2.

Desde el interior del Catábasis no se percibía el estruendo de los motores que lo impulsaban entre las torres de metal hacia su destino, dentro de los Distritos Apóstatas. La luz parpadeaba, roja como los nimbos al atardecer, iluminando las figuras como a ángeles exterminadores.

Apartado del resto, Sadman miraba por una ventana circular con ojos cansados. Un hombrecillo barbudo y enjuto, vestido con ropas oscuras como los demás, revisaba sus armas con indolencia y le sonreía.

“No te preocupes, niño, sólo es una limpieza. Algo cotidiano. Ocurre todos los días”.

Sadman levantó la vista y se encontró con una cara redonda, satisfecha, llena de amabilidad.

“No debes tenerle miedo a esa escoria, niño. Son un grupo de inadaptados que montan jaleo por el placer de hacerlo. No tienen disciplina ni vocación y eso los hace imprudentes. Si alguno se topa contigo lo oirás de lejos y tendrás tiempo suficiente para liquidarlo. Apunta bien y aprieta el gatillo. No conviertas esto en algo personal y no dudarás en el momento más inoportuno”.

Los demás agentes se miraron con estupor. Agacharon la cabeza y se encogieron, como las viejas supersticiosas que oyen un trueno que se aproxima, entre nubes de tormenta.

“Dudar…” dijo Sadman entornando ligeramente los ojos.

“Ya sabes. El miedo puede jugar malas pasadas. De pronto la cabeza se te ensucia con sandeces y pierdes el autocontrol. No es conveniente tener remordimientos en mitad del trabajo. Estas cosas deben dejarse para después”.

Sadman mostraba incertidumbre sincera al decir:

“No entiendo por qué habría de arrepentirme de matar a un hombre”.

Pero sus ojos, aquellos ojos azules, reflejaban una incomprensión ajena a cualquier forma de moral. Miraban desde una inmensa distancia, helaban el aire con una pavorosa indiferencia.

“Bueno, es algo normal. A todos nos ocurre alguna vez. No digo que no me guste mi trabajo, pero cuando toda la violencia nos abandona es difícil aceptar lo que hemos hecho como si nada…”. El hombrecillo ya no sonreía. Sadman lo observaba como un taxonomista, arrastrándolo hacia una sima oscura e inhabitable.

“Venga socio, ¿nunca te has arrepentido de matar a alguien?”.

“Soy un asesino, como usted. Matar es mi profesión, no sería sensato arrepentirse de hacer lo que uno debe hacer”.

El profundo azul de aquellos ojos se extendía por la médula del hombrecillo como una enfermedad infecciosa, implorándole que obtuviese la adhesión de ese hombre imperturbable. Se sentía como un niño, obligado a ir al baño en mitad de la madrugada, atenazado, de forma tan absurda como patente, por el terror a los fantasmas que habitaban el pasillo. No podía entenderlo, pero aquellos ojos electrizados despertaban en él un pánico primordial, alejado del campo de batalla, susurrado desde los remotos rincones de la infancia. Hubo de conjurar toda su fuerza de voluntad para invocar el amago de una sonrisa en los labios.

“Ejem. Claro, hijo, no me malinterpretes. Hablas como uno de esos tipos del Ministerio de Sanidad, y por el Fundador que no soy un disidente”. Hizo una pausa y se volvió hacia sus colegas en busca de apoyo, pero no lo obtuvo. Todos miraban al suelo con terca determinación. Algo ocurría, algo que se le escapaba. “Pero es normal dudar, ¿no es cierto? A veces ocurre. Ves los cadáveres y piensas tonterías, ya me entiendes. A veces piensas en toda esa gente muerta, y te haces preguntas. Es normal”, concluyó el viejo asesino. Se pasó la mano por la cabeza y añadió de pronto: “Tal vez busquemos una disculpa, ¿verdad? Que nos perdonen por lo que le hemos hecho a toda esa gente. Después de todo, hay quienes luego desean vengar a sus muertos. Es una balanza muy delicada, y jugamos con ella con mucha ligereza”.

Los ojos implacables de Sadman se le clavaban a las órbitas como los de un depredador, fijos sobre él, inmóviles, como la fotografía de una criatura de pesadilla que amenazaba con invadir la realidad para devorarle las entrañas. El soldado parpadeaba como si el aire se hubiera vuelto irrespirable; sentía la necesidad de cerrar los ojos, sentía la necesidad de recuperar el aliento, de desprenderse del peso que se había alojado sobre su nuca.

