27.

La Compañía había eliminado toda la información pública relacionada con Sadman.

Le quedaba por resolver, en cambio, lo más difícil: debía eliminarlo a él.

La Compañía sabía que Sadman padecía un incivilizado rechazo a la idea de dejarse matar, y también que las balas sufrían un incivilizado rechazo a la idea de arrimársele. La Panóptica no enviaría al patíbulo a un Asesino Público cualquiera, ni siquiera a uno famoso como Vanity o Super Spartan; porque lanzar contra él a los veinte asesinos más aclamados del mundo sólo serviría para destrozar las ilusiones de millones de telespectadores, aunque sus autopsias diesen más beneficios de los que imaginarse pudiera. La Compañía necesitaba medidas a la altura de las circunstancias, una cura definitiva contra la peor enfermedad: un antídoto.

Sadman era el vértice evolutivo del Mundo Libre. La culminación de una selección natural que había durado eones, el orgulloso estandarte de la raza que había mitificado la supervivencia del más fuerte y había predicado con el ejemplo.

Aquel vértice tenía cuatro lados.

Tres eran los jueces del Mundo, sometidos por una sola voluntad. Los jueces eran los responsables del genocidio de todas las especies vivas del Universo Natural, enviados por el Fundador Viviente para ejecutar la deliberada y sistemática destrucción de toda vida. El Mundo Libre los llamaba con terror y fascinación Nihilim.

Y sabiendo esto a Sadman sólo le quedaba esperar el momento de su muerte.

Porque los Nihilim eran tres ángeles inmortales creados a imagen y semejanza del Fundador al principio de los tiempos, más antiguos que la Compañía, invulnerables a la duda y al dolor, desprendidos de la necesidad de sentir. Ni la precipitación, ni el pánico, ni un defecto en sus armas les haría errar sus disparos. Eran tan infalibles como él.

Disparaban sin cerrar los párpados, como él.

Ellos eran tres.