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Dormían desnudos como si fuese la última vez. Los brazos de él rodeaban el cuerpo tierno y cálido de la mujer con una intensa levedad, una devoción necesitada. Ella lo acogía mansamente sobre su pecho. Aquella mujer, había una suerte de tristeza, en su abrazo. Los paños de seda se entregaban al vaivén de la brisa en los ventanales, bajo la luz yaciente del crepúsculo. Alrededor, las ropas descansaban desordenadas sobre una habitación austera, limpia. Él se desprendió del tacto de ella y comenzó a llover. Se encogió de frío y el viento agitó los paños de seda. Abrió los ojos azules como el abismo, con pupilas plegadas, ausentes de sueño y la atmósfera gimió.

El hombre se incorporó con cansancio. Recogió las prendas cercanas y se las fue vistiendo mientras recuperaba las demás. Tomó su gabardina del respaldo de una silla y comprobó con pereza el bolsillo derecho. Entonces, levemente, contempló en silencio el cuerpo desnudo que reposaba sobre las sábanas. Sus cabellos eran dorados, sus ojos, verdes, bajo los párpados. Su rostro poseía una extraña cualidad, una silenciosa, apacible, armonía. Dormía, desnuda, como si fuese la última vez. El hombre dio media vuelta y la hoja impresa de papel blanco se cruzó entonces con su mirada. Observó inmóvil aquella fantasía, como si hubiese trastornado alguna lejana presunción. Como si hubiese creído, por un momento, como un niño, que había despertado en otro mundo. Un mundo diferente. A lo lejos, el lánguido ronroneo del motor de una langosta distrajo su atención. Se encaminó hacia el baño. Lavó sus manos con esmero y enjuagó su rostro sin mirarse en el espejo. Porque él no se miraba en los espejos. Volvió al dormitorio y se detuvo a los pies de la cama.

Extrajo su pistola, disparó a la mujer hasta que hubo muerto y recogió la hoja impresa de papel blanco antes de abandonar el apartamento.