A la mañana siguiente, me levanté temprano, hice el desayuno para los dos y luego lo llevé a la habitación un minuto antes de que sonara el despertador. Dejé la bandeja encima de la cómoda, desactivé el despertador y me senté en la cama junto a Grace. En cuanto abrió los ojos empecé a besarle la mejilla, el cuello y el hombro, apretando la cabeza contra ella y disculpándome por las estupideces que había dicho la noche anterior. Le dije que era libre de hacer lo que le viniera en gana, que era ella quien decidía y que la apoyaría en cualquier resolución que tomara. La preciosa Grace, que jamás parecía embotada ni tenía los ojos apagados por la mañana, que siempre surgía del sueño con la presteza del recluta en el campamento o la vivacidad de un niño pequeño, pasando de la inconsciencia profunda a la actitud más alerta en cuestión de segundos, me atrajo hacia sí con un fuerte abrazo, sin articular palabra, pero emitiendo una serie de murmullos desde el fondo de la garganta que me transmitían el perdón, que daban por olvidada nuestra discrepancia.

Desayunamos en la cama. Primero zumo de naranja, luego una taza de café con un poco de leche, seguido todo ello de un par de huevos cocidos durante dos minutos y medio y una rebanada de pan tostado. Tenía buen apetito, sin rastro de malestar ni náuseas matinales, y mientras yo me tomaba mi café y mi tostada pensé que nunca la había visto con un aspecto tan espléndido como aquella mañana. Mi mujer es una criatura luminosa, dije para mis adentros, y que me parta un rayo si alguna vez olvido la suerte que tengo de estar a su lado ahora mismo.

—He tenido un sueño de lo más extraño —anunció Grace—. Uno de esos frenéticos maratones donde todo se mezcla y una cosa se convierte en otra sin parar. Pero muy claro…, más real que la vida misma, no sé si entiendes lo que quiero decir.

—¿Te acuerdas de lo que era?

—De la mayor parte, creo que sí, pero ya se está empezando a difuminar todo. No alcanzo a ver el principio, pero en un momento u otro estábamos los dos con mis padres. Buscábamos otro sitio para vivir.

—Un apartamento más grande, supongo.

—No, un apartamento, no. Una casa. Íbamos en coche por una ciudad. No era Nueva York ni Charlottesville, sino otro sitio, un lugar en el que nunca había estado. Y mi padre dijo que debíamos ir a ver una casa en la Avenida del Pájaro Azul. ¿De dónde crees que me he sacado eso? Avenida del Pájaro Azul.

—No sé. Pero es un nombre bonito.

—Eso es justo lo que dijiste en el sueño. Dijiste que era un nombre bonito.

—¿Seguro que ha acabado el sueño? A lo mejor seguimos durmiendo todavía, y estamos teniendo el mismo sueño a la vez.

—No seas tonto. Íbamos en el coche de mis padres. Tú venías conmigo en el asiento de atrás, y le decías a mi madre: «Es un nombre muy bonito».

—¿Y luego?

—Paramos frente a una casa antigua. Era enorme, más bien una mansión, y entonces entramos los cuatro a echar una mirada. Todas las habitaciones estaban vacías, sin muebles ni nada, pero eran inmensas, como galerías de museo o canchas de baloncesto, y oíamos nuestros pasos que resonaban contra los muros. Luego mis padres decidieron subir por la escalera para ver cómo era el piso de arriba, pero yo quería bajar al sótano. Al principio tú no querías ir, pero te cogí de la mano y empecé a tirar de ti para que vinieras conmigo. Resultó ser más bonito que la planta baja, que no era más que una habitación detrás de otra, y justo en medio de la última estancia había una trampilla. La abrí de golpe y vi que había una escalera que conducía a un nivel inferior, y esta vez me seguiste sin rechistar. Entonces sentías tanta curiosidad como yo, y era como si estuviéramos viviendo una aventura. Dos críos explorando una casa extraña, ya sabes, los dos un poco asustados, pero pasándolo bien al mismo tiempo.

—¿Era muy larga la escalera?

—No sé. Tres o cuatro metros. Algo así.

—Tres o cuatro metros… ¿Y luego?

—Estábamos en una habitación. Más pequeña que las de arriba, con el techo mucho más bajo. La sala entera estaba llena de estanterías. Metálicas, de color gris, como las que utilizan en las bibliotecas. Nos pusimos a mirar los títulos de los libros, y resultó que todos los habías escrito tú, Sid. Centenares y centenares de libros, y en cada uno de los lomos estaba escrito tu nombre: Sidney Orr.

—Terrorífico.

—No, nada de eso. Me sentí muy orgullosa de ti. Después de mirar los libros durante un rato, eché a andar de nuevo y, al final, encontré una puerta. La abrí y me encontré con un dormitorio pequeño pero al que no le faltaba nada. Era de mucho lujo, con suaves alfombras persas y cómodas butacas, cuadros en las paredes, incienso humeando sobre la mesa y una cama con almohadas de seda y un edredón de satén rojo. Te llamé y, en cuanto entraste en la habitación, empecé a besarte en la boca. Estaba de lo más caliente. Muriéndome de ganas.

—¿Y yo?

—Tú tenías la mayor erección de tu vida.

—Como sigas así, Grace, aquí mismo me la vas a poner más grande todavía.

—Nos desnudamos y empezamos a revolcarnos en la cama, llenos de sudor y ansiosos el uno por el otro. Fue delicioso. Nos corrimos los dos a la vez, y entonces, sin detenernos a tomar aliento, empezamos a darle otra vez, echándonos uno encima del otro como animales.

—Parece una película porno.

—Fue salvaje. No sé cuánto tiempo seguimos así, pero en cierto momento oímos el coche de mis padres, que se marchaban. No nos molestamos. Ya los veremos luego, dijimos, y nos pusimos a follar otra vez. Acabamos exhaustos. Yo me dormí un rato y, cuando me desperté, estabas de pie ante la puerta, desnudo, tirando del picaporte con aire de desesperación. «¿Qué pasa?», te pregunté, y tú me contestaste: «Me parece que nos hemos quedado encerrados».

—Es la cosa más extraña que he oído en la vida.

—No es más que un sueño, Sid. Todos los sueños son raros.

—No me has oído hablar dormido, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Sé que nunca entras en mi cuarto de trabajo. Pero si lo hicieras, y te diera por abrir el cuaderno azul que compré el sábado, verías que la historia que estoy escribiendo es parecida a tu sueño. La escalera por la que se baja a la habitación subterránea, las estanterías de biblioteca, el pequeño dormitorio al fondo. Mi protagonista está encerrado ahora mismo en esa habitación, y no sé cómo sacarlo de ahí.

—Qué raro.

—Más que raro, escalofriante.

—Lo curioso es que ahí se acababa el sueño. Tú tenías cara de susto, pero antes de que pudiera acudir en tu ayuda, me desperté. Y ahí estabas, a mi lado en la cama, rodeándome con tus brazos, lo mismo que en el sueño. Ha sido maravilloso. Parecía que seguía soñando incluso mucho después de haberme despertado.

—Así que no sabes lo que nos pasó después de que nos quedamos encerrados en la habitación.

—No llegué a eso. Pero seguro que habríamos encontrado una salida. En los sueños no se muere la gente, ¿sabes? Aunque la puerta siguiera cerrada, algo habría pasado para que saliéramos. Así es la cosa. Mientras estás soñando, siempre hay salvación.

Después de que Grace salió para Manhattan, me senté ante la máquina de escribir y empecé a trabajar en la versión preparatoria del guión para Bobby Hunter. Traté de reducir la sinopsis a cuatro páginas, pero acabé escribiendo seis. Había que aclarar algunos aspectos que, en mi opinión, resultaban confusos, y no quería que la historia tuviese fallos aparentes. En primer lugar, si el viaje de iniciación estaba erizado de peligros y suponía la posibilidad de un castigo tan severo, ¿por qué iba a querer alguien correr el riesgo de viajar al pasado? Resolví que el viaje debía ser facultativo, fruto de la propia voluntad, no una obligación. Y, en segundo lugar, ¿cómo saben los del siglo XXII que el viajero ha incumplido las normas? Me inventé una brigada especial de policía que se ocupaba de esos asuntos. Los agentes del viaje a través del tiempo trabajaban en bibliotecas y examinaban libros, revistas y periódicos, y cuando un joven viajero del tiempo interfería en algún acontecimiento del pasado, los datos de los libros cambiaban. El nombre de Lee Harvey Oswald, por ejemplo, desaparecía de pronto de todos los libros sobre el asesinato de Kennedy. Imaginándome aquella escena, comprendí que tales alteraciones podrían plasmarse con unos efectos visuales asombrosos: cientos de palabras disgregándose y ordenándose de otra forma en las páginas impresas, desplazándose hacia atrás y hacia delante como chinches enloquecidas.

Cuando terminé de teclear, leí el trabajo de principio a fin, corregí un par de erratas, salí al pasillo y llamé a la Agencia Sklarr. Mary estaba ocupada, hablando por otra línea, pero le dije a su secretaria que pasaría por su despacho en una hora para entregarle el texto.

—Qué rapidez —comentó ella.

—Sí, supongo —respondí—, pero ya sabes cómo son las cosas, Angela. Cuando viajas en el tiempo, no tienes un momento que perder.

Angela se rió de mi chiste malo.

—Vale —concluyó—. Le diré a Mary que vienes para acá.

Pero no hay tanta prisa, ¿sabes? Puedes enviarlo por correo y ahorrarte el viaje.

—No me fío del correo, señora —observé, pasando a mi acento nasal de vaquero de Oklahoma—. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.

Nada más colgar, descolgué otra vez y marqué el número de Trause. La oficina de Mary estaba en la Quinta Avenida, entre las calles Doce y la Trece, no muy lejos de donde vivía John, y se me ocurrió que podría apetecerle que comiéramos juntos. También quería saber cómo le iba la pierna. No habíamos hablado desde el sábado por la noche, y ya era hora de llamarlo y enterarme de las últimas novedades.

—Nada nuevo —me dijo—. No va peor, pero tampoco ha mejorado. El médico me ha recetado un antiinflamatorio y ayer, cuando me tomé la primera pastilla, me hizo reacción. Empezó a darme vueltas la cabeza, vomité, en fin, de todo. Y hoy todavía no he recuperado las fuerzas.

—Voy a Manhattan dentro de un rato para ver a Mary Sklarr, y he pensado pasar por tu casa. A lo mejor podemos comer juntos luego, pero no parece buen momento.

—¿Por qué no vienes mañana? Ya estaré bien. Más me vale, joder.

Salí de casa a las once y media y fui andando hasta la calle Bergen, donde cogí la línea F del metro hacia Manhattan. Por el camino se produjo una serie de misteriosos problemas técnicos —una prolongada espera en un túnel, un apagón en el vagón que duró el lapso de cuatro paradas, una travesía insólitamente lenta de la estación de la calle York al otro lado del río—, y cuando llegué a la oficina de Mary, ella había salido a comer. Dejé la sinopsis a Angela, una chica gordita, fumadora empedernida, que contestaba al teléfono y enviaba los paquetes y que ahora me sorprendió levantándose de detrás de su escritorio para despedirme con un beso: uno en cada mejilla, en realidad, a la italiana.

—Lástima que estés casado —musitó—. Tú y yo habríamos hecho muy buenas migas juntos, Sid.

Angela siempre andaba tomándome el pelo con esas cosas, y al cabo de tres años de asidua práctica habíamos elaborado un numerito muy logrado. Cumpliendo con mi papel, le di la respuesta que esperaba.

—Nada es eterno. Ten un poco de paciencia, ángel mío, y antes o después acabaré siendo libre.

No tenía sentido volver a Brooklyn inmediatamente, así que decidí dar mi paseo vespertino en el Village, y luego rematar la excursión tomando un bocado en cualquier sitio antes de coger el metro y volverme a casa. Dejé la Quinta Avenida y me encaminé en dirección oeste, dando una vuelta por la calle Doce, con sus bonitas casas de piedra rojiza y sus arbolitos bien cuidados, y al pasar por delante de la Escuela Nueva y acercarme a la Sexta Avenida ya estaba completamente absorto en mis pensamientos. Bowen seguía atrapado en la habitación y, con los inquietantes detalles del sueño de Grace aún resonando en mi cabeza, se me habían ocurrido varias ideas nuevas sobre la historia. En algún momento perdí la noción de dónde estaba, y durante treinta o cuarenta minutos deambulé como un ciego por las calles, más en aquella estancia subterránea de Kansas City que en Manhattan, prestando muy escasa atención a las cosas que me rodeaban. Y no fue hasta que me encontré en la calle Hudson, pasando sin prisas por delante del escaparate de la Taberna del Caballo Blanco, cuando mis piernas dejaron finalmente de moverse. Me había entrado apetito, descubrí de pronto, y una vez que fui consciente de ello, dejé de pensar y centré la atención en el estómago. Ya podía sentarme a comer[11].

En una época frecuenté asiduamente el Caballo Blanco, pero hacía años que no entraba, y en cuanto abrí la puerta me alegré de ver que nada había cambiado. Seguía siendo la misma tasca de siempre, con sus paneles de madera, el ambiente lleno de humo, las mesas llenas de marcas y las sillas tambaleantes, el serrín por el suelo, el reloj en la pared del fondo. Todas las mesas estaban ocupadas, pero en la barra había algún que otro hueco. Me senté en un taburete y pedí una hamburguesa y una cerveza. Rara vez bebía durante el día, pero el hecho de encontrarme en el Caballo Blanco me produjo nostalgia (el recuerdo de todas aquellas horas pasadas allí entre los diecinueve y los veintiún años), y decidí brindar por los viejos tiempos. Sólo después de haber pedido la consumición al camarero miré a un lado y me fijé en el parroquiano sentado a mi derecha. Lo había visto de espaldas al entrar en la taberna, un individuo delgado con un jersey marrón, encogido sobre un vaso, y algo en su postura activó una señal en mi cabeza. No supe por qué. Porque lo conocía, tal vez. O por un motivo aún más recóndito: la memoria de otro parroquiano con jersey marrón que años atrás había visto sentado en la misma postura, un fragmento liliputiense del remoto pasado. Aquel hombre tenía la cabeza inclinada y la mirada fija en el vaso, que estaba medio lleno de whisky escocés o de bourbon. Sólo podía verlo de perfil, parcialmente oculto por la mano izquierda, pero no cabía la menor duda de que aquel rostro era el de alguien a quien había creído que no volvería a ver nunca más. M. R. Chang.

—¿Qué tal está, señor Chang? —lo saludé.

Al oír su nombre, Chang volvió la cabeza con expresión abatida. Parecía estar un poco borracho y al principio no se acordaba bien de mí, pero luego sus rasgos se fueron iluminando poco a poco.

—Ah —dijo—. Señor Sidney. Señor Sidney O. Buen tipo.

—Ayer volví a su tienda —respondí—, pero todo había desaparecido. ¿Qué ha pasado?

—Gran problema —contestó Chang, que, al borde de las lágrimas, sacudió la cabeza y bebió un trago de su copa—. El dueño subió alquiler. Dije que tenía contrato, pero él rió y dijo que embargaba mercancía con juez si no pagaba dinero en mano lunes mañana. Así que recogí tienda sábado noche y me fui. Todos mafiosos en ese barrio. Te matan a tiros si no haces lo que mandan.

—Debería contratar a un abogado y denunciarlo.

—Nada de abogado. Mucho dinero. Mañana busco otro local. En Queens o Manhattan, quizá. Adiós Brooklyn. Palacio de Papel, fracaso. Gran sueño americano, fracaso.

No debí dejarme llevar por la compasión, pero cuando Chang me invitó a una copa, no tuve valor para decir que no. Ingerir whisky escocés a la una de la tarde no estaba en la lista de las múltiples terapias prescRita’s por el médico. Peor aún, ahora que Chang y yo habíamos hecho amistad y estábamos en plena conversación, me sentí obligado a corresponder y pedí otra ronda. Lo cual acabó siendo una cerveza y dos whiskys dobles en una hora aproximadamente. No lo suficiente para llegar a la embriaguez total, pero sí para tener una agradable sensación de levedad, y con mi habitual reserva debilitándose progresivamente a medida que pasaba el tiempo, empecé a hacer a Chang una serie de preguntas personales acerca de su vida en China y de cómo había venido a parar a Estados Unidos: algo a lo que jamás me hubiera atrevido de no haber bebido unas copas. Muchas de las cosas que me dijo me dejaron perplejo. Su capacidad de expresarse en inglés fue deteriorándose en proporción directa con su ingestión de alcohol, pero entre la plétora de historias sobre su infancia en Pekín, la revolución cultural y su peligrosa fuga del país a través de Hong Kong, hay una que destaca en particular, sin duda porque me la contó al principio de la conversación.

—Mi padre era profesor de matemáticas —empezó diciendo—, y daba clases en Instituto de Enseñanza Media Número Once de Pekín. Cuando llega revolución cultural, dicen que es de la Banda Negra, individuo burgués y reaccionario. Un día, guardias rojos ordenan a Banda Negra que saquen de la biblioteca todos los libros no escritos por presidente Mao. Los azotan con cinturones para obligarlos a hacerlo. Son libros malos, afirman. Divulgan ideas capitalistas y revisionistas, y hay que quemarlos. Mi padre y demás profesores de Banda Negra llevan los libros al campo de juego. Guardias rojos gritan y los golpean para que vayan deprisa. Una y otra vez cargan con grandes montones, y hacen una enorme montaña de libros. Guardias rojos les prenden fuego, y mi padre se pone a llorar. Y por eso lo azotan con sus cinturones. Luego el fuego crece y da mucho calor, y guardias rojos empujan a Banda Negra hasta borde de llamas. Los obligan a bajar cabeza, a inclinarse. Dicen que el fuego de la gran revolución cultural es su juez. Es un caluroso día de agosto, con sol tremendo. Mi padre tiene ampollas en cara y brazos, heridas y cardenales en toda la espalda. En casa, mi madre llora al verlo. Mi padre llora. Todos lloramos, señor Sidney. A la semana siguiente, detienen a mi padre y nos mandan a todos a trabajar al campo. Entonces empiezo a odiar a mi país, a mi China. Desde aquel día, no hago más que soñar con Estados Unidos. En China tengo mi gran sueño americano, pero en América no hay sueño. Este país también es malo. En todos sitios igual. Gente mala y podrida. Todos los países malos y podridos[12].

Cuando apuré el segundo Cutty Sark, dije a Chang que era hora de marcharme y le estreché la mano. Eran las dos y media, le expliqué, y tenía que volver a Cobble Hill y hacer la compra para la cena. Chang pareció decepcionado. Yo no sabía lo que esperaba de mí, pero quizá pensaba que estaba dispuesto a pasarme el día de juerga con él.

—Ningún problema —acabó diciendo—. Lo llevaré a casa.

—¿Tiene coche?

—Pues claro. Todo el mundo tiene coche. ¿Usted no?

—No. En realidad, en Nueva York no es necesario.

—Vamos, señor Sid. Usted me da ánimos, me devuelve alegría. Y ahora yo lo llevo a casa.

—No, gracias. En su estado no se debe conducir. Tiene una buena merluza.

—¿Merluza?

—Ha bebido mucho.

—Tonterías. M. R. Chang está sobrio como un juez.

Sonreí al escuchar esa expresión tan norteamericana, y, al ver que me hacía gracia, Chang se echó de pronto a reír. Era el mismo estallido entrecortado del sábado, cuando soltó aquellas carcajadas en la papelería. Ja-ja-ja. Ja-ja-ja. Una hilaridad que resultaba desconcertante, seca e impersonal a la vez, sin ese timbre vibrante y cadencioso que suele oírse en la risa de la gente. Para demostrar su afirmación, se bajó de un salto del taburete y empezó a andar de un lado para otro por el local, exhibiendo su capacidad de mantener el equilibrio y caminar en línea recta. Para ser justos con él, debo reconocer que pasó la prueba. Sus movimientos eran espontáneos y naturales, y parecía estar en pleno dominio de sus facultades. Comprendiendo que no había forma de convencerlo, que su apasionada decisión de llevarme a casa era inquebrantable, cedí de mala gana y acepté su ofrecimiento.

Tenía el coche aparcado a la vuelta de la esquina, en la calle Perry: un flamante Pontiac rojo con ruedas blancas y techo corredizo. Le dije a Chang que me recordaba a un tomate maduro, pero no le pregunté cómo era posible que alguien como él, un sedicente fracasado americano, hubiera podido comprarse un vehículo tan costoso. Con evidente orgullo, me abrió la puerta y me hizo subir al asiento del pasajero. Luego, dando unas palmaditas al capó mientras daba la vuelta por la parte delantera del coche, subió a la acera y abrió la otra puerta. Una vez que se instaló al volante, se volvió hacia mí y sonrió.

—Chapa maciza —observó.

—Sí —respondí—. Muy impresionante.

—Póngase cómodo, señor Sid. Asientos reclinables. Se tumban del todo.

Se inclinó para enseñarme el botón que debía apretar y, efectivamente, el asiento empezó a echarse hacia atrás y no se detuvo hasta describir un ángulo de cuarenta y cinco grados.

—Eso es —aprobó Chang—. Siempre mejor viajar cómodamente.

Eso no se lo podía discutir, y en mi estado ligeramente achispado era agradable encontrarse en una posición distinta de la vertical. Chang puso el motor en marcha y yo cerré los ojos un momento tratando de adivinar lo que le apetecería cenar a Grace y lo que debía comprar al volver a Brooklyn. Aquello resultó ser un gran error. En lugar de volver a abrir los ojos para ver la dirección que tomaba Chang, me quedé dormido al instante: igual que un borracho cualquiera en una parranda de mediodía.

No me desperté hasta que el coche se detuvo y Chang apagó el motor. Dando por sentado que estaba de vuelta en Cobble Hill, me disponía a darle las gracias por el paseo y abrir la puerta cuando me di cuenta de que me encontraba en otro sitio: una calle comercial abarrotada de gente en un barrio desconocido, sin duda lejos de donde yo vivía. Cuando me senté en la forma adecuada para mirar mejor a mi alrededor, vi que la mayoría de los letreros estaba en chino.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En Flushing —contestó Chang—. El Segundo Barrio Chino.

—¿Por qué me ha traído aquí?

—Conduciendo, se me ocurrió idea mejor. En siguiente manzana hay un club muy bonito, buen sitio para distraerse. Parece cansado, señor Sid. Lo llevo allí, se sentirá mejor.

—Pero ¿qué está diciendo? Son las tres y cuarto, y tengo que volver a casa.

—Sólo media hora. Le sentará la mar de bien, lo prometo. Luego lo llevo a casa. ¿Vale?

—Preferiría irme ahora. Sólo indíqueme la estación de metro más cercana y volveré solo a casa.

—Por favor. Es muy importante para mí. Quizá salga un negocio, y necesito consejo de hombre inteligente. Usted, muy inteligente, señor Sid. Puedo confiar en usted.

—No tengo la menor idea de lo que me está hablando. Primero quiere que me distraiga. Y luego necesita mi consejo. ¿En qué quedamos?

—Las dos cosas. Todo a la vez. Usted ve el local, se distrae y luego dice su opinión. Muy sencillo.

—¿Media hora?

—No se preocupe de nada. Todo a mi cuenta, gratis. Luego lo llevo a Cobble Hill. ¿Hecho?

