Ráfagas de luz catódica golpeaban a Sadman en el rostro sin desaliento. Le impactaban las imágenes como ventanas de paraísos perdidos que jamás alcanzaría, como canto de la Furias que entumecían los sentidos y agolpaban sinceras ilusiones contra el cristal vacío de gases nobles. Los protagonistas de la pequeña caja de Pandora hacían y dejaban que los hombres viesen hacer, cumpliendo los sueños publicados para el público anhelante de presenciar la demolición de un nuevo muro de impensable rebeldía, reificada con los himnos oficiales de la Panóptica. Cobraban los espectadores un salario por contemplar la televisión, suficiente para sobrevivir en un mundo donde los precios se ajustaban a las necesidades y a las aspiraciones de la conciencia, donde los mensajes ejercían el masaje que los consumidores solicitaban para sobrellevar el sufrimiento. La videopolítica afirmaba que no trabajar para ver la televisión era una opción recomendable, que exentaba del cumplimiento de la Primera Ley siempre que instalasen los audímetros y se comprometiesen por contrato a permanecer ante la pantalla tantas horas como la jornada laboral. Sólo en Hel catorce mil millones de consumidores mostraban con orgullo sus tarjetas de televidente profesional. Muchos niños timoratos soñaban con hacer carrera como televidentes profesionales cuando fuesen mayores, algo comprensible si se recuerda lo peligroso que podía ser salir de casa estos días.