El Mundo Libre se sostenía sobre dos pilares de futuro crecimiento, la Envidia y la Avaricia. Principios esenciales que gobernaban la conducta de los hombres, eran reconocidos ahora en público como merecían. Como motores del cambio, ambas se complementaban en un eterno relanzamiento mutuo. La Envidia aseguraba una vigilancia, un despertar de la conciencia comparativa que exigía recompensa. La Envidia inducía a pensar que no era tan importante tener un coche muy rápido como que fuese más rápido que el del vecino. Para un hombre bien podrían circular los vehículos a diez kilómetros por hora mientras el suyo viajase a quince. La Envidia era la suprema señora de la involución, la caprichosa demandante de mediocridad que retribuía su exigencia con un gustillo dulzón en la boca del estómago y destacaba lo probado frente a lo inédito. Ella era la reina protectora, alimentada de Egoísmo; el empuje hacia atrás y hacia el interior.
La Avaricia era una máscara de carnaval que mostraban con orgullo, reflejaba la facultad de superación personal y señalaba a los escogidos para la reproducción de la especie; era sexualidad contenida en rotativas de prensa, caldos amargos para los desheredados por la virtud; dinámica de acumulación de riquezas, hito histórico de máximos posibles, prueba viva de un milagro humano. La Avaricia construía el Mundo Libre inventando nuevas fronteras, agigantando los límites conocidos hacia el infinito. Ella era el soberano agresor, alimentado de Egolatría; el empuje hacia delante y hacia fuera.
La Envidia y la Avaricia eran monumentos vivientes del Mundo Libre, ídolos de carne para estos hijos futuros. Sus letras se escribían con plumas doradas en las juntas directivas, ofreciendo el poder y la riqueza a los que las cultivaban con generosa dedicación.