La tarde se iba volviendo cada vez más extraña, pero me dejé convencer y lo acompañé. En realidad no me explico por qué. Por curiosidad, tal vez, aunque puede que fuese precisamente lo contrario: una sensación de absoluta indiferencia. Chang había empezado a atacarme los nervios, y ya no podía soportar sus ruegos incesantes, sobre todo encerrado en aquel ridículo coche suyo. Si con otra media hora que pasara con él se quedaba satisfecho, entonces valdría la pena seguirle la corriente. De manera que bajé del Pontiac y lo seguí por aquella calle densamente transitada, respirando las penetrantes emanaciones y los desagradables olores de las pescaderías y verdulerías que se sucedían a lo largo de las aceras. En la primera esquina, torcimos a la izquierda, seguimos unos cuarenta metros más allá y luego volvimos a girar a la izquierda, entrando en un estrecho callejón con un pequeño edificio de bloques de hormigón al fondo, una casa pequeña, de tejado plano, una sola planta y sin ventanas. Era un sitio que ni pintado para un atraco, pero no tuve la menor impresión de amenaza. Chang estaba muy alegre, y con la habitual vehemencia que caracterizaba sus propósitos, parecía ansioso por llegar a nuestro destino.

Cuando estuvimos delante de la casa, pintada de amarillo, Chang pulsó el timbre con el dedo. Unos segundos después, la puerta se entreabrió y por la rendija asomó la cara de un chino de sesenta y tantos años. Saludó con una inclinación de cabeza cuando vio a Chang, con quien seguidamente intercambió unas frases en mandarín, y luego nos hizo pasar. El presunto club de esparcimiento resultó ser un pequeño taller clandestino. Veinte mujeres chinas se sentaban ante mesas provistas de máquinas de coser, ensamblando vestidos de colores vivos y tejidos sintéticos de aspecto ordinario. Ni una sola alzó la cabeza para mirarnos cuando entramos, y Chang pasó por delante de ellas lo más deprisa que pudo, haciendo como si no estuvieran allí. Seguimos adelante, avanzando entre las mesas, hasta que llegamos a una puerta situada al fondo del local. El chino viejo la abrió, y Chang y yo entramos en una sala tan lóbrega, tan oscura en comparación con el taller bañado de luz fluorescente que acabábamos de dejar atrás, que al principio fui incapaz de distinguir nada.

Una vez que se me habituaron un poco las pupilas, reparé en una serie de lámparas de pocos vatios que destellaban en diversos puntos de la estancia. Cada una de ellas tenía una bombilla de distinto color —rojo, amarillo, violeta, azul—, y por un momento pensé en los cuadernos portugueses de la fallida papelería de Chang. Me pregunté si aún le quedaría alguno de los que había visto el sábado y, en ese caso, si estaría dispuesto a vendérmelo. Tomé nota mentalmente de que debía preguntárselo antes de que nos despidiéramos.

Finalmente me condujo a una silla alta o taburete, de piel o imitación de piel, que giraba sobre su base y daba una agradable sensación de comodidad. Me senté, Chang hizo lo mismo a mi lado, y comprendí que estábamos en una especie de bar: delante de una barra esmaltada, de forma oval, que ocupaba la parte central de la sala. Ya empezaba a percibir el contorno de las cosas. Distinguía a varias personas sentadas un poco más allá, dos hombres con traje y corbata, un asiático con lo que parecía una camisa hawaiana, y dos o tres mujeres, ninguna de las cuales parecía llevar prenda de ropa alguna. Ah, dije para mis adentros, así que eso es este sitio. Un club de alterne. Por extraño que parezca, sólo entonces me di cuenta de que sonaba música de fondo: una melodía suave y retumbante que procedía de algún invisible sistema de sonido. Agucé la oreja para ver si reconocía la canción, pero fue imposible. Era una versión «ambiental» de un antiguo rock and roll, una canción de los Beatles, pensé, aunque a lo mejor no.

—Bueno, señor Sid —dijo Chang—. ¿Qué le parece?

Antes de que pudiera contestarle, apareció un camarero delante de nosotros y nos preguntó qué queríamos tomar. Podía ser el viejo que nos había abierto la puerta antes, pero no estaba seguro. Quizá fuese su hermano, o tal vez algún otro pariente con intereses en la empresa. Chang se inclinó hacia mí y me musitó al oído:

—Nada de alcohol —me advirtió—. Cerveza sin alcohol, Seven Up, Coca-Cola. Muy arriesgado servir bebidas alcohólicas en un local como éste. No tienen permiso.

Informado de todas las posibilidades, opté por una Coca-Cola. Chang pidió lo mismo.

—Local totalmente nuevo —prosiguió el expropietario de la papelería—. Abrió el sábado pasado. No acaban de arreglar problemas, pero veo mucho potencial. Me preguntan si quiero invertir como socio minoritario.

—Es un burdel —le advertí—. ¿Está seguro de que quiere meterse en un negocio ilegal?

—No burdel. Club de esparcimiento con mujeres desnudas. Para consuelo de trabajadores.

—No se lo discuto, aunque me parece que eso es hilar muy fino. Si usted tiene tanto interés, adelante. Pero creía que estaba arruinado.

—Dinero nunca problema. Pido préstamo. Si beneficios de inversión son mayores que intereses de préstamo, todo bien.

—Si lo son.

—Lo son fácil. Traen chicas estupendas a trabajar aquí. Miss Universo, Marilyn Monroe, la playmate del mes. Sólo las mujeres más sensacionales, más atractivas. Ningún hombre puede resistirse. Venga, lo enseño.

—No, gracias, estoy casado. En casa tengo todo lo que necesito.

—Todos dicen lo mismo. Pero picha siempre más fuerte que deber. Ahora voy a demostrar.

Antes de que pudiera impedírselo, Chang giró en el taburete e hizo una seña a alguien con la mano. Miré en aquella dirección y vi cinco o seis reservados con mesas a lo largo de la pared, algo que no había observado antes. En tres de ellos había mujeres desnudas que, al parecer, estaban sentadas a la espera de clientes, pero los demás tenían una cortina echada, presumiblemente porque las ocupantes de esos habitáculos se encontraban en plena faena. Una de las mujeres se levantó del asiento y vino hacia nosotros.

—Ésta es la mejor —aseguró Chang—, la más guapa de todas. Se llama Princesa de África.

Una negra de elevada estatura surgió de entre las sombras. Llevaba una gargantilla de perlas y diamantes de imitación, botas blancas hasta la rodilla y un tanga blanco. Tenía el pelo recogido en complejas y finas trenzas, con aros en los extremos que tintineaban a su paso como campanillas al viento. Poseía unos andares elegantes, lánguidos, erguidos: un porte majestuoso que sin duda explicaba por qué la llamaban Princesa. Cuando estuvo a unos dos metros de la barra, vi que Chang no había exagerado. Era de una belleza deslumbrante, tal vez la mujer más hermosa que había visto en la vida. Y no tendría más de veinte o veintidós años. Su piel era tan suave y tentadora a la vista, que despertaba unos irresistibles deseos de tocarla.

—Saluda a mi amigo —le pidió Chang—. Luego arreglo cuentas contigo.

Ella se volvió hacia mí y sonrió, descubriendo una dentadura asombrosamente blanca.

—Bonjour, chéri —me dijo—. Tu parles français?

—No, lo siento. Sólo hablo inglés.

—Me llamo Martine —prosiguió, con un fuerte acento criollo.

—Y yo, Sidney —contesté, y entonces, intentando entablar conversación, le pregunté de qué país africano era.

Soltó una carcajada.

—Pas d’Afrique! Haití. —Pronunció la última palabra en tres sílabas bien diferenciadas: Ha-i-tí—. Mal sitio —añadió—. Duvalier es muy méchant. Aquí se está mejor.

Asentí con la cabeza, sin saber qué decir. Quería levantarme del taburete y marcharme antes de meterme en algún lío, pero fui incapaz de moverme. Aquella chica era demasiado, no podía quitarle los ojos de encima.

—Tu veux danser avec moi? —me preguntó—. ¿Quieres bailar conmigo?

—Pues no sé. Supongo. El caso es que no se me da muy bien.

—¿Otra cosa?

—No sé. Bueno, quizá sí… ¿Te importaría mucho si te tocara?

—¿Tocarme? Pues claro. Lo que quieras. Tócame donde más te guste.

Extendí el brazo y le pasé la mano a lo largo del brazo desnudo.

—Eres muy tímido —observó—. ¿Es que no te has fijado en mis pechos? Mes seins sont très jolis, n’est-ce pas?

Me encontraba lo bastante sereno para comprender que iba camino de la perdición, pero no por eso paré. Alcé las manos, le cogí los pequeños y redondos pechos y los sostuve durante un tiempo; el suficiente para sentir cómo se erizaban sus pezones.

—Ah, eso está mejor —afirmó ella—. Ahora deja que yo te toque a ti, ¿vale?

No dije que sí, pero tampoco que no. Supuse que estaría pensando en un gesto sin malicia: pasarme un dedo por los labios, darme una palmadita en la mejilla, un apretoncito en la mano. Nada comparado con lo que realmente hizo, en cualquier caso, que fue frotarse contra mí, introducir su fina mano en mis vaqueros y calibrar la erección que estaba teniendo desde hacía dos minutos. Al notar lo tiesa que la tenía, sonrió.

—Me parece que ya podemos bailar —dijo—. Ahora ven conmigo, ¿eh?

Dicho sea en su honor, Chang no se rió ante aquel triste espectáculo de debilidad masculina. Había demostrado su punto de vista, y en vez de regodearse con su triunfo se limitó a guiñarme un ojo cuando me introduje en el reservado detrás de Martine.

Todo el asunto no pareció durar más tiempo del que se tarda en llenar una bañera. Martine echó la cortina del reservado e inmediatamente me desabrochó los pantalones. Luego se puso de rodillas, me cerró la mano derecha en torno al pene, y tras unas suaves caricias, seguidas de unas sabias pasadas con la lengua, se lo metió en la boca. Empezó a mover la cabeza y, mientras yo escuchaba el tintineo de sus trenzas y contemplaba su extraordinaria espalda desnuda, sentí una cálida oleada que me subía por las piernas hasta la ingle. Deseé prolongar la experiencia y saborearla durante un buen rato, pero no pude. La boca de Martine era un instrumento mortal y, como un adolescente impetuoso, me corrí casi al instante.

El arrepentimiento empezó a asaltarme en cuestión de segundos. Y cuando me subí los pantalones y me abroché el cinturón, los escrúpulos se habían convertido en vergüenza y remordimiento. Lo único que quería era salir de allí cuanto antes. Pregunté a Martine cuánto le debía, pero ella desechó mi ofrecimiento con un gesto diciendo que mi amigo ya se ocupaba de eso. Me besó cuando le dije adiós, un pequeño besito amistoso en la mejilla, y luego descorrí la cortina y salí al bar en busca de Chang. No lo vi. A lo mejor también se había ido con una mujer y estaba con ella en otro reservado, examinando las cualificaciones profesionales de su futura empleada. No me molesté en quedarme más tiempo por allí para averiguarlo. Di una vuelta por el bar, sólo para asegurarme de que Chang no estaba, y luego me dirigí a la puerta que llevaba al taller de costura y emprendí el camino de vuelta a casa.

A la mañana siguiente, miércoles, serví a Grace el desayuno en la cama. Esta vez no hablamos de sueños, y tampoco mencionamos su embarazo ni lo que ella pensaba hacer al respecto. La cuestión seguía en el aire, pero después de mi imperdonable conducta en Queens el día anterior me daba vergüenza sacar a relucir el tema. En el breve lapso de treinta y seis horas había pasado de ser un farisaico defensor de los principios morales a un marido abyecto, atormentado por los remordimientos.

Sin embargo, intenté poner buena cara, y aun cuando aquella mañana estaba más callada que de costumbre, no creo que Grace sospechara que pasaba algo malo. Insistí en acompañarla al metro, llevándola de la mano a lo largo de las cuatro manzanas hasta la estación de la calle Bergen, y durante casi todo el camino fuimos hablando de todo un poco: la cubierta que estaba preparando para un libro sobre fotografía francesa del siglo XIX, la adaptación cinematográfica que yo había entregado la víspera y el dinero que esperaba sacarle, lo que íbamos a cenar aquella noche. Al llegar a la última manzana, sin embargo, Grace cambió bruscamente el tono de la conversación. Apretándome la mano con fuerza, me dijo:

—Nosotros tenemos confianza el uno en el otro, ¿verdad, Sid?

—Pues claro que sí. De otro modo no podríamos vivir juntos. La idea del matrimonio se basa en la confianza.

—Todo el mundo pasa por momentos difíciles, ¿no es así? Pero eso no significa que las cosas no se acaben arreglando.

—Éste no es un momento difícil, Grace. Acabamos de pasar uno, y ya estamos empezando a salir del paso.

—Me alegro de que digas eso.

—Me parece muy bien que te alegres. Pero ¿por qué?

—Porque yo también lo creo. Pase lo que pase con el niño, todo irá bien entre nosotros. Lo vamos a lograr.

—Ya lo hemos logrado. Vamos por el buen camino, nena, y nada va a apartarnos de él.

Grace dejó de andar, me puso la mano en la nuca, me atrajo hacia ella y me besó.

—Eres el mejor, Sidney —declaró, dándome otro beso de propina—. Pase lo que pase, no lo olvides nunca.

No comprendí lo que quería decir, pero antes de que pudiera preguntárselo, se soltó de mis brazos y salió corriendo hacia el metro. Me quedé donde estaba, parado en medio de la acera, viendo cómo recorría los últimos diez metros. Luego llegó al primer escalón, se agarró a la barandilla y desapareció escaleras abajo.

De vuelta en casa, me dediqué a hacer cosas para matar el tiempo hasta las nueve y media, hora en que abría la Agencia Sklarr. Fregué los platos del desayuno, hice la cama, arreglé el cuarto de estar y luego volví a la cocina y llamé a Mary. El pretexto de la llamada era asegurarme de que Angela le había dado mis páginas, pero, teniendo la certeza de que así era, en realidad llamaba para conocer su opinión.

—Buen trabajo —afirmó, en un tono que no denotaba ni gran entusiasmo ni tremenda decepción.

Sin embargo, el hecho de que hubiera escrito la sinopsis con tal rapidez, le había permitido realizar un milagro en el ámbito de las comunicaciones a gran velocidad, y estaba que no cabía en sí de gozo. En aquella época, anterior al fax, al correo electrónico y a las cartas urgentes, ella había enviado mi adaptación a California por servicio de mensajería, lo que significaba que mi trabajo había atravesado el país en el último avión de la noche.

—Tenía que enviar un contrato a otro cliente de Los Ángeles —prosiguió Mary—, de modo que di instrucciones a la empresa de mensajería para que pasaran por la oficina a las tres de la tarde. Leí tu adaptación nada más almorzar, y media hora después aparece el tío para recoger el contrato. «Esto también es para Los Ángeles», le dije, «de manera que te lo puedes llevar también». Así que le entregué tu manuscrito, y para allá fue, como si tal cosa. Dentro de unas tres horas estará en la mesa de Hunter.

—Estupendo —respondí—. Pero ¿qué te parece la idea? ¿Crees que tiene alguna posibilidad?

—Sólo lo leí una vez. No tuve tiempo de estudiarlo, pero me pareció bien, Sid. Muy interesante, bien desarrollado. Sólo que con esa gente de Hollywood nunca se sabe. Yo creo que es demasiado complicado para ellos.

—De manera que no debo hacerme muchas ilusiones.

—Yo no diría eso. Simplemente no cuentes con ello, eso es todo.

—No contaré con ello. Pero ese dinero no me habría venido nada mal.

—Bueno, en ese aspecto tengo buenas noticias para ti. En realidad estaba a punto de llamarte, pero te me has adelantado. Una editorial portuguesa me ha hecho una oferta para tus dos últimas novelas.

—¿Portuguesa?

Autorretrato se publicó en España cuando tú estabas en el hospital. Eso ya lo sabes, te lo dije. Tuvo muy buenas críticas. Y ahora interesa en Portugal.

—Pues qué bien. Calculo que estarán ofreciendo alrededor de trescientos dólares.

—Cuatrocientos por cada libro. Pero no me será difícil subirlo a quinientos.

—A por ello, Mary. Tras descontar los honorarios de los agentes y los impuestos del extranjero, acabaré ganando unos cuarenta centavos.

—Cierto. Pero al menos habrás publicado en Portugal. No está mal, ¿verdad?

—Nada mal. Pessoa es uno de mis escritores preferidos. Los portugueses han echado a Salazar y ahora tienen un gobierno como es debido. Voltaire se inspiró en el terremoto de Lisboa para escribir Candide. Y Portugal ayudó a miles de judíos a salir de Europa durante la guerra. Es un país fantástico. Nunca he puesto los pies en él, desde luego, pero allí es donde vivo ahora, me guste o no. Portugal es perfecto. En vista de cómo van las cosas últimamente, tenía que ser Portugal.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Es una larga historia. Te la contaré en otra ocasión.

Llegué a casa de Trause a la una en punto. En cuanto llamé al timbre, se me ocurrió que podría haberme parado en algún sitio del barrio a comprar comida preparada para que almorzáramos juntos, pero me había olvidado de Madame Dumas, la señora de la Martinica que se ocupaba de los quehaceres domésticos. El almuerzo ya estaba preparado, y nos lo sirvieron en la segunda planta, en la estancia que John había convertido en su cubil y donde habíamos tomado la cena china el sábado por la noche. He de observar que Madame Dumas tenía el día libre. Fue su hija, Régine, quien me abrió la puerta y me condujo a la segunda planta, donde se encontraba Monsieur John. Recordé que Trause había dicho de ella que estaba «de buen ver», y ahora que la tenía delante de los ojos me vi obligado a reconocer que era sumamente atractiva: una chica alta, bien proporcionada, de luminosa piel de caoba y mirada atenta y perspicaz. No iba en tanga, claro está, ni llevaba los pechos al aire ni calzaba botas blancas de cuero, pero era la segunda negra de veinte años y francófona que conocía en el lapso de dos días, y esa repetición me pareció irritante, casi insoportable. ¿Por qué no podía ser Régine Dumas una chica bajita y fea, de piel áspera y con una joroba en la espalda? Quizá no tuviese la despampanante belleza de la Martine de Haití, pero a su modo también era una criatura hermosa, y cuando me abrió la puerta con una sonrisa cordial y llena de confianza, lo sentí como un reproche, una réplica burlona de mi conciencia atribulada. Había estado haciendo todo lo posible para no pensar en los acontecimientos de la víspera, para olvidar mi lamentable desliz y relegarlo al pasado, pero no había modo de escapar a lo que había hecho. Martine había aparecido de nuevo en mi vida en la forma de Régine Dumas. Ahora estaba en todas partes, incluso en el piso de mi amigo, en la calle Barrow, a medio mundo de distancia de aquella sórdida casa de bloques de hormigón del barrio de Queens.

En comparación con su apariencia descuidada del sábado por la noche, John ofrecía esta vez un aspecto presentable. Peinado con esmero, bien afeitado, camisa recién planchada y calcetines limpios. Pero seguía inmovilizado en el sofá, la pierna izquierda apoyada en una montaña de cojines y mantas, y parecía tener muchos dolores, tantos como aquella noche si no más. Su pulcro aspecto me había engañado. Cuando Régine nos subió el almuerzo en una bandeja (sándwiches de pavo, ensalada, agua mineral con gas), hice lo posible por no mirarla. Eso suponía centrar la atención en John, y cuando examiné sus rasgos con más detalle, observé que estaba agotado, que tenía los ojos hundidos, la mirada perdida y una inquietante palidez en el rostro. Se levantó del sofá dos veces mientras estuve allí, y en ambas ocasiones cogió la muleta antes de ponerse en pie. Por la mueca que asomaba a su rostro cada vez que tocaba el suelo con el pie izquierdo, la menor presión sobre la vena debía de ser insoportable.

Le pregunté cuándo iba a ponerse mejor, pero él no quería hablar de eso. Seguí insistiendo, sin embargo, y acabó reconociendo que el sábado por la noche no nos lo había dicho todo. No había querido asustar a Grace, afirmó, pero lo cierto era que tenía dos coágulos en la pierna, no uno. El primero se encontraba en una vena superficial. Para entonces ya casi se había disuelto y no suponía amenaza alguna, aun cuando fuera la causa principal de lo que John denominaba su «molestia». El segundo estaba alojado en una vena muy profunda, y ése era el que más preocupaba al médico. Le habían recetado enormes dosis de anticoagulantes, y el viernes tenían que hacerle un escáner en el Saint Vicent’s. Si los resultados no eran buenos, el médico pensaba ingresarlo y tenerlo en el hospital hasta que hubiese desaparecido el coágulo. La trombosis en venas profundas podía ser fatal, me explicó John. Si se soltaba, el coágulo podía circular con la sangre y acabar en un pulmón, causando una embolia pulmonar y la muerte casi segura.

—Es como andar por ahí con una bomba en miniatura metida en la pierna. Si la muevo mucho, podría hacerme saltar en pedazos —dijo y, tras una pausa, añadió—: Ni una palabra a Gracie. Esto es estrictamente entre tú y yo. ¿Entendido? Ni puñetera palabra.

Poco después de eso, empezamos a hablar de su hijo. No recuerdo lo que nos arrastró a ese abismo de desesperación y mala conciencia, pero la angustia de Trause era palpable, y por mucha preocupación que sintiera por su pierna no era nada comparada con el desánimo que le inspiraba Jacob.

—Lo he perdido —aseveró—. Después de la faena que acaba de hacerme, nunca volveré a creer una sola palabra de lo que me diga.

Hasta la última crisis, Jacob estudiaba en Buffalo, en la Universidad del Estado de Nueva York. John conocía allí a varios miembros del departamento de inglés (uno de ellos, Charles Rothstein, había publicado un largo estudio sobre sus novelas), y después de la desastrosa trayectoria de Jacob en el instituto, que casi acabó en fracaso, había movido algunas influencias para que aceptaran al muchacho. El primer semestre había ido medianamente bien, y Jacob logró aprobar todas las asignaturas, pero al final del segundo sacó unas notas tan bajas que lo pusieron en periodo de prueba. Necesitaba sacar una media de notable para evitar la expulsión, pero en el semestre de otoño de segundo año faltó a clase con excesiva frecuencia, no estudió nada o muy poco, y sin más contemplaciones lo pusieron de patitas en la calle impidiéndole pasar al siguiente semestre. Se fue a East Hampton, donde su madre vivía con su tercer marido (en la misma casa en que Jacob había crecido con su padrastro, al que despreciaba profundamente, un marchante de obras de arte llamado Ralph Singleton), y encontró un trabajo a tiempo parcial en la panadería del vecindario. También formó una banda de rock con tres amigos del instituto, pero se produjeron tantas tensiones y peleas entre ellos que el grupo se disolvió al cabo de seis meses. Dijo a su padre que la universidad no le interesaba y que no quería volver, pero John consiguió convencerlo ofreciéndole determinados alicientes económicos: una holgada asignación, una guitarra nueva si sacaba buenas notas en el primer semestre, un minibús Volkswagen si acababa el año con una media de notable. El chico lo aceptó y a finales de agosto volvió a Buffalo para jugar a ser estudiante otra vez: con el pelo teñido de verde, una hilera de imperdibles colgándole de la oreja izquierda y un abrigo negro hasta los pies. La era del punk estaba entonces en pleno apogeo, y Jacob se había unido al club en continua expansión de irascibles renegados de la clase media. Estaba en la onda, vivía a tope y no aguantaba gilipolleces de nadie.

