La primera terraza de la Ciudad Alta era un fabuloso laberinto simétrico. Zareba, la Ciudad Seriada, daba cobijo a la masa trabajadora de la Compañía, silenciosa feligresa de apetito voraz y adhesión eterna, mediocre verdugo de medianía y magnánimo encumbrador de mitos efímeros por el poder del mando a distancia. Los consumidores del Sexto Acto componían la gran muchedumbre de Hel, y se agolpaban en viviendas de idéntica manufactura que la Compañía entregaba gustosa a todos los trabajadores con más de diez años de servicio. Estas viviendas seriadas marcaban un modo de vida videocéntrico, en el que todos los espacios y las actividades del hogar giraban alrededor de un único y gigantesco receptor de televisión con ocho pantallas, visible desde cualquier ángulo. El sistema panóptico de arquitectura aseguraba un acceso rápido y eficaz al centro de ocio monitorizado desde todos los puntos del domicilio. Los hedonistas de Onírica creían que limitar a un solo televisor toda una vivienda era una aberración y una merma de la libertad individual. Pero, como los propios hedonistas decían, los perros de Zareba no eran individuos. Se referían al hecho de que todos parecían iguales y sus tendencias como masa eran predecibles, pues todo el mundo gozaba de libertad de consumo y de expresión. Su acceso a las redes de información, por ejemplo, era el mismo que el de cualquier ejecutivo. Lo curioso era que todos solían comprar, opinar y crear información muy parecida, y estas tendencias eran muy parecidas, a su vez, a las que frecuentaban los canales de televisión de Zareba. Nadie les negaba la libertad de hacer lo que les apeteciese, y nadie tenía la culpa de que no se les ocurriese otra cosa que hacer con su libertad. Estaban satisfechos. Tener ideas requería tiempo, y los consumidores lo ocupaban comprando y utilizando todos aquellos maravillosos productos de la Compañía que sólo atraían su interés de manera fugaz, porque el consumo era una afición en sí misma, y no había que justificarlo apegándose demasiado a lo que se compraba. En Zareba existían los mayores centros comerciales del Mundo Libre, y ofrecían todo lo que un hombre podía soñar. La Compañía era la tienda de los deseos, y si el público deseaba algo carecía de sentido no producirlo o prohibir su venta. Todo estaba a la venta, por su justo precio. Claro que siempre era preferible comprar un modelo un poco más caro a correr el riesgo de que el vecino hubiese comprado uno mejor. Nadie escatimaba esfuerzos para obtener el objeto de sus sueños pues, como rezaba un famoso lema publicitario
La felicidad está en las cajas amarillas.