Había estado mucho tiempo enfermo. Cuando llegó el día de salir del hospital, apenas sabía andar, casi no recordaba quién era. Haga un esfuerzo, me dijo el médico, y en tres o cuatro meses volverá a habituarse a las cosas. No le creí, pero de todos modos seguí su consejo. Me habían desahuciado, y ahora que había desbaratado sus predicciones y seguía misteriosamente con vida, ¿qué otra cosa podía hacer sino vivir como si tuviera todo un futuro por delante?

Empecé dando pequeños paseos, nada más que una o dos manzanas y luego vuelta a casa. Sólo tenía treinta y cuatro años, pero a todos los efectos la enfermedad me había convertido en un anciano: uno de esos viejales temblorosos que van arrastrando los pies y no pueden poner uno delante de otro sin mirar cuál es cuál. Incluso a la lentitud con que me movía entonces, andar me producía una extraña y volátil sensación de ligereza, un barullo de señales confusas y fallidas conexiones mentales. El mundo empezaba a girar y dar tumbos ante mis ojos, desplazándose como una imagen en un espejo ondulado, y siempre que intentaba centrar la mirada en una sola cosa, aislar un objeto de la vertiginosa avalancha de colores —un pañuelo azul anudado a la cabeza de una mujer, digamos, o la luz roja en la parte trasera de una furgoneta—, empezaba inmediatamente a descomponerse, a esfumarse, a desaparecer como una gota de tinta en un vaso de agua. Todo temblaba y se estremecía, se disgregaba en todas direcciones, y durante las primeras semanas me costaba trabajo averiguar dónde acababa mi cuerpo y empezaba el resto del mundo. Me daba contra las paredes y los cubos de basura, me enredaba en las correas de los perros y los papeles que llevaba el viento, tropezaba en las aceras más lisas. Llevaba toda la vida viviendo en Nueva York, pero ya no entendía ni las calles ni el gentío, y cada vez que salía a una de mis breves excursiones me sentía como perdido en una ciudad desconocida.

El verano llegó pronto aquel año. Al final de la primera semana de junio empezó a hacer bochorno, un tiempo desagradable, agobiante: día tras día de cielos apáticos, verdosos; el aire impregnado de efluvios de basura y gases de los tubos de escape; el calor que emanaba de cada ladrillo y bloque de cemento. A pesar de todo seguí adelante, obligándome a bajar las escaleras y salir a la calle todas las mañanas, y a medida que el desconcierto se me iba disipando en la cabeza y las fuerzas me volvían poco a poco, fui capaz de alargar los paseos y llegar a algunos de los rincones más apartados del barrio. Diez minutos pasaron a ser veinte; una hora se convirtió en dos; dos horas se hicieron tres. Respirando trabajosamente, con la piel siempre bañada en sudor, caminaba sin rumbo como un espectador del sueño de otro, observando el bullicioso ajetreo del mundo y maravillándome de haber sido un día como aquella gente que me rodeaba: siempre con prisa, siempre de acá para allá, siempre tarde, apurándome para hacer un montón de cosas más antes de que se pusiera el sol. Ya no servía para seguir jugando a aquello. Ahora era mercancía estropeada, un cúmulo de piezas averiadas, un desbarajuste neurológico, y todo aquel afán de ganar y gastar me dejaba completamente frío. Para distraerme un poco, empecé a fumar otra vez y a pasar la tarde en cafeterías con aire acondicionado, pidiendo refrescos y emparedados de queso a la plancha mientras escuchaba conversaciones perdidas y me leía tres periódicos distintos de cabo a rabo. Pasó el tiempo.

El día en cuestión —18 de septiembre de 1982—, salí del apartamento entre las nueve y media y las diez de la mañana. Mi mujer y yo vivíamos en Brooklyn, en el barrio de Cobble Hill, a medio camino entre Brooklyn Heights y Carroll Gardens. Normalmente echaba a andar en dirección norte, pero aquel día fui hacia el sur, torciendo a la derecha al llegar a la calle Court y siguiendo seis o siete manzanas en línea recta. El cielo estaba del color del cemento: nubes oscuras, ambiente plomizo, llovizna arrastrada por grises ráfagas de viento. Siempre he tenido debilidad por esa clase de tiempo, y me sentía contento en aquella mañana deslucida, sin echar en absoluto de menos la canícula de días atrás. A los diez minutos de salir, a mitad de la manzana situada entre Carroll y President, vi una papelería en la acera de enfrente. Estaba encajonada entre un zapatero remendón y una tienda de comestibles abierta las veinticuatro horas, la única fachada alentadora en una hilera de edificios mediocres y ruinosos. Supuse que no llevaba mucho tiempo allí, pero a pesar de ser nueva y del ingenioso arreglo del escaparate (torres de bolígrafos, lapiceros y reglas colocados de forma que recordaban la silueta de Nueva York recortada contra el cielo), el Palacio de Papel parecía una papelería muy pequeña para ofrecer algo interesante. Si decidí cruzar la calle y entrar, debió de ser porque en mi fuero interno deseaba ponerme a trabajar otra vez; sin saberlo, sin ser consciente del impulso que iba creciendo en mi interior. No había escrito nada desde que volví del hospital en mayo —ni una frase, ni una palabra— y no sentía el menor deseo de hacerlo. Ahora, tras cuatro meses de apatía y silencio, se me metió de pronto en la cabeza que tenía que renovar las existencias: plumas y lapiceros, un cuaderno, cartuchos de tinta y gomas de borrar, carpetas y blocs de notas, de todo.

Había un chino sentado tras la caja registradora en la parte delantera. Parecía un poco más joven que yo. Y al mirar por el escaparate cuando me disponía a entrar en la tienda, vi que estaba inclinado sobre una libreta, escribiendo columnas de cifras con un portaminas de color negro. Pese al frío que hacía aquel día, llevaba una camisa de manga corta —una de esas ligeras y anchas prendas veraniegas de cuello abierto— que acentuaba la delgadez de sus brazos cobrizos. Sonó un campanilleo cuando abrí la puerta y el hombre alzó un momento la vista para saludarme cortésmente con un movimiento de cabeza. Le devolví el saludo, pero antes de que pudiera decirle algo volvió a bajar la vista para sumirse de nuevo en sus cálculos.

El tráfico debía de pasar por un rato de calma en la calle Court, a menos que el cristal del escaparate fuera sumamente grueso, porque mientras echaba a andar por el primer pasillo para inspeccionar la tienda, de pronto percibí el silencio que reinaba allí dentro. Yo era el primer cliente del día, y la quietud era tan absoluta que se oía el rasgueo del lapicero del chino a mi espalda. Siempre que pienso ahora en aquella mañana, el ruido del lápiz es lo primero que me viene a la memoria. En la medida en que la historia que me dispongo a contar tenga algún sentido, creo que ahí es donde comienza: en el lapso de aquellos breves segundos, cuando el ruido de aquel lápiz era el único sonido que quedaba en el mundo.

Empecé a recorrer el pasillo, deteniéndome cada dos o tres pasos para examinar los artículos de los anaqueles. Se trataba en su mayoría de material escolar y de oficina normal y corriente, pero para ser un local con tan poco espacio ofrecía una selección sorprendente y esmerada, y me impresionó el cuidado con que se había procedido a almacenar y colocar tal plétora de objetos, que parecían incluir desde sujetapapeles de latón de seis tamaños diferentes a doce modelos distintos de clips. Al dar la vuelta a la esquina y empezar a recorrer el otro pasillo hacia la parte delantera, observé que habían dedicado una estantería a una serie de artículos de importación de gran calidad: cuadernos italianos con tapas de piel, agendas de direcciones hechas en Francia, delicadas carpetas japonesas de papel de arroz. Había también dos montones de cuadernos alemanes y portugueses. Los portugueses me resultaban especialmente atractivos, y con sus tapas duras, sus líneas cuadriculadas y sus pliegos de resistente papel cosido donde no se corría la tinta, en cuanto cogí uno y lo tuve entre las manos supe que iba a comprármelo. No tenía nada de extravagante ni ostentoso. Era un artículo práctico: sobrio, sin pretensiones, funcional, nada de esos libros de hojas en blanco que a uno se le ocurriría comprar para hacer un regalo. Pero me gustaba el detalle de que estuviera encuadernado en tela, y también me complacía el formato: veintitrés centímetros y medio por dieciocho y medio, lo que lo hacía ligeramente más corto y más ancho que los cuadernos normales. No puedo explicar por qué, pero esas dimensiones me parecieron sumamente satisfactorias, y, al tener aquel cuaderno en las manos por primera vez, sentí algo parecido a un placer físico, una súbita, incomprensible oleada de bienestar. Sólo quedaban cuatro cuadernos en el montón, cada uno de distinto color: negro, rojo, marrón y azul. Me decidí por el azul, que por casualidad era el que estaba encima.

Tardé otros cinco minutos más o menos en encontrar el resto de las cosas que necesitaba, y luego me dirigí a la parte delantera de la papelería y lo dejé todo en el mostrador. El dueño me dedicó otra de sus corteses sonrisas y empezó a pulsar teclas en la caja, registrando el importe de los diversos artículos. Pero cuando llegó al cuaderno azul, se detuvo un momento, se quedó con él en la mano y pasó levemente la yema de los dedos por la tapa. Fue un gesto de apreciación, casi una caricia.

—Bonito libro —declaró, en un inglés con marcado acento extranjero—. Pero se acabó. Se acabó Portugal. Historia muy triste.