Jacob se matriculó para el semestre, prosiguió John, pero una semana después, sin haber asistido a una sola clase, volvió a la secretaría de la facultad y renunció al curso. Le devolvieron el importe de la matrícula, pero en vez de enviar el cheque a su padre (que fue quien le había facilitado el dinero), lo cobró en el primer banco que encontró, se guardó los tres mil dólares en el bolsillo y se marchó a Nueva York. Según las últimas noticias, vivía en alguna parte del East Village. Si los rumores que circulaban en torno a él eran ciertos, estaba enganchado a la heroína…, nada menos que desde hacía cuatro meses.

—¿Quién te ha contado eso? —le pregunté—. ¿Cómo sabes que es verdad?

—Eleanor me llamó ayer por la mañana. Intentaba ponerse en contacto con Jacob para no sé qué, y su compañero de habitación contestó al teléfono. Su excompañero, mejor dicho. Le dijo que Jacob se había largado de la facultad hacía dos semanas.

—¿Y la heroína?

—También le contó eso. No tenía motivos para mentir sobre una cosa así. Según Eleanor, parecía muy preocupado. No es que me sorprenda, Sid. Siempre he sospechado que tomaba drogas. Sólo que no sabía que fuese tan grave.

—¿Y qué vas a hacer?

—No sé. Tú eres el que ha trabajado con chavales. ¿Qué harías tú?

—Preguntas a la persona menos indicada. Todos mis alumnos eran pobres. Adolescentes negros, procedentes de barrios ruinosos y familias destrozadas. Muchos tomaban drogas, pero sus problemas no tenían nada que ver con los de Jacob.

—Eleanor cree que debemos ponernos en su busca. Pero yo no puedo moverme. La pierna me tiene amarrado a este sofá.

—Si quieres, puedo encargarme yo. Últimamente no estoy muy ocupado.

—No, no. No quiero que te metas en esto. No es problema tuyo. Ya lo harán Eleanor y su marido. Al menos eso es lo que me ha dicho ella. Con Eleanor, nunca se sabe si habla en serio.

—¿Cómo es su último marido?

—No sé. No lo conozco. Lo curioso es que ni siquiera me acuerdo de cómo se llama. He tratado de hacer memoria aquí tumbado, pero no he conseguido acordarme. Don, me parece, pero no sé el apellido.

—¿Y qué piensan hacer cuando encuentren a Jacob?

—Ingresarlo en algún centro de rehabilitación para drogodependientes.

—Esas cosas no son baratas. ¿Quién va a pagarlo?

—Pues yo, claro. Eleanor nada ahora en la abundancia, pero es tan jodidamente tacaña que ni siquiera me molestaría en preguntarle. El chico me ha birlado tres mil dólares, y ahora me toca aflojar otro montón de pasta para sacarlo del lío. Si quieres que te diga la verdad, me dan ganas de retorcerle el pescuezo. Menuda suerte la tuya, Sid, con eso de no tener hijos. Son un encanto de pequeños, pero después no te dan más que disgustos y acaban amargándote la vida. Metro y medio, como máximo. No debería permitirse que crecieran más.

Tras el último comentario de John, me fue imposible contenerme y le comuniqué la noticia.

—Puede que cambie esa suerte —le anuncié—. Aún no estamos seguros de lo que vamos a hacer, pero de momento Grace está embarazada. El sábado se hizo la prueba.

No sabía cómo iba a reaccionar, pero, aun después de sus amargas declaraciones sobre los sinsabores de la paternidad, pensaba que encontraría la forma de darme la enhorabuena aunque sólo fuese por cumplir. O que por lo menos me desearía suerte, haciéndome alguna que otra advertencia para que afrontara mis responsabilidades mejor que él. Algo, en cualquier caso, un pequeño gesto de simpatía. Pero John no pronunció palabra. Por un momento pareció profundamente afectado, como si acabaran de notificarle la muerte de algún ser querido, y luego apartó la vista, girando bruscamente la cabeza sobre la almohada y mirando al respaldo del sofá.

—Pobre Grace —murmuró.

—¿Por qué dices eso?

John empezó a volverse despacio hacia mí, pero se detuvo a medio camino, la cabeza alineada con el sofá, y me contestó sin apartar la mirada del techo.

—Es que ha pasado mucho —declaró—. No es tan fuerte como tú crees. Necesita un descanso.

—Hará exactamente lo que quiera hacer. La decisión está en sus manos.

—Yo la conozco desde hace mucho más tiempo que tú. Un hijo es lo último que necesita ahora mismo.

—Si decide tenerlo, pensaba pedirte que fueras el padrino. Pero supongo que no te interesa. A juzgar por lo que estás diciendo.

—Procura no perderla, Sidney. Eso es lo único que te pido. Si las cosas se van a pique, sería una catástrofe para ella.

—Nada se va a ir a pique. Y no voy a perderla. Pero aunque así fuese, me parece que no es asunto tuyo.

—Grace es asunto mío. Siempre lo ha sido.

—Tú no eres su padre. Puede que te lo parezca a veces, pero no lo eres. Grace sabe desenvolverse. Si decide tener el niño, no seré yo quien se lo impida. Lo cierto es que me alegraría. Tener un hijo con ella sería lo más maravilloso que me hubiese ocurrido en la vida.

Era lo más cerca que John y yo habíamos estado nunca de un verdadero enfrentamiento. Fue un momento penoso para mí, y mientras mis últimas palabras resonaban con un eco desafiante en el ambiente, me pregunté si la conversación no iba a tomar un giro aún más desagradable. Afortunadamente, ambos retrocedimos antes de que la discusión fuese más lejos, comprendiendo que nos estábamos empujando mutuamente a decir cosas que luego lamentaríamos, y que, por muchas disculpas que nos dirigiéramos cuando se hubieran calmado los ánimos nunca se nos acabarían borrando de la memoria.

Muy sabiamente, John eligió aquel momento para ir al cuarto de baño. Y mientras observaba sus arduas maniobras para levantarse del sofá y salir renqueando de la habitación, se me quitó de pronto todo sentimiento de hostilidad. John estaba pasando por un momento de extrema tensión. La pierna lo estaba matando y se enfrentaba a las horrorosas noticias sobre su hijo, ¿cómo iba a guardarle rencor por haber dicho unas palabras desagradables? En el contexto de la traición de Jacob y su posible drogadicción, Grace era la hija buena y adorada, la que nunca le había fallado, y tal vez fuera por eso por lo que John había salido con tanta firmeza en su defensa, inmiscuyéndose en asuntos que en definitiva no le concernían. Estaba enfadado con su hijo, sí, pero en su cólera también pesaba una considerable carga de culpabilidad. John era consciente de haber dejado más o menos de lado sus responsabilidades paternas. Divorciado cuando Jacob tenía año y medio, había permitido que Eleanor se llevara al niño cuando se mudó a East Hampton con su segundo marido en 1966. A partir de entonces John había visto poco al chico: algún que otro fin de semana en Nueva York, unos cuantos viajes a Nueva Inglaterra y al Suroeste en las vacaciones de verano. Desde luego no podía decirse que se hubiese preocupado mucho de la educación de su hijo, y luego, tras la muerte de Tina, desapareció casi por completo de su vida, viéndolo sólo un par de veces desde que el chico tenía doce años hasta los dieciséis. Ahora, a los veinte, Jacob se había convertido en una auténtica calamidad, y ya fuera culpa suya o no, John se responsabilizaba de todo aquel desastre.

Estuvo ausente diez o quince minutos. Cuando volvió, lo ayudé a acomodarse de nuevo en el sofá, y lo primero que me dijo no tenía nada que ver con lo que hablábamos antes. Durante su excursión por el pasillo parecía haberse desentendido del conflicto, dándolo por terminado y olvidándolo.

—¿Cómo va lo de Flitcraft? —me preguntó—. ¿Adelantas algo?

—Sí y no —respondí—. Estuve escribiendo dos días sin parar, pero ahora estoy atascado.

—Y te empiezan a entrar dudas sobre el cuaderno azul.

—Puede. Ya no sé qué pensar.

—El otro día estabas tan acelerado que parecías un alquimista enloquecido. El primer hombre que convirtió el plomo en oro.

—Bueno, es que fue toda una experiencia. La primera vez que me puse con el cuaderno, Grace me dijo que no estaba en casa.

—¿Qué quieres decir?

—Que había desaparecido. Ya sé que parece una ridiculez, pero llamó a la puerta del cuarto de trabajo cuando yo estaba escribiendo y, como no le contestaba, asomó la cabeza. Jura que no me vio.

—Pues estarías en otra habitación. En el cuarto de baño, tal vez.

—Claro. Eso es lo que dice Grace, también. Pero no recuerdo haber ido al baño. No me acuerdo de nada, sólo de estar sentado a la mesa, escribiendo.

—Es posible que no te acuerdes, pero eso no significa que no fueras. Uno suele olvidarse del mundo cuando las palabras fluyen libremente. ¿No es cierto?

—Cierto. Ya lo creo. Pero el lunes volvió a ocurrir algo parecido. Estaba escribiendo en mi cuarto y no oí que sonaba el teléfono. Cuando me levanté de la mesa y fui a la cocina, había dos mensajes en el contestador.

—¿Y qué?

—Que no lo oí sonar. Siempre oigo el teléfono cuando suena.

—Estabas abstraído, enfrascado en lo que hacías.

—Puede, pero no creo. Ocurrió algo raro, y no lo entiendo.

—Llama a tu médico de cabecera, Sid, y pídele un volante para el psiquiatra.

—Lo sé. Todo está en mi cabeza. No digo que no, pero desde que me compré ese cuaderno, todo ha empezado a fallar. Ya no sé si soy yo quien utiliza el cuaderno o si el cuaderno me está utilizando a mí. ¿Tiene eso algún sentido?

—Un poco. Pero no mucho.

—Bueno, vale. Deja que te lo explique de otra manera. ¿Has oído hablar alguna vez de una escritora llamada Sylvia Maxwell? Una novelista norteamericana de los años veinte.

—He leído algunos libros de Sylvia Monroe. Publicó una serie de novelas en los años veinte y treinta. Pero de Sylvia Maxwell no.

—¿Escribió esa Sylvia un libro titulado La noche del oráculo?

—No, que yo sepa. Pero me parece que escribió algo con la palabra noche en el título. La noche de La Habana, quizá. O Noche en Londres, no me acuerdo. Es fácil averiguarlo. No tienes más que ir a la biblioteca y consultar el catálogo.

Poco a poco, nos fuimos apartando del cuaderno azul y empezamos a hablar de asuntos más prácticos. De dinero, entre otras cosas, y de cómo esperaba resolver mis problemas económicos escribiendo un guión cinematográfico para Bobby Hunter. Le conté lo que se me había ocurrido, exponiéndole un breve resumen de la trama que había urdido para mi adaptación de La máquina del tiempo, pero no se excedió en comentarios. Inteligente, creo que dijo, o algún cumplido igualmente amable, y de pronto me sentí estúpido, avergonzado, como si Trause me considerase un escritor de pacotilla que intentara vender su mercancía al mejor postor. Pero me equivocaba al interpretar su apagada respuesta como desaprobación. Él era consciente de la apurada situación en que nos encontrábamos, y resultó que estaba distraído, pensando en algún medio para ayudarme.

—Sé que es una idiotez —concluí—, pero si les gusta la idea, volveremos a ser solventes. Si no, seguiremos en números rojos. No quisiera contar con una perspectiva tan poco sólida, pero es lo único que puedo sacarme de la manga.

—Quizá no —objetó John—. Si lo de La máquina del tiempo no cuaja, podrías escribir otro guión. Eso se te da bien. Si haces que Mary insista lo suficiente, estoy seguro de que encontrarás a alguien deseoso de soltar un buen fajo.

—Las cosas no son así. Son ellos los que vienen a ti, no al contrario. A menos que tengas una idea original, claro está. Que no es mi caso.

—Eso es precisamente lo que te estoy diciendo. A lo mejor tengo una idea para ti.

—¿Una idea para una película? Creía que estabas en contra del cine.

—Hace un par de semanas encontré una caja con algunas cosas viejas mías. Historias primerizas, una novela a medio concluir, dos o tres obras dramáticas. Textos antiguos, escritos cuando tenía quince o veinte años. Todo sin publicar. Afortunadamente, debería añadir, pero al leer esas historias me encontré con una que no estaba nada mal. Sigo sin querer publicarla, pero si te la cediera, seguro que podrías recrearla y convertirla en una película. Puede que te venga bien mencionar mi nombre. Si dices a un productor cinematográfico que estás adaptando una historia inédita de John Trause, podrías suscitar su interés. No sé. Pero aun en el caso de que yo les importe una mierda, la historia posee un fuerte elemento visual. Creo que las imágenes se prestarían perfectamente para ser llevadas al cine.

—Claro que vendría bien tu nombre. Cambiaría mucho las cosas.

—Bueno, lee la historia y dime lo que te parece. No es más que un primer borrador, muy tosco, de manera que no juzgues mi prosa con demasiada severidad. Y recuerda que sólo era un crío cuando la escribí. Mucho más joven de lo que tú eres ahora.

—¿De qué trata?

—Es una obra rara, muy distinta de todo mi trabajo posterior, de manera que al principio puedes llevarte una sorpresa. Creo que se podría calificar de parábola política. La acción se sitúa alrededor de 1830, pero en realidad se trata de los primeros años de 1950. McCarthy, el Comité de Actividades Antiamericanas, la amenaza comunista…, todas las cosas siniestras que sucedían por entonces. La idea es que los gobiernos siempre necesitan enemigos, aun cuando no estén en guerra. Si no tienen enemigos, se inventan uno y propagan rumores. Eso asusta a la población, y cuando la gente tiene miedo, procura ser obediente.

—¿Y en qué país ocurre todo eso? ¿Se trata de una alegoría de Estados Unidos, o es otra cosa?

—Es en parte Norteamérica y en parte Sudamérica, pero con una historia enteramente distinta. Tiempo atrás, todas las potencias europeas establecieron colonias en el Nuevo Mundo. Las colonias evolucionaron, convirtiéndose en Estados independientes, y luego, poco a poco, al cabo de siglos de guerras y escaramuzas, fueron uniéndose hasta formar una enorme confederación. La cuestión es la siguiente: ¿qué ocurre tras la creación del imperio? ¿Qué enemigo puede inventarse con el fin de asustar a la gente lo bastante para mantener la unidad de la confederación?

—¿Y cuál es la respuesta?

—Dicen que los bárbaros van a invadir el país. La confederación ya ha expulsado a esos pueblos fuera de sus fronteras, pero ahora esparcen el rumor de que un ejército de soldados contrarios a la confederación ha penetrado en los territorios primitivos y está incitando a los ciudadanos a la rebelión. No es cierto. Los soldados trabajan para el gobierno. Forman parte de una conspiración.

—¿Quién cuenta la historia?

—Un agente enviado para investigar los rumores. Trabaja en un departamento del gobierno que no está implicado en la trama, pero acaban deteniéndolo y juzgándolo por traición. Para complicar aún más las cosas, el oficial que está al mando del falso ejército se fuga con la mujer del narrador.

—Engaño y corrupción a cada paso.

—Exactamente. Un hombre destruido por su propia inocencia.

—¿Tiene título?

—«Imperio de huesos». No es muy larga. Cuarenta y cinco o cincuenta páginas, pero suficiente para hacer una película, creo yo. Tú decides. Si quieres utilizarla, te la cedo encantado. Si no te gusta, la tiras a la basura y aquí no ha pasado nada.

Al salir del apartamento de Trause me sentía abrumado, mudo de gratitud, y ni siquiera el pequeño tormento de despedirme de Régine en el piso de abajo pudo mermar mi felicidad. Llevaba el manuscrito en un bolsillo lateral de la chaqueta, metido en un sobre de papel marrón, y no dejé de apretarlo con la mano mientras me dirigía al metro, deseoso de abrirlo y empezar a leerlo. John siempre me había respaldado, tanto en lo personal como en el trabajo, pero no se me escapaba que aquel regalo tenía tanto que ver con Grace como conmigo. Yo era el tullido medio acabado que tenía la responsabilidad de cuidar de ella, y si él podía hacer algo para sacarnos del apuro, estaba dispuesto a hacerlo; hasta el punto de donar un manuscrito inédito para la causa. No existía más que una mínima posibilidad de que su idea diera algún fruto, pero lograra o no convertir su relato en una película, lo importante era su gran predisposición para ir más allá de los límites normales de la amistad y mezclarse personalmente en nuestros asuntos. Desinteresadamente, sin la menor intención de sacar provecho.

Eran ya las cinco pasadas cuando llegué a la estación de la calle Cuatro Oeste. La hora punta estaba en pleno auge, y cuando bajé los dos tramos de escaleras hacia el andén F de la línea del centro, agarrándome bien a la barandilla para no tropezar, perdí las esperanzas de encontrar asiento en el vagón. Seguro que habría un gentío horrible en dirección a Brooklyn. Eso suponía que tendría que leer de pie el relato de John, y como iba a resultar una operación bastante difícil, me preparé para luchar por un poco de espacio si era necesario. Cuando se abrieron las puertas del vagón, pasé por alto el protocolo del metro, colándome entre los pasajeros que pugnaban por salir para entrar el primero, pero no me sirvió de nada. Una avalancha de gente entró detrás de mí. Me vi empujado al centro del vagón, y cuando las puertas se cerraron y el tren salió de la estación, estaba tan apretujado entre el gentío que tenía los brazos pegados a los costados, sin ningún margen de maniobra para sacarme el sobre del bolsillo. Apenas podía evitar los encontronazos con los demás pasajeros mientras el metro daba bandazos y sacudidas a lo largo del túnel. En un momento dado, logré levantar el brazo por encima de la cabeza lo suficiente para agarrarme a la barra, pero ésa fue toda la libertad de movimiento que pude alcanzar dadas las circunstancias. Pocos viajeros se bajaron en las siguientes paradas, y por cada uno que salía, otros dos ocupaban a empujones su lugar. Centenares de personas se quedaban plantadas en los andenes a la espera del siguiente tren, y desde el principio al fin del viaje no tuve la menor ocasión de echar un vistazo al relato. Cuando llegamos a la estación de la calle Bergen, me llevé la mano al bolsillo para intentar sacarlo, pero me empujaron por detrás, me zarandearon a izquierda y derecha, y mientras me preparaba para salir del vagón girando en torno a la barra central, el tren se detuvo bruscamente, las puertas se abrieron y me vi precipitado hacia el andén antes de que pudiera comprobar si el sobre seguía estando allí. No estaba. La oleada de la muchedumbre que salía me arrastró unos metros y cuando logré volverme para subir de nuevo al vagón, las puertas ya se habían cerrado y el metro se había puesto otra vez en movimiento. Aporreé con el puño una ventanilla que pasaba, pero el revisor no me hizo caso. El metro prosiguió su lenta marcha, salió de la estación y segundos después se perdió de vista.

Esa falta de concentración se había repetido en diversas ocasiones desde que salí del hospital, pero ninguna había tenido un resultado peor ni más catastrófico que aquélla. En vez de llevar el sobre en la mano, me lo había metido como un idiota en un bolsillo demasiado pequeño para su tamaño, y ahora el manuscrito de John iba tirado en el suelo de un vagón de metro en dirección a Coney Island, sin duda manchado y pisoteado por la mitad de los zapatos y zapatillas deportivas del barrio de Brooklyn. Era un error imperdonable. John me había confiado el único ejemplar de un relato inédito, y dado el interés que el mundo universitario sentía por su obra, sólo el manuscrito probablemente valdría varios cientos de dólares, quizá miles. ¿Qué iba a decirle cuando me preguntara por él? John me había dicho que podía tirarlo a la basura si no me gustaba, pero eso no era sino una manera hiperbólica de menospreciar su propia obra, una simple broma. Claro que querría recuperar el manuscrito, tanto si me gustaba como si no. No tenía idea de cómo reparar mi error. Si alguien me hubiera hecho a mí lo que yo acababa de hacerle a Trause, me habría puesto tan furioso como para querer estrangularlo.

Por desalentadora que fuese esa pérdida, no era más que el principio de lo que resultó ser una noche larga y difícil. Cuando llegué a casa y subí los tres tramos de escaleras, me encontré con la puerta abierta; no simplemente entornada, sino empujada hasta el fondo sobre sus goznes y pegada a la pared. Lo primero que me vino a la cabeza fue que Grace había vuelto pronto a casa, quizá cargada con un montón de paquetes y bolsas de la compra, y luego se le olvidó cerrar la puerta. Tras una mirada al cuarto de estar, sin embargo, comprendí que Grace nada tenía que ver con aquello. Habían entrado a robar, lo más probable subiendo por la escalera de incendios y forzando la ventana de la cocina. Se veían libros tirados por el suelo, había desaparecido nuestra pequeña televisión en blanco y negro, y una fotografía de Grace, colocada desde siempre en la repisa de la chimenea, estaba rota en pedacitos desperdigados sobre el asiento del sofá. Me pareció un gesto de asombrosa crueldad, casi un ataque personal. Cuando fui a la biblioteca a ver lo que se habían llevado, comprobé que sólo faltaban los libros más valiosos: ejemplares firmados de novelas de Trause y otros escritores amigos nuestros, aparte de media docena de primeras ediciones que me habían ido regalando a lo largo de los años. Hawthorne, Dickens, Henry James, Fitzgerald, Wallace Stevens, Emerson. Quienquiera que hubiese perpetrado el robo, no era un ladrón normal y corriente. Sabía algo de literatura, y se había centrado en los pocos tesoros que poseíamos.

Mi cuarto de trabajo parecía intacto, pero el dormitorio había sido objeto de un pillaje sistemático, a conciencia. Habían sacado hasta el último cajón de la cómoda y dado la vuelta al colchón, y la litografía de Bram van Velde que Grace había comprado a principios de los años setenta en la galería Maeght de París faltaba de su sitio en la pared de encima de la cama. Cuando inspeccioné el contenido de los cajones de la cómoda, descubrí que también había desaparecido el joyero de Grace. No tenía muchas cosas, pero en aquella caja guardaba unos pendientes de ópalo, herencia de su abuela, así como una pulsera de dijes de su infancia y un collar de plata que yo le había regalado en su último cumpleaños. Y ahora un desconocido se había largado con todo eso, lo que me pareció tan absurdo y brutal como una violación, un saqueo feroz de nuestro pequeño mundo.

No teníamos seguro de robo ni de hogar, y no me sentía inclinado a llamar a la policía para dar parte del delito. Nunca cogían a los ladrones, y no vi razón para luchar por lo que parecía una causa perdida, pero antes de tomar esa decisión tenía que averiguar si habían robado a algún otro vecino. Había otros tres apartamentos en el edificio —uno encima y dos debajo del nuestro—, y empecé por bajar las escaleras hasta la primera planta y hablar con la señora Caramello, que compartía las funciones de portera con su marido, peluquero jubilado que pasaba la mayor parte del tiempo viendo la televisión y jugando a las quinielas. En su casa no habían entrado, pero la señora Caramello se quedó tan consternada por las noticias que fue a llamar a su marido, quien, calzado con zapatillas, acudió a la puerta arrastrando los pies y se limitó a suspirar cuando le conté lo que había pasado.

—Uno de esos puñeteros yonquis, lo más seguro —aventuró—. Tenéis que poner rejas en las ventanas, Sid. No hay otro modo de impedir que entren esos desgraciados.

Los otros dos inquilinos también se habían librado. Al parecer, todos tenían una reja en las ventanas de atrás menos nosotros, por lo que nos habíamos convertido en un blanco fácil: unos estúpidos confiados que no se habían molestado en adoptar las mínimas precauciones. Todos nos compadecían, pero el mensaje implícito era que nos merecíamos lo que había ocurrido.

