El Mundo Libre se había asociado con la muerte y la había convertido en la mejor fuente de ingresos de la Historia. Conservaba intactos sus misterios desde el principio de los Tiempos; lo único que había traspasado las fronteras del Gran Colapso de la mano del hombre. La ciencia había logrado devolver la vida a los muertos, pero no había descubierto lo que se ocultaba tras ella. Los devueltos no recordaban nunca la muerte, aunque se los entrevistaba a conciencia. Esto era así porque el proceso de resurrección no consistía en revivir a la persona que había fallecido, sino en emular la información física, mental, emocional y espiritual que la diferenciaba, y que podía extraerse en cualquier momento de su vida, incluso poco después del fallecimiento. La información obtenida se almacenaba en poderosos ordenadores y ocupaba un espacio enorme; uno por diez elevado a ciento cuarenta y ocho bytes. Con estos datos se gestaba un embrión que alcanzaba, en cuestión de días, la edad deseada por el cliente, con una precisión formidable. No se trataba, por tanto, de un burdo clon, que se limitaba a reproducir el código genético. Era la misma persona, una emulación exacta que no tenía conciencia de haber muerto, aunque hubiera decidido retomar su vida donde lo había dejado todo al fallecer.
Como no podían almacenarse digitalmente las experiencias de la muerte, las emulaciones acumulaban información hasta el instante difuso, imponderable, de la cesación de la vida. La civilización se encontraba en su cúspide y la incógnita seguía sin resolverse, inescrutable y fascinante. El Mundo Libre, que había alcanzado todas las metas imaginables, se entregaba con jovialidad a la exploración de la verdadera y última frontera.
A estas alturas, la muerte era lo único por lo que merecía la pena vivir.