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Arriba, navegada por luciérnagas de metal, relucía Ciudad Vector, capital de las gráficas y la economía, nación de mercaderes que gobernaban el mundo desde sus despachos apagados por el hollín de la avaricia. Esta terraza era famosa por ser el centro del circuito de turborreactores, que transmitía sus carreras a todos los lugares del mundo. Los bólidos propulsados por masivos motores de aniquilación de materia-antimateria recorrían un estadio oval a mil doscientos kilómetros por hora. Los coribantes eran hombres digitales diseñados en incubadoras de plástico, con sistemas nerviosos robustos como cables industriales y ojos facetados de un hermoso azul, que pilotaban sus cohetes sumergidos en drogas psicotrópicas, poseídos por los reflejos inhumanos de la nanotecnología. El día que Sadman acudió al estadio competían algunos de los mejores pilotos en las Trescientas Vueltas de Megalesios.

La multitud rugía embravecida, golpeando los coloridos tambores y agitando las banderas de cada carrocería. Doscientas mil voces gritaban sus himnos comerciales, como náufragos de una tormenta cacofónica, lejos del espacio y del tiempo.

Pero aquel día había un individuo entre la muchedumbre, un público entre la multitud, que se alzaba sobre los cimientos pedregosos de la tribuna de prensa mientras comenzaba la vuelta quincuagésimo segunda, cuando los depósitos de combustible aún estaban repletos. Sadman llevaba un mensaje de Tiempo que se había escurrido entre aquellos que le negaban, que habían decidido honrar a dioses más jóvenes.

Sadman encendió un cigarrillo y exhaló lentamente los lazos de humo. Entonces el viento negro batió sus alas de mariposa y la vida del piloto que marchaba en cabeza se extinguió. El monoplaza rozó el asfalto y se transformó súbitamente en una nube de metal fundido que se expandía a una velocidad espantosa. Una horquilla de frenos atravesó la carlinga del tercer piloto y alcanzó uno de los alerones del octavo; el aparato voló por los aires y se estrelló contra el habitáculo del decimoprimer turborreactor, que chocó al desviarse con el vigésimo noveno vehículo. Ambos estallaron como bombas de gas propano y rodaron por la pista mientras sus chasis se desbarataban como juguetes de porcelana.

Treinta pilotos fueron descalificados por óbito. El reloj del estadio marcó las seis de la tarde y la multitud recuperó angustiada su penosa individualidad abucheando a los corredores muertos.

Ganó la carrera Paul Nero, número uno del circuito de turborreactores, por octava vez consecutiva, lo que constituía una proeza histórica para este deporte, en el que la mayoría de pilotos no sobrevivía más de cuatro carreras, generalmente por colapso cerebral.

Un francotirador le voló la cabeza horas más tarde en directo, y pudo pagar la exorbitante EPV de Nero gracias a las entrevistas en las que detallaba cómo mató al mejor piloto de carreras en millones de años de historia de la Humanidad.