No entendí nada de lo que había dicho, pero en vez de ponerle en un apuro y pedirle que lo repitiera, murmuré algo sobre el encanto y la sencillez del cuaderno y luego cambié de tema.

—¿Hace mucho que ha abierto la papelería? —le pregunté—. Está impecable, y todo parece muy nuevo.

—Un mes. Diez de agosto inauguración.

Al revelar ese dato, pareció ponerse un poco más derecho, sacando pecho con juvenil orgullo militar, pero cuando le pregunté cómo iba el negocio, dejó pausadamente el cuaderno sobre el mostrador y sacudió la cabeza.

—Muy flojo. Muchos disgustos.

Al mirarlo a los ojos, me di cuenta de que tenía más años de los que le había echado al principio: treinta y cinco por lo menos, incluso cuarenta. Hice algún torpe comentario sobre aguantar y esperar a que las cosas empezaran a funcionar, pero él sacudió la cabeza, esbozó una sonrisa y dijo:

—Mi sueño de siempre, tener una tienda. Una papelería como ésta, con plumas y papel, mi gran sueño americano. Negocio para todos, ¿verdad?

—Verdad —repetí, aunque no estaba completamente seguro de lo que quería decir.

—Todo el mundo hace palabras —prosiguió—. Todo el mundo escribe cosas. En colegio los niños hacen deberes en mis cuadernos. Los profesores ponen notas en mis cuadernos. En los sobres que vendo la gente manda cartas de amor. Libros de contabilidad, blocs de notas para listas de la compra, agendas para planificar semana. Todo aquí importante para vida, y eso me hace feliz, es un honor para mí.

El dueño de la papelería soltó ese pequeño discurso con tal solemnidad, con tan grave acento de responsabilidad y determinación, que confieso que me conmovió. ¿Qué clase de hombre era el dueño de aquella papelería, me pregunté, que disertaba ante sus clientes sobre la metafísica del papel y se veía a sí mismo cumpliendo una función esencial en la infinidad de los asuntos humanos? Había algo cómico en todo aquello, supongo, pero al oírle hablar ni por un momento se me ocurrió reír.

—Bien dicho —respondí—. No podría estar más de acuerdo con usted.

El cumplido pareció levantarle un poco el ánimo. Con una breve sonrisa y una inclinación de cabeza, siguió pulsando teclas en la caja registradora.

—Muchos escritores, aquí en Brooklyn. Bueno para negocio, quizá.

—Puede —contesté—. Lo malo de los escritores es que no les sobra el dinero para gastar.

—Ah —respondió, alzando la vista de la caja y dirigiéndome una sonrisa tan amplia que puso al descubierto una boca llena de dientes torcidos—. Usted debe ser escritor.

—No se lo diga a nadie —repuse, intentando mantener el tono de broma—. Se supone que es un secreto.

No era una observación muy graciosa, pero al dueño de la papelería debió de parecerle muy divertida, porque estuvo un buen rato a punto de morirse de un ataque de risa. En su forma de reír había un ritmo extraño, entrecortado —como si hablara y cantara a la vez—, y las carcajadas le salían a borbotones de la garganta en una alternancia de breves y mecánicos trinos: Ja ja ja. Ja ja ja.

—No digo a nadie —aseguró, una vez que cesó el arrebato—. Alto secreto. Sólo entre usted y yo. Mis labios sellados. Ja ja ja.

Reanudó su tarea con la máquina registradora y cuando terminó de meter mis cosas en una amplia bolsa blanca, volvió a ponerse serio.

—Si un día escribe historia en cuaderno azul de Portugal —me dijo—, me hará muy feliz. Mi corazón lleno de alegría.

No supe qué contestar, pero antes de que se me ocurriera algo que decir, se sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la camisa y me la pasó por encima del mostrador. En la parte superior estaban escRita’s en negrita las palabras PALACIO DE PAPEL. Después la dirección y el teléfono del establecimiento, y luego, en la parte inferior derecha, había un último elemento de información que anunciaba: M. R. Chang, Propietario.

—Gracias, señor Chang —le dije, sin levantar la vista de la tarjeta. Luego me la guardé en el bolsillo y saqué la cartera para pagarle.

—Nada de señor —objetó Chang, exhibiendo de nuevo su amplia sonrisa—. M. R. Así parece más importante. Más americano.

De nuevo no supe qué decir. Se me pasaron por la cabeza algunas ideas sobre el significado de aquellas iniciales, pero me las guardé para mí. Medios de Reajuste. Múltiples Repasos. Misterios Revelados. Es mejor no formular determinadas observaciones, y no quise castigar al pobre hombre con mi deprimente ironía. Después de un breve y embarazoso silencio, me tendió la bolsa blanca y luego, a modo de agradecimiento, hizo una reverencia.

—Que tenga suerte con la tienda —le deseé.

—Un palacio muy pequeño —observó—. No hay mucho género. Pero usted dice lo que quiere, y yo pido. Cualquier cosa que pida, yo traigo.

—Vale —contesté—. Trato hecho.

Di media vuelta para marcharme, pero Chang salió precipitadamente de detrás del mostrador y me cortó el paso delante de la puerta. Parecía tener la impresión de que habíamos concluido un negocio de suma importancia, porque pretendía estrecharme la mano.

—Hecho —afirmó—. Bueno para usted, bueno para mí. ¿Vale?

—Vale —repetí, consintiendo en el apretón de manos. Encontré un tanto absurdo el hecho de hacer tanta ceremonia por tan poca cosa, pero no me costaba nada seguirle la corriente. Además, estaba impaciente por largarme, y cuanto menos abriera la boca, antes me marcharía de allí.

—Usted pide y yo traigo. Sea lo que sea, lo encuentro. M. R. Chang sirve lo pedido.

Me dio otros dos o tres apretones de manos y luego me abrió la puerta, saludando con la cabeza y sonriendo mientras pasaba por delante de él y salía a la fresca mañana de septiembre[1].

Había pensado entrar a desayunar en una de las cafeterías del barrio, pero el billete de veinte dólares que había metido en la cartera antes de salir se había quedado reducido a tres de uno y unas cuantas monedas: ni siquiera daba para la especialidad de la casa de dos dólares con noventa y nueve centavos, contando la propina y los impuestos. De no haber sido por la bolsa, habría seguido con mi paseo, pero no tenía sentido ir cargando con ella por todo el vecindario, y como hacía un tiempo bastante desagradable (la fina llovizna de antes se había transformado en un incesante chaparrón), abrí el paraguas y decidí marcharme a casa.

Era sábado, y mi mujer aún seguía en la cama cuando salí de casa. Grace tenía un trabajo fijo de nueve a cinco, y los fines de semana podía aprovechar para levantarse tarde, permitiéndose el lujo de no poner el despertador. Como no quería molestarla, me marché tan sigilosamente como pude, dejándole una nota en la mesa de la cocina. Ahora vi que ella había añadido unas frases al pie de mi nota. Sidney: espero que el paseo haya sido divertido. Salgo a hacer unos recados. No tardaré mucho. Nos vemos luego. Te quiero, G.

Fui a mi cuarto de trabajo, al final del pasillo, y saqué los nuevos pertrechos. El recinto no era mucho más amplio que un armario —el espacio justo para un escritorio, una silla y una librería en miniatura con cuatro angostos estantes—, pero lo encontraba suficiente para mis necesidades, que nunca habían ido más allá de sentarme en la silla y escribir palabras en hojas de papel. Había entrado varias veces en el cuarto desde que me dieron de alta en el hospital, pero hasta aquel sábado de septiembre por la mañana —que yo prefiero denominar la mañana en cuestión—, no creo que me hubiera sentado una sola vez en la silla. Ahora, mientras aposentaba mis lamentables y flojas posaderas en el duro asiento de madera, me sentí como quien llega a casa después de un viaje largo y difícil, el desventurado viajero que vuelve para reclamar su legítimo lugar en el mundo. Me encontraba bien estando en el cuarto otra vez, con ganas de estar allí, y en la oleada de felicidad que me invadió mientras me instalaba frente a mi viejo escritorio, decidí señalar la ocasión escribiendo algo en el cuaderno azul.

Puse un cartucho de tinta en la pluma, abrí el cuaderno por la primera hoja y me quedé mirando la primera línea. No tenía ni idea de cómo empezar. El objeto del ejercicio no consistía en escribir algo concreto, sino en demostrarme a mí mismo que aún era capaz de escribir: lo que significaba que no importaba tanto lo que escribiera como el hecho de escribir algo. Cualquier cosa habría servido, cualquier frase habría sido enteramente válida, pero aun así no quería empezar el cuaderno con alguna estupidez, de modo que me quedé a la expectativa frente a la página cuadriculada, mirando las hileras de tenues líneas azules que se entrecruzaban en la blancura del papel convirtiéndolo en un campo de diminutos e idénticos cuadrados, y mientras dejaba vagar mis pensamientos por aquellos recintos tan finamente trazados recordé de pronto una conversación que había mantenido unas semanas antes con mi amigo John Trause. Rara vez hablábamos de libros cuando nos veíamos, pero aquel día John mencionó que estaba releyendo a ciertos novelistas que había admirado en su juventud. Tenía curiosidad por saber si su obra había perdido actualidad, si las opiniones que se había formado a los veinte años eran las mismas que se haría hoy, con treinta y tantos años más a sus espaldas. Pasó revista primero a diez escritores, luego a veinte, mencionándolos a todos, desde Faulkner y Fitzgerald a Dostoievski y Flaubert, pero el comentario que mejor grabado se me quedó en la memoria —y que ahora recordaba sentado a la mesa con el cuaderno abierto delante de mí— fue una pequeña digresión que hizo con respecto a una anécdota que se cuenta en una de las obras de Dashiell Hammett.

