Sadman caminó por los mismos cimientos del mundo, donde la Compañía no prestaba especial atención. Encontró dos edificios gemelos, de siniestros soportales y frontones en altorrelieve, uno una Maternidad y otro un Tanatorio, y entró por uno y salió por otro, y continuó su camino por donde las arañas metálicas tejían sus redes que reparaban el subsuelo y los tanques automáticos patrullaban los desechos para recordar a los submundanos que vivían en un mundo gobernado por la Panóptica.
Caminando entre muros caídos y edificios colapsados por el peso de las ciudades altas, Sadman encontró un bebé entumecido sobre un charco de sangre y placenta. A pesar del trato recibido por su madre, el recién nacido vivía. Sadman se arrodilló junto a él y el bebé abrió sus párpados amoratados y sollozó con debilidad, realizando sus últimos esfuerzos por aferrarse a la vida. Sadman tomó al niño entre sus manos y vio sus ojos. Y vio que miraba con la mirada inocente del que aún nada sabe, la mirada pura del que ignora lo que le exigirá el mundo para aceptarlo entre los suyos. Y lo lanzó al vacío de los desagües que filtraban el agua negra que caía desde lo alto. Y se marchó, lentamente, en silencio, entre el murmullo de las aguas putrefactas, ignorando que había liberado a ese niño de crecer en un lugar que había abandonado toda esperanza.