Una langosta capturada a metropol transportaba a Sadman, Argus y media docena de rebeldes en dirección a la frontera entre el Séptimo y el Octavo Acto de Hel.
Y allí, sobre su pedestal de piedra enfermiza, se alzaba la monstruosa Estatua de Plutón, el monumento milenario a la muerte de Dios, a las civilizaciones perdidas que cedieron su trono al gobierno del poeta visionario y la economía del cambio eterno. Los ojos de Plutón, entre los residuos de las palomas, derramaban la lluvia ácida que se deslizaba limpiamente sobre su rostro, un semblante quebrado por la aflicción de los vapores nocivos de las industrias pesadas y la corrosión de las ratas del aire.
Sadman miraba por una ventana circular con ojos cansados, mientras el resto preparaba sus armas con diligencia. Argus daba instrucciones sin descanso, que se resumían en proteger a los cuatro cámaras que los acompañaban, mientras Sadman se encargaba de todo lo demás.
Cuando el piloto les indicó que habían llegado a su destino, Sadman se inclinó para ver una explanada inmensa donde se alzaba la monstruosa Torre Panóptica, sede de los Ocho Ministerios y centro de gobierno del Universo Artificial.