—En eso hay material para una novela —aseguró John—. Yo ya estoy viejo para pensar en ello, pero un pipiolo como tú puede sacarle jugo a la idea, hacer algo con ella. Es un punto de partida fantástico. Lo único que hace falta es una historia que le vaya bien[2].

Se refería al episodio de Flitcraft en el capítulo séptimo de El halcón maltés, la curiosa parábola que Sam Spade cuenta a Brigid O’Shaughnessy sobre un hombre que abandona la vida que lleva y desaparece de pronto. Flitcraft es un individuo absolutamente convencional: marido, padre, próspero hombre de negocios, una persona que no puede quejarse de nada. Un día sale a comer y cuando va andando por la calle una viga se desploma desde el décimo piso de un edificio en construcción y casi aterriza en su cabeza. Unos centímetros más y Flitcraft habría muerto aplastado, pero la viga le pasa rozando, y salvo por una esquirla que salta de la acera y le da en la cara, resulta ileso. De todos modos, el hecho de haber estado a un paso de la muerte lo perturba, y no puede sacarse el incidente de la cabeza. Según dice Hammett: «Se sintió como si le hubiesen quitado la tapadera que cubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo». Flitcraft cae en la cuenta de que el mundo no es un sitio tan racional y ordenado como él creía, de que ha estado equivocado desde el principio y jamás ha entendido ni palabra de lo que ocurría en él. Es el azar quien gobierna el mundo. Lo aleatorio nos acecha todos los días de nuestra vida; una vida de la que se nos puede privar en cualquier momento, sin razón aparente. Cuando termina de comer, Flitcraft concluye que no tiene más remedio que someterse a esa fuerza aniquiladora, que debe destruir su vida mediante algún gesto sin sentido, totalmente arbitrario, de negación de sí mismo. Pagará con la misma moneda, por decirlo así, y sin molestarse en volver a casa o despedirse de su familia, sin tomarse siquiera el trabajo de sacar dinero del banco, se levanta de la mesa, se dirige a otra ciudad y empieza una nueva vida.

En las dos semanas transcurridas desde que John y yo hablamos de ese pasaje, ni una sola vez se me había pasado por la cabeza que en algún momento me daría por asumir la difícil tarea de dar cuerpo a la historia. Estaba de acuerdo en que era un excelente punto de partida —porque todos hemos pensado alguna vez en dejar la vida que llevamos, y porque en algún momento todos hemos deseado ser otro—, pero eso no quería decir que tuviera interés en desarrollarlo. Aquella mañana, sin embargo, sentado frente al escritorio por primera vez en casi nueve meses, con la vista fija en el recién adquirido cuaderno y esperando a ver si se me ocurría una frase inicial que no me produjera un sentimiento de vergüenza ni me hiciera perder el ánimo, decidí probar suerte con el conocido episodio de Flitcraft. No se trataba más que de un pretexto, la búsqueda de un medio para abrir brecha. Si era capaz de transcribir un par de ideas medianamente interesantes, al menos podría decir que había empezado a hacer algo, aunque lo dejara al cabo de veinte minutos y no volviera a trabajar más en ello. Así que quité el capuchón a la pluma, puse el plumín sobre la primera línea de la primera hoja del cuaderno azul, y empecé a escribir.

Las palabras fluyeron con rapidez, fácilmente, sin requerir gran esfuerzo. Resultaba sorprendente, pero con tal de que no dejara de mover la mano de izquierda a derecha, la palabra siguiente siempre parecía estar allí, deseosa por salir de mi pluma. Di a mi Flitcraft el nombre de Nick Bowen. Tiene treinta y tantos años, es editor en una importante editorial de Nueva York y está casado con una mujer llamada Eva. Siguiendo el ejemplo del prototipo de Hammett, se trata de un individuo que forzosamente hace bien su trabajo, es objeto de la admiración de sus compañeros, goza de seguridad económica, es feliz en su matrimonio, y así sucesivamente. O eso parecería tras una observación superficial, pero cuando empieza mi versión de la historia, ya hace tiempo que en el interior de Bowen bullen ciertos problemas. Comienza a aburrirle el trabajo (aunque no está dispuesto a admitirlo), y al cabo de cinco años de relativa estabilidad y tranquila felicidad con Eva, su matrimonio ha llegado a un punto muerto (otro hecho al que no tiene el valor de enfrentarse). En lugar de reflexionar sobre su creciente insatisfacción, Nick pasa su tiempo libre en un garaje de la calle Desbrosses, en Tribeca, dedicado a la interminable empresa de reconstruir el motor de un Jaguar destartalado que compró a los tres años de casarse. Es uno de los editores más importantes de una prestigiosa editorial neoyorquina, pero lo cierto es que prefiere el trabajo manual.

Cuando empieza la historia, al despacho de Bowen acaba de llegar un manuscrito. Novela breve, con el sugestivo título de La noche del oráculo, es al parecer obra de Sylvia Maxwell, novelista famosa en los años veinte y treinta que murió hace casi dos décadas. Según el agente que la ha enviado, esa obra perdida data de 1927, año en que Maxwell se fugó a Francia con un inglés llamado Jeremy Scott, pintor de poca monta que posteriormente trabajó de escenógrafo en películas británicas y americanas. Sus relaciones duraron dieciocho meses, y cuando se acabaron Sylvia volvió a Nueva York, dejando la novela en manos de Scott. El inglés la guardó como oro en paño durante el resto de su vida, y cuando le sobrevino la muerte a los ochenta y siete años, unos meses antes del comienzo de mi historia, apareció una cláusula en su testamento por la cual legaba el manuscrito a la nieta de Maxwell, una joven norteamericana llamada Rosa Leightman. La novela fue a parar al agente literario a través de ella, con instrucciones explícitas de que se la enviaran primero a Nick Bowen, antes de que nadie más tuviera ocasión de leerla.

El paquete llega al despacho de Nick el viernes por la tarde, justo unos minutos después de que él se haya marchado de fin de semana. Cuando vuelve, el lunes por la mañana, se encuentra con el libro encima de la mesa. Nick es un entusiasta de las novelas de Sylvia Maxwell y, por tanto, no ve el momento de empezar a leerla. Pero nada más pasar la primera página suena el teléfono. Su secretaria le comunica que Rosa Leightman está en la recepción, preguntando si puede pasar a verlo un momento. Que pase, dice Nick, y antes de que pueda acabar de leer las primeras frases del libro (La guerra casi había terminado, pero nosotros no lo sabíamos. Eramos muy pequeños para darnos cuenta de las cosas, y como la guerra estaba en todas partes, no…), la nieta de Sylvia Maxwell entra en su despacho. Va vestida con ropa sencilla, apenas maquillada, el pelo corto, con un estilo que ya no se lleva, y sin embargo, piensa Nick, tiene un rostro tan fascinante, tan dolorosamente joven y sin reservas, evoca (se le ocurre de pronto) tal despliegue de esperanza y energía humana liberada, que por un momento llega a faltarle la respiración. Eso es precisamente lo que me sucedió a mí la primera vez que vi a Grace —una sacudida que me dejó paralizado, incapaz de tomar aliento—, de manera que no me resultó difícil trasladar esos sentimientos a Nick Bowen e imaginarlos en el contexto de otra historia. Para simplificar aún más las cosas, di el cuerpo de Grace a Rosa Leightman: hasta en los detalles más mínimos, más característicos, incluyendo la cicatriz de su infancia en la rodilla, el incisivo izquierdo ligeramente torcido, y el lunar en el lado derecho de la mandíbula[3].

En cuanto a Bowen, en cambio, lo hice distinto de mí; lo contrario de mí mismo, en realidad. Como soy alto, lo hice bajo. Soy pelirrojo, así que hice que fuese moreno. Calzo un cuarenta y cuatro, de manera que le di un cuarenta y dos. No me inspiré en ningún conocido (al menos conscientemente), pero una vez que terminé de perfilarlo en mi imaginación, me resultó asombrosamente verosímil, tanto que casi podía verlo entrar en el estudio y quedarse de pie a mi lado, mirando al escritorio con la mano en mi hombro y leyendo lo que estaba escribiendo…, viendo cómo le daba vida con la pluma.

Por fin, Nick indica una silla a Rosa, que se sienta al otro lado del escritorio. Sigue una pausa de indecisión. Nick ha vuelto a recobrar el aliento, pero no se le ocurre nada que decir. Rosa rompe el hielo preguntándole si ha encontrado tiempo para leer el libro durante el fin de semana. No, contesta él, llegó tarde. No lo he recibido hasta esta mañana.

Rosa parece aliviada. Qué bien, dice. Corre el rumor de que la novela es un fraude, que no la escribió mi abuela. Como quería estar completamente segura, contraté a un grafólogo para que examinara el manuscrito original. Su informe me llegó el sábado, y en él se afirma que es auténtico. Sólo para que lo sepa. La noche del oráculo es obra de Sylvia Maxwell.

