8.

El desconcierto de Sadman sobrevivió al pequeño filohomicida. Se miró el orificio de la herida y contempló con indiferencia la sangre que se escurría entre sus dedos.

Los Asesinos Públicos que lo acompañaban, en cambio, se lo tomaron peor. Quizá pensaron, y puede que tuviesen razón, que este fenómeno extraordinario que se había topado con ellos obedecía a una especial conjunción de astros, a una grieta momentánea en el tejido de la realidad, o algo parecido. De hecho, si lo pensaron no fue durante mucho tiempo, porque comenzaron a disparar a Sadman con urgencia. Todos coincidieron en alimentar la fábula de despachar al inexpugnable.

Y si acertaron en el juicio fallaron en el cálculo. Sadman alzó sus ojos bajo el fuego automático mientras las paredes reventaban a su alrededor, mientras las piedras estallaban en pedazos, ignorándolo como a un tótem protegido por la madre tierra. Y mientras los proyectiles surcaban el espacio sin rozar su cuerpo, Sadman fijó los gélidos ojos azules en sus agresores y comenzó a caminar hacia ellos, destruyéndoles la voluntad y la fe en la inteligencia humana. Siguieron disparando con desesperación porque sabían que ya no había marcha atrás, porque habían desafiado a la Muerte y ella se disponía a cobrarse sus vidas en pago por tamaña osadía.

Disparaban y retrocedían, disparaban y sus corazones mendigaban compasión a un ente inanimado. Disparaban porque aunque hubiesen bajado sus armas en ese preciso instante, les atormentaba la certeza de que el resultado habría sido el mismo; la certeza de conocer cuál sería el momento de su muerte.

Porque la tristeza de Sadman desaparecía frente a la amenaza, embargada por una incontenible necesidad de destruir la fuente del peligro. Nada había allí de humano; aquel empellón no le pertenecía; ante las olas irresistibles de aquel viento de negros embates no era más que un náufrago doblegado al arbitrio de una fuerza primigenia.

En aquellos momentos Sadman se transformaba en una abominación, en la monstruosa guadaña de la Muerte, en un fenómeno tan inexorable como el Tiempo. Por todo ello, Sadman apuntó sistemáticamente a su colegas y les voló uno a uno la cabeza.

Lentamente, sordo a sus súplicas de clemencia, sin atropellarse.

Sin parpadear.