Volví al apartamento, horrorizándome aún más ahora que podía contemplar el revoltijo con un estado de ánimo más templado. Uno por uno, me saltaban de pronto a la vista detalles que antes se me habían pasado por alto, agravando aún más el efecto de la intrusión. Una lámpara de pie a la izquierda del sofá yacía rota en el suelo, un florero de cristal estaba hecho añicos en la alfombra, e incluso nuestra lamentable tostadora había desaparecido de su sitio en la encimera de la cocina. Llamé a Grace a la oficina, con idea de prepararla para la conmoción que la aguardaba, pero no contestaron, lo que parecía significar que ya se había marchado y venía de camino a casa. Como no se me ocurría otra cosa que hacer, me puse a arreglar el apartamento. Entonces debían de ser alrededor de las seis y media, y aun cuando esperaba que Grace entrara en cualquier momento por la puerta, estuve trabajando sin parar durante más de una hora, recogiendo los destrozos, colocando los libros en las estanterías, haciendo otra vez la cama, volviendo a meter los cajones en la cómoda. Al principio, me alegré de hacer tal cantidad de cosas antes de que volviera Grace. Cuanto más eficaces fueran mis esfuerzos por ordenar el piso, menos se disgustaría al entrar en casa. Pero resultó que al terminar la tarea, ella seguía sin volver. Ya eran las ocho menos cuarto, tiempo más que suficiente para arreglar cualquier avería del metro que hubiera podido justificar su retraso. Cierto que a veces se quedaba trabajando hasta tarde, pero siempre me llamaba para decirme cuándo iba a salir de la oficina, y en el contestador no había ningún mensaje suyo. Volví a marcar su número de la Holst y McDermott, sólo para asegurarme, pero tampoco contestaron esta vez. No estaba en el trabajo y tampoco había venido a casa, y de pronto lo del robo parecía algo sin importancia, un pequeño inconveniente de un pasado lejano. Grace había desaparecido, y cuando dieron las ocho, ya me había entrado un pánico febril, absoluto.

Hice una serie de llamadas —a colegas, amigas, incluso a su prima Lily, a Connecticut—, pero sólo la última persona con quien hablé me dio cierta información. Greg Fitzgerald era el diseñador jefe de Holst y McDermott, y, según me dijo, Grace había llamado a la oficina poco después de las nueve de la mañana para decirle que no podía ir a trabajar aquel día. Lo lamentaba mucho, pero le había surgido un asunto urgente que requería su inmediata atención. No había dicho de qué se trataba, pero al parecer, cuando Greg le había preguntado si se encontraba bien, ella había dudado antes de contestar. «Creo que sí», había dicho al cabo, y a Greg, que la conocía desde hacía años y le tenía mucho cariño (era el homosexual medio enamorado de la compañera más guapa), esa respuesta le había parecido desconcertante. «Impropia de ella», me parece que dijo textualmente, pero cuando percibió la creciente alarma en mi tono de voz, procuró tranquilizarme añadiendo que Grace había concluido la conversación diciéndole que volvería a la oficina al día siguiente por la mañana.

—No te preocupes, Sidney —prosiguió Greg—. Cuando Grace dice que va a hacer algo, lo hace. Hace cinco años que trabajo con ella, y no me ha fallado una sola vez.

Me quedé esperándola toda la noche, medio enloquecido de terror y confusión. Antes de hablar con Fitzgerald, estaba convencido de que Grace había sido objeto de algún hecho violento: atracada, violada, atropellada por un camión o un taxi lanzado a toda velocidad, víctima de alguna de las innumerables brutalidades que pueden ocurrirle a una mujer sola en las calles de Nueva York. Eso parecía improbable ahora, pero si no estaba muerta ni corría peligro físico, ¿qué podía haberle pasado, y por qué no me había llamado para decirme dónde se encontraba? Pensé una y otra vez en la conversación que habíamos mantenido por la mañana camino del metro, intentando comprender sus declaraciones curiosamente emocionales sobre la confianza, recordando los besos que me había dado y la manera en que, sin previo aviso, se había soltado de mis brazos para echar a correr por la acera sin molestarse siquiera en volverse para decirme adiós con la mano antes de desaparecer escaleras abajo. Ése sería el comportamiento de una mujer que acababa de tomar una decisión brusca e impulsiva, que había llegado a una determinación sobre cierto asunto pero que aún estaba llena de dudas e incertidumbre, tan poco segura de su resolución que no se atrevió a detenerse para lanzar una sola mirada atrás, temiendo que el simple hecho de mirarme pudiera alterar su determinación de llevar a cabo sus propósitos. Hasta ahí lo entendía todo, o eso me parecía, pero más allá de ese punto no estaba seguro de nada. Grace se había convertido para mí en un espacio en blanco, y cada cosa que aquella noche se me ocurría acerca de ella se transformaba rápidamente en una historia, en un pequeño melodrama que se nutría de mis ansiedades más profundas sobre nuestro futuro: lo que rápidamente parecía traducirse en una absoluta falta de futuro.

Llegó a casa pocos minutos después de las siete, unas dos horas después de haberme resignado a la idea de que no volvería a verla nunca más. Llevaba distinta ropa que el día anterior, tenía aspecto descansado y estaba guapa, con los labios pintados de carmín brillante, los ojos elegantemente maquillados y un toque de colorete en las mejillas. Yo estaba sentado en el sofá del cuarto de estar, y tal fue mi estupefacción al verla entrar que me quedé sin habla, sin poder articular palabra. Grace me dirigió una sonrisa —tranquila, resplandeciente, enteramente dueña de sí misma—, se acercó a donde yo estaba y me besó en los labios.

—Sé que te las he hecho pasar moradas —me dijo—, pero tenía que ser así. Esto no volverá a ocurrir nunca, Sidney. Te lo prometo.

Se sentó a mi lado y volvió a besarme, pero no fui capaz de estrecharla en mis brazos.

—Tienes que decirme dónde has estado —respondí, sorprendido por la cólera y la amargura de mi voz—. Se acabó el silencio, Grace. Tienes que hablar.

—No puedo —aseguró ella.

—Claro que puedes. Debes hacerlo.

—Ayer por la mañana dijiste que confiabas en mí. Sigue confiando en mí, Sid. Eso es todo lo que pido.

—Cuando alguien dice eso, es que está ocultando algo. Siempre. Es como una ley matemática, Grace. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que no quieres decirme?

—Nada. Es que ayer necesitaba estar sola, eso es todo. Me hacía falta tiempo para pensar.

—Pues muy bien. Piensa. Pero no me tortures y llámame para decirme dónde estás.

—Quería llamarte, pero luego no pude. No sé por qué. Era como si tuviera que aparentar que ya no te conocía. Sólo por poco tiempo. Ha sido una maldad por mi parte, pero me ha servido de ayuda, de verdad.

—¿Dónde has pasado la noche?

—No es nada de eso, créeme. He estado sola. Pedí habitación en el Hotel Gramercy Park.

—¿En qué piso? ¿Qué número de habitación tenías?

—Por favor, Sid, no sigas. No está bien.

—Podría llamar y averiguarlo, ¿no te parece?

—Claro que sí. Pero eso significaría que no me crees. Y entonces tendríamos problemas. Pero no los tenemos. De eso se trata. Estamos bien, y el hecho de que yo esté aquí ahora lo demuestra.

—Supongo que pensarías en lo del niño…

—Sí, entre otras cosas.

—¿Has decidido algo?

—Todavía estoy en la encrucijada. No sé hacia dónde tirar.

—Ayer estuve con John, hablamos un rato y me dijo que debías abortar. Insistió bastante en eso.

Grace pareció sorprendida y a la vez disgustada.

—¿John? Pero si no sabe que estoy embarazada.

—Se lo dije yo.

—Oh, Sidney. No debías habérselo dicho.

—¿Por qué no? ¿Acaso no es amigo nuestro? ¿Por qué no debería saberlo?

Dudó unos momentos antes de contestar a mi pregunta.

—Porque es nuestro secreto —dijo al cabo—, y todavía no hemos decidido lo que vamos a hacer. Ni siquiera se lo he dicho a mi familia. Si John habla con mi padre, las cosas podrían complicarse bastante.

—No se lo dirá. Está demasiado preocupado por ti para decírselo.

—¿Preocupado?

—Sí, preocupado. De la misma manera que yo también lo estoy. Estás muy rara últimamente. Las personas que te quieren no tienen más remedio que estar preocupadas.

Se iba mostrando un poco menos evasiva a medida que avanzaba la conversación, y yo tenía la intención de seguir pinchándola hasta que toda la historia saliera a la luz, hasta comprender lo que la había impulsado a emprender una misteriosa fuga de veinticuatro horas. Había tanto en juego, pensé, que si no lo confesaba todo y me decía la verdad, ¿cómo iba a ser capaz de seguir confiando en ella? Confianza era lo único que me pedía, y sin embargo desde el momento en que se derrumbó el sábado por la noche en el taxi, había sido imposible no pensar que algo andaba mal, que Grace se iba hundiendo poco a poco bajo el peso de una carga que se negaba a compartir conmigo. Durante un tiempo, el embarazo pareció explicarlo todo, pero ya no estaba seguro de eso. Era otra cosa, algo además de lo del niño, y antes de empezar a atormentarme a mí mismo pensando en otros hombres, en aventuras clandestinas y traiciones siniestras, necesitaba que me dijera lo que estaba pasando. Lamentablemente, la conversación se interrumpió bruscamente en ese punto, y ya no estuve en condiciones de seguir el hilo de mis conjeturas. Ocurrió justo después de que le dijera lo preocupado que estaba por ella. La cogí de la mano, y mientras la atraía hacia mí para besarla en la mejilla, por fin se dio cuenta de que la lámpara ya no estaba donde debía estar, de que el espacio a la izquierda del sofá se encontraba vacío. Tuve que contarle lo del robo, y de buenas a primeras cambió la situación y en vez de hablar de una cosa no tuve más remedio que hablarle de otra.

Al principio, Grace pareció tomarse las noticias con calma. Le enseñé el hueco de la estantería que ocupaban las primeras ediciones, le señalé con el dedo la mesita donde estaba la televisión portátil, y luego la conduje a la cocina y le informé de que había que comprar otra tostadora. Grace abrió los cajones de debajo de la encimera (cosa que yo había olvidado hacer) y descubrió que nuestra mejor cubertería, regalo de sus padres en nuestro primer aniversario de boda, también había desaparecido. Entonces fue cuando montó en cólera. Con el pie derecho dio una patada al último cajón y empezó a maldecir. Grace rara vez decía tacos, pero aquella mañana se puso fuera de sí y en escasos momentos soltó un aluvión de invectivas que superaba todo lo que jamás había oído de sus labios. Luego pasamos al dormitorio, y su ira se transformó en llanto. Le empezó a temblar el labio inferior cuando le dije lo del joyero, pero al ver que también faltaba la litografía se sentó en la cama y rompió a llorar. Hice lo que pude para consolarla, prometiéndole encontrar otro Van Velde cuanto antes, pero sabía que nada podría sustituir jamás el que ella había comprado a los veinte años en su primer viaje a París: una profusión de abigarrados y destellantes azules, interrumpida en el centro por un óvalo blanco y un trazo discontinuo de color rojo. Hacía años que la veía todos los días, y nunca me había cansado de mirarla. Era una de esas obras que siempre ofrecen algo, que nunca parecen agotarse[14].

Tardó unos quince o veinte minutos en calmarse, y luego fue al cuarto de baño a quitarse el rímel, que se le había corrido, y a lavarse la cara. La esperé en la habitación, pensando que allí podríamos proseguir nuestra conversación, pero cuando volvió sólo fue para anunciar que se le estaba haciendo tarde y tenía que ir a trabajar. Traté de convencerla de que no fuera, pero no transigió. Había prometido a Greg que iría aquella mañana, explicó, y después de lo comprensivo que había sido para darle permiso el día anterior, no quería seguir aprovechándose de su amistad. Una promesa era una promesa, afirmó, a lo cual contesté que aún teníamos cosas de que hablar. Quizá sí, repuso ella, pero eso podía esperar a que volviera del trabajo. Y como para demostrar sus buenos propósitos, antes de marcharse se sentó en la cama, me rodeó con los brazos y me apretó contra ella durante lo que me pareció un buen rato.

—No te preocupes por mí —me recomendó—. Ya estoy bien, de verdad. Lo de ayer me ha servido de mucho.

Tomé mis pastillas de la mañana, volví a la habitación y dormí hasta media tarde. No tenía ningún plan para ese día, y mi única obligación consistía en pasar el tiempo lo más tranquilamente posible hasta que Grace volviera a casa. Había prometido que seguiríamos hablando por la noche, y si una promesa era una promesa, mi empeño era obligarla a que la cumpliera y hacer lo posible por sacarle la verdad. No me sentía muy optimista, pero fracasara o no, no iba a llegar a ninguna parte a menos que lo intentara.

El cielo estaba claro y luminoso aquella tarde, pero la temperatura había bajado a ocho grados, y por primera vez desde el día en cuestión sentí un regusto de invierno en el ambiente, un presagio de acontecimientos venideros. Una vez más, se había alterado mi ritmo normal de sueño, y me encontraba en peor forma que de costumbre: sin mucha seguridad de movimientos, me costaba trabajo respirar y me tambaleaba precariamente a cada paso que daba. Era como si hubiese retrocedido a una etapa anterior en el proceso de recuperación, volviendo al periodo del vértigo de colores y las percepciones inestables, escindidas. Me sentía sumamente vulnerable, como si el aire mismo fuera una amenaza, como si un inesperado golpe de viento pudiera traspasarme de lado a lado y dejar el suelo salpicado con pedacitos de mi cuerpo.

Compré una tostadora nueva en una tienda de electrodomésticos de la calle Court, y esa simple operación agotó casi todos mis recursos físicos. Cuando acabé de elegir una que se ajustaba a nuestro presupuesto y hube sacado el dinero de la billetera para entregárselo a la empleada de detrás del mostrador, temblaba de pies a cabeza y estaba a punto de echarme a llorar. La mujer me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, pero mi respuesta no debió de convencerla, porque acto seguido me estaba preguntando si quería sentarme y tomar un vaso de agua. Era gruesa, de sesenta y pocos años, con un leve indicio de bigote en el labio superior, y la tienda que llevaba era un oscuro y polvoriento cuchitril, un negocio familiar venido a menos, con casi la mitad de los estantes desprovistos de existencias. Por generoso que fuera su ofrecimiento, no me apetecía estar allí ni un minuto más. Le di las gracias y eché a andar hacia la salida, tambaleándome y apoyándome luego contra la puerta para abrirla con el hombro. Después me quedé unos momentos en la acera sin moverme, aspirando profundas bocanadas de aire fresco mientras esperaba que se me pasara el vértigo. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que la gente debía de pensar que estaba a punto de perder el conocimiento.

Pedí un trozo de pizza y una Coca-Cola grande en Vinny’s, dos portales más abajo, y cuando me levanté para marcharme me sentía un poco mejor. Entonces eran sobre las tres y media, y Grace no llegaría a casa hasta las seis como muy pronto. No me encontraba con fuerzas para deambular por el barrio haciendo la compra, y era consciente de que no estaba en condiciones de cocinar. Salir a cenar era un lujo para nosotros, pero me figuré que podríamos pedir comida para llevar en el Jardín de Siam, un restaurante tailandés que acababa de abrir cerca de la Avenida Atlantic. Estaba seguro de que Grace lo entendería. Cualesquiera que fuesen las dificultades que pudiéramos estar atravesando, mi salud la preocupaba lo suficiente como para no reprocharme ese tipo de cosas.

Cuando hube despachado el trozo de pizza, decidí acercarme a la sucursal de la biblioteca pública de la calle Clinton para ver si había algún libro de Sylvia Monroe, la novelista que me había mencionado Trause el día anterior. Había dos títulos en el catálogo de fichas, Noche en Madrid y Ceremonia de otoño, pero hacía más de diez años que nadie los había pedido. Me senté a una de las largas mesas de la sala de lectura y me puse a hojearlos, descubriendo enseguida que Sylvia Monroe no tenía nada en común con Sylvia Maxwell. Los libros de Monroe eran relatos de misterio convencionales, escritos al estilo de Agatha Christie, y mientras leía la prosa llena de ingenio y hábilmente artificiosa de las dos novelas, me fui sintiendo cada vez más decepcionado, molesto conmigo mismo por haber creído que podría existir alguna semejanza entre las dos Sylvia M. Pensé que, como mínimo, había leído un libro de Sylvia Monroe en mi infancia para olvidarlo después y suscitar ahora un recuerdo inconsciente de ella en la persona de Sylvia Maxwell, supuesta autora de una narración ficticia. Pero parecía que me había inventado enteramente a Maxwell y que La noche del oráculo era una historia original, sin relación alguna con ninguna otra novela. Probablemente tendría que haberme sentido aliviado, pero no fue así.

Al volver al apartamento a las cinco y media me encontré con un mensaje de Grace en el contestador. Sin rodeos pero con calma, en una serie de frases sencillas y directas, desmontó la arquitectura de desdicha que se había erigido a nuestro alrededor durante los últimos días. Llamaba desde la oficina, decía, y tenía que hablar en voz baja, «pero si puedes oírme, Sid», proseguía, «hay cuatro cosas que quiero que sepas. Primero, no he dejado de pensar en ti desde que salí de casa esta mañana. Segundo, he decidido tener el niño, y nunca más vamos a pronunciar la palabra aborto. Tercero, no te molestes en preparar cena. Salgo de la oficina a las cinco en punto, y voy a ir derecha a Balducci’s a pedir una buena comida preparada que se pueda calentar en el horno. Si no hay avería en el metro, estaré en casa a las seis y veinte o las seis y media. Cuarto, procura que el señor Johnson esté preparado para entrar en acción. Voy a saltarte encima en cuanto entre por la puerta, amor mío, así que vete preparando. La señorita Virginia se muere por estar desnuda con su amante».

Señorita Virginia era uno de los apelativos con que la llamaba cariñosamente, pero no lo utilizaba desde el primer o segundo año de nuestro matrimonio, y desde luego nunca después de haber salido del hospital. Con aquella frase Grace evocaba los buenos tiempos del principio, y me conmovió ver que lo recordaba, porque en general lo reservábamos para momentos de descompresión poscoital: Grace levantándose de la cama después de que hubiéramos acabado de hacer el amor y encaminándose al cuarto de baño, impúdica, lánguida, feliz con la desnudez de su cuerpo, por lo que en ocasiones (me vino entonces a la memoria) la llamaba en broma Señorita Virginia Desnuda, cosa que siempre la hacía reír, y luego, inevitablemente, se detenía para adoptar una postura propia de las revistas de mujeres desnudas, lo que a su vez me hacía reír a mí. En efecto, Señorita Virginia era un apócope de Señorita Virginia Desnuda, y siempre que la llamaba Señorita Virginia en público, se trataba de una comunicación secreta en torno a nuestra vida sexual, una referencia a la piel desnuda bajo la ropa, un homenaje a su hermoso cuerpo, tan adorado. Y ahora, inmediatamente después de anunciar que iba a seguir adelante con el embarazo, había reanimado al mítico personaje de la Señorita Virginia, y al yuxtaponer una y otra afirmación me estaba diciendo que era mía otra vez, mía como antes pero también mía de otra manera distinta, anunciando sutilmente (como sólo Grace era capaz de hacerlo) que estaba preparada para pasar a la siguiente fase de nuestro matrimonio, que una nueva etapa de nuestra vida en común estaba a punto de comenzar.

Suspendí el interrogatorio que venía planeando para la noche y no le formulé ninguna pregunta sobre su ausencia de la víspera. Hicimos todo lo que me había anunciado en el mensaje del contestador, echándonos el uno en brazos del otro y rodando por el suelo en cuanto entró en el apartamento, y luego arrastrándonos medio desnudos hacia el dormitorio, adonde no conseguimos llegar del todo. Más tarde, ya con la bata puesta, calentamos la comida en el horno y nos sentamos a cenar. Le enseñé la tostadora que había comprado por la tarde, con sus anchas ranuras donde cabían panecillos redondos, y aunque eso nos condujo al doloroso asunto del robo, la conversación no duró mucho porque de pronto me empezó a sangrar la nariz, salpicando la tartaleta de albaricoque que Grace acababa de ponerme de postre. Mientras yo echaba la cabeza atrás frente a la pila y esperaba a que se cortara la hemorragia, ella se puso a mi espalda, me abrazó y empezó a besarme en el hombro y el cuello, sugiriendo todo el tiempo divertidos nombres para ponerle al niño. Si era niña, decidimos llamarla Goldie Off. Si era niño, lo llamaríamos Ira Orr, como un libro de Kierkegaard. Aquella noche fuimos estúpidamente felices, y no recuerdo otro momento en que Grace se hubiera mostrado más pródiga o efusiva en sus manifestaciones de cariño hacia mí. Cuando la sangre dejó finalmente de manarme de la nariz, Grace hizo que me volviera hacia ella y me lavó la cara con una toalla húmeda, mirándome fijamente a los ojos mientras me limpiaba la boca y la barbilla hasta que hubo desaparecido el último rastro de la hemorragia.

—Ya arreglaremos la cocina por la mañana —me dijo. Entonces, sin añadir una palabra más, me cogió de la mano y me condujo a la habitación.

Me desperté tarde al día siguiente, y cuando por fin me levanté a las diez y media, hacía mucho que Grace se había ido. Fui a la cocina a poner la cafetera y tomarme las pastillas, y luego empecé a arreglar con parsimonia el desorden que habíamos dejado la noche anterior. Diez minutos después de haber colocado el último plato en el aparador, Mary Sklarr llamó para darme malas noticias. Después de leer mi adaptación, la gente de Bobby Hunter había decidido pasar de ella.

—Lo siento —prosiguió Mary—, pero no voy a decir que estoy conmocionada.

—No pasa nada —respondí, sintiéndome menos disgustado de lo que hubiera pensado—. La idea era una verdadera mierda. Me alegro de que no lo quieran.

—Han dicho que tu argumento les parecía demasiado cerebral.

—Me sorprende que sepan lo que significa esa palabra.

—Me alegro de que no te lo tomes a mal. No merece la pena.

—Sólo me interesaba el dinero, nada más. Puro afán de lucro. Y tampoco he obrado de manera muy profesional, ¿verdad? No se debe escribir nada si no hay contrato de por medio. Es la primera regla del oficio.

—Bueno, los dejaste bastante asombrados. La rapidez con que lo hiciste. No están acostumbrados a tales excesos de celo. Primero les gusta mantener largas discusiones con abogados y agentes. Así tienen la impresión de que están haciendo algo importante.

—Sigo sin entender por qué pensaron en mí.

—Ahí hay alguien a quien le gusta tu obra. Puede ser Bobby Hunter o el chico que distribuye el correo. ¿Quién sabe? En cualquier caso, te van a mandar un cheque. Como muestra de buena voluntad. Escribiste el guión sin contrato, pero quieren resarcirte por el tiempo que has empleado.

—¿Un cheque?

—Sólo un detalle.

—¿A cuánto asciende ese detalle?

—A mil dólares.

—Bueno, menos es nada. El primer dinero que gano en mucho tiempo.

—Te olvidas de Portugal.

—Sí, Portugal. ¿Cómo se me puede olvidar Portugal?

—¿Algo nuevo sobre la novela que puedes o no puedes estar escribiendo?

—No mucho. Quizá haya una parte que valga la pena rescatar, pero no estoy seguro. Una novela dentro de la novela. Sigo pensando en ello, de manera que quizá sea buena señal.

—Dame cincuenta páginas y te conseguiré un contrato, Sid.

—Nunca me han pagado por un libro que no hubiera terminado. ¿Qué pasaría si no fuera capaz de escribir la página cincuenta y uno?

