Dormíamos desnudos porque era la última vez. Mis brazos rodeaban su cuerpo tierno y cálido mientras me envolvía el silencio desconocido de una habitación sin televisor. Estaba despierto, pero no quería abrir los ojos, para no convocar al viento negro. Me sentía tan calmado, tan tranquilo, lejos de aquella fuerza inquebrantable que poseía las palmas de mis manos y de mis pies, que surgía en mi estómago y sólo me abandonaba cuando los casquillos dejaban de rebotar… Tenía los ojos cerrados, pero podía sentir su abrazo triste, manso y caliente. Escuchaba el rumor de la brisa en las ventanas, acariciando los paños blancos por donde se filtraba la luz del crepúsculo eterno. Pero no escuchaba la lluvia. El viento negro despertó, porque al viento no le gustaba lo imposible. Me aparté de ella, porque sabía que el viento negro acabaría con su vida sólo por estar en contacto con su protegido. Y entonces comenzó a llover y abrí los ojos y el viento negro se derramó lentamente a través de mis pupilas, convirtiéndose en un trueno lejano.
Me incorporé y comencé a vestirme. Mis ropas estaban todas desperdigadas por el piso, pero yo no me pregunté a qué se debía aquel desorden, porque yo nunca me hacía preguntas. Tomé mi gabardina del respaldo de una silla, me la embocé y comprobé mecánicamente que la pistola estaba en su lugar. El cuerpo de ella percibió que yo había abandonado la cama y cambió de postura sobre las sábanas. Me volví y observé lentamente sus cabellos y recordé sus ojos, de aquel color distinto al de cualquier otro, su serenidad. Parecía alguien a quien el viento negro nunca hubiese visitado, alguien que había logrado sobrevivir hasta aquel día sin obedecer las sabias señales de la fuerza innombrable. La noche anterior sus lágrimas dibujaron el contorno de una persona débil. Su cuerpo desnudo me parecía hoy el de una criatura mitológica, antigua y sagrada. Pero no como aquellos ángeles que repartían bocadillos calientes entre nubes de azúcar. Entonces yo no me hacía preguntas, pero comprendí que no había en aquel mundo una palabra para definir lo que ella me inspiraba. Pero sí pensé que esa palabra debió haber existido alguna vez, y alguien debía de haberla pronunciado en algún lugar lejano, viéndose en una situación parecida a la que yo me encontraba entonces. Tal vez aquella palabra fuese de uso cotidiano en aquel mundo distante, hasta que fue olvidada. Recuerdo haber tenido un pensamiento extraño, una idea leve que ascendía al final, inconclusa. Entonces vi la orden de homicidio y muchas palabras de uso cotidiano invadieron mi mente de golpe. Olvidé aquellos pensamientos desconcertantes y me dispuse a cumplir con mi obligación, sintiéndome algo traspuesto y avergonzado.
Me encaminé hacia el baño. Lavé mis manos como siempre y limpié mi rostro de legañas y sudor nocturno. Volví al dormitorio y me coloqué a los pies de la cama, a tres metros y medio de su corazón. Afiancé los pies, calculé la distancia y apunté unos milímetros bajo el corazón, porque el alza estaba ajustada para siete metros. Tomé un poco de aire, el suficiente para llenar un vasito de whisky, contuve la respiración y apreté el gatillo cuando ella abrió los ojos. Vi aquella mirada verde, como ningún color del mundo, mis párpados se cerraron incomprensiblemente y la bala atravesó su torso por debajo del seno izquierdo.
Abrí los ojos asustado, sin entender lo que había ocurrido. Ella trataba de incorporarse, sin proferir una queja, mientras la sangre brotaba de su pecho hendido. No, aquello no podía estar sucediendo, era imposible. Nunca había fallado un disparo, nunca. Por qué había tenido que parpadear. Por qué la gente parpadeaba cuando apretaba el gatillo. Por qué me asaltaban aquellas ideas inconclusas que me paralizaban mientras ella agonizaba. Levanté mi pistola y disparé de nuevo. Ella me miraba, me miraba directamente con aquellos ojos inexpresivos y volví a parpadear. La bala penetró en su carne y en sus huesos y ella masculló de dolor. Por qué no venía a rescatarme el viento negro. Por qué me sentía tan indefenso. Por qué no se moría de una vez. Por qué no dejaba de mirarme de aquella manera. Disparé, una y otra vez, hasta que la pistola se encasquilló.
Abrí los párpados y la miré con las pupilas dilatadas, lleno de religioso asombro.
Eva estaba muerta. Sus ojos, abiertos, me sonreían.