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En la segunda terraza de Hel se extendían los Páramos, cubil de insurgentes que picoteaban al sistema y limpiaban sus asperezas, miel de cámaras de televisión directa y catapulta de Asesinos Públicos; un conglomerado de edificios semiderruidos que se hacinaban volcados unos sobre otros filtrando las aguas residuales de la Ciudad Alta, batidos por los torbellinos ensordecedores del terminador. Un lugar donde se amontonaban francotiradores de pelo sensible y psicópatas con pose que combatían con armas arcaicas de alta tecnología contra los señores de la guerra de la Panóptica por los índices de audiencia y las cuotas de pantalla. Los Páramos eran el lugar idóneo para ganar fortunas que se esfumaban con una estocada y se recuperaban pronto si se conservaba la vida. Amaban los asesinos este lugar, tanto públicos como en serie, pues aquí llevaban vidas paralelas donde podían destruir ciudades y arrasar poblaciones enteras y ser aclamados por ello. Mientras respetasen los repetidores, los equipos de grabación y el personal de la John Black, la Compañía garantizaba a ambos frentes de la contienda veda libre para actuar como mejor les pareciese.

Dos jóvenes ataviados con indumentaria deportiva, dos famosos Asesinos Públicos conocidos como los Golfistas, se entretenían torturando a una familia de submundanos delante de las desidiosas cámaras de la John Black. Cuando acabaron con sus víctimas quisieron jugar con Sadman. Dijeron que la gente quería ver el sufrimiento de los inocentes, porque se sentían atraídos por lo abyecto, se identificaban con el torturador y despreciaban la debilidad del torturado.

Era el razonamiento de que sólo sufre el que se deja.

Sadman no estaba de acuerdo en eso. Les demostró que los fuertes sufrían igual que los débiles, que no existía tal cosa como un torturado voluntario y que el público se tragaba todo lo que le echaban,

fuese lo que fuese.