—Son tiempos difíciles, amigo mío. Si necesitas dinero, yo trataré de conseguírtelo. Es mi trabajo.

—Deja que me lo piense.

—Tú te lo piensas y yo te espero. Cuando te decidas, llámame.

Después de colgar, fui a la habitación a coger la chaqueta del armario. Ahora que el asunto de La máquina del tiempo estaba muerto y enterrado, tenía que ponerme a pensar en un nuevo proyecto, y me figuré que me vendría bien un paseo y tomar el aire. Pero justo cuando me disponía a salir del apartamento, volvió a sonar el teléfono. Tentado estuve de no cogerlo, pero luego cambié de opinión y contesté a la cuarta llamada, esperando que fuera Grace. Resultó que era Trause, probablemente la última persona del mundo con la que me apetecía hablar en aquel preciso momento. Todavía no le había dicho que había perdido su relato, y al prepararme para hacerle entonces la confesión que había estado aplazando durante los últimos dos días, me dejé arrastrar por mis pensamientos hasta el punto de no entender muy bien lo que me estaba diciendo. Eleanor y su marido habían encontrado a Jacob, me explicó. Ya lo habían ingresado en una clínica para toxicómanos: un sitio llamado Smithers, en el Upper East Side.

—¿Me has oído? —preguntó John—. Lo van a someter a un tratamiento de veintiocho días. Probablemente no sea suficiente, pero no está mal para empezar.

—Ah —respondí con voz débil—. ¿Cuándo lo han encontrado?

—El miércoles por la tarde, poco después de que tú te marcharas. Tuvieron que utilizar sus influencias para que lo admitieran. Afortunadamente, Don conocía a alguien que a su vez conocía a alguien, y así lograron saltarse la burocracia.

—¿Don?

—El marido de Eleanor.

—Claro. El marido de Eleanor.

—¿Te encuentras bien, Sid? Parece que estás con la cabeza en otra parte.

—No, no. Estoy bien. Don. El actual marido de Eleanor.

—Te llamo para pedirte un favor. Espero que no te importe.

—No me importa. Sea lo que sea. No tienes más que pedírmelo.

—Mañana es sábado, y el horario de visita de la clínica es de nueve a cinco. Me preguntaba si podías ir en mi lugar y ver cómo está. No tienes que quedarte mucho rato. Eleanor y Don no pueden ir. Están de vuelta en Long Island, y en realidad ya han hecho bastante. Sólo quiero saber si se encuentra bien. Es un centro de puertas abiertas. Como se trata de un tratamiento voluntario, me gustaría asegurarme de que no ha cambiado de opinión. Después de todo lo que hemos pasado, sería una pena que decidiera abandonarlo.

—¿No crees que deberías ir tú? Al fin y al cabo, eres su padre. Yo apenas conozco al chico.

—A mí no me dirige la palabra. Y si por casualidad se le olvida que no me habla, no me soltará más que un montón de mentiras. Si pensara que con eso arreglaría algo, cogería la muleta y me iría cojeando hasta allí. Pero no serviría de nada.

—¿Y por qué crees que hablará conmigo?

—Le caes bien. No me preguntes por qué, pero te considera una persona genial. Sus palabras textuales. «Sid es una persona genial». Puede que sea porque eres joven, no sé. O a lo mejor porque una vez le hablaste de un grupo de rock que a él le interesaba.

—Los Bean Spasms, una banda punk de Chicago. Una noche, un amigo mío me puso un par de canciones suyas. No son muy buenos. Creo que ya se han disuelto.

—Al menos sabías quiénes eran.

—Ésa fue la conversación más larga que he mantenido nunca con Jacob. Duró unos cuatro minutos.

—Bueno, cuatro minutos no está mal. Si mañana consigues que te atienda durante cuatro minutos, será toda una hazaña.

—¿No crees que sería mejor que llevara a Grace conmigo? Ella lo conoce desde hace mucho más tiempo que yo.

—Ni hablar.

—¿Por qué?

—Jacob la odia profundamente. No soporta estar en la misma habitación que ella.

—Nadie odia a Grace. Sólo un enfermo mental podría odiarla.

—Mi hijo no opina lo mismo.

—Ella nunca me ha dicho una palabra de eso.

—Todo viene de la primera vez que se vieron. Grace tenía trece años, y Jacob tres. Eleanor y yo acabábamos de concluir los trámites del divorcio, y Bill Tebbetts me invitó a pasar un par de semanas con la familia en su casa de campo de Virginia. Era verano, y fui con Jacob. Parecía llevarse bien con los críos de los Tebbetts, pero cada vez que Grace se presentaba en la habitación, le daba un puñetazo o se ponía a tirarle cosas. Una vez, cogió un camión de juguete y se lo aplastó en la rodilla. La pobre chica empezó a sangrar y lo puso todo perdido. La llevamos inmediatamente al médico, que tuvo que darle diez puntos para coserle la herida.

—Conozco esa cicatriz. Grace me contó una vez cómo se la había hecho, pero no mencionó a Jacob. Dijo que había sido un niño pequeño, nada más.

—Parece que la odia desde el principio, desde el momento en que puso los ojos en ella.

—Probablemente notó lo mucho que la querías, y se convirtió en una rival. Los niños de tres años son unos seres tremendamente irracionales. No poseen mucho vocabulario, y cuando se enfadan, sólo saben expresarse con los puños.

—Puede ser. Pero él se mantuvo en sus trece incluso cuando se hizo mayor. Lo peor pasó en Portugal, unos dos años después de la muerte de Tina. Yo acababa de comprarme la casita en la costa norte, y Eleanor me lo mandó allí para que pasara un mes conmigo. Entonces tenía catorce años, y sabía tanto vocabulario como yo. Dio la casualidad de que Grace estaba allí cuando él se presentó. Por entonces Grace había terminado la carrera y en septiembre empezaba a trabajar en Holst y McDermott. En julio fue a Europa a ver cuadros; primero a Amsterdam, luego a París y después a Madrid, desde donde vino en tren a Portugal. Hacía dos años que no la veía, y teníamos que ponernos al tanto de muchas cosas, pero entonces llegó Jacob y se negó a aceptar su presencia. Se ponía a mascullar y la insultaba en voz baja, hacía como si no la oyera cuando ella le preguntaba algo y un par de veces incluso se las arregló para mancharla, echándole comida encima. Yo no me cansaba de llamarle la atención, de decirle que abandonara aquella actitud. Otra mala pasada, le advertí, y te envío de vuelta a Estados Unidos con tu madre y tu padrastro. Y entonces se pasó de la raya, con lo que lo metí en un avión y lo mandé a casa.

—¿Qué es lo que hizo?

—Escupió a Grace en la cara.

—¡Santo Dios!

—Estábamos los tres en la cocina, limpiando verduras para la cena. Grace hizo una observación inofensiva, ni siquiera recuerdo sobre qué, y Jacob se molestó. Se acercó a ella blandiendo un cuchillo y llamándola zorra estúpida, con lo que Grace acabó perdiendo los estribos. Entonces fue cuando le escupió. Aunque ahora, mirándolo bien, fue una suerte que no le clavara el cuchillo en el pecho.

—¿Y a esa persona es a quien quieres que vaya a ver mañana? Lo que se merece es una buena patada en el culo.

—Me temo que eso es lo que pasaría en caso de que fuera yo. Pero sería mejor para todos que fueras tú.

—¿Pasó algo más después de Portugal?

—Los he mantenido aparte. Hace años que no se han vuelto a ver, y por lo que a mí respecta, el mundo será un sitio más seguro si no vuelven a encontrarse[13].

Grace no tenía que ir a trabajar a la mañana siguiente, y aún seguía dormida cuando salí del apartamento. Tras mi conversación del viernes con Trause, decidí no hablarle de la promesa que había hecho de ir a Smithers aquella tarde. Eso la habría obligado a hablarme de Jacob, y no quería correr el riesgo de traerle malos recuerdos. Acabábamos de pasar unos días difíciles, y me resistía a hablar de nada que pudiera causar la menor agitación, rompiendo así el frágil equilibrio que habíamos logrado recuperar en las últimas cuarenta y ocho horas. Le dejé una nota en la mesa de la cocina para decirle que iba a Manhattan a ver unas cuantas librerías y que volvería a casa a las seis como muy tarde. Otra mentira, añadida a todas las demás mentirijillas que nos habíamos dicho el uno al otro la semana anterior. Pero yo no tenía intención de engañarla. Simplemente quería protegerla de nuevas situaciones desagradables, hacer que el espacio que compartíamos siguiera siendo lo más reducido y privado posible, sin tener que enredarnos en penosos asuntos del pasado.

El centro de rehabilitación estaba en una amplia mansión que en tiempos había pertenecido a Billy Rose, el productor de Hollywood. No sabía cómo ni cuándo se había convertido en clínica aquel edificio, pero era un sólido ejemplo de la antigua arquitectura neoyorquina, un palacete de piedra caliza de una época en la que la opulencia hacía alarde de diamantes, sombreros de copa y guantes blancos. Qué extraño que ahora lo habitase la escoria de la sociedad, una población incesantemente cambiante de drogadictos, alcohólicos y antiguos delincuentes. Se había convertido en parada obligada para los descarriados, y cuando la puerta se abrió con un zumbido y entré, vi que en su interior empezaba a declararse cierta especie de abandono. El esqueleto del edificio seguía intacto (el enorme vestíbulo con su suelo de baldosas blancas y negras, la escalera curva con la barandilla de caoba), pero la carne ofrecía un aspecto triste y sucio, venido a menos tras largos años de ansiedad y agotamiento.

Pregunté por Jacob en el mostrador de recepción, anunciándome como amigo de la familia. La recepcionista parecía desconfiar de mí, y tuve que vaciarme los bolsillos para demostrar que no intentaba pasar drogas ni armas de contrabando. Aun después de pasar la prueba, estaba convencido de que no iba a dejarme entrar, pero antes de que pudiera alegar algo a mi favor, dio la casualidad de que Jacob, que se dirigía al comedor en compañía de otros tres o cuatro internos, apareció en el vestíbulo. Parecía más alto que la última vez que lo había visto, y con su ropa negra, su pelo verde y su exagerada delgadez ofrecía un aspecto un tanto grotesco y ridículo, como un polichinela fantasma que fuese a ejecutar una danza para el Duque de la Muerte. Lo llamé, y cuando se volvió y me vio, pareció quedarse mudo de asombro: ni contento ni descontento, sólo sorprendido.

—Sid —masculló—. Pero ¿qué haces aquí?

Se apartó del grupo, y vino hacia donde yo estaba, lo que animó a la recepcionista a formular una pregunta superflua:

—¿Conoce a este señor?

—Sí —respondió Jacob—. Lo conozco. Es amigo de mi padre.

Aquella afirmación fue suficiente para franquearme el paso. La mujer me pasó la hoja de visitas, y una vez que hube escrito mi nombre con letras de imprenta, acompañé a Jacob por un largo pasillo hasta el comedor.

—Nadie me ha avisado de que ibas a venir —observó—. Supongo que habrá sido un encarguito del viejo, ¿no?

—En realidad, no. Andaba por el barrio y he pensado en pasar a verte para ver qué tal te iba.

Jacob emitió un gruñido, sin molestarse siquiera en comentar que no me creía lo más mínimo. Estaba claro que se trataba de una excusa, pero mentí con objeto de dejar a John fuera de la conversación, pensando que sacaría más de Jacob si evitaba hablar de su familia. Seguimos en silencio durante unos momentos y entonces, inesperadamente, me puso la mano en el hombro.

—Me han dicho que has estado muy enfermo —me dijo.

—Sí, es verdad. Pero ya parece que estoy mejor.

—Pensaban que te ibas a morir, ¿verdad?

—Eso me dijeron. Pero conseguí engañarlos, y ya hace cuatro meses que me largué de allí.

—Eso significa que eres inmortal, Sid. No la vas a cascar hasta que cumplas los ciento diez.

El comedor era una estancia amplia y luminosa con puertas correderas de cristal que daban a un pequeño jardín, donde algunos internos y sus familias habían salido a fumar y tomar café. Había que servirse uno mismo, y después de que llenamos las bandejas con empanada de carne, puré de patatas y ensalada, Jacob y yo nos pusimos a buscar una mesa libre. Debía de haber unas cincuenta o sesenta personas en el comedor, y tuvimos que estar unos minutos dando vueltas antes de encontrar una. Esa tardanza pareció irritarlo, hasta el punto de que casi se lo tomó como algo personal. Cuando al fin nos sentamos, le pregunté cómo iban las cosas y me soltó una lista de amargas quejas, moviendo nerviosamente la pierna izquierda mientras hablaba.

—Este sitio es una mierda —proclamó—. Lo único que hacemos es asistir a reuniones donde cada uno habla de su caso particular. Es un aburrimiento que no te puedes imaginar. Como si alguien tuviera ganas de escuchar a esos capullos y ver cómo se desahogan contando sus estúpidas historias sobre la infancia tan jodida que tuvieron y cómo se apartaron del camino recto para caer en las garras de Satanás.

—¿Y qué pasa cuando te toca a ti? ¿Te levantas y te pones a hablar?

—No tengo más remedio. Si no digo nada, me señalan con el dedo y empiezan a llamarme cobarde. Así que me invento algo parecido a lo que cuentan los demás, y luego me echo a llorar. Eso siempre funciona. Soy muy buen actor, ¿sabes? Les digo que soy una basura, y luego me derrumbo porque no puedo soportarlo más y todo el mundo tan contento.

—¿Y para qué engañarlos? Con eso sólo conseguirás perder el tiempo.

—Pues porque no soy drogadicto. He hecho un poco el tonto con el caballo, pero no es nada serio. Puedo dejarlo cuando me dé la gana.

—Eso es lo que decía mi compañero de cuarto en la universidad. Y luego una noche lo encontraron muerto de sobredosis.

—Sí, bueno, sería un idiota, probablemente. Yo sé lo que hago, y no la voy a palmar de sobredosis. No estoy enganchado al jaco. Mi madre cree que sí, pero ella no sabe una mierda.

—Entonces, ¿por qué has consentido en venir aquí?

—Porque me dijo que me cortaría el suministro. Ya he cabreado bastante a tu colega, el todopoderoso Sir John, y no quiero que a Lady Eleanor se le ocurra la estúpida idea de no pasarme la asignación.

—Siempre podrías ponerte a trabajar.

—Sí, claro, pero no quiero. Tengo otros planes, y necesito un poco más de tiempo para ponerlos en práctica.

—Así que estás metido entre estas cuatro paredes esperando que pasen los veintiocho días.

—No sería tan coñazo si no nos tuvieran ocupados todo el tiempo. Cuando no perdemos el culo para acudir a esas puñeteras reuniones, nos hacen estudiar esos libros tan acojonantes. Nunca en la vida he leído semejantes tonterías.

—¿Qué libros?

—El manual de Drogadictos Anónimos, el programa de los doce pasos, esas gilipolleces.

—Puede que sea una gilipollez, pero ha servido de ayuda a un montón de gente.

—Eso es para cretinos, Sid. Toda esa mierda de confiar en un poder supremo. Es como una especie de religión para niños. Entrégate al poder supremo y te salvarás. Hace falta ser imbécil para tragarse esa estupidez. No existe el poder supremo. Mira bien a tu alrededor y dime dónde está. Porque yo no lo veo. Sólo estamos tú y yo, aparte de esos de ahí. Una pandilla de pobres desgraciados que hacen lo que pueden para seguir viviendo.

No llevábamos ni cinco minutos hablando y ya me sentía agotado, abrumado por las observaciones cínicas e insulsas del muchacho. No veía el momento de largarme de allí, pero por guardar las formas decidí esperar a que concluyese el almuerzo. La cocina de Smithers no parecía despertarle mucho el apetito. Pálido y demacrado, el hijo de Trause se dedicó a picotear el puré de patatas, probó un bocado de la empanada de carne y luego dejó el tenedor en la mesa. Un momento después, se levantó de la silla y me preguntó si quería postre. Negué con la cabeza y se dirigió a la cola con paso firme. Volvió con dos copas de crema de chocolate, que colocó frente a él y devoró una tras otra, mostrando mucho más interés en los dulces que en el plato principal. A falta de droga, el azúcar era el único placebo disponible, de modo que saboreó la crema con el mismo deleite que un niño pequeño, rebañando las copas hasta la última cucharadita. Entre la primera y la segunda copa, un hombre se detuvo frente a nuestra mesa y lo saludó. Andaría por los treinta y tantos años, cara áspera, marcada por la viruela, y pelo recogido en la nuca en una breve cola de caballo. Jacob lo presentó con el nombre de Freddy, y con el calor y la seriedad del auténtico veterano de los centros de rehabilitación el recién llegado me tendió la mano y afirmó que era un placer conocer a un amigo de Jake.

—Sid es un novelista famoso —anunció Jacob, sin venir a cuento—. Ha publicado unos cincuenta libros.

—No le haga caso —advertí a Freddy—. Le da por exagerar.

—Sí, lo sé —respondió Freddy—. Este tío es un verdadero liante. No hay que perderlo de vista ni un momento. ¿Verdad, chico?

Jacob bajó los ojos hacia la mesa y entonces Freddy le dio una palmadita en la cabeza y se alejó. Cuando atacó la segunda copa de crema de chocolate, me informó de que Freddy era su jefe de grupo y de que, bien mirado, no era mal tipo.

—Se dedicaba a robar cosas —añadió—. Ya sabes, ladrón de tiendas profesional. Pero tenía una buena técnica, así que nunca lo pillaron. En vez de entrar en los comercios con un enorme abrigo puesto, como hacen casi todos, se disfrazaba de cura. Nadie sospechó jamás de él. El padre Freddy, un sacerdote. Pero una vez se vio envuelto en un extraño lío. Andaba cerca del centro, a punto de entrar a robar en un drugstore, cuando se produjo un tremendo accidente de tráfico. Un coche atropelló a un tío que estaba cruzando la calle. Lo cogieron y lo llevaron a rastras a la acera, justo por donde pasaba Freddy. Había sangre por todas partes, el tío estaba inconsciente, parecía que se iba a morir. Una multitud se congrega a su alrededor, y de pronto una mujer ve a Freddy vestido de cura y le pide que le dé los últimos sacramentos. El padre Freddy lo tiene crudo. No sabe ni una sola oración, pero si sale corriendo, se enterarán de que es un impostor y lo detendrán por hacerse pasar por cura. De manera que se inclina sobre el tío tendido, junta las manos para hacer como que está rezando y murmura una solemne tontería que una vez oyó en una película. Luego se incorpora, hace la señal de la cruz y se larga. Divertido, ¿no?

—Parece que estás aprendiendo muchas cosas en esas reuniones.

—Eso no es nada. Bueno, entiéndeme, es que Freddy no era un yonqui que trataba de pagarse el vicio. Por aquí hay muchos que han hecho verdaderas locuras. ¿Ves aquel negro sentado en la mesa del rincón, aquel tío grande del jersey azul? Es Jerome. Pasó doce años en Attica por asesinato. ¿Y aquella rubia que está con su madre en la mesa de al lado? Sally. Se crió en Park Avenue, y su familia es una de las más ricas de Nueva York. Ayer nos contó que ha estado haciendo de puta en la Décima Avenida, por el Túnel Lincoln, follando en el coche de los clientes a veinte dólares el polvo. ¿Y ves a ese hispano que está al fondo del comedor, el de la camisa amarilla? Alfonso. Lo metieron en la cárcel por violar a su hija de diez años. Te lo aseguro, Sid, comparado con la mayoría de estos personajes, no soy más que un chico muy majo de clase media.

La crema de chocolate parecía haberle inoculado algo de energía, y cuando llevamos las bandejas sucias a la cocina, caminaba con cierto brío, ya no era el sonámbulo que iba arrastrando los pies por el vestíbulo antes de comer. En total, creo que estuve con él unos treinta o treinta y cinco minutos: lo suficiente para considerar que había cumplido con mi obligación hacia John. Al salir del comedor, Jacob me preguntó si quería subir a ver su habitación. A la una y media iba a celebrarse una reunión con mucha gente a la que, según dijo, podían asistir invitados y miembros de la familia. Si me apetecía ir, sería bien recibido, y hasta que empezara podíamos estar en su habitación del cuarto piso. Había algo patético en la manera en que se agarraba a mí, en lo reacio que se mostraba a dejarme marchar. Apenas nos conocíamos, pero debía de sentirse tan solo en aquel sitio que me consideraba amigo suyo, aun cuando era consciente de que había ido a verlo en calidad de agente secreto de su padre. Traté de sentir un poco de lástima por él, pero no lo conseguí. Aquel mismo individuo había escupido a mi mujer en la cara, y aunque el incidente se remontaba a seis años atrás, fui incapaz de perdonárselo. Miré el reloj y le dije que tenía una cita dentro de diez minutos en la Segunda Avenida. Vi un destello de decepción en sus ojos, pero entonces, casi enseguida, sus facciones se endurecieron y adoptó una máscara de indiferencia.

—No pasa nada, hombre —dijo—. Si te tienes que ir, vete.

—Haré lo posible por venir la semana que viene —respondí, sabiendo perfectamente que no volvería.

—Como quieras, Sid. Tú mismo.

Me dio una palmadita condescendiente en la espalda, y antes de que pudiera estrecharle la mano para despedirme, dio media vuelta y se dirigió a las escaleras. Me quedé unos momentos en el vestíbulo, por ver si se volvía para despedirse con un movimiento de cabeza, pero no lo hizo. Continuó subiendo los peldaños, y cuando torció por el rellano y se perdió de vista, me acerqué a la mujer de la recepción, le firmé el registro de salida y me marché.

Pasaba un poco de la una. Rara vez venía al Upper East Side, y como a lo largo de la última hora había mejorado el tiempo, y la temperatura había subido hasta el punto de que me sobraba la chaqueta, convertí mi paseo diario en una excusa para merodear por aquel barrio. Iba a ser difícil decirle a John lo deprimente que me había resultado la visita, y en lugar de llamarlo enseguida decidí aplazar el momento hasta que volviera a Brooklyn. No podía llamarlo desde el apartamento (al menos si Grace estaba en casa), pero en la otra esquina de Landolfi’s había una cabina de las antiguas, con una puerta plegable que se podía cerrar y todo, y me figuré que desde allí podría hacerlo con la suficiente intimidad.

Veinte minutos después de haber salido de Smithers, me encontraba por el número noventa y tantos de la Avenida Lexington, pensando en volverme a casa mientras caminaba entre una pequeña multitud de peatones. Uno de ellos tropezó conmigo, rozándome accidentalmente el hombro izquierdo al pasar, y al volverme para ver quién era pasó algo extraño, algo tan impensable que al principio lo tomé por una alucinación. Justo al otro lado de la avenida, en perfecto ángulo recto respecto al punto donde yo me encontraba, vi una tienda pequeña con un letrero encima de la puerta que decía: PALACIO DE PAPEL. ¿Sería posible que Chang hubiera logrado abrir su papelería en otro sitio? Me parecía increíble, pero dada la rapidez con que aquel hombre llevaba sus asuntos —cerrando la tienda de un día para otro, recorriendo velozmente la ciudad en su coche rojo, invirtiendo en empresas dudosas, pidiendo préstamos, derrochando dinero—, ¿qué razón tenía para dudarlo? Chang parecía vivir en una neblina de movimiento acelerado, como si el reloj del mundo girara más despacio para él que para el resto de los mortales. Un minuto debía de parecerle una hora, y con tantísimo tiempo de sobra entre las manos, ¿por qué no podría haberse mudado a la Avenida Lexington en los pocos días transcurridos desde la última vez que nos vimos?

