptica. La langosta que lo transportó al tejado ha sido destruida. Los accesos subterráneos, de los que quizá no tenga noticia, han sido demolidos. Como puede usted ver, hemos rodeado el edificio por completo. He diseñado un plan meticuloso que acabará con su vida esta noche, señor Metallan. No estoy intentando convencerlo de que se rinda. Tengo en mi poder una orden de homicidio contra usted, firmada por el Fundador Viviente. Quizá la recuerde, ya que es la misma que fue entregada previamente a los Nihilim. No se confunda, señor Metallan. Tengo a mi disposición tres regimientos, uno de cada ejército. Lo que usted tiene a sus pies son dos mil Bucelarios de Elite, treinta y tres carros de combate, treinta y tres aeronaves artilladas y treinta y cuatro francotiradores. Pero no es lo único que he traído al tablero esta noche, señor Metallan. Mi plan es infalible, porque en cuanto salga del edificio, su cuerpo de carne no podrá ocupar un centímetro cuadrado que no esté sembrado de muerte. Para que un electrón se recombine con un protón sólo hay que ejercer una presión crítica. Debería congratularse: hoy se convertirá usted en una estrella de neutrones. Y yo quiero darle las gracias, porque de su mano entraré en la Historia como la más brillante supernova. Buenas noches a todos”.
El discurso de Deífobo no tuvo el efecto deseado en Sadman. Se giró hacia el ventanal, con los brazos fláccidos, mientras el viento negro hacía acto de presencia.
Firmada por el Fundador Viviente.
Comenzó a soplar en su alma como una suave brisa, y fue creciendo de intensidad hasta que se convirtió en un grito ensordecedor. El viento negro no entendía de jerarquías.
Firmada por el Fundador Viviente.
Sadman miró allí donde se negaba a mirar desde su encuentro con los Nihilim y contempló el rostro sin forma que amenazaba su vida, aquél que se apartó de los hombres en su Torre Empírea. Sadman se exprimió las sienes con los dedos extendidos, luchando contra la ira del viento negro que retumbaba en su mente. Los aullidos reclamaban un saldo de sangre, una puesta en equilibrio.
Matar al Fundador de lo que existe, del Mundo Libre.
Sadman era incapaz de razonar con el abismo. La enfermedad exigía un sacrificio que saciase su hambre ritual. Sadman debía calmar la tormenta antes de enloquecer, encontrar una respuesta al llamamiento.
El Fundador Viviente, el dios inmortal de la Compañía, que gobierna el Universo, encerrado en su torre, en la cúspide del mundo.
Matar al Fundador es morir en los pasillos de la Torre Empírea, donde viven los guerreros invisibles y las madres aullantes.
El Fundador debe morir.
Dijo el viento negro.
Y supo que sólo entonces hallaría la paz.
Algunos programas debatían sobre la historia de Sadman, intentando predecir el resultado del inminente combate. Aunque en un principio se habían mostrado incrédulos, el discurso de Deífobo había entusiasmado a periodistas y espectadores por igual. Todos daban gracias al Poeta por que la Compañía hubiera cultivado el arte militar de un hombre capaz de interponerse entre la gente de bien y el desastre.
Los debates estaban aderezados con grabaciones de vídeo enviadas por espectadores
y Sadman,
por primera vez,
vio su propia imagen.
Sadman camina por una calle atestada de gente, con uniforme de metropol. Varios transeúntes desenfundan subfusiles y le disparan a escasos metros, gritando consignas de Bluespace. Mientras los civiles caen acribillados, como pétalos alrededor de su estigma, Sadman extrae su pistola y les vuela la cabeza a los rebeldes, uno a uno, con indecorosa parsimonia. Los transeúntes vitorean, entusiasmados, hasta que una chica toca el brazo de Sadman y éste le descerraja una bala en la frente.
Sadman entrega una orden de homicidio a un padre de familia. Uno de sus hijos sale de una habitación armado con una escopeta recortada y abre fuego. Los perdigones matan al padre sin rozar la gabardina de Sadman, erguido junto a él. Sadman dispara al joven en la cabeza, observa el cuerpo tendido del padre para asegurarse de que está muerto, recoge la orden de homicidio, la moja en la sangre del muerto y se marcha, dando la espalda a la esposa y los demás hijos.
Sadman se lleva la mano al vientre y observa su propia sangre, junto a un niño que le apunta con una pistola humeante. Sadman dispara al niño entre los ojos. Un grupo de Asesinos Públicos, al otro lado del pasillo, abre fuego automático contra él. Sadman los mira con frialdad y avanza lentamente hacia ellos, mientras les dispara en la cabeza con la frecuencia acompasada de un metrónomo.
Sadman camina hacia la puerta de un apartamento, dando la espalda a dos hombres. Mientras uno de ellos graba la escena, el otro, con los pantalones bajados, grita histéricamente junto al cadáver de una chica con la cabeza destrozada. El violador levanta un subfusil y dispara media docena de proyectiles, que impactan en la pared dibujando la silueta de Sadman.
Sadman sale de las sombras y dispara a un Nihilim que le da la espalda. Otro Nihilim se gira hacia él, pero cae muerto antes de poder apuntar. El tercer Nihilim apunta al corazón de Sadman y aprieta el gatillo. La imagen se congela y luego avanza a un millón de fotogramas por segundo, mientras un periodista señala la posición del proyectil en la pantalla. A un metro y medio del corazón de Sadman, la imagen tiembla levemente, la bala efectúa un giro de treinta grados, esquiva a Sadman y se estrella contra la pared. La grabación rebobina y la bala vuelve al cañón de la pistola del Nihilim.
La bala sale de la pistola, a un metro y medio del corazón de Sadman gira treinta grados y se estrella contra la pared.
Observando los monitores de televisión, con las pupilas dilatadas, Sadman comprendió algo, algo incomprensible, y tomó el pasillo que conducía al ascensor del vestíbulo, dejando atrás todo lo demás.