Parece que le ha gustado el libro, observa Nick, y Rosa confirma que sí, que la conmovió mucho. Si lo escribió en 1927, prosigue Nick, entonces viene después de La casa en llamas y Redención, pero antes de Paisaje con árboles, lo que la convertiría en su tercera novela. Por entonces aún no había cumplido los treinta, ¿verdad?

Veintiocho, confirma Rosa. Los mismos que yo tengo ahora.

La conversación prosigue durante otros quince o veinte minutos. Nick tiene muchísimo que hacer esa mañana, pero no se decide a pedirle que se vaya. Hay algo tan directo en esa chica, tan lúcido, tan carente de artificio, que quiere seguir mirándola más tiempo y asimilar plenamente el impacto de su presencia: que resulta fascinante, decide, precisamente porque Rosa no es consciente de ello, por la absoluta indiferencia del efecto que produce en los demás. No dicen nada importante. Nick se entera de que es hija del hijo mayor de Sylvia Maxwell (fruto del segundo matrimonio de la escritora con Stuart Leightman, director de teatro) y que nació y se crió en Chicago. Cuando Nick le pregunta por qué tenía tanto interés en que él fuera el primero en recibir el libro, ella contesta que no sabe nada de cómo trabajan en las editoriales, pero que Alice Lazarre es su novelista contemporánea preferida y cuando se enteró de que Nick era su editor, decidió que era el más indicado para el libro de su abuela. Nick sonríe. Alice estará encantada, asegura Rosa, y unos minutos después, cuando Rosa se pone finalmente en pie para marcharse, él saca unos libros de un estante y le regala un montón de primeras ediciones de Alice Lazarre. Espero que La noche del oráculo no lo decepcione, dice Rosa. ¿Por qué iba a decepcionarme?, inquiere Nick. Sylvia Maxwell era una novelista de primera clase. Bueno, observa Rosa, es que este libro es diferente de los demás. ¿En qué sentido?, pregunta Nick. Pues no sé, dice Rosa, en todos. Ya lo averiguará usted mismo cuando lo lea.

Había otras decisiones que tomar, desde luego, una multitud de detalles importantes que imaginar e incorporar a la escena, para darle plenitud y autenticidad, por contrapeso narrativo. ¿Cuánto tiempo lleva Rosa viviendo en Nueva York?, por ejemplo. ¿Qué hace allí? ¿Tiene trabajo? Y, en caso afirmativo, ¿es importante para ella esa ocupación o simplemente un medio de ganar lo suficiente para pagar el alquiler? ¿Y en qué situación se encuentra en el plano amoroso? ¿Está soltera o casada, comprometida o sin compromiso, buscando algo o esperando pacientemente a que aparezca la persona adecuada? En un primer impulso pensé que fuera fotógrafa, o quizá ayudante de montaje, que tuviera un trabajo relacionado con imágenes, no con palabras, como el de Grace. Soltera, decididamente; sin duda nunca había estado casada, aunque quizá salía con alguien, o, mejor aún, acababa de romper después de una relación larga y tortuosa. No quería detenerme de momento en aquellas cuestiones, ni en cuestiones similares en relación con la mujer de Nick: profesión, ambiente familiar, gustos musicales, literarios, etcétera. Aún no me había puesto a escribir la historia, simplemente esbozaba la acción con trazos amplios, y no podía quedarme empantanado en nimiedades, en asuntos de menor importancia. Eso me habría obligado a pararme a pensar, y de momento sólo me interesaba seguir adelante, ver adónde iban a llevarme las imágenes que desfilaban por mi mente. No se trataba de frenar nada; ni tampoco de tomar decisiones. Aquella mañana mi tarea consistía simplemente en seguir lo que iba ocurriendo en mi interior, y para lograrlo tenía que mover la pluma lo más rápido posible.

Nick no es un aventurero ni un seductor. Está casado y no ha desarrollado la costumbre de engañar a su mujer, y además no es consciente de tener intenciones con respecto a la nieta de Sylvia Maxwell. Pero no cabe duda de que se siente atraído hacia ella, de que lo ha cautivado la deslumbrante sencillez de su actitud, y en cuanto Rosa se levanta y sale del despacho, le pasa como un relámpago por la cabeza —un pensamiento espontáneo, el trueno figurativo del deseo— la idea de que sería capaz de cualquier cosa por acostarse con esa mujer, incluso de llegar al punto de sacrificar su matrimonio. Los hombres tienen esa clase de pensamientos veinte veces al día, y sólo porque alguien experimente un momentáneo destello de excitación no significa que tenga intención alguna de ceder al impulso, pero aun así, en cuanto se da cuenta de lo que se le ha ocurrido, Nick siente asco de sí mismo, asaltado por un sentimiento de culpa. Para apaciguar su conciencia, llama a su mujer a la oficina (gabinete jurídico, agencia bursátil, hospital: se determinará más adelante) y le anuncia que va a reservar mesa en su restaurante favorito para llevarla a cenar esa misma noche.

Se encuentran a las ocho en punto. Las cosas van estupendamente mientras toman el aperitivo y los entrantes, pero luego empiezan a hablar de un asunto doméstico sin importancia (una silla rota, la inminente llegada de una prima de Eva a Nueva York, una cuestión enteramente secundaria), y enseguida se ponen a discutir. No de forma vehemente, quizá, pero sus voces denotan la suficiente irritación como para echar a perder su estado de ánimo. Nick expresa sus disculpas, y Eva las acepta; Eva expresa las suyas, y Nick las acepta. Pero la conversación pierde gracia, y no hay modo de recobrar la armonía de unos momentos antes. Cuando les sirven el primer plato, ambos guardan silencio. El restaurante está atestado, bulle de animación, y al recorrer Nick distraídamente la estancia con la mirada ve de pronto en un rincón a Rosa Leightman, sentada a una mesa con cinco o seis personas. Eva se da cuenta de que está mirando en una dirección determinada y le pregunta si ha visto a alguien conocido. Aquella chica, dice Nick. Ha venido a mi despacho esta mañana. Le cuenta algo sobre Rosa, menciona la novela escrita por su abuela, Sylvia Maxwell, y luego intenta cambiar de tema, pero Eva vuelve entonces la cabeza y se fija en la mesa de Rosa, situada al otro extremo de la sala. Es muy guapa, observa Nick, ¿no te parece? No está mal, contesta Eva. Pero qué pelo más raro lleva, Nicky, y va horrorosamente vestida. Eso no importa, afirma Nick. Está llena de vida…, hace tiempo que no veo a una persona tan llena de vida. Es la clase de mujer que puede hacer que un hombre pierda la cabeza.

Es horrible decir eso a la mujer de uno, sobre todo si la mujer ha empezado a notar que su marido se está alejando de ella. Bueno, dice Eva a la defensiva, pues qué lástima que tengas que estar conmigo. ¿Quieres que vaya a su mesa y la invite a sentarse con nosotros? Nunca he visto a un hombre perder la cabeza. Siempre se puede aprender algo nuevo.

Consciente de la crueldad que acaba de decir sin darse cuenta, Nick trata de reparar los daños. No hablaba de mí, contesta. Me refería a un hombre…, a cualquier hombre. Al hombre en abstracto.

Después de cenar, Nick y Eva vuelven a su casa, en el West Village. Es un dúplex pulcro y bien amueblado de la calle Barrow: el apartamento de John Trause, en realidad, que me he apropiado para mi narración flitcraftiana como inclinación silenciosa ante quien me sugirió la idea. Nick tiene que escribir una carta y pagar unas facturas, y mientras Eva se prepara para acostarse, se sienta a la mesa del comedor y se dispone a atender a esas pequeñas obligaciones. Eso le lleva tres cuartos de hora, pero aunque se está haciendo tarde, se siente inquieto, todavía no le apetece irse a la cama. Asoma la cabeza por la puerta del dormitorio, ve que Eva sigue despierta y le dice que sale a echar las cartas al correo. Sólo va hasta el buzón de la esquina. Tardará cinco minutos.

Entonces ocurre todo. Bowen coge la cartera (que sigue conteniendo el manuscrito de La noche del oráculo), mete en ella las cartas y sale a hacer el recado. Es el inicio de la primavera, y sopla un fuerte viento por la ciudad, haciendo sonar los letreros de las calles y removiendo desperdicios y papeles. Sin dejar de pensar en su inquietante encuentro con Rosa por la mañana, intentando aún comprender el incidente doblemente perturbador de haberla visto otra vez por la noche, Nick va hacia la esquina como envuelto en una nube y apenas mira por dónde pisa. Saca el correo de la cartera y lo echa al buzón. Algo se ha roto en su interior, dice para sí, y por primera vez desde que empezaron sus problemas con Eva, está dispuesto a admitir la realidad de su situación: que su matrimonio ha fracasado, que su vida ha llegado a un punto muerto. En vez de dar media vuelta y volver inmediatamente a casa, decide prolongar unos minutos el paseo. Sigue caminando por la calle, dobla la esquina, recorre otra calle y vuelve a torcer en la siguiente manzana. Once pisos por encima de él, la cabeza de una pequeña gárgola de piedra caliza sujeta a la fachada de un edificio de apartamentos se va desprendiendo poco a poco del resto de la estructura a causa de los embates del viento que sigue azotando la calle. Nick da otro paso, luego otro, y en el momento en que la cabeza de la gárgola por fin se suelta, él entra directamente en la trayectoria del objeto que se desploma. Así, de forma ligeramente modificada, comienza la historia de Flitcraft. Precipitándose en picado, la gárgola pasa a unos centímetros de la cabeza de Nick, rozándole el brazo, para estallar luego en mil pedazos contra la acera.

