Sadman penetró en la penumbra de un café llamado Nekuia, alejado de las bulliciosas avenidas principales. Se sentó en la barra y señaló con un dedo la botella que quería. El camarero comprendió y le dejó un vasito junto a ella antes de alejarse todo lo que el mostrador le permitía. Había un televisor, como era lógico. La cuestión era que estaba apagado. Sadman se quedó mirando la superficie oscura, espejada, de aquel artefacto.
Giró muy despacio la cabeza a un lado, luego al otro. Había grupos discutiendo animadamente en los reservados. Sobre las mesas del salón algunos se dedicaban a los juegos de azar.
Había una suerte de camaradería en aquella gente.
Sadman le hizo señales al camarero para que se acercarse. El camarero se llevó la mano al pecho y entornó los labios buscando con la mirada un sustituto. Sadman asintió. El camarero se acercó, casi con las manos en alto.
“Eso de ahí”, dijo Sadman apuntando al televisor, “¿no está prohibido?”.
El camarero sonrió. Sadman le miraba con una inocencia que desvaneció su miedo.
“Eh, chicos, el caballero dice que si no deberíamos tener encendido el lavacocos”.
Los congregados rieron dándose manotazos en la espalda. Sadman se volvió y todos recordaron alguna cosa que les quitó las ganas de reír. Sadman daba vueltas a aquella palabra.
Lavacocos.
“No serás un telepoli, ¿eh amigo?”, dijo una mujer con los brazos en jarras. Sadman podría haberse sentido amenazado por su tono agresivo, pero no fue así. Quizá el viento negro estaba demasiado confuso como para hacer acto de presencia.
Telepoli.
“No hay cuidado, eso es imposible”, respondió un hombre que acababa de salir de un reservado. “Ningún cíclope se adentra tanto en los Distritos Apóstatas. Estoy seguro de que éste no es uno de ellos”.
Cíclope.
Aquel hombre se acercaba a Sadman a grandes zancadas, firmes, majestuosas. “Al menos, ahora ya no es uno de ellos”, dijo por último, sentándose junto a Sadman, sin dejar de mirarlo a los ojos.
Bluespace.
“Remarcable”.
Aquel hombre que se conducía como un príncipe entre pares no dejaba de mirar a Sadman con franca admiración.
“El mejor asesino de la Tiranía, aquí, entre nosotros”, se decía a sí mismo. “Curiosa ironía del destino”.
Sadman había pasado su vida disparando contra aquellos hombres como quien barre el polvo, sin pensárselo un momento. Ahora estaba sentado a su lado y no percibía ni un atisbo de animadversión por su parte. Naturalmente, Sadman nunca la sintió hacia ellos.
“He matado a muchos de los vuestros”, dijo Sadman imitando su forma de hablar.
Como no se hacía preguntas, no se extrañó de que los negacionistas no hubieran reconocido su rostro al instante. No podía saber que los terroristas tenían prohibido ver los canales de televisión de la Panóptica, para no alimentar un odio singular por ningún Asesino Público. Quizá por eso nunca se les ocurrió utilizar contra él nada más potente que las armas automáticas.
“Ahora podrías matar a un montón de los suyos”, respondió aquel hombre de verbo ágil como una navaja, como si el que lo imitase fuera él. “Ésta es la forma en la que ocurre: ellos despiden a un fratricida y nosotros lo convertimos en un revolucionario”.
Sadman observó que aquella gente llamaba a las cosas con palabras diferentes. Comprendió que las palabras tenían mucha importancia en aquel conflicto que se estaba librando.
El hombre sonrió ampliamente mientras Sadman tomaba un largo trago. Sus dientes perfectos brillaban como fluorescentes. Después desenfundó una pistola y mató a Sibila, la reportera que había seguido a Sadman con su cámara durante nueve años, una verdadera experta en el peligroso arte del documental de guerra, donde todas las balas perdidas llevan la inicial de tu nombre escrita en su camisa metálica.
El líder de Bluespace tuvo la inteligencia de guardar la pistola antes de que Sadman se diera cuenta de lo que había pasado. Sadman contempló unos segundos el cuerpo inerte de Sibila, a su espalda. Levantó los ojos y observó que varios reporteros del Canal Rebelde lo estaban grabando. Supuso que lo habían estado siguiendo desde que entró en el local.
“Así de simple”, dijo Sadman, tras apurar su vaso.
“Así de simple”.
Si eres quien creo que eres, vales tu peso en oro.
Hablaba así, Argus Doorman; poseía un anacrónico sentido de la realidad. El oro no valía nada, los niños lo hacían con los juegos de química para aprender a transmutar materiales.
“Te presentaremos en el Canal Rebelde y a los cíclopes se les helará la sangre en las venas”, dijo entusiasmado. “El mejor asesino de la Tiranía, en el otro lado. Ningún centauro volverá a volar tranquilo”.
“Centauro”, dijo Sadman.
“Los de las motos aéreas, los alastores”, dijo Argus, como si le interrumpiesen un discurso muy importante. “La Tiranía temblará ante la nueva Resistencia”, añadió, retomándolo.
Bluespace tenía connotaciones negativas, pensó Sadman. Se llamaba así al vacío interestelar y al reino de los muertos. La palabra Resistencia hablaba de lucha, de ideales, de hazañas heroicas. Era una palabra mucho más apropiada.
“¿Me estás escuchando?”, dijo Argus. No le gustaba que no le prestasen atención. Sadman asintió, parpadeando dos veces, confundido.
“Digo que tendremos que pensar un nombre, un apodo, algo impactante”, siguió Argus, dibujando un gran rótulo en el aire.
“Un nombre para qué”.
“Pues para ti, hombre, no pensarás que puedes seguir utilizando ese seudónimo tan deprimente, ahora que te has liberado del yugo opresor. Gran parte de esta guerra se libra por onda herziana, ¿comprendes? Sin una imagen no nos sirves”, aseveró, como si hubiese anunciado un eslogan, y adoptó una expresión solemne, con la mirada perdida.
Sadman pensó que aquello era cierto. Después de todo, la televisión era la mejor manera de que la gente llamase a las cosas con las palabras que uno prefería.