Por otro lado, también podría ser una coincidencia. El Palacio de Papel no era un nombre muy original para una papelería, y fácilmente podría haber más de una en toda la ciudad. Crucé a la otra acera para averiguarlo, cada vez más convencido de que el dueño de aquel local de Manhattan no era Chang, sino otra persona. La disposición del escaparate resultó ser diferente de la que me había llamado la atención en Brooklyn el sábado anterior. No había torres de papel que sugirieran el horizonte urbano de Nueva York, pero me pareció que aquella vitrina era aún más imaginativa que la primera, mucho más ingeniosa. Exponía la estatuilla de un hombre sentado a una pequeña mesa en la que había una diminuta máquina de escribir. El hombrecillo tenía las manos sobre el teclado, y del rodillo sobresalía una hoja de papel en la que, apretando la frente contra la luna del escaparate y mirando con mucha atención, podían leerse las siguientes palabras mecanografiadas: Eran los mejores tiempos, era la peor época, la edad de la sabiduría, el ciclo de la estupidez, la fase de la creencia, la etapa de la incredulidad, la estación de la Luz, la hora de las Sombras, era la primavera de la esperanza, el invierno de la desesperación, lo teníamos todo por delante, nada había frente a nosotros

Abrí la puerta y entré. Al cruzar el umbral oí el mismo tintineo de campanillas que el día 18 en el otro Palacio de Papel. La tienda de Brooklyn era pequeña, pero ésta lo era aún más, y las mercancías se apilaban en grandes cantidades sobre estantes de madera que llegaban hasta el techo. Esta vez, tampoco había clientes en la tienda. Al principio no vi a nadie, pero se oían unos ruiditos tenues y apagados, como de alguien que estuviera agachado detrás del mostrador: atándose el zapato, quizá, o recogiendo un bolígrafo o un lápiz que se le hubiera caído al suelo. Me aclaré la garganta y unos instantes después Chang se levantaba apoyando las manos en el mostrador, como para no perder el equilibrio. Esta vez llevaba el suéter marrón, y estaba despeinado. Parecía más delgado que la última vez que nos vimos, tenía un cerco de profundas arrugas en la boca y los ojos levemente enrojecidos.

—Enhorabuena —le dije—. El Palacio de Papel ha vuelto a ponerse en pie.

Chang me miró fijamente, con el rostro carente de expresión, sin poder o sin querer reconocerme.

—Lo siento —respondió—. Me parece que no lo conozco.

—Claro que me conoce. Soy Sidney Orr. El otro día pasamos la tarde juntos.

—Sidney Orr no es mi amigo. Antes pensaba que es buen tío, pero ya no.

—Pero ¿qué está diciendo?

—Usted decepciona, señor Sid. Me pone en situación embarazosa. No conozco, no quiero. Adiós amistad.

—No entiendo. ¿Qué es lo que he hecho?

—Me deja plantado en taller de sastrería. Ni siquiera se despide. ¿Qué clase de amigo es?

—Lo busqué por todas partes. Recorrí el bar de un extremo a otro, y como no lo encontraba supuse que estaría en uno de los reservados y no quise molestarlo. Así que me marché. Se me estaba haciendo tarde, y tenía que volver a casa.

—A casa con su mujer querida. Justo después de que Princesa de África le hace mamada. ¿No es divertido, señor Sid? Si Martine entra ahora en mi tienda, usted hace otra vez lo mismo. Justo ahí, en el suelo. Folla como a perra y queda encantado.

—Estaba borracho. Y ella era muy hermosa. Perdí el dominio de mí mismo. Pero eso no quiere decir que lo haría otra vez.

—No borracho. Hipócrita degenerado, como toda la gente egoísta.

—Usted dijo que nadie se le podía resistir, y tenía razón. Debe estar orgulloso de sí mismo, Chang. Me caló usted, y descubrió mi flaqueza.

—Porque sabía que no piensa bien de mí, por eso. Entiendo lo que pasa en su cabeza.

—¿Ah, sí? ¿Y qué era lo que estaba pensando aquel día?

—Piensa que Chang hace negocios sucios. Repugnante chulo putas, tipo sin corazón. Sólo piensa en dinero.

—Eso no es cierto.

—Sí, señor Sid, es cierto. Muy cierto. Ahora dejamos de hablar. Ha llenado mi espíritu de tristeza, y ya basta. Eche una mirada por la tienda, si quiere. Es cliente bienvenido a mi Palacio de Papel, pero no amigo. Amistad, muerta y enterrada. Se acabó.

No creo que nadie me haya insultado nunca más a conciencia de lo que Chang lo hizo aquella tarde. Le había causado un gran dolor, había herido involuntariamente su dignidad y su particular sentido del honor, y me fustigaba con aquellas frases duras y medidas como si estuviera convencido de que merecía ser destripado y descuartizado por mis crímenes. Lo que hizo el ataque aún más molesto fue el hecho de que la mayoría de sus acusaciones estaban justificadas. Lo había dejado plantado en el taller sin decirle adiós, había caído finalmente en los brazos de la Princesa de África, y había puesto en duda su integridad moral por su intención de realizar una inversión en el club. Poco podía alegar en mi defensa. Por mucho que lo negara sería inútil, y aunque mis transgresiones habían tenido una importancia relativamente pequeña, me seguía sintiendo lo bastante culpable por mi sesión con Martine detrás de la cortina para no desear que el asunto saliera de nuevo a relucir. Tenía que haberme despedido de Chang y marchado inmediatamente de la papelería, pero no lo hice. Para entonces los cuadernos portugueses se habían convertido en una obsesión demasiado imperiosa, y fui incapaz de marcharme sin ver primero si quedaba alguno. Era consciente de la imprudencia que suponía quedarme en un sitio donde no era bien recibido, pero no podía evitarlo. Sencillamente, tenía que averiguarlo.

Quedaba uno, entre una serie de cuadernos alemanes y canadienses colocados en una estantería baja al fondo de la tienda. Era rojo, sin duda el mismo que había visto en Brooklyn el sábado anterior, y el precio era el mismo de entonces, cinco dólares justos. Cuando lo llevé al mostrador y se lo entregué a Chang, me disculpé por haberlo puesto en evidencia o herido sus sentimientos. Le dije que podía seguir considerándome un amigo y que yo continuaría yendo a su tienda a comprar objetos de escritorio, aunque supusiera apartarme mucho de mi camino habitual. Pese a todo el arrepentimiento que intenté mostrar, Chang movió la cabeza de un lado a otro y dio unas palmaditas al cuaderno con la mano derecha.

—Lo siento —advirtió—. Éste no vendo.

—¿Qué quiere decir? Esto es una tienda. Aquí se vende todo. —Saqué de la cartera un billete de diez dólares, lo extendí sobre el mostrador y añadí—: Ahí tiene el dinero. La etiqueta del precio dice que cuesta cinco dólares. Ahora le ruego que me entregue el cuaderno y el cambio.

—Imposible. Rojo, último cuaderno portugués que queda en tienda. Reservado para otro cliente.

—Si lo ha reservado alguien, ¿por qué no lo pone detrás del mostrador, donde no se vea? Porque si está en la estantería, se supone que lo puede comprar cualquiera.

—Menos usted, señor Sid.

—¿Por cuánto va a comprar el cuaderno el otro cliente?

—Por cinco dólares, como dice etiqueta.

—Bueno, pues yo le doy diez y se acabó el asunto. ¿Qué le parece?

—Por diez dólares, no. Diez mil.

—¿Diez mil dólares? ¿Es que se ha vuelto loco?

—Este cuaderno no es para usted, Sidney Orr. Compre otro cualquiera, y todos contentos. ¿Vale?

—Mire —le dije, perdiendo finalmente la paciencia—, el cuaderno cuesta cinco dólares y estoy dispuesto a darle diez por él. Pero eso es todo lo que pienso pagar.

—Usted me da cinco mil dólares ahora y otros cinco mil el lunes. Ése es el trato. Si no, compre usted otro cuaderno, por favor.

Habíamos entrado en un ámbito de auténtica locura. Las absurdas exigencias y los insultos de Chang habían terminado por sacarme de quicio, y en lugar de seguir discutiendo con él le quité el cuaderno de la mano y eché a andar hacia la puerta.

—Se acabó —sentencié—. Quédese con los diez dólares y que le den por culo. Me voy.

No había dado dos pasos cuando Chang salió precipitadamente de detrás del mostrador para cortarme la retirada e impedir que llegara a la puerta. Traté de eludirlo, sirviéndome del hombro para echarlo a un lado, pero Chang aguantó el envite y un momento después cogía el cuaderno y trataba de quitármelo. Yo tiré de él a mi vez y me lo apreté contra el pecho, agarrándolo con todas mis fuerzas, pero el dueño del Palacio de Papel era una pequeña y temible máquina de tendones, nervios y músculos, y en menos de diez segundos me lo arrebató. Yo sabía que jamás sería capaz de volvérselo a quitar, pero estaba tan furioso, tan lleno de frustración, que lo sujeté del brazo con la mano izquierda mientras le lanzaba un puñetazo con la derecha. Era el primero que dirigía contra alguien desde la escuela primaria, y lo fallé. En cambio, Chang me dio un golpe de karate en el hombro izquierdo. Lo sentí como una cuchillada, y el dolor fue tan intenso que creí que se me iba a desprender el brazo. Caí de rodillas, y antes de que pudiera ponerme de nuevo en pie, Chang empezó a darme patadas en la espalda. Le grité que parase, pero él siguió dándome con la punta del pie en las costillas y en la columna vertebral: una patada tras otra, breve y brutal, mientras yo rodaba hacia la salida, intentando desesperadamente salir de allí. Cuando mi cuerpo tropezó con el marco metálico de la parte inferior de la puerta, Chang giró el picaporte; el pestillo se abrió y caí a la acera.

—¡No vuelva por aquí! —gritó—. ¡Próxima vez que venga, lo mato! ¿Me oye, Sidney Orr? ¡Le arranco el corazón y se lo echo a los cerdos!

Nunca hablé a Grace de Chang, ni de la paliza ni de nada de lo que había pasado aquella tarde en el Upper East Side. Me dolían todos los músculos del cuerpo, pero pese al ensañamiento del vengativo pie de Chang, la paliza sólo me había dejado unas cuantas magulladuras leves en la parte inferior de la espalda. La chaqueta y el jersey que llevaba debieron de servirme de protección, y al recordar lo cerca que había estado de quitarme la chaqueta mientras deambulaba por aquel barrio, reconocí que había sido una suerte entrar con ella puesta en el Palacio de Papel; aunque esa palabra resulte un tanto extraña en ese contexto. Últimamente, siempre que hacía calor, Grace y yo dormíamos desnudos, pero ahora que estaba refrescando otra vez, ella había empezado a dormir con un pijama de seda, y no le extrañó que me acostara a su lado con una camiseta. Incluso cuando hicimos el amor (el domingo por la noche), en la habitación estaba lo suficientemente oscuro como para que los verdugones le pasaran inadvertidos.

Llamé a Trause desde Landolfi’s cuando salí por el Times el domingo por la mañana. Le conté todo lo que podía recordar de la visita que hice a Jacob, incluyendo el hecho de que su hijo se había quitado los imperdibles de la oreja (como medida de protección, sin duda), y le hice un resumen de cada una de las opiniones que había expresado desde el momento en que llegué hasta el instante en que lo vi desaparecer por el recodo de la escalera. John quería conocer mi impresión sobre si su hijo iba a quedarse todo el mes o si se largaría antes de tiempo, y yo le contesté que no lo sabía. Hizo alguna inquietante observación de que tenía planes, le advertí, lo que indicaba que había cosas en su vida que nadie de la familia conocía, secretos que él no estaba dispuesto a revelar. John pensaba que podría guardar relación con el tráfico de drogas. Le pregunté por qué sospechaba eso, pero, aparte de hacer una referencia de pasada al dinero robado de la matrícula, no añadió nada nuevo. La conversación empezó entonces a decaer, y en el breve silencio que siguió, finalmente hice acopio de valor para contarle lo que me había pasado días atrás en el metro y cómo había perdido «Imperio de huesos». No podía haber elegido peor momento para sacar a la luz aquel asunto, y al principio Trause no entendió una palabra de lo que le estaba diciendo. Volví a repetirle la historia. Cuando comprendió que su manuscrito probablemente habría acabado en Coney Island, se echó a reír.

—No te atormentes por eso —me recomendó—. Todavía conservo dos copias hechas con papel carbón. En aquellos tiempos no había fotocopiadoras, y siempre se sacaban por lo menos dos calcos de todo lo que se escribía a máquina. Meteré una en un sobre y haré que Madame Dumas te la mande por correo esta misma semana.

A la mañana siguiente, lunes, volví al cuaderno azul por última vez. Ya había escrito cuarenta de las noventa y seis páginas, pero quedaban más que suficientes en blanco para ocupar unas cuantas horas de trabajo. Empecé una página nueva, más o menos a la mitad, abandonando definitivamente el descalabro de Flitcraft. Bowen quedaría por siempre atrapado en aquella habitación, y decidí que había llegado finalmente el momento de renunciar a todo intento de rescatarlo. Si había aprendido algo de mi feroz encuentro con Chang el sábado, era que el cuaderno sólo me procuraba problemas, y que cualquier cosa que tratara de escribir en él estaría abocada al fracaso. Cada relato quedaría interrumpido a la mitad; cada proyecto me transportaría hasta cierto punto, llegado al cual levantaría la cabeza para descubrir que me había perdido. Sin embargo, estaba lo suficientemente enfurecido con Chang como para querer negarle la satisfacción de tener la última palabra. Era consciente de que debía despedirme del caderno portugués, pero a menos que lo hiciera con arreglo a mis propios términos, su recuerdo seguiría persiguiéndome como una derrota moral. Aunque no hiciera otra cosa, pensé que debía demostrarme a mí mismo que no era un cobarde.

Me puse despacio a la tarea, con cautela, impulsado más por una sensación de desafío que por la imperiosa necesidad de escribir. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que empezara a pensar en Grace, y tras dejar el cuaderno abierto sobre la mesa fui al cuarto de estar a buscar un álbum de fotos del último cajón de una cómoda de roble donde guardábamos multitud de cosas. Afortunadamente, el ladrón no lo había tocado cuando entró a robar el miércoles por la tarde. Era un álbum especial, un regalo de boda de Flo, la hermana pequeña de Grace, y contenía unas cien fotografías: una historia visual de los primeros veintisiete años de la vida de Grace: Grace antes de que la conociera. No había mirado aquel álbum desde que volví del hospital, y al pasar las hojas en mi cuarto de trabajo aquella mañana me vino a la memoria el episodio que Trause me había contado sobre su cuñado y el estereoscopio, porque empecé a sentir la misma especie de fascinación ante las imágenes que me arrastraban hacia el pasado.

Allí estaba Grace recién nacida, tendida en su cuna. Y ahí, a los dos años, de pie en un campo cubierto de hierba alta, desnuda, con los brazos alzados al cielo, riendo. Y ahí la tenía, a los cuatro, a los seis, a los nueve años, sentada a una mesa, dibujando una casa, sonriendo al objetivo de la cámara del fotógrafo escolar con algunos dientes de menos, irguiéndose en la silla de montar mientras trotaba por la campiña de Virginia en una yegua alazana. Grace a los doce años, con una cola de caballo, tímida, un poco rara, incómoda consigo misma, y luego a los quince, súbitamente guapa, definida, primera encarnación de la mujer que acabaría siendo. También había fotos de ella con otras personas: retratos de familia de los Tebbetts, con varios amigos sin identificar del instituto y la universidad, sentada en las rodillas de Trause a los catorce años con sus padres a los lados, Trause agachándose y besándola en la mejilla en la fiesta de su décimo o undécimo cumpleaños, Grace y Greg Fitzgerald poniendo cara de bobos en la fiesta de Navidad de Holst y McDermott.

Grace con un vestido de baile a los diecisiete años. Grace a los veinte, estudiante universitaria en París con el pelo largo y un jersey negro de cuello alto, sentada en la terraza de un café y fumando un cigarrillo. Grace con Trause en Portugal a los veinticuatro años, el pelo corto, ya con su aspecto adulto, irradiando una confianza sublime, ya segura de quién era. Grace en su elemento.

Debí de pasarme más de una hora mirando el álbum antes de coger la pluma y ponerme a escribir. La conmoción de los últimos días obedecía a algún motivo, y en ausencia de datos que apoyaran una u otra interpretación, no tenía nada en que basarme aparte del instinto y ciertas sospechas. Debía de haber una historia detrás de los desconcertantes cambios de humor de Grace, de sus lágrimas y sus enigmáticas palabras, de su desaparición el miércoles por la noche, del trabajo que le había costado llegar a una decisión con lo del niño, y esa historia, cuando me senté a escribir, empezaba y terminaba con Trause. Podía equivocarme, desde luego, pero ahora que la crisis parecía haber pasado, me sentía lo bastante seguro para considerar las más siniestras y perturbadoras posibilidades. Imagínatelo, dije para mis adentros. Imagínatelo, y luego mira a ver lo que sale.

Dos años después de la muerte de Tina, una Grace adulta e irresistiblemente atractiva visita a Trause en Portugal. Él ya ha cumplido los cincuenta, es un cincuentón aún joven y vigoroso que lleva años interviniendo en ciertos aspectos de su desarrollo: enviándole libros para leer, recomendándole cuadros para estudiar, incluso ayudándola a adquirir una litografía que se convertirá en su posesión más preciada. Ella probablemente está enamorada en secreto de él desde la adolescencia, y Trause, que la conoce desde que nació, siempre le ha tenido mucho cariño. Ahora es un hombre solo, que aún lucha por recobrar el equilibrio tras la muerte de su mujer, y ella, una joven en el apogeo de su belleza, tan afectuosa y compasiva, tan dispuesta, está verdaderamente loca por él. ¿Quién podría reprocharle que se hubiera enamorado de ella? En mi opinión, cualquier hombre en su sano juicio habría hecho lo mismo.

Se hacen amantes. Cuando el hijo de Trause, de catorce años, llega a casa, se siente asqueado por su dudoso comportamiento. Nunca le ha caído bien Grace, y ahora que ha usurpado su posición, robándole a su padre, se dedica a sabotear su felicidad. Pasan una época horrorosa. Finalmente, Jacob se convierte en tal incordio que lo echan de casa y lo mandan de vuelta con su madre.

Trause ama a Grace, pero Grace tiene veintiséis años menos que él, además de ser la hija de su mejor amigo. Y poco a poco, pero implacablemente, el remordimiento triunfa sobre el deseo. Se está acostando con una muchacha a la que cantaba nanas cuando era pequeña. Si se tratara de cualquier otra mujer de veinticuatro años, no habría problema alguno. Pero ¿cómo puede presentarse ante su mejor amigo y decirle que está enamorado de su hija? Bill Tebbetts lo tacharía de pervertido y lo echaría a patadas de su casa. Sería un escándalo, y si Trause se mantenía en sus trece y decidía casarse con ella de todas formas, Grace empezaría a sufrir. Su familia se volvería contra ella, y él nunca podría perdonárselo. Le dice que debe estar con un hombre de su edad. Si se queda con él, advierte, será viuda antes de cumplir los cincuenta.

Concluye el idilio y Grace vuelve a Nueva York, deshecha, incrédula, con el corazón destrozado. Pasa año y medio y entonces Trause regresa a su vez a Nueva York. Se instala en el apartamento de la calle Barrow y la aventura amorosa se reanuda, pero a pesar de lo mucho que la quiere, persisten las dudas y el conflicto de antaño. Él lo mantiene en secreto (para evitar que la noticia llegue a su padre) y Grace le sigue la corriente, indiferente a la cuestión del matrimonio ahora que ha recuperado a su amante. Cuando algún compañero de Holst y McDermott la invita a salir, lo rechaza. Su vida privada es un misterio, y la hermética Grace nunca cuenta nada.

Al principio todo va bien, pero al cabo de dos o tres meses empieza a establecerse una pauta de conducta y Grace comprende que está atrapada en un mecanismo. Trause la quiere y a la vez no la quiere. Él sabe que debe renunciar a ella, pero es incapaz de hacerlo. Desaparece y reaparece, se aleja y vuelve, y siempre que la llama ella vuela a sus brazos. La ama un día, una semana o un mes, y luego vuelven sus dudas y se aparta de nuevo. El mecanismo se pone en marcha y se para, se enciende y se apaga… y Grace no tiene acceso al interruptor. No puede hacer nada para cambiar esa pauta.

Nueve meses después del comienzo de esa locura, aparezco yo. Me enamoro de Grace, y, pese a su relación con Trause, no le resulto del todo indiferente. La persigo incansablemente, a sabiendas de que hay otro, consciente de que existe un rival anónimo que compite por su cariño, pero incluso después de que me presenta a Trause (John Trause, escritor famoso y amigo de la familia desde hace muchos años), ni por un momento se me ocurre que ése es el otro hombre que hay en su vida. Durante varios meses va y viene entre los dos, incapaz de decidirse. Cuando Trause vacila, Grace viene a mí; cuando Trause quiere volver, ella no desea verme. Esas decepciones me hacen sufrir lo indecible, aunque no pierdo la esperanza de que todo se arregle, pero entonces ella rompe conmigo, y doy por hecho que la he perdido para siempre. Puede que lamente su decisión en el momento en que cae de nuevo en el mecanismo, o que Trause la quiera tanto que empiece a empujarla hacia mí, sabiendo que yo represento para ella un futuro más prometedor que la vida oculta y sin salida que ella lleva con él. Incluso es posible que la convenza para que se case conmigo. Eso explicaría su repentino e inexplicable cambio de parecer. No sólo quiere volver conmigo, sino que a renglón seguido declara que quiere ser mi mujer, y que cuanto antes nos casemos, mejor.

Vivimos una época dorada que dura dos años. Estoy casado con la mujer que amo, y Trause entabla amistad conmigo. Respeta mi trabajo como escritor, le gusta mi compañía y cuando los tres estamos juntos no detecto señales de su antigua relación con Grace. Se ha convertido en una figura casi paternal, llena de afecto, y en la medida en que considera a Grace su hija imaginaria, a mí me trata como a un hijo imaginario. Al fin y al cabo, es en parte responsable de nuestro matrimonio, y no va a hacer nada que pueda ponerlo en peligro.

Entonces ocurre la catástrofe. El 12 de enero de 1982, sufro un desvanecimiento en la estación del metro de la calle Catorce y me caigo por las escaleras. Tengo varios huesos rotos. Desgarro en órganos internos. Dos traumatismos distintos en la cabeza y trastornos neurológicos. Me llevan al Saint Vincent’s Hospital y me tienen cuatro meses allí. Durante las primeras semanas, los médicos se muestran pesimistas. Un día, el doctor Justin Berg lleva a Grace aparte y le confiesa que han renunciado a toda esperanza. Dudan que viva más de unos días, y le aconseja que se vaya preparando para lo peor. Si él estuviera en su lugar, concluye, iría pensando en posibilidades de donación de órganos, en funerarias y cementerios. La franqueza y frialdad de que hace gala el médico horrorizan a Grace, pero el veredicto parece inapelable, y no le queda más remedio que resignarse ante la perspectiva de mi muerte inminente. Sale del hospital tambaleándose, destrozada por las palabras del médico, y sin dudarlo se encamina a la calle Barrow, que sólo está a unas manzanas de allí. ¿A quién puede dirigirse en un momento así sino a Trause? John tiene en casa una botella de whisky escocés, y Grace empieza a beber nada más sentarse. Bebe mucho, y al cabo de media hora rompe a llorar de manera incontrolable. Trause se acerca a ella para consolarla, la rodea con los brazos y le acaricia la cabeza, y antes de que se dé cuenta de lo que hace, Grace tiene los labios apretados contra los suyos. No se han tocado en más de dos años, y el beso les vuelve a traer todo a la memoria. Sus cuerpos recuerdan el pasado, y una vez que empiezan a revivir lo que han sentido juntos, ya no pueden detenerse. El pasado triunfa sobre el presente, y de momento el futuro ya no existe. Grace se abandona. Y Trause no encuentra fuerzas para resistirse.

