El edificio de Sadman se encontraba junto al terminador, la frontera entre la vida y la muerte, la cara blanca y la negra, inundada por las sombras.
En el vestíbulo de las terrazas de Hel, bajo el crepúsculo ígneo, un silencio inconmovible festejaba su gobierno sobre las estancias solitarias de la locura. Piranesia, donde el Ministerio de Sanidad encerraba a los que no debían morir ni ser escuchados. En un lugar donde el tiempo había arrojado su desdicha, los reclusos podían sentir el discurrir de la sangre a través de sus entumecidas arterias. Condenados a la vida eterna, soñaban con el pasado posible y recordaban el futuro que otros profetizaron. Porque los visionarios habían pecado contra el cambio, los ecos del presente chocaban contra los muros terribles de la cordura, madre cobijosa de los hijos de la razón antigua, que ahora se postraban entre los excrementos propios y ajenos, hasta el fin del tiempo.
Las ráfagas de aire caliente le trajeron blasfemias quejumbrosas, chisporroteando entre las gotas de lluvia.
Cambios sin torna, ¡que retornan!
La potencial gravitatoria no para de aumentar. Crece, crece, crece sin parar…
¡Farsantes! ¡Yo soy Argus Doorman!
Una fuerza irresistible choca contra un cuerpo inamovible, ¡y vence la Entropía!
¡Oh, Chandrasekhar, por qué me has abandonado!
Te lo dije, te lo dije. ¡Las estrellas ya no respiran! Mirad, mirad, ahí va otra…
No, no, no, no… ¡No quiero comer más carne animada!