Una insondable tristeza embistió a Sadman al penetrar en el oscuro bloque de viviendas, tan violentamente que descolgó los brazos entre el tiroteo y los gritos desgarrados. En estos momentos incomprensibles, en los que Sadman se veía a sí mismo asediado por la nostalgia innombrable, lo embargaba la desdicha. Lentamente una lápida de humo le volcaba el alma y él se preguntaba en un susurro si no sería el efecto del tabaco. Pero bien sabía que esa fuerza invisible no poseía nombre para él, que los males del mundo no eran suficientes para envararlo, y que esta tristeza era una desgracia ajena, una burla divina cargada sobre sus hombros como maldición atlántica, y de la que no se libraría. La tristeza le daba ganas de morir con más energía de la acostumbrada.
Tal vez por eso no vio al niño que le salía al paso. Tal vez por eso no reparó en la pistola que aferraba con manos temblorosas.
Y, aunque sea imposible, tal vez por eso la bala le atravesó el vientre con un estampido de cuervos que volaron para huir del pecado de presenciar la violación de una ley cósmica.
Muchos pueblos de pragmatismo formidable desecharon la palabra imposible de su vocabulario; bien habría que congratularlos, sabiendo que tan a menudo se realizan aquellas proezas que con ímpetu insensato juzgamos más allá de lo cabalmente imaginable.