Grace me quiere. De eso no cabe la menor duda, pero yo ya soy hombre muerto y ella, medio enloquecida de dolor, se está desmoronando y necesita a Trause para no caerse a pedazos. Imposible reprochárselo, imposible echar la culpa a ninguno de los dos, pero mientras pasan los días y yo sigo consumiéndome en el Saint Vincent’s durante las siguientes semanas, no muerto todavía, pero tampoco enteramente vivo, Grace continúa con sus visitas al apartamento de Trause, y poco a poco vuelve a enamorarse de él. Ahora ama a dos hombres, y aun después de que yo desafíe a los expertos en medicina e inicie mi milagrosa recuperación, continúa queriéndonos a los dos. En mayo, cuando salgo del hospital, apenas soy consciente de quién soy. No me doy cuenta de las cosas, me muevo con paso vacilante, medio en trance, y a causa de una quinta pastilla que forma parte de mi régimen diario durante los tres primeros meses, no estoy en condiciones de cumplir con mis deberes de esposo. Grace es buena conmigo. Es un modelo de amabilidad y paciencia, tierna y cariñosa, me anima, pero no puedo darle nada a cambio. Prosigue su aventura con Trause, odiándose por tener que mentirme, asqueada consigo misma por llevar una doble vida, y cuanto más progresa mi recuperación, más se agudiza su sufrimiento. A principios de agosto ocurren dos cosas que evitan que nuestro matrimonio se vaya a pique. Ambas se suceden rápidamente, pero no están relacionadas. Grace encuentra valor para romper con John, y yo dejo de tomar la quinta píldora. Mi entrepierna vuelve de nuevo a la vida, y por primera vez desde que salí del hospital, Grace ya no duerme en dos camas. El horizonte se ha despejado, y como no sé nada de los engaños de los últimos meses, en mi ignorancia me siento absolutamente feliz: un excornudo que adora a su mujer y aprecia la amistad que tiene con el hombre que ha estado a punto de arrebatársela.

Ése debería ser el fin de la historia, pero no lo es. Sigue un mes de armonía. Grace vuelve a encontrar la calma conmigo, y justo cuando parece que se han acabado nuestros problemas, vuelve a estallar otra tormenta. El desastre ocurre el día en cuestión, 18 de septiembre de 1982, un par de horas después de encontrar el cuaderno azul en la papelería de Chang, quizás en el preciso momento en que me siento a escribir en el cuaderno por primera vez. El 27, abro el cuaderno por última vez y consigno esas suposiciones en un esfuerzo por entender los acontecimientos de los últimos nueve días. Ya sean fundadas o no, puedan o no verificarse, la historia continúa cuando Grace va al médico y se entera de que está embarazada. Espléndida noticia, quizá, salvo si no se sabe quién es el padre. Una y otra vez, repasa mentalmente las fechas, pero no termina de estar segura de si el niño es mío o de John. Aplaza el momento de decírmelo hasta que no puede más, pero está atormentada, con la sensación de que está pagando caro sus pecados, pensando que tiene el castigo que merece. Por eso es por lo que se derrumba en el taxi el 18 por la noche y me ataca cuando recuerdo los viejos tiempos del Equipo Azul. La fraternidad del bien no existe, afirma, porque incluso los mejores hacen cosas malas. Por eso es por lo que habla de confianza y de capear el temporal; por eso me implora que la siga queriendo. Y cuando al fin me anuncia lo del niño, por eso es por lo que inmediatamente se pone a hablar del aborto. No tiene nada que ver con la falta de dinero; es porque no sabe. La idea de no saber la consume. No está dispuesta a crear una familia de ese modo, pero tampoco puede decirme la verdad, y como yo me encuentro en la más completa ignorancia, trato de convencerla para que tenga el niño. Si hago algo bien en todo esto, es cuando a la mañana siguiente insisto en que la decisión es suya. Por primera vez desde hace días, Grace empieza a percibir la posibilidad de ser libre. Huye para estar sola, dándome un susto de muerte al no aparecer en toda la noche, pero cuando vuelve a la mañana siguiente se la ve más tranquila, más capaz de pensar con claridad, menos asustada. Sólo tarda unas horas en averiguar lo que quiere hacer, y es entonces cuando me deja aquel extraordinario mensaje en el contestador. Piensa que me debe un gesto de lealtad. Decide que el niño es mío y se convence de que sus dudas han quedado atrás. Es un puro acto de fe, y ahora comprendo el valor que le hizo falta para tomar esa resolución. Quiere seguir casada conmigo. El episodio con Trause ha terminado, y mientras ella siga queriendo estar casada conmigo, jamás le diré una sola palabra sobre la historia que acabo de escribir en el cuaderno azul. No sé si es realidad o ficción, pero en el fondo no me importa. Con tal de que Grace me quiera, el pasado no tiene importancia.

Ahí fue donde lo dejé. Puse el capuchón a la pluma, me levanté de la mesa y volví a llevar el álbum de fotos al cuarto de estar. Todavía era pronto: la una o la una y media. Me preparé un bocadillo en la cocina y cuando me lo terminé, volví al cuarto de trabajo con una bolsa pequeña de basura. Una por una, fui arrancando las hojas del cuaderno azul y rompiéndolas en pequeños trozos. Flitcraft y Bowen, la diatriba sobre el niño muerto del Bronx, mi culebrón sobre la vida amorosa de Grace: todo a la basura. Tras una breve pausa, decidí arrancar las hojas en blanco y tirarlas también. Cerré la bolsa con un doble nudo bien apretado y unos minutos después salí a dar el paseo y me la llevé. Giré a la derecha por la calle Court, seguí andando varias manzanas hasta dejar atrás la papelería de Chang, vacía y cerrada con candado, y entonces, sin otro motivo que porque estaba lejos de casa, en una esquina tiré la bolsa a un cubo de basura, donde desapareció bajo un ramo de rosas mustias y las páginas de tiras cómicas del Daily News.

Al principio de nuestra amistad, Trause me contó una historia sobre un escritor francés que había conocido en París en los primeros años cincuenta. No recuerdo su nombre, pero John me dijo que había publicado dos novelas y una colección de relatos y se le consideraba uno de los mejores representantes de la nueva generación. También escribía algo de poesía, y poco antes de que John volviera a Estados Unidos, en 1958 (tras vivir seis años en París), aquel escritor conocido suyo publicó un poema narrativo que giraba en torno a un niño ahogado. Dos meses después de publicado el libro, el escritor y su familia fueron de vacaciones a la costa de Normandía, y en el último día de viaje su hija de cinco años se metió en las picadas aguas del Canal de la Mancha y se ahogó. El escritor era un hombre sensato, afirmó John, una persona conocida por su lucidez y agudeza mental, pero echó al poema la culpa de la muerte de su hija. Sumido en su gran dolor, se convenció a sí mismo de que las palabras que había escrito sobre un ahogamiento imaginario habían causado una muerte verdadera, de que su ficción trágica había provocado una tragedia real. En consecuencia, aquel escritor de enormes dotes, aquel hombre que había nacido para escribir libros, juró no volver a escribir jamás. Había descubierto que las palabras mataban. Las palabras tenían la virtud de alterar la realidad y, por tanto, eran demasiado peligrosas para que pudieran confiarse a un hombre que las amaba por encima de todas las cosas. Cuando John me contó esa historia, la hija llevaba muerta veintiún años, pero el escritor seguía sin quebrantar su promesa. En los círculos literarios franceses, aquel silencio lo había convertido en una figura legendaria. Se le tenía en la más alta consideración por la dignidad de su sufrimiento, era compadecido por todos los que lo conocían, mirado con el mayor de los respetos.

John y yo hablamos largo y tendido sobre esa historia, y recuerdo que me mantuve firme al calificar la decisión del escritor como un error, como una interpretación del mundo mal concebida. Entre lo imaginado y lo real, afirmaba yo, no existía relación alguna, no había causa y efecto entre las palabras de un poema y los acontecimientos de nuestra vida. Así podría parecerle al escritor, pero lo que le ocurrió no fue más que una horrible coincidencia, una manifestación de la mala suerte en su forma más cruel y perversa. Eso no significaba que le reprochara los sentimientos que manifestaba, pero, a pesar de compadecerlo por su terrible pérdida, veía su silencio como el rechazo a aceptar el poder de las fuerzas imprevisibles, puramente accidentales, que moldean nuestro destino, y le dije a Trauser que en mi opinión aquel escritor se estaba castigando sin razón alguna.

Se trataba de un argumento insulso, lleno de sentido común, una defensa del pragmatismo y la ciencia contra el pensamiento mágico, primitivo. Para mi sorpresa, John era de la opinión contraria. Yo no estaba seguro de si me estaba tomando el pelo o intentaba hacer de abogado del diablo, pero afirmó que, para él, la decisión del escritor tenía mucho sentido y que admiraba a su amigo por haber mantenido su palabra.

—Los pensamientos son reales —sentenció—. Las palabras son reales. Todo lo humano es real, y a veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aun cuando no seamos conscientes de ello. Vivimos en el presente, pero el futuro está siempre en nosotros. Puede que el escribir se reduzca a eso, Sid. No a consignar los hechos del pasado, sino a hacer que ocurran cosas en el futuro.

Unos tres años después de que Trause y yo tuviéramos esa conversación, rompí el cuaderno azul y lo tiré a un cubo de basura en la esquina de Third Place con la calle Court, en los Carroll Gardens de Brooklyn. En aquel momento, pensé que era lo que debía hacer, y al volver a casa aquel lunes de septiembre por la tarde, nueve días después del día en cuestión, estaba más o menos convencido de que los fracasos y las decepciones de la última semana habían quedado definitivamente atrás. Pero no era así. La historia sólo acababa de comenzar —la verdadera historia sólo empezó entonces, después de romper el cuaderno azul— y todo lo que he escrito hasta aquí no es sino el preludio de los horrores que ahora me dispongo a relatar. ¿Existe algún vínculo entre el antes y el después? No lo sé. ¿Mató realmente el desdichado escritor francés a su hija con su poema, o se limitaron simplemente sus palabras a predecir su muerte? No lo sé. Lo único que sé es que hoy ya no discutiría su decisión. Respeto el silencio que se impuso, y comprendo la repulsión que debía de sentir siempre que pensara en volver a escribir. Al cabo de más de veinte años de aquellos hechos, creo que Trause estaba en lo cierto. A veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aunque no lo sepamos. Fui dando tumbos por aquellos nueve días de septiembre de 1982 como quien anda metido en una nube. Traté de escribir un relato y llegué a un callejón sin salida. Intenté vender una idea para una película y la rechazaron. Perdí el manuscrito de mi amigo. Casi perdí a mi mujer, y pese al fervoroso amor que sentía por ella, no dudé en bajarme los pantalones en la oscuridad de un club de alterne para meterme en la boca de una desconocida. Era un hombre perdido, un enfermo, una persona que luchaba por recobrar el equilibrio, pero a pesar de todos los deslices e imprudencias que cometí aquella semana, sabía una cosa que no era consciente de saber. A lo largo de aquellos días hubo momentos en que tenía la sensación de que mi cuerpo se había vuelto transparente, como una membrana porosa a través de la cual pasaban las fuerzas invisibles del mundo: una red aérea de descargas eléctricas transmitidas por los pensamientos y sentimientos de los demás. Sospecho que ese estado fue el que condujo al nacimiento de Lemuel Flagg, el protagonista ciego de La noche del oráculo, un hombre tan sensible a las vibraciones del mundo circundante que sabía lo que iba a pasar antes de que los acontecimientos propiamente dichos se produjeran en realidad. Yo no lo sabía, pero hasta el último pensamiento que me pasaba por la cabeza apuntaba en esa dirección. Niños nacidos muertos, atrocidades de campos de concentración, asesinatos presidenciales, esposas desaparecidas, imposibles viajes hacia atrás y hacia delante en el tiempo. El futuro ya estaba en mí, y me estaba preparando para los desastres que habían de venir.

Había comido con Trause el miércoles, pero aparte de las dos conversaciones telefónicas que después mantuvimos a lo largo de la semana, no tuve más contacto con él antes de deshacerme del cuaderno azul el día 27. Habíamos hablado de Jacob y del manuscrito perdido de su antiguo relato, pero eso había sido todo, y no tenía idea de lo que había estado haciendo en aquellos días, aparte de estar tumbado en el sofá y cuidarse la pierna. No fue hasta 1994, año en que James Gillespie publicó El laberinto de los sueños: vida de John Trause, cuando por fin me enteré en detalle de las actividades de John entre el 22 y el 27. El voluminoso libro de seiscientas páginas de Gillespie resulta pobre en análisis literario y presta poca atención al contexto histórico de la obra de John, pero es muy completo a la hora de reseñar hechos biográficos, y dado que se pasó diez años trabajando en el proyecto y al parecer habló hasta con la última persona que conoció a Trause (incluido yo mismo), no tengo motivos para dudar de la cronología que expone.

El miércoles, después de que me marché de su casa, trabajó hasta la hora de cenar, leyendo las pruebas y haciendo pequeñas correcciones en su novela El extraño destino de Gerald Fuchs, que al parecer había concluido unos días antes de su acceso de flebitis. Ése era el libro que yo sospechaba que estaba escribiendo pero del que nunca tuve certidumbre: un trabajo de casi quinientas páginas que, según informa Gillespie, había empezado en los últimos meses de su estancia en Portugal, y que por tanto había tardado cuatro años en culminar. Para que luego digan que John había dejado de escribir a la muerte de Tina. Adiós al rumor de que el otrora gran novelista había renunciado a su vocación y estaba viviendo de sus antiguos éxitos, un escritor acabado sin nada más que decir.

Aquella tarde, Eleanor llamó con la noticia de que habían encontrado a Jacob, y al día siguiente por la mañana, jueves, Trause telefoneó a su abogado, Francis W. Byrd. Los abogados rara vez acuden a casa de sus clientes, pero Byrd llevaba más de diez años representando a Trause, y cuando un cliente de la categoría de John informa a su abogado de que está tumbado en el sofá con una pierna enferma y necesita verlo para un asunto urgente a las dos de la tarde, el abogado cancela sus citas y llega a la hora señalada, provisto de todos los documentos y papeles necesarios, que habrá recogido en los archivos de su gabinete antes de dirigirse al centro de la ciudad. Cuando Byrd llegó al apartamento de la calle Barrow, John le ofreció una copa, y una vez que terminaron sus respectivos whiskys con soda, se pusieron a redactar el nuevo testamento de Trause. El antiguo se había elaborado más de siete años atrás, y ya no representaba los deseos de John con respecto a la disposición de sus bienes. En el periodo que siguió a la muerte de Tina, había designado a Jacob como su único heredero y beneficiario, nombrando albacea a su hermano Gilbert hasta que el chico cumpliera veinticinco años. Ahora, con el simple gesto de romper todas las copias de aquel documento, Trause desheredaba a su hijo ante los ojos de su abogado. Byrd mecanografió seguidamente un nuevo testamento que legaba a Gilbert todos los bienes de John. A partir de entonces, su hermano menor heredaría todo el dinero, todas las acciones y obligaciones, todas las propiedades y todos los futuros derechos de autor derivados de la obra literaria de Trause. Acabaron a las cinco y media. John estrechó la mano de Byrd, agradeciéndole su ayuda, y el abogado salió del apartamento con tres ejemplares firmados del nuevo testamento. Veinte minutos después, John volvió a la lectura de las pruebas de su novela. Madame Dumas le sirvió la cena a las ocho, y a las nueve y media Eleanor volvió a llamar para decirle que habían admitido a Jacob en Smithers, donde había ingresado a las cuatro y media para someterse a un tratamiento de desintoxicación.

El viernes era el día que Trause debía ir al Saint Vincent’s Hospital a que le examinaran la pierna, pero se le pasó mirar el calendario y no se acordó de ir. Con toda la agitación suscitada por el asunto de Jacob, la cita con el médico se le había olvidado por completo, y en el preciso momento en que debía encontrarse en la consulta del médico (un cirujano cardiovascular llamado Willard Dunmore), estaba hablando conmigo por teléfono, contándome la animosidad que su hijo Jacob había manifestado durante toda la vida hacia Grace y pidiéndome que fuera a verlo a Smithers el sábado. Según Gillespie, el médico llamó al apartamento de Trause a las once y media para preguntarle por qué no había acudido al hospital. Cuando Trause le explicó que había tenido una urgencia familiar, Dunmore le soltó un airado sermón sobre la importancia del escáner, advirtiendo a su paciente que tan desdeñosa actitud hacia su propia salud era una irresponsabilidad que podría tener graves consecuencias. Trause le preguntó si sería posible hacerlo después de comer, a lo que Dunmore contestó que ya era muy tarde y que tendrían que aplazarlo hasta el lunes a las cuatro. Insistió en que no se le olvidara tomar la medicina y en que se moviera lo menos posible durante el fin de semana. Cuando Madame Dumas llegó a la una, encontró a John en su sitio de costumbre en el sofá, corrigiendo las páginas de su libro.

El sábado, mientras yo estaba visitando a Jacob en Smithers y peleándome por un cuaderno rojo en la papelería de Chang, Trause siguió trabajando en su novela. Su factura telefónica indica que hizo tres llamadas interurbanas: una a Eleanor a East Hampton, otra a su hermano a Ann Arbor (Gilbert era profesor de musicología en la Universidad de Michigan), y la última a su agente literaria, Alice Lazarre, a su segunda residencia de los condados rurales de Berkshire. Le informó de que había adelantado mucho con el libro, y de que si no se topaba con algún problema imprevisto en los próximos días, podría entregarle un texto definitivo a finales de semana.

El domingo por la mañana, lo llamé desde Landolfi’s para ponerle al corriente de mi breve visita a Jacob. Luego acabé confesándole la pérdida de su relato, y John soltó una carcajada. Si no me equivoco, no se rió porque le hiciera gracia sino más bien de alivio. Es difícil saberlo con certeza, pero creo que Trause me dio aquel relato por motivos sumamente complejos; y lo que me dijo sobre que me facilitaba el argumento para una película no era más que un pretexto, una consideración secundaria. El relato trataba sobre las sanguinarias maquinaciones de una conspiración política, pero también incluía un triángulo amoroso (la mujer fugándose con el mejor amigo del marido), y si había algo de verdad en las conjeturas que plasmé en el cuaderno el día 27, entonces John quizá me ofreció aquella historia con objeto de formular algún comentario sobre mi situación matrimonial: de manera indirecta, con las metáforas y códigos delicadamente matizados de la ficción. El hecho de que el relato se hubiese escrito en 1952, año del nacimiento de Grace, carecía de importancia. «Imperio de huesos» era una premonición de acontecimientos futuros. Lo habían metido en una caja y allí lo habían dejado incubar durante treinta años, y poco a poco se había ido convirtiendo en una historia sobre la mujer que los dos amábamos: mi mujer, mi brava y perseverante esposa.

He dicho que se rió con alivio porque creo que lamentaba lo que había hecho. El miércoles, cuando almorzamos juntos, reaccionó con gran emoción ante la noticia del embarazo de Grace, y acto seguido estuvimos a punto de enzarzarnos en una desagradable discusión. El mal momento pasó enseguida, pero ahora me pregunto si Trause no estaba bastante más molesto conmigo de lo que dejó entrever. Era amigo mío, pero también debía de albergar cierto resentimiento contra mí por haber conquistado de nuevo a Grace. La decisión de dar por terminada su aventura amorosa había salido de ella, y ahora que estaba embarazada, no había la menor posibilidad de que él volviera a recuperarla alguna vez. Si eso era cierto, el hecho de ofrecerme el relato habría sido una velada y críptica manera de vengarse, una forma grosera de quedar por encima; como si dijera: No te enteras de nada, Sidney. Nunca te has enterado de nada, pero en esto tengo yo más experiencia que tú. Puede ser. No hay manera de demostrarlo, pero si he interpretado mal sus intenciones, ¿cómo explicar el hecho de que nunca me envió el relato? Me prometió que Madame Dumas me remitiría por correo una copia en papel carbón, pero acabó enviándome otra cosa distinta, que yo consideré no sólo un ejemplo de grandeza de ánimo sino también un acto de contrición. Al perder el sobre en el metro, le había ahorrado el bochorno de su momentáneo acceso de rencor. Lamentaba haber sido incapaz de controlar sus pasiones, y ahora que mi torpeza lo había sacado del apuro, estaba resuelto a compensarme con un gesto de generosidad y buena voluntad, tan espectacular como enteramente innecesario.

Hablamos el domingo entre las diez y media y las once. Madame Dumas llegó a mediodía, y diez minutos más tarde Trause le entregaba su tarjeta bancaria con instrucciones de que fuera al Citibank del barrio, cerca de Sheridan Square, e hiciera una transferencia de cuarenta mil dólares de su libreta de ahorro a su cuenta corriente. Gillespie nos cuenta que pasó el resto del día trabajando en su novela, y que por la noche, después de que Madame Dumas le sirvió la cena, se levantó como pudo del sofá y se dirigió cojeando a su cuarto de trabajo, donde se sentó a la mesa y me extendió un cheque por valor de treinta y seis mil dólares: la suma exacta de la factura del hospital, que aún estaba por pagar. A continuación me escribió esta breve carta:

Querido Sid:

Sé que te prometí una copia del manuscrito, pero creo que no tiene sentido. Se trataba de que ganaras un poco de dinero, de manera que, para no andarnos con rodeos, te he extendido el cheque adjunto. Se trata de un regalo, sencilla y llanamente. Sin condiciones ni compromisos; no es preciso que me lo devuelvas. Sé que no tienes un céntimo, así que, por favor, no lo rompas en un rapto de altanería. Gástalo, aprovéchalo, utilízalo para ponerte otra vez en marcha. No quiero que pierdas el tiempo pensando en películas. Sigue con la literatura. Ahí es donde está tu futuro: espero grandes cosas de ti.

Gracias por molestarte en visitar ayer al mocoso. Se te agradece mucho; no, más que eso, porque sé lo desagradable que debió de ser para ti.

¿Cenamos este sábado? No sé dónde todavía, porque todo depende de esta puñetera pierna. Cosa rara: el coágulo lo provocó mi propia tacañería. Diez días antes de que me empezara el dolor, hice un viaje relámpago a París —ida y vuelta en treinta y seis horas— para pronunciar unas palabras en el funeral de Philippe Joubert, mi viejo amigo y traductor. Fui en clase turista y me pasé los dos vuelos durmiendo; según el médico, ésa fue la causa. Todo encogido en esos asientos para enanos. De ahora en adelante, sólo viajaré en primera clase.

Da un beso a Gracie de mi parte. Y no renuncies a Flitcraft. Lo único que necesitas es otro cuaderno, y ya verás como las palabras empiezan a fluir otra vez.

J.T.