El impacto lo arroja al suelo. Se queda espantado, desorientado, anonadado. Al principio, no tiene idea de lo que acaba de ocurrir. Una fracción de segundo de alarma mientras la piedra le roza la manga, un instante de conmoción cuando la cartera se le escapa de la mano y luego el estrépito de la cabeza de la gárgola que se estrella contra la acera. Pasan unos momentos antes de que esté en condiciones de reconstruir la secuencia de los hechos, y cuando lo hace, se levanta del suelo comprendiendo que podría estar muerto. Aquella piedra era su destino. Esta noche ha salido de casa por el único motivo de encontrarse con la piedra, y si ha logrado escapar sano y salvo, eso sólo puede significar que se le ha otorgado una vida nueva, que su existencia anterior ha terminado, que hasta el más nimio momento de su pasado es ya de otra persona.

Un taxi da la vuelta a la esquina y viene por la calle en su dirección. Nick alza la mano. El taxi se detiene y Nick sube al vehículo. ¿Adónde?, pregunta el taxista. Nick no tiene ni idea, así que dice lo primero que se le ocurre. Al aeropuerto, contesta. ¿A cuál?, pregunta de nuevo el conductor. ¿Kennedy, La Guardia o Newark? A La Guardia, contesta Nick, de modo que a La Guardia se dirigen. Al llegar, Nick va al mostrador de billetes y pregunta cuándo sale el siguiente vuelo. ¿El vuelo adónde?, pregunta el empleado. A cualquier parte, responde Nick. El empleado consulta el horario. Kansas City, le informa. Hay un vuelo que tiene el embarque dentro de diez minutos. Muy bien, dice Nick, tendiéndole su tarjeta de crédito, déme un billete. ¿De ida, o ida y vuelta? Sólo de ida, contesta Nick, que media hora después está sentado en un avión, volando en plena noche hacia Kansas City.

Allí fue donde lo dejé aquella mañana: suspendido en el aire, volando estúpidamente hacia un futuro incierto y precario. No sabía cuánto tiempo llevaba trabajando, pero noté que me estaba quedando sin ideas, así que dejé la pluma y me levanté de la silla. En total, había escrito ocho páginas del cuaderno azul. Eso habría supuesto por lo menos dos o tres horas de trabajo, pero el tiempo había pasado tan deprisa que me sentía como si sólo llevara unos minutos allí dentro. Al salir del cuarto, fui pasillo adelante y entré en la cocina. Inesperadamente, Grace estaba delante del fogón, haciendo té.

—No sabía que estabas en casa —observó ella.

—Ya hace rato que he vuelto —expliqué—. Estaba en mi cuarto.

Grace pareció sorprendida.

—¿No me has oído llamar?

—No, lo siento. Debía estar absorto en lo que estaba haciendo.

—Como no contestabas, he abierto la puerta y he mirado. Pero no estabas.

—Claro que estaba. Sentado a la mesa.

—Pues no te he visto. Estarías en otra parte. En el cuarto de baño, a lo mejor.

—No me acuerdo de haber ido al baño. Que yo sepa, he estado sentado a la mesa todo el tiempo.

Grace se encogió de hombros.

—Como tú digas, Sidney —concluyó.

Evidentemente no estaba de humor para discutir. Como mujer inteligente que era, me dirigió una de sus gloriosas y enigmáticas sonrisas y luego se volvió de nuevo hacia el fogón para terminar de preparar el té.

Dejó de llover hacia media tarde, y unas horas después un abollado Ford azul de una de las compañías de taxis del barrio cruzaba el puente de Brooklyn para conducirnos a nuestra cena quincenal con John Trause. Desde que salí del hospital, los tres habíamos insistido en reunirnos cada dos sábados por la noche, cenando unas veces en Brooklyn, en nuestro apartamento (donde invitábamos a John y preparábamos nosotros la comida), y otras dándonos extraordinarias comilonas en Chez Pierre, un restaurante nuevo y bastante caro del West Village (donde John siempre insistía en pagar la cuenta). En principio, el programa de aquella noche consistía en encontrarnos en el bar de Chez Pierre a las siete y media, pero John había llamado unos días antes para decirnos que le pasaba algo en la pierna y que tendríamos que cancelar la cita. Resultó que le había dado una flebitis (inflamación de una vena debida a la presencia de un coágulo de sangre), pero luego volvió a llamar el viernes por la tarde para decirnos que se encontraba algo mejor. No podía andar, nos advirtió, pero si no nos importaba ir a su apartamento y encargar comida china para que nos la subieran, quizá podríamos cenar juntos a pesar de todo.

—Me fastidiaría no veros a Gracie y a ti —afirmó—. Y de todas formas hay que comer, así que ¿por qué no cenamos juntos aquí? Con la pierna en alto, ya casi no me duele[4].

Yo le había robado el apartamento para mi historia del cuaderno azul, y cuando llegamos a la calle Barrow y John abrió la puerta para hacernos pasar, tuve la extraña sensación, no enteramente desagradable, de que entraba en un espacio imaginario, de que pisaba una habitación que no estaba allí. Había ido incontables veces a casa de Trause, pero ahora que había pasado varias horas pensando en ella en mi apartamento de Brooklyn, poblándola con los personajes imaginarios de mi relato, parecía pertenecer tanto al universo de la ficción como al mundo de los objetos materiales y los seres humanos de carne y hueso. Contra todo pronóstico, aquella sensación no desapareció. Si acaso, fue creciendo a medida que avanzaba la noche, y cuando llegó la comida china a las ocho y media, yo ya estaba instalándome en lo que habría podido denominarse (a falta de un término más preciso) un estado de doble conciencia. Por un lado formaba parte de lo que estaba pasando a mi alrededor, y por otro me sentía aislado del entorno, dejaba que mi imaginación vagara con toda libertad y me veía sentado a la mesa de mi cuarto de trabajo en Brooklyn, escribiendo sobre aquel apartamento en el cuaderno azul, mientras seguía sentado en una butaca en el último piso de un dúplex de Manhattan, anclado firmemente en mi cuerpo, escuchando lo que decían John y Grace e incluso añadiendo algunas observaciones de mi cosecha. No es insólito que una persona esté abstraída hasta el punto de parecer ausente, pero el caso era que yo no estaba ausente. Me encontraba en aquel espacio, plenamente inmerso en lo que estaba sucediendo; y al mismo tiempo no me hallaba allí, porque aquel sitio ya no pertenecía al mundo real. Era un ámbito ilusorio que existía en mi imaginación, y también el lugar donde yo estaba. En los dos sitios al mismo tiempo. En el apartamento y en la historia. En la historia desarrollada en el apartamento que seguía escribiendo en mi cabeza.

John tenía más dolores de lo que estaba dispuesto a reconocer. Fue a abrir la puerta apoyándose en una muleta, y mientras subía las escaleras y luego se dirigía renqueando a su sitio en el sofá —un mueble enorme, hundido en el medio, con un montón de almohadas y mantas para apoyar la pierna—, vi la mueca de dolor en su rostro, el sufrimiento que le costaba cada paso. Pero John no iba a hacer muchos aspavientos por eso. Había combatido en el Pacífico como soldado raso a los dieciocho años al final de la Segunda Guerra Mundial, y pertenecía a esa generación de hombres que consideraban una cuestión de honor el hecho de no autocompadecerse, que rehuían desdeñosamente las atenciones de cualquiera que se preocupara por ellos. Aparte de hacer algún comentario socarrón sobre Richard Nixon, que había dado cierta resonancia cómica a la palabra flebitis en la época de su administración, John se negó tercamente a hablar de su dolencia. No, eso no es enteramente exacto. Cuando pasamos a la habitación de arriba, permitió que Grace lo ayudara a instalarse en el sofá y a colocar de nuevo las almohadas y las mantas, disculpándose por lo que él denominaba su «estúpida decrepitud». Luego, una vez que se hubo acomodado en su sitio, se volvió hacia mí y dijo:

—Qué buena pareja hacemos, ¿verdad, Sid? Tú, con tus temblores y hemorragias nasales, y ahora yo con esta pierna. Sí que estamos bien jodidos, coño.

Trause nunca había prestado demasiada atención a su aspecto, pero aquella noche parecía especialmente desaliñado, y al ver lo arrugados que tenía los vaqueros y el suéter de algodón —por no hablar del matiz grisáceo que había teñido la parte baja de sus calcetines blancos— supuse que llevaba la misma ropa desde hacía varios días. Como es lógico, estaba despeinado, y en la nuca tenía el pelo aplastado y tieso de haberse pasado horas y horas tumbado en el sofá desde hacía una semana. Lo cierto era que John estaba demacrado, mucho más viejo de lo que siempre me había parecido, pero cuando alguien tiene dolores y sin duda duerme poco a consecuencia de ello, no cabe esperar que ofrezca su mejor aspecto. Yo no me alarmé por su apariencia, pero Grace, que normalmente era la persona más inmutable que conocía, pareció asustarse y quedarse preocupada al ver el estado en que se encontraba John. Antes de que pudiéramos centrarnos en la cuestión de pedir la cena se pasó diez minutos acribillándole a preguntas sobre médicos, medicinas y diagnósticos, y luego, cuando John la convenció de que no se iba a morir, pasó revista a toda una serie de asuntos prácticos: hacer la compra, cocinar, sacar la basura, lavar la ropa, los quehaceres cotidianos. Madame Dumas se ocupaba de todo, informó John refiriéndose a la señora de la Martinica que le limpiaba el apartamento desde hacía dos años. Y cuando ella no podía ir, acudía su hija.

