39.

Más allá de las ruinas de Gul Gothay se hallaba una costa negra como el petróleo que bajeaba hacia el horizonte, un océano de ponzoña que endurecía la llegada de los submundanos a las playas de la Ciudad Alta. Muchos eran los que se adentraban en aquella ciénaga desproporcionada donde flotaban los residuos de todas las industrias de Hel, que vertían sus desperdicios en las insondables simas que todo lo amparaban.

Frente a Sadman se erguía orgulloso el Muro de Hierro que separaba las ciudades imbricadas del norte de los despojos ruinosos del sur. Miles de kilómetros de alambradas acompañaban a la muralla de costado a costado, rodeando el planeta. Graníticas torres de vigilancia custodiaban las tenebrosas playas horadando la oscuridad con sus focos, en busca de víctimas para sus hambrientos cañones automáticos. La superficie de hierro estaba embadurnada con el color de los graffiti que unos cuantos locos firmaban arriesgando sus vidas tras las estacas minadas. Los custodios los llamaban R+D porque servían de distensión durante sus prácticas de tiro. Los arrabales del Muro de Hierro estaban cubiertos por montes de hueso y cráneos humanos que alcanzaban una altura de varios pisos.

Había un concurso que ofrecía un viaje espacial al que fuese capaz de contar el número de calaveras intactas que había a lo largo del Muro. Alguien sumó trescientos treinta y tres millones. Murió con ochenta años. No pudo tocar las estrellas.