Un lejano murmullo tronaba a su alrededor mientras Sadman caminaba en recogimiento. No había pensamientos que enturbiasen su conciencia, se limitaba a caminar sin rumbo, ensimismado.
Nada enturbiaba nunca la mente de Sadman porque aquella mente no podía ser entendida con palabras ordinarias. Porque las palabras perdieron hace mucho tiempo su significado, estos arcaicos símbolos sin contenido eran ineficaces, chocaban contra un muro de impenetrables jerarquías que sólo podía ser traspasado por una lógica no humana. Sadman obedecía a un razonamiento de rugidos primitivos que clamaba una verdad sin conocerla, que no se armaba de retórica para su defensa, sino que la estampaba contra el mundo como una necesidad de espíritu que no atiende a razones. Sadman era un ser primordial, de sustancia comprimida, y por ello, vacío, apenas una carcasa. Sadman vagaba por el mundo como una sombra, anhelando una muerte que le estaba prohibida.
Porque Sadman no podía morir. No como mueren los hombres comunes, atravesados por pedazos de metal ardiente a velocidades fantásticas. A pesar de las copiosas oportunidades que el Mundo Libre le había ofrecido para perecer, nada había minado su aparente invulnerabilidad. Era inexplicable, pero era real. El Ministerio de la Ciencia se vio forzado a declarar años atrás que nunca había intervenido en favor del asesino. Sadman era inmune a cualquier tipo de daño físico y ahí acababa la cuestión. Naturalmente, con el mito nacieron los agnósticos y eran frecuentes los conatos de magnicidio. Cada uno de los fracasos contribuía a reforzar su aureola taumatúrgica. Pero Sadman no gozaba de la simpatía del público fuera de la luz de los focos; no era como esos Asesinos Públicos con asesores de imagen y campañas anuales de publicidad; era un tipo antipático. Desagradable. Cuando abría la boca las butacas del salón dejaban de ser cómodas; su mutismo conseguía que el telespectador retirase el contacto con sus ojos. Sadman no era divertido, y era extraño, porque la mayoría de los asesinos lo era de un modo u otro. Los que no bailaban o cantaban sabían contar chistes hilarantes, iban a la última y rompían las tendencias de la moda, mataban a sus víctimas con armas personalizadas y de formas nuevas —siempre originales—, eran guapos o tremendamente feos, violentos o refinados, brutales o quirúrgicos. De alguna manera destacaban, y por eso estaban ahí, en la cresta de la ola, barriendo en las encuestas. Sadman no era nada de eso. Era un tipo oscuro, taciturno; hermético.
Pero nada de eso importaba en realidad. Cuando Sadman estaba en antena nadie se acordaba del resto de los Asesinos Públicos. El Mundo contenía el aliento ante la visión estremecedora de lo imposible; los proyectiles esquivando a su ídolo como electrones en las proximidades de un protón. Las masas se arrimaban con avidez al monitor, encendían sus vídeos entre gritos, enmudecían ante la reproducción del prodigio; un hombre inmune al dolor.