Metió la carta y el cheque en un sobre y luego escribió mi nombre y dirección con letras mayúsculas en la parte delantera, pero como no le quedaban sellos en casa, cuando Madame Dumas se marchó a las diez de la calle Barrow para volver a su apartamento del Bronx, Trause le dio un billete de veinte dólares y le pidió que fuera por la mañana a la oficina de correos a comprar sellos. Madame Dumas, siempre tan eficiente, hizo el recado y cuando se presentó a trabajar el lunes a las once de la mañana, John pudo por fin poner el sello a la carta. A la una le sirvió un almuerzo ligero. Después de comer, Trause siguió leyendo las pruebas de su novela, y cuando Madame Dumas salió del apartamento a las dos y media para hacer la compra, Trause le entregó la carta y le encargó que la echara al buzón por el camino. Ella le prometió que estaría de vuelta antes de las tres y media, y que entonces lo ayudaría a bajar las escaleras y subir al taxi que él había pedido para que lo llevara a su cita con el doctor Dunmore en el hospital. Tras la marcha de Madame Dumas, Gillespie nos dice que sólo podemos estar seguros de una cosa. Eleanor llamó a las dos cuarenta y cinco para informar a Trause de que Jacob había desaparecido. Se había marchado de Smithers en plena noche, y desde entonces nadie sabía nada de él. Gillespie, citando palabras textuales de Eleanor, dice que John «se alteró mucho» y siguió hablando con ella durante quince o veinte minutos. «Ahora está solo», concluyó John. «Ya no podemos hacer nada por él».

Ésas fueron las últimas palabras de Trause. Ignoramos lo que le pasó después de colgar el teléfono, pero cuando Madame Dumas volvió a las tres y media, se lo encontró tendido en el suelo a los pies de la cama. Eso parecería indicar que fue a su habitación para cambiarse de ropa y prepararse para la cita con Dunmore, pero se trata de una simple conjetura. Lo único que sabemos seguro es que falleció entre las tres y las tres y media del 27 de septiembre de 1982: menos de dos horas después de que yo arrojara los restos del cuaderno azul a un cubo de basura en la esquina de una calle al sur de Brooklyn.

En un principio la causa de la muerte se atribuyó a un ataque al corazón, pero tras el examen posterior el forense dictaminó que fue debida a una embolia pulmonar. El coágulo de sangre que había estado inmovilizado en la pierna de John durante dos semanas se soltó, remontándose por su organismo hasta alcanzar el blanco. La pequeña bomba acabó estallando en su interior, y mi amigo murió a los cincuenta y seis años. Muy pronto. Treinta años antes de tiempo. Demasiado pronto para agradecerle que me enviara aquel dinero y tratara de salvarme la vida.

La muerte de John se anunció al término de las noticias locales de las seis. En circunstancias normales, Grace y yo habríamos encendido la tele mientras poníamos la mesa y preparábamos la cena, pero ya no teníamos televisión, así que nos quedamos sin saber que John yacía en el depósito de cadáveres, sin saber que su hermano Gilbert ya había abordado un avión en Detroit con destino a Nueva York, sin saber que Jacob andaba suelto. Después de cenar, fuimos al cuarto de estar y nos tumbamos juntos en el sofá, hablando de la próxima cita de Grace con la doctora Vitale, una tocóloga recomendada por Betty Stolowitz, que había dado a luz su primer hijo en el mes de marzo. La consulta estaba prevista para el viernes por la tarde, y dije a Grace que quería acompañarla y que pasaría a buscarla a su oficina, en la calle Novena Oeste, a las cuatro en punto. Mientras hacíamos esos planes, Grace se acordó de pronto de que Betty le había dado aquella mañana un libro sobre el embarazo —uno de esos voluminosos compendios en rústica llenos de gráficos e ilustraciones—, de manera que se levantó de un salto del sofá y fue a la habitación a cogerlo del bolso. Cuando salió del cuarto de estar, llamaron a la puerta. Supuse que sería algún vecino que venía a pedir una linterna o una caja de cerillas. No podía ser nadie de fuera, porque el portal siempre estaba cerrado, y quien no tuviera llave y quisiera entrar debía llamar al timbre de abajo y anunciarse por el portero automático. Recuerdo que estaba descalzo, y que cuando me levanté del sofá y fui a abrir la puerta, me clavé una pequeña astilla en la planta del pie izquierdo. También me acuerdo de que miré el reloj y vi que eran las ocho y media. No me molesté en preguntar quién era. Simplemente abrí la puerta y, en ese momento, el mundo dio un vuelco. No sé de qué otra manera decirlo. Abrí la puerta, y lo que había estado incubándose en mi interior durante los últimos días cobró cuerpo de pronto: el futuro estaba delante de mí.

Era Jacob. Se había teñido el pelo de oscuro y llevaba un largo abrigo negro que le llegaba a los tobillos. Con las manos hundidas en los bolsillos, saltando impaciente sobre la punta de los pies, parecía un enterrador futurista que hubiera venido a llevarse un cadáver. El payaso de pelo verde con quien había hablado el sábado ya era lo bastante inquietante, pero aquella nueva criatura me asustaba, y no quería dejarlo entrar.

—Tienes que ayudarme —me instó—. Estoy en un verdadero lío, Sid, y tú eres mi último recurso.

Antes de que pudiera decirle que se marchara, me apartó de un empujón, entró en casa y cerró la puerta tras él.

—Vuelve a Smithers —le aconsejé—. No puedo hacer nada por ti.

—No puedo volver. Ellos han descubierto que estaba en ese sitio. Si vuelvo allí, soy hombre muerto.

—¿Quiénes son ellos? ¿De qué estás hablando?

—Esos tíos, Richie y Phil. Afirman que les debo dinero. Si no les llevo cinco mil dólares, me matarán.

—No te creo, Jacob.

—Me metí en Smithers por ellos. No fue por mi madre, sino para esconderme de ellos.

—Sigo sin creerte. Pero aunque te creyera, no estaría en condiciones de ayudarte. No tengo cinco mil dólares. Ni siquiera quinientos. Llama a tu madre. Si ella te los niega, llama a tu padre. Pero no nos metas en esto a Grace y a mí.

Oí la cisterna del retrete al final del pasillo, señal de que Grace volvería al cuarto de estar en cualquier momento. El ruido llamó la atención de Jacob, que volvió la cabeza hacia aquel lado del apartamento, y al verla entrar con el libro sobre el embarazo en la mano le dedicó una amplia sonrisa.

—Qué hay, Gracie —la saludó—. Cuánto tiempo.

Grace se detuvo en seco.

—¿Se puede saber qué hace aquí? —inquirió, dirigiéndose a mí.

Parecía estupefacta, y en su voz había una especie de rabia contenida. Procuraba no mirar directamente a Jacob.

—Quiere que le prestemos dinero —le contesté.

—Vamos, Gracie —dijo Jacob en un tono medio irritado, medio sarcástico—. ¿Es que ni siquiera vas a decirme hola? Oye, que un poco de educación no cuesta nada, ¿no te parece?

Al verlos allí a los dos, me fue imposible no pensar en la fotografía rota que habían dejado en el sofá el día del robo. Se habían llevado el marco, pero sólo alguien con un antiguo y profundo rencor hacia la persona retratada se habría tomado la molestia de romper la foto en pedazos. Un ladrón profesional la habría dejado intacta. Pero Jacob no era un profesional; era un chico desquiciado, ofuscado por la droga, que se había tomado muchas molestias para perjudicarnos: para hacer daño a su padre atacando a dos de sus más íntimos amigos.

—Ya vale —le dije—. Ella no quiere hablar contigo, y yo tampoco. Tú eres quien entró a robarnos la semana pasada. Te metiste por la ventana de la cocina, destrozaste el apartamento y luego te largaste con todos los objetos de valor que pudiste encontrar. Una de dos, o te marchas o cojo el teléfono y llamo a la policía. Tú eliges. Me gustaría mucho llamarla, créeme. Presentaré una denuncia contra ti, y terminarás en la cárcel.

Esperaba que negase la acusación, que fingiese estar ofendido por el hecho de que se me pudiera ocurrir algo así de él, pero el chico era demasiado listo para eso. Emitió un suspiro de remordimiento maravillosamente bien calibrado, y luego se sentó en una butaca, moviendo despacio la cabeza de arriba abajo, como indignado por su propia conducta. Era la misma manifestación de desprecio hacia sí mismo que había mencionado el sábado cuando se ufanaba de sus dotes teatrales.

—Lo lamento —dijo—. Pero lo que te he dicho de Richie y Phil es verdad. Andan detrás de mí, y si no les doy sus cinco mil dólares, me van a meter un balazo en la cabeza. El otro día vine con idea de llevarme prestado tu talonario de cheques, pero no lo encontré. Así que, en cambio, cogí otras cosas. Fue una estupidez. Lo siento mucho. Lo que me llevé no valía la pena, no debí haberlo hecho. Si quieres, mañana mismo os lo devuelvo. Todavía lo tengo en mi apartamento, os lo traeré a primera hora de la mañana.

—Gilipolleces —objetó Grace—. Ya has vendido todo lo que podías vender, y has tirado todo lo demás. No nos vengas con ese numerito de niño bueno arrepentido, Jacob. Ya eres muy mayor para eso. Entraste a robarnos la semana pasada y ahora vienes por más.

—Esos tíos están dispuestos a acabar conmigo —respondió él—, y quieren su dinero mañana mismo. Ya sé que no andáis muy boyantes, pero joder, Gracie, tu padre es juez federal. No va a rechistar si le pides un préstamo. O sea, ¿qué son cinco mil dólares para un anciano caballero del Sur?

—Ni lo sueñes —le advertí—. Nada de mezclar en esto a Bill Tebbetts.

—Sácalo de aquí, Sid —me dijo Grace, la voz tensa de ira—. No lo aguanto más.

—Creí que éramos de la familia —replicó Jacob, mirando fijamente a Grace, casi obligándola a devolverle la mirada.

Había empezado a poner mala cara, pero de una forma curiosamente falsa, como si quisiera burlarse de ella y utilizar en beneficio propio la aversión que sentía por él.

—Al fin y al cabo, eres algo así como mi madrastra extraoficial, ¿verdad? O por lo menos lo has sido. Eso cuenta para algo, ¿no?

En ese momento, Grace estaba cruzando el cuarto de estar para ir a la cocina.

—Voy a llamar a la policía —anunció—. Ya que tú no lo haces, Sid, lo haré yo. Quiero que este canalla se vaya de aquí.

Sin embargo, para ir a la cocina y llamar por teléfono tenía que pasar por delante de la butaca donde Jacob estaba sentado, y antes de que llegara, el chico ya se había levantado para salir a su encuentro. Hasta entonces, la confrontación había sido exclusivamente verbal. Los tres habíamos dicho cosas, pero por desagradable que hubiese sido nuestra discusión, no me esperaba que las palabras dieran paso a un estallido de violencia. Yo estaba de pie cerca del sofá, a unos tres metros de la butaca, y cuando Grace trató de pasar por delante de él, Jacob la cogió del brazo y dijo:

—A la policía no, estúpida. A tu padre. Al único al que vas a llamar es al juez…, para pedirle dinero.

Grace trató de soltarse dando tirones y retorciéndose como un animal enfurecido, pero Jacob era doce o quince centímetros más alto, lo que le daba ventaja y le permitía echarle todo su peso encima. Me precipité hacia él, con los reflejos entorpecidos por los músculos doloridos y la astilla en la planta del pie, pero antes de que llegara a tocarlo ya la había agarrado fuertemente de los hombros y la estaba sacudiendo contra la pared. Me abalancé sobre él por detrás, rodeándole el torso con los brazos para tratar de apartarlo de ella, pero el chico era fuerte, mucho más fuerte de lo que había imaginado, y sin volverse siquiera me lanzó un codazo directamente al estómago. Me quedé sin respiración y caí al suelo, y antes de que pudiera arremeter de nuevo contra él, empezó a propinar a Grace puñetazos en la boca y patadas en el vientre con sus gruesas botas de cuero. Ella intentaba defenderse, pero cada vez que se levantaba, él le daba un mamporro en la cara, le golpeaba la cabeza contra la pared y la arrojaba al suelo. Vi que Grace sangraba por la nariz y me dispuse de nuevo al ataque, pero me encontraba muy decaído para que mi empeño tuviera el menor efecto, muy débil para detenerlo con mis tristes y frágiles puños. Grace gemía, casi inconsciente ya, y comprendí que había verdadero peligro de que la matara a golpes. En vez de lanzarme derecho a él, me precipité hacia la cocina y del cajón superior de al lado de la pila saqué un gran cuchillo de trinchar.

—¡Déjala, Jacob! —grité—. ¡Déjala, o te mato!

Creo que al principio ni siquiera me oyó. Estaba enteramente ciego de furia, era un bárbaro enloquecido que ya no sabía lo que hacía, pero mientras avanzaba hacia él con el cuchillo, debió de alcanzar a verme con el rabillo del ojo. Volvió la cabeza a la izquierda, y cuando me vio con el cuchillo en alto, de pronto dejó de golpear a Grace. Tenía la mirada perdida, con un brillo feroz en los ojos, y el sudor le corría de la nariz a la afilada y temblorosa barbilla. Estaba seguro de que ahora se abalanzaría sobre mí. No habría dudado en clavarle el cuchillo en el pecho, pero cuando bajó la vista y vio a Grace en el suelo, sangrando e inmóvil, dejó caer los brazos a los costados y dijo:

—Muchas gracias, Sid. Ahora ya soy hombre muerto.

Entonces dio media vuelta y salió del apartamento, desapareciendo en las calles de Brooklyn minutos antes de que la ambulancia y los coches patrulla parasen delante de casa.

Grace perdió el niño. Las patadas que Jacob le había propinado con sus gruesas botas le desgarraron las entrañas, y cuando se declaró la hemorragia el diminuto embrión fue arrancado de la pared del útero y arrastrado en una triste efusión de sangre. Un aborto espontáneo, según la denominación técnica; un embarazo malogrado; una vida que nunca llegó a ser. La llevaron por el otro lado del Canal Gowanus al Hospital Metodista de Park Slope, y mientras iba a su lado en la parte de atrás de la ambulancia, apretujado entre dos enfermeros y los tubos de oxígeno, no aparté la vista de su pobre rostro maltratado, incapaz de dejar de temblar, presa de incesantes espasmos que me agitaban el pecho y me recorrían el cuerpo entero. Grace tenía la nariz rota, el lado izquierdo de la cara cubierto de magulladuras, y el párpado derecho tan hinchado que parecía que nunca iba a volver a ver con ese ojo. En el hospital, la llevaron en camilla a la planta baja para hacerle una radiografía y luego la subieron al quirófano, donde estuvieron con ella más de dos horas. No sé cómo lo conseguí, pero mientras esperaba a que los cirujanos acabaran su tarea, logré dominarme lo suficiente para llamar a los padres de Grace a Charlottesville. Entonces fue cuando me enteré de que John había muerto. Sally Tebbetts contestó al teléfono, y al final de una interminable y agotadora conversación, me dijo que Gilbert los había llamado aquella misma tarde para comunicarles la noticia. Bill y ella estaban conmocionados, me dijo, y ahora yo llamaba para decirles que el hijo de John había intentado matar a su hija. ¿Es que el mundo se había vuelto loco?, inquirió, y entonces se le entrecortó la voz y rompió a llorar. Pasó el teléfono a su marido, y cuando Bill Tebbetts se puso, fue derecho al grano y me hizo la única pregunta que valía la pena formular. ¿Se salvaría Grace? Sí, le contesté, vivirá. Yo aún no estaba seguro de eso, pero no iba a decirle que Grace se encontraba en estado crítico y era posible que no lo superara. No quería lanzar un maleficio sobre sus posibilidades de salvarse, diciendo lo que no debía. Si las palabras podían matar, entonces debía tener mucho cuidado con la lengua para no expresar jamás dudas ni ningún pensamiento negativo. No acababa de burlar a la muerte para ver morir a mi mujer. La pérdida de John ya era bastante horrorosa, y no iba a perder a nadie más. Sencillamente, eso no iba a pasar. Aunque no tuviera ni voz ni voto en el asunto, no estaba dispuesto a permitir que eso ocurriera.

Durante las setenta y dos horas siguientes, permanecí sentado a su cabecera sin moverme del sitio. Me lavaba y afeitaba en el baño de la habitación, comía viendo cómo le iba entrando en el brazo el líquido transparente del gota a gota, y vivía para aquellos raros momentos en que Grace abría el ojo bueno y me decía unas palabras. Con tantos calmantes circulando por su sangre, no parecía tener ningún recuerdo de lo que Jacob le había hecho, y sólo una idea muy vaga de que se encontraba en el hospital. Tres o cuatro veces me preguntó dónde estaba, pero luego volvió a quedarse dormida para olvidar inmediatamente mi respuesta. A menudo se quejaba en sueños, gimiendo levemente mientras daba manotazos a las vendas que le cubrían el rostro, y una vez se despertó con lágrimas en los ojos, preguntando:

—¿Por qué me duele tanto? ¿Qué me pasa?

Estuvo viniendo gente durante esos días, pero no guardo más que un recuerdo muy vago de quiénes eran, y no me acuerdo de una sola de las conversaciones que seguramente mantuve con ellos. La agresión ocurrió un lunes por la noche, y el martes por la mañana los padres de Grace ya habían venido de Virginia en avión. Su prima Lily llegó en coche de Connecticut aquella misma tarde. Sus hermanas pequeñas, Darcy y Flo, a la mañana siguiente. Vinieron Betty Stolowitz y Greg Fitzgerald. Y también Mary Sklarr. Y el señor y la señora Caramello. Debí de hablar con ellos y salir de cuando en cuando de la habitación, pero no me acuerdo de nada aparte de estar sentado junto a Grace. Pasó casi todo el martes y el miércoles en un letargo semiconsciente —adormilada, profundamente dormida, despierta sólo durante unos minutos de cuando en cuando—, pero el miércoles por la tarde empezó a mostrar más coherencia y a permanecer consciente durante periodos más largos de tiempo. Aquella noche durmió bien, y cuando se despertó el jueves por la mañana, por fin me reconoció. La cogí de la mano, y cuando nuestras palmas entraron en contacto, murmuró mi nombre, repitiéndolo luego varias veces, como si aquella palabra de una sola sílaba fuese un encantamiento capaz de transformarla de nuevo de fantasma en ser vivo.

—Estoy en el hospital, ¿verdad? —preguntó.

—En el Hospital Metodista de Park Slope —le contesté—. Y yo estoy sentado a tu lado, cogiéndote de la mano. No estás soñando, Grace. Estamos aquí de verdad, y poco a poco te vas a ir poniendo bien.

—¿No me voy a morir?

—No, no te vas a morir.

—Me dio una paliza, ¿verdad? Me dio puñetazos y patadas, y recuerdo que pensé que me iba a matar. ¿Dónde estabas tú, Sid? ¿Por qué no me defendiste?

—Intenté sujetarlo con los brazos, pero no pude apartarlo de ti. Tuve que amenazarlo con un cuchillo. Estaba dispuesto a matarlo, Grace, pero salió corriendo antes de que pasara nada. Luego llamé al novecientos once, vino una ambulancia y te trajeron aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tres noches.

—¿Y qué es todo esto que tengo en la cara?

—Vendas. Y la nariz entablillada.

—¿Me partió la nariz?

—Sí. Y te produjo conmoción cerebral. Pero se te está despejando la cabeza, ¿verdad? Ya se te está pasando.

—¿Y el niño? Me duele mucho el vientre, Sid, y me parece que sé lo que significa. Dime que no es cierto, ¿eh?

—Me temo que sí. Todo lo demás se va a arreglar, pero eso no.

Al día siguiente, esparcimos las cenizas de Trause en el césped de Central Park. Debíamos de ser unos treinta o cuarenta aquella mañana, un grupo de amigos, parientes y colegas escritores, sin representantes de ninguna religión y sin nadie que mencionara a Dios entre quienes tomaron la palabra. Grace no sabía nada de la muerte de John, y sus padres y yo habíamos decidido ocultárselo mientras pudiéramos. Bill fue conmigo a la ceremonia, pero Sally se quedó en el hospital con Grace, a quien habíamos dicho que su padre se volvía a Virginia y que yo lo acompañaba al aeropuerto. Grace iba mejorando a ojos vistas, pero aún no tenía fuerzas suficientes para resistir un golpe de tal magnitud. Las tragedias de una en una, dije a sus padres, eso es más que suficiente. Como las gotas que caían de la bolsa de plástico a la sonda introducida en el brazo de Grace, la poción tenía que administrarse en pequeñas dosis. La pérdida del niño era más que suficiente por el momento. Lo de John podía esperar hasta que se hubiera recuperado lo bastante para resistir otra embestida de dolor.

Nadie mencionó a Jacob en la ceremonia, pero estuvo presente en mi pensamiento mientras escuchaba al hermano de John y a Bill y a otros amigos pronunciar el panegírico bajo la resplandeciente luz de aquella mañana de otoño. Qué desgracia que un hombre muera antes de tener ocasión de llegar a viejo, dije para mis adentros, qué deprimente pensar en la obra que aún tenía por delante. Pero si John tenía que morir ahora, pensé, entonces mejor que hubiera muerto el lunes, y no el martes o el miércoles. De haber vivido otras veinticuatro horas, se habría enterado de lo que Jacob había hecho a Grace, y estaba seguro de que nada más saberlo se habría muerto. Y tal como estaban las cosas, nunca tendría que enfrentarse al hecho de que había engendrado un monstruo, no tendría que soportar la carga del ultraje perpetrado por su hijo contra la persona a la que él más quería en el mundo. Jacob se había convertido en lo innombrable, pero yo me consumía de odio hacia él y esperaba con impaciencia el momento en que la policía lo atrapara finalmente para tener ocasión de testificar contra él en un tribunal. Para mi eterno pesar, nunca se me dio esa oportunidad. Mientras estábamos en Central Park aquella mañana rindiendo las honras fúnebres a su padre, Jacob ya estaba muerto. Ninguno de nosotros podíamos saberlo entonces, porque pasaron otros dos meses antes de que su cadáver descompuesto se descubriera —envuelto en un plástico negro y tirado en un contenedor de escombros— en una obra abandonada cerca del río Harlem en el Bronx. Lo habían matado de dos tiros en la cabeza. Richie y Phil no eran criaturas de su imaginación, y cuando en el juicio a que se los sometió al año siguiente se presentó como prueba el informe del forense, resultó que cada bala había sido disparada por una pistola distinta.

Aquel mismo día (1 de octubre), la carta enviada desde Manhattan por Madame Dumas llegó a su destino en Brooklyn. La encontré en el buzón después de volver a casa de Central Park (para cambiarme de ropa antes de ir de nuevo al hospital), y como en el sobre no había remite, no supe de quién era hasta que subí a casa y la abrí. Trause había escrito la carta a mano, y la caligrafía era tan irregular, de tan precipitada ejecución, que me costó trabajo descifrarla. Tuve que repasar varias veces el texto antes de conseguir desvelar el misterio de su letra ganchuda e ilegible, pero en cuanto logré traducir aquellos trazos en palabras, pude oír la voz de John: una voz viva, que me hablaba desde la otra orilla de la muerte, desde el otro lado de la nada. Luego encontré el cheque dentro del sobre, y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Vi las cenizas de John brotando de la urna en el parque aquella mañana. Vi a Grace, postrada en la cama del hospital. Me vi a mí mismo rompiendo las hojas del cuaderno azul, y al cabo de un rato —por decirlo con las palabras de Richard, el cuñado de John— me llevé las manos a la cara y sollocé hasta que no pude más. No sé cuánto tiempo pasé así, pero mientras las lágrimas manaban de mis ojos, me sentía feliz, más feliz por estar vivo de lo que me había sentido jamás. Era una felicidad que estaba más allá del consuelo, más allá del dolor, más allá de toda la fealdad y la belleza del mundo. Finalmente, el llanto cedió y me dirigí a la habitación a cambiarme de ropa. Diez minutos después, estaba otra vez en la calle, camino del hospital para ver a Grace.