—Veinte años —añadió—, y muy inteligente. Y además está de buen ver, dicho sea de paso. Parece que en vez de caminar se desliza por la habitación, como si no tocara el suelo con los pies. Me viene bien para practicar el francés.

Dejando aparte la cuestión de la pierna, John parecía contento de estar con nosotros, y se mostró más locuaz de lo habitual en tales ocasiones, no dejando de parlotear durante la mayor parte de la noche. No estoy seguro, pero creo que era el dolor lo que le soltaba la lengua y le hacía hablar por los codos. La charla parecía distraerlo del tumulto que corría por su pierna, procurándole una especie de desenfrenado alivio. Aparte de las grandes cantidades de alcohol que ingería. Siempre que se abría una botella, John era el primero en alargar la copa, y, de las tres botellas que cayeron aquella noche, aproximadamente la mitad del contenido acabó en su organismo. Lo cual suponía botella y media de vino, además de los dos vasos de whisky escocés puro que se bebió después. Yo ya le había visto trasegar esas cantidades en otras ocasiones, pero por mucho alcohol que consumiera nunca daba muestras de estar borracho. No arrastraba las palabras, no se le ponían los ojos vidriosos. Era un individuo corpulento —un metro ochenta y siete, algo menos de noventa kilos—, y podía aguantarlo.

—Más o menos una semana antes de que me empezara a doler la pierna —empezó a contarnos—, me llamó Richard, el hermano de Tina[5]. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias suyas. Desde el día del entierro, en realidad, lo que significa que hace ya unos ocho años…, más de ocho años. Nunca tuve mucha relación con su familia mientras estuvimos casados, y cuando murió no me molesté en seguir en contacto con ellos. Ni ellos conmigo, si vamos a eso. Bueno, no es que me importe mucho. Todos esos Ostrow, los hermanos, con su asquerosa tienda de muebles de la Avenida Springfield, sus aburridas mujeres y sus insípidos hijos. Tina tenía unos ocho o nueve primos carnales, pero ella era la única con temple en la familia, la única con agallas para salir de aquel pequeño mundo de Nueva Jersey y tratar de hacer algo en la vida. Así que me sorprendió que Richard me llamara el otro día. Ahora vive en Florida, según me dijo, y tenía que venir a Nueva York en viaje de negocios. ¿Me apetecería salir a cenar con él? A algún sitio bonito, me dijo, invitaba él. Como no tenía otros planes, acepté. No sé por qué lo hice, pero tampoco había ninguna razón de peso para negarme, de manera que quedamos en encontrarnos al día siguiente a las ocho de la noche.

»Tenéis que entender una cosa de Richard. Siempre me ha dado la impresión de ser una persona insignificante. Es un año menor que Tina, por lo que ahora debe de andar por los cuarenta y tres, y salvo por unos momentos de gloria cuando jugaba al baloncesto en el instituto, la mayor parte del tiempo ha ido dando tumbos por ahí, primero cambiando dos o tres veces de universidad para suspender exámenes, y luego pasando de un empleo deprimente a otro, sin casarse, sin madurar verdaderamente. De carácter agradable, supongo, pero soso y apagado, siempre con la boca abierta y un aspecto de lelo que me saca de quicio. Lo único que alguna vez me ha gustado de él era su devoción por Tina. La quería tanto como yo, eso es seguro, un hecho indiscutible, y no voy a negar que fue un buen hermano para ella, un hermano ejemplar. Tú estuviste en el entierro, Gracie. Recuerdas lo que pasó. Asistieron cientos de personas, y todos los presentes en la capilla lloraban, sollozaban, gemían profundamente consternados. Fue una oleada de dolor colectivo, un sufrimiento a una escala que yo no había conocido jamás. Pero, de todos los asistentes al duelo, Richard era el que más sufría. Él y yo juntos, sentados en el primer banco. Cuando acabó la ceremonia, casi se desmayó al tratar de ponerse en pie. Tuve que sujetarlo con todas mis fuerzas para que no se derrumbara. Literalmente tuve que abrazarlo para que no se cayera redondo al suelo.

»Pero eso fue hace años. Pasamos juntos aquel trauma y luego le perdí la pista. Cuando acepté cenar con él la otra noche, esperaba pasar un rato aburrido, aguantar como fuese un par de horas de conversación insustancial y después largarme corriendo a casa. Pero me equivoqué. Me alegra decir que estaba equivocado. Siempre me resulta estimulante descubrir nuevos ejemplos de mis prejuicios, darme cuenta de mi propia estupidez, de que no sé ni la mitad de lo que creo saber.

»Todo empezó con el placer de verle la cara. Había olvidado cuánto se parecía a su hermana, los muchos rasgos que tenían en común. Los mismos ojos rasgados, la curva de la barbilla, la boca elegante, el puente de la nariz: era Tina en un cuerpo de hombre, o en cualquier caso, breves destellos de ella que fulguraban en los momentos más inesperados. Me abrumaba el hecho de tenerla así otra vez, de sentir de nuevo su presencia, de ver que una parte de ella seguía viviendo en su hermano. En un par de ocasiones Richard volvió la cabeza de cierta manera, hizo un gesto determinado, movió los ojos de una forma especial, y me sentí tan conmovido que me dieron ganas de levantarme de la silla y darle un beso por encima de la mesa. Un besazo en los labios; un ósculo integral. A lo mejor os reís, pero lamento mucho no haberlo hecho.

»Richard seguía igual, era el mismísimo Richard de siempre, pero en cierto modo había mejorado, parecía más a gusto consigo mismo. Se ha casado y tiene dos hijas pequeñas. Puede que eso le haya servido de algo. O quizá sea que es ocho años mayor, no sé. Continúa ganándose laboriosamente la vida con uno de esos empleos insustanciales (vendedor de piezas de ordenador, asesor de gestión, se me ha olvidado a qué se dedica) y sigue pasándose las tardes delante de la televisión. Partidos de fútbol, telecomedias, series policíacas, documentales de naturaleza; de la televisión, le encanta todo. Pero nunca lee, le trae sin cuidado lo que pasa en el mundo y ni siquiera aparenta que tiene opinión sobre nada. Hace dieciséis años que lo conozco, y en todo ese tiempo no se ha tomado una sola vez la molestia de abrir un libro mío. No me importa, desde luego, pero lo menciono para que os hagáis una idea de lo vago que es, de su absoluta falta de curiosidad. Y sin embargo la otra noche lo pasé bien con él. Disfruté oyéndole hablar de sus programas de televisión favoritos, de su mujer y sus dos hijas, de cómo cada vez juega mejor al tenis, de las ventajas de vivir en Florida en comparación con Nueva Jersey. Mejor clima, ya sabéis. Se acabaron las tormentas de nieve y los inviernos heladores; verano todos los días del año. Tan común y corriente, muchachos, tan jodidamente satisfecho y, sin embargo…, ¿cómo decir…?, tan enteramente en paz consigo mismo, tan conforme con la vida que casi me dio envidia.

»Así que allí estábamos, cenando en uno de tantos restaurantes del centro, sentados frente a una cena sin demasiado interés, charlando de cosas sin gran importancia, cuando Richard alzó de pronto la cabeza del plato y empezó a contarme una historia. Por eso es por lo que os estoy diciendo todo esto, para llegar al relato de Richard. No sé si estaréis de acuerdo conmigo, pero a mí me parece una de las cosas más interesantes que he oído en mucho tiempo.

»Hace tres o cuatro meses, Richard estaba en el garaje de su casa, buscando algo en una caja de cartón, cuando se encontró con un estereoscopio. Recordaba vagamente que sus padres lo habían comprado cuando era niño, pero no se acordaba de en qué circunstancias ni para qué lo utilizaban. A menos que hubiera borrado la experiencia de su memoria, estaba casi seguro de que nunca había mirado por el visor, de que jamás lo había tenido siquiera en las manos. Cuando lo sacó de la caja y empezó a examinarlo, vio que no era uno de esos objetos baratos y endebles que sirven para mirar fotografías ya preparadas de sitios turísticos y paisajes bonitos. Era un aparato óptico sólido y bien construido, una espléndida reliquia de la manía de las tres dimensiones de principios de los cincuenta. Aquella moda, que no duró mucho, consistía en que la gente tomara sus propias fotos tridimensionales con una cámara especial, las revelara en forma de diapositivas y luego las viera con el estereoscopio, que servía como una especie de álbum de fotografías en relieve. No encontró la cámara, pero sí una caja de diapositivas. Sólo había doce, me dijo, lo que parecía sugerir que sus padres no habían hecho más que un carrete con su cámara de moda, guardándola luego en algún sitio para olvidarse completamente de ella.

