Un lejano murmullo tronaba a su alrededor y Sadman caminaba en recogimiento. Caminaba sin que los pensamientos enturbiasen su conciencia, caminaba poseído por la exigencia de un suave murmullo, una llamada milenaria. Recogido en los pliegues de su mente, Sadman se entregaba a los brazos irracionales del viento negro. Caminaba en la soledad más abrumadora, la soledad sensible del que no es sensitivo. La soledad indolente de la indiferencia plena. Sadman era un ser amputado de todo sentimiento, de cualquier afecto humano. Era incapaz de desear, era incapaz de odiar. Porque al ser operado contra el deseo se le priva del odio, de toda emoción.
Excepto de una. Una emoción tan primaria, tan inseparable, que lo acompaña sin importar las amputaciones que sufra.