9.

Sadman caminaba por las calles atestadas como un espectro ignorado por la muchedumbre. Los videoaficionados daban testimonio de asesinatos y violaciones, los francotiradores daban cuenta de los paseantes improductivos; los alastores permanecían alerta a los ataques de los insurgentes y los ejecutivos acudían a la oficina entre una maraña de guardaespaldas metálicos armados hasta los dientes. En las avenidas superpuestas se estrujaban los mensajes cacofónicos y las resplandecientes vallas de doscientos metros cuadrados, las langostas patrullaban el cielo, los monstruosos nubarrones descargaban su lluvia plomiza, los relámpagos restallaban sobre los pararrayos a su capricho, criaturas hediondas limpiaban las lunas de los automóviles confiando sus vidas a la veleidad del semáforo, los televisores ocultaban las fachadas de los rascacielos.

En la entrada del metro dos jóvenes carteristas huían hacia la calle. Uno se ganó el anonimato en la multitud, el otro tropezó, se incorporó, alzó la vista y sus ojos fueron absorbidos por la nada, contemplaron a un hombre rodeado por una burbuja de vacío. Se sumergió en los ojos prohibidos de Sadman y los músculos congelaron su huida. Quiso entonces extraer de su bolsillo algún precioso objeto, olvidando que la muerte le corría al encuentro. Una navaja le rebanó la esperanza y de sus dedos se le escapó la vida y una pluma bañada en sangre que rodó por los escalones que conducían a las fauces abiertas del mundo subterráneo.

El tren era impelido por el magnetismo a través de las tuberías metropolitanas y Sadman miraba por la ventanilla el reflejo de los faros amarillos que se desplomaban en silencio hacia el pasado. Dos niñas grababan el descuartizamiento de un obrero espoleando la creatividad del carnicero y calculando los beneficios que les reportaría el espectáculo. Dos gorilas blindados como columnas de mármol quemado vigilaban el vagón, cerrando filas frente a un escuálido contable de la Compañía que llegaba tarde al trabajo. Dos cromados espadachines miraban con avaricia la piel de pergamino y las gafas abultadas, pero reprimían sus impulsos ante la perspectiva de los cañones de veinticuatro milímetros.

Alguien tiró de la manga de Sadman y luego sus sesos cayeron desparramados por los asientos. El cuerpo convulso del viejo indigente atrajo la atención de las niñas, que se acercaron para almacenar su muerte en formato digital. Con el objetivo acariciando el rostro ennegrecido, la aficionada levantó la cabeza y vio a Sadman, el mayor asesino de la Historia, sentado junto a la ventanilla del vagón, mirándola a los ojos.

Sin poder despegarse de aquel infernal contacto, apagó su cámara y musitó:

Han-tâ, no me mates”.

Sadman observó cuidadosamente los ojos vidriosos y la respiración sofocada, la indefensión de aquella pequeña piltrafa, y ladeó la cabeza hacia los ventanales de cristal.

Sadman era un engendro nacido de la matriz que era el Mundo Libre. Nacido de la progresión incalculable de la estirpe germinal hasta la epigonal, su último peldaño evolutivo. La vida era para él como los focos amarillos que se desplomaban en silencio hacia el pasado.