»Sin saber con lo que podía encontrarse, Richard puso una de las diapositivas en el visor, pulsó el botón que iluminaba el fondo y echó una mirada. En un instante, según me contó, se volatilizaron treinta años de su vida. De pronto se encontraba en 1953, en el cuarto de estar de la casa de su familia en West Orange, Nueva Jersey, entre los invitados al decimosexto cumpleaños de Tina. Ahora lo recordaba todo: la puesta de largo de su hermana, los camareros que servían en la fiesta desenvolviendo la comida en la cocina y alineando copas de champán en la encimera, el sonido del timbre de la puerta, el barullo de voces, el peinado con moño de Tina, el susurro de su largo vestido amarillo. Una tras otra, fue cambiando las diapositivas hasta poner las doce en el aparato. Todo el mundo estaba allí, aseguró. Su madre y su padre, sus primos, sus tíos, sus tías, su hermana, las amigas de su hermana, incluso él mismo, un escuálido adolescente de catorce años con su nuez protuberante, pelo cortado a cepillo y pajarita roja de clip. No era igual que ver fotografías normales, me explicó. Tampoco era lo mismo que ver películas domésticas, que siempre decepcionan con sus imágenes entrecortadas y sus colores desvaídos, con esa sensación de pertenecer a un pasado remoto. Las fotografías en tres dimensiones estaban increíblemente bien conservadas, tenían una nitidez sobrenatural. Todos los que salían parecían estar vivos, pletóricos de energía, presentes en aquel mismo momento, como formando parte de un eterno ahora que se había ido perpetuando a sí mismo a lo largo de casi treinta años. Colores intensos, que realzaban con toda claridad hasta el más mínimo detalle, creando ilusión de profundidad, de espacio alrededor. Cuanto más miraba las diapositivas, me dijo Richard, más impresión le daban los personajes de respirar, y cada vez que se detenía y pasaba a la siguiente, le parecía que si la hubiera mirado un poco más, sólo un momento más, habrían empezado a moverse de verdad.

»Después de verlas todas de la primera a la última, volvió a verlas de nuevo, y la segunda vez fue tomando conciencia poco a poco de que la mayoría de las personas retratadas ya estaban muertas. Su padre, fallecido de un ataque al corazón en 1969. Su madre, que murió en 1972 a consecuencia de un ataque renal. Tina, de cáncer, en 1974. Y de los seis tíos y tías que asistieron aquel día, cuatro ya estaban muertos y enterrados. En una de las fotos salía él en el jardín, con sus padres y Tina. Sólo estaban los cuatro —cogidos del brazo, apoyados los unos en los otros, una hilera de cuatro rostros sonrientes, ridículamente animados, haciendo el tonto delante de la cámara—, y cuando Richard puso la diapositiva en el visor por segunda vez, los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquélla fue la que pudo con él, me confesó, la que acabó derrotándolo. De pronto comprendió que se encontraba en el césped con tres fantasmas, que era el único superviviente de aquella tarde de treinta años atrás, y una vez que se le saltaron las lágrimas, no pudo hacer nada para contenerlas. Dejó el estereoscopio, se llevó las manos a la cara y prorrumpió en sollozos. Ésa fue la palabra que empleó cuando me contó la historia: sollozar. “Sollocé hasta que no pude más”, explicó. “Me quedé deshecho”.

»Se trataba de Richard, no lo olvidéis, una persona sin poesía alguna, un hombre con la sensibilidad de un picaporte; pero que cuando encontró esas fotografías, no podía pensar en otra cosa. El estereoscopio era como una linterna mágica que le permitía viajar en el tiempo y visitar a los muertos. Miraba las fotografías por la mañana, antes de salir a trabajar, y las miraba de nuevo por la tarde, cuando volvía a casa. Siempre en el garaje, a solas, lejos de su mujer y sus hijas, volviendo obsesivamente a aquella tarde de 1953, incapaz de cansarse de verlas. El hechizo duró dos meses, y luego una mañana Richard fue al garaje y el visor no funcionaba. El aparato se había atascado, era imposible apretar el botón para que se encendiera la luz. A lo mejor es que lo había utilizado demasiado, me dijo, y como no sabía arreglarlo supuso que se había terminado la aventura, que se había quedado de un plumazo sin aquella cosa maravillosa que había descubierto. Fue una pérdida catastrófica, la más cruel de las privaciones. Ni siquiera podía mirar las diapositivas poniéndolas a contraluz. Las transparencias en tres dimensiones no son diapositivas convencionales, y se necesita el estereoscopio para traducirlas a imágenes coherentes. Sin aparato, no hay imagen. Sin imágenes, se acabaron los viajes al pasado. Sin viajes al pasado, se terminó la alegría. Otro periodo de luto, otro tiempo de dolor; como si después de traer a los muertos de vuelta a la vida tuviera que enterrarlos otra vez.

»Ésa era la situación cuando lo vi hace dos semanas. El aparato estaba roto y Richard seguía tratando de entender lo que le había sucedido. No podéis imaginar lo que me emocionó su historia. Ver a aquel individuo inculto y vulgar convertido en un filósofo soñador, en un espíritu angustiado en busca de lo inalcanzable. Le dije que estaba dispuesto a hacer cuanto estuviera en mi mano para ayudarlo. Estamos en Nueva York, le recordé, y como en esta ciudad se puede encontrar cualquier cosa que exista en el mundo, tiene que haber alguien que sea capaz de arreglarlo. Richard pareció sentirse un tanto incómodo por mi entusiasmo, pero me agradeció el ofrecimiento y ahí dejamos el asunto. A la mañana siguiente, me puse en movimiento. Hice unas cuantas llamadas, investigué un poco y al cabo de un par de días localicé al dueño de una tienda de cámaras en la calle Treinta y uno Oeste que creía que podía arreglar el estereoscopio. Richard ya había vuelto a Florida, y cuando lo llamé aquella noche para darle la noticia pensé que se entusiasmaría, que enseguida empezaríamos a hablar de cómo embalar el aparato y mandarlo a Nueva York. Pero entonces hubo una larga pausa al otro extremo de la línea. “No sé, John”, dijo Richard al cabo. “Lo he estado pensando mucho desde que nos vimos, y a lo mejor no es tan buena idea que me pase el tiempo mirando esas fotografías. Arlene estaba muy preocupada y yo no prestaba mucha atención a las niñas. Quizá sea mejor así. Hay que vivir en el presente, ¿no es verdad? El pasado, pasado está, y por mucho que mire esas fotos, jamás podré recuperarlo”.

Y así acababa la historia. Un final decepcionante, según John, pero Grace no estaba de acuerdo con él. Después de estar dos meses comunicándose con los muertos, Richard se había puesto en peligro, afirmó ella, y quizá corría el riesgo de caer en una grave depresión. Yo estaba a punto de decir algo en aquel preciso instante, pero justo cuando abría la boca para exponer mi punto de vista, me empezó a sangrar otra vez la nariz. Eso me ocurría desde un par de meses antes de ingresar en el hospital, y aun cuando habían desaparecido casi todos los demás síntomas, aquellas infernales hemorragias persistían, se presentaban siempre, al parecer, en los momentos más inoportunos y nunca dejaban de causarme un fastidio considerable. No soportaba perder el dominio de mí mismo, encontrarme tranquilamente sentado en una habitación como lo estaba aquella noche, por ejemplo, tomando parte en una conversación, notar de pronto que me salía sangre a borbotones y ver cómo se me manchaban la camisa y el pantalón, sin poder hacer ni puñetera cosa por remediarlo. Los médicos me habían dicho que no me preocupara —no había secuelas clínicas, ni señales de problemas inminentes—, pero eso no hacía que me sintiera menos desvalido y avergonzado. Cada vez que me salía sangre de la nariz, me sentía como un niño que se mea en los pantalones.

Me levanté de un salto de la butaca y, llevándome un pañuelo a la cara, me precipité hacia el baño más próximo. Grace me preguntó si necesitaba ayuda, y debí de darle una respuesta un tanto desagradable, aunque no recuerdo lo que dije. «No te molestes», quizá, o «Déjame en paz». Algo con la suficiente mala uva como para que hiciese gracia a John, en cualquier caso, porque recuerdo claramente que oí cómo se reía cuando yo salía de la habitación. «Otra vez la fiel compañera», comentó. «La napia menstruante de Orr. No te deprimas por eso, Sidney. Al menos tienes la seguridad de que no estás embarazado».

La casa tenía dos baños, uno en cada nivel del dúplex. En circunstancias normales habríamos pasado la tarde abajo, en el comedor y la sala de estar, pero la flebitis de John nos había obligado a subir a la segunda planta porque allí era donde él pasaba ahora la mayor parte del tiempo. La habitación del piso de arriba era una especie de salón suplementario, una estancia pequeña, cómoda y agradable, de amplios ventanales, estanterías con libros a lo largo de tres paredes y espacios empotrados para la televisión y el equipo de sonido estereofónico: el enclave perfecto para la convalecencia de un inválido. El cuarto de baño de aquella planta estaba junto al dormitorio de John, y para llegar a él tuve que cruzar el estudio, el cuarto donde escribía. Encendí la luz al entrar, pero estaba demasiado preocupado por la hemorragia para prestar atención a otra cosa. Debí de pasar unos quince minutos en el baño, con la cabeza echada hacia atrás y comprimiéndome las fosas nasales, pero cuando esos antiguos remedios empezaron a surtir efecto ya había perdido tanto líquido que me pregunté si no tendría que acudir al hospital para que me hicieran una transfusión de emergencia. Qué impresión producía el rojo de la sangre contra el blanco del lavabo de porcelana, pensé. Con cuánta viveza llegaba aquel color a la imaginación, vaya sacudida estética. En comparación, los demás fluidos que segregábamos eran pálidos, chorritos apagados. Babas blancuzcas, semen lechoso, meados amarillos, mocos verdosos. Excretábamos colores de otoño e invierno, pero corriendo invisible por nuestras venas, la esencia misma que nos mantenía con vida, estaba el carmesí de un pintor enloquecido: un rojo brillante como pintura fresca.