Sadman dijo: “La Compañía nos manda matar y retransmite públicamente nuestras actividades. Se nos distingue como un modelo de conducta, todos los niños nos idolatran. No entiendo lo que dice”.

Los agentes miraban al suelo, miraban al suelo con fanatismo. Todos sabían que aquel hombrecillo barbudo y enjuto era un viejo soldado de los Bucelarios de Elite, que había sido destinado a Hel después de servir durante cincuenta años en media docena de Mundos Bélicos. Podrían haberle avisado de que estaba discutiendo con Sadman, el mejor asesino de la Historia, el hombre más admirado y famoso del planeta Hel, el único planeta natural del Universo Artificial, la metrópoli del Mundo Libre; un hombre que había matado a los admiradores que osaron pedirle un autógrafo, a los incautos que lo escrutaron demasiado tiempo, a las jóvenes que habían intentado tocar su carne.

El anciano no comprendía por qué las cuatro cámaras de Matadero Cinco grababan su conversación con el hombre de los ojos azules, ignorando al resto. No entendía por qué el pulso de los reporteros temblaba; por qué sonreían.

El anciano no sabía que toda la audiencia de Matadero Cinco, el canal de televisión dedicado a Sadman, retrasaba la hora de la cena, aguardando con entusiasmo el instante ineludible de su muerte.

Los agentes podrían haber intentado salvar la vida de aquel viejo ignorante; pero decidieron asegurarse de que la cólera impronosticable de Sadman se concentrase en un solo objetivo. Lo que desconocían era que aquel escuálido soldado ostentaba, sin saberlo, su propia plusmarca personal: nunca un hombre había sobrevivido a tantos años de guerra como él; se trataba, en suma, del soldado más veterano de la Historia.

“Todo eso es cierto, muchacho, pero no es importante”. Se arrepintió al instante del vocativo, pero decidió continuar hablando con la esperanza de que quedase rápidamente olvidado entre las demás palabras. “Es divertido esto de salir en la tele, pero no es la cuestión. El hecho es que robamos vidas. De algún modo, matar nos angustia, porque comprendemos lo fácil que es eso, lo valiosa que es la vida, y no queremos que nos hagan lo mismo que les hacemos a ellos”.

El rostro de Sadman era apenas una silueta en la oscuridad de la langosta, pero sus ojos brillaban como si albergasen en su interior dos relámpagos azules a punto de descargar su furia. El viejo asesino intentaba convencerse de que aquélla era una visión imposible, un efecto óptico, pero su cuerpo le gritaba con desesperación que huyera, que saltara del transporte si no había más remedio. La gravedad tendría más piedad de él que aquella demoniaca mirada.

Sin tomar aire antes de hablar, como si sus pulmones se llenasen por ósmosis, Sadman dijo:

“Esa idea es un sinsentido. Es una estúpida contradicción que un asesino en su sano juicio promulgue su derecho a vivir. ¿Acaso se considera superior al resto de los hombres? ¿Tiene usted derecho a vivir y los demás no? Si yo apreciase la vida, aunque sólo fuese la mía, no me dedicaría a destruirla”.

El viejo asesino miró a Sadman atónito; luego todo su miedo se transformó en cólera.

“¡Pero de qué coño hablas! ¿Me estás diciendo que andas por ahí matando gente por una miseria y ni siquiera te importa? ¿Estás loco, tío? ¿Eres un suicida o algo parecido?”. El pequeño individuo daba manotazos contra el aire, envalentonado por su propia osadía. Levantó su fusil con rabia y lo zarandeó. El contacto con el arma lo revigorizó aún más. “¡Menudo desgraciado! ¡Esto no es un juguete, muchacho!”. Acentuó furiosamente cada sílaba del vocativo, añadió uno o dos improperios y después cayó al suelo como un muñeco, fulminado. El piloto de la aeronave advirtió al girarse que Sadman guardaba su pistola humeante en el bolsillo derecho de la gabardina.

A pesar de lo improcedente de la situación, de las dificultades administrativas que generaría la absurda muerte de aquel pálido criminal, el piloto observó el más religioso silencio, sancionado por todos los allí presentes. Callaron y miraron al suelo, como si honraran algún oscuro ritual de paso. Sadman se volvió hacia la ventana circular con ojos cansados.

El Catábasis sobrevoló la Estatua de Plutón espantando las palomas y se alejó de aquel monumento olvidado, antiguo como el Tiempo, manchado de polvo y graffiti.