Cuando cedió el acceso, me quedé un rato frente al lavabo, haciendo lo posible por recuperar un aspecto presentable. Era demasiado tarde para quitarme las salpicaduras de la ropa (se habían solidificado, formando unos circulitos herrumbrosos que embadurnaron el tejido cuando intenté quitarlos), pero me lavé bien la cara y las manos y me mojé el pelo, peinándome después con el peine de John para rematar la tarea. Ya no me daba tanta lástima de mí mismo, me encontraba algo menos maltrecho. Seguía teniendo la camisa y los pantalones adornados con horribles lunares, pero el torrente ya no fluía, y felizmente se me había mitigado el escozor de la nariz.

Al cruzar la habitación de John y entrar en su cuarto de trabajo, eché una mirada al escritorio. No directamente, en realidad, sino abarcando la totalidad de la estancia mientras me dirigía a la puerta, pero allí, rodeado de un surtido de plumas, lápices y desordenados montones de papeles, saltaba a la vista un cuaderno azul de tapa dura bastante similar al que me había comprado en Brooklyn aquella misma mañana. La mesa de un escritor es un lugar sagrado, el santuario más íntimo del mundo, y está prohibido que los extraños se acerquen a él sin permiso. Nunca había estado en el estudio de John, pero me llevé tal sorpresa y sentí tal curiosidad por saber si el cuaderno era igual que el mío, que olvidé la discreción y me acerqué a echar un vistazo. El cuaderno estaba cerrado, puesto sobre un diccionario pequeño, y en el momento en que me agaché para examinarlo, vi que era exactamente igual que el que yo tenía en casa encima del escritorio. Por motivos que sigo sin explicarme, el descubrimiento me produjo una enorme agitación. ¿Qué más daba el tipo de cuaderno que utilizara John? Había vivido un par de años en Portugal, y sin duda aquellos cuadernos serían allí un artículo normal y corriente, fácil de conseguir en cualquier papelería. ¿Por qué no iba a escribir en un cuaderno azul de tapa dura hecho en Portugal? No había razón ni motivo alguno, y sin embargo, dadas las agradables y deliciosas sensaciones que había experimentado por la mañana al comprarme el cuaderno azul, y teniendo en cuenta que aquel mismo día me había pasado varias y fructíferas horas escribiendo en él (mis primeras tentativas literarias en casi un año), sin olvidar que había estado pensando en esos esfuerzos durante toda la noche en casa de John, aquello me pareció una conjunción asombrosa, un numerito de magia negra.

No pensaba mencionarlo al volver al cuarto de estar. Era un poco de locos, en cierto modo, demasiado extravagante y personal, y no quería dar a John la impresión de que había adquirido la costumbre de fisgonear en sus cosas. Pero al entrar en la habitación y verlo tumbado en el sofá, con la pierna en alto y mirando al techo con un tinte sombrío y derrotado en los ojos, cambié súbitamente de idea. Grace estaba abajo, en la cocina, fregando los platos y tirando a la basura los restos de la cena que nos habían traído del restaurante, así que me senté en la butaca que ella había ocupado antes y que por casualidad se encontraba justo a la derecha del sofá, a poco más de medio metro de la cabeza de John. Me preguntó si estaba mejor. Sí, respondí, mucho mejor, y entonces me incliné hacia él y le dije:

—Hoy me ha pasado una cosa de lo más extraña. Esta mañana, dando mi paseo de costumbre, he entrado en una papelería y me he comprado un cuaderno. Era un cuaderno tan exquisito, un objeto tan atractivo y tentador, que enseguida me han dado ganas de escribir. Y en cuanto he llegado a casa, me he sentado a la mesa y me he pasado dos horas y media escribiendo en él.

—Ésa es una buena noticia, Sidney —comentó John—. Has empezado a trabajar otra vez.

—El episodio de Flitcraft.

—Ah, mejor aún.

—Ya veremos. Hasta ahora no son más que notas para un borrador, nada del otro mundo. Pero el cuaderno parece haberme puesto las pilas, y estoy impaciente por utilizarlo mañana otra vez. Es azul oscuro, un tono muy bonito de azul, de tapa dura y con una tira de tela abarcando el lomo. Hecho ni más ni menos que en Portugal, figúrate.

—¿En Portugal?

—No sé en qué ciudad. Pero en la contracubierta hay una etiquetita que dice MADE IN PORTUGAL.

—¿Cómo demonios has encontrado en tu barrio una cosa así?

—Han abierto una papelería nueva, el Palacio de Papel. El dueño se llama Chang. Le quedan otros cuatro.

—Siempre que iba a Lisboa me compraba cuadernos de ésos. Son muy buenos. Muy sólidos. Una vez que se empieza a utilizarlos, no apetece escribir en otro papel.

—Hoy he tenido esa misma sensación. Espero que no signifique que vayan a crearme dependencia.

—Dependencia quizá sea una palabra un poco fuerte, pero es indudable que son sumamente tentadores. Ten cuidado, Sid. Hace años que los utilizo, y sé de lo que estoy hablando.

—Cualquiera que te oiga diría que son peligrosos.

—Depende de lo que escribas. Esos cuadernos son muy agradables, pero también pueden ser crueles, y tienes que estar atento para no perderte.

—Pues tú no pareces muy perdido; acabo de ver uno en tu mesa, cuando salía del baño.

—Compré un montón antes de volver a Nueva York. Lamentablemente, el que has visto es el último que me queda, y casi lo he terminado. No sabía que podían encontrarse en Estados Unidos. Estaba pensando en escribir al fabricante para encargarle unos cuantos.

—El dueño de la tienda me ha dicho que la fábrica ha cerrado.

—Menuda racha tengo. Pero no me sorprende. Al parecer no tienen mucha demanda.

—El lunes puedo comprarte uno, si quieres.

—¿Queda alguno azul?

—Negro, rojo y marrón. Yo he comprado el último azul.

—Lástima. El azul es el único color que me gusta. Como la empresa ha dejado de existir, supongo que ahora tendré que contraer nuevos hábitos.

—Qué curioso, pero cuando los he visto esta mañana, me he ido derecho por el azul. Me atraía mucho, era como si no pudiera resistirlo. ¿Qué podrá significar eso, en tu opinión?

—No significa nada, Sid. Salvo que estás un poco ido de la cabeza. Y yo estoy tan chalado como tú. Escribimos libros, ¿no es verdad? ¿Qué otra cosa se puede esperar de gente como nosotros?

Las calles de Nueva York están siempre atestadas de gente los sábados por la noche, pero aquélla en particular el gentío era más denso que de costumbre, y entre una cosa y otra tardamos más de una hora en llegar a casa. Grace consiguió parar un taxi frente al portal de John, pero cuando subimos y le dijimos que íbamos a Brooklyn, el taxista alegó que tenía poca gasolina y no podía hacer la carrera. Empecé a montar un follón, pero Grace me cogió del brazo y con mucho tacto me hizo bajar del taxi. Después no volvió a aparecer ninguno, de manera que nos encaminamos a la Séptima Avenida, abriéndonos paso entre escandalosas pandillas de chavales borrachos y una media docena de mendigos trastornados. El Village vibraba de energía aquella noche, una cacofonía de manicomio que amenazaba con un estallido de violencia en cualquier momento, y me resultaba agotador avanzar entre aquel gentío, bien agarrado al brazo de Grace para mantener el equilibrio. Estuvimos más de diez minutos parados en la esquina de Barrow y la Séptima, y hasta que al fin nos paró un taxi, Grace llegó a disculparse unas seis veces por haberme obligado a salir del otro.

—Siento no haberte dejado que armaras un escándalo —confesó—. Es culpa mía. Lo que menos necesitas es estar parado en la calle con este frío, pero no me gusta discutir con gente estúpida. Es algo que me descompone.

Pero aquella noche Grace no estaba descompuesta únicamente por la estupidez de algunos taxistas. Momentos después de subir al segundo taxi, inexplicablemente, se puso a llorar. No con gran aparato, no con jadeantes y prolongados sollozos, sino que el llanto se le empezó a agolpar en el rabillo de los ojos, y cuando paramos delante de un semáforo rojo en Clarkson y la luz de las farolas de la calle irrumpió en el interior del taxi, vi cómo refulgían sus lágrimas, que le inundaban los globos oculares como pequeñas lentes de aumento. Grace nunca se derrumbaba así. Nunca lloraba ni mostraba sus emociones, e incluso en los momentos de mayor tensión (durante mi enfermedad, por ejemplo, sobre todo en las primeras y desesperadas semanas de mi estancia en el hospital) parecía desplegar una capacidad innata para dominarse, para enfrentarse a las verdades más siniestras. Le pregunté lo que le pasaba, pero ella se limitó a sacudir la cabeza y volver la cara. Cuando la rodeé con el brazo y le repetí la pregunta, me apartó la mano con un brusco encogimiento de hombros; que era algo que nunca había hecho. No se trataba de un gesto realmente hostil, pero Grace tampoco solía comportarse así, y reconozco que me sentí un tanto dolido. Como no quería importunarla ni darle a entender que me había molestado su actitud, me retiré al otro extremo del asiento y esperé en silencio mientras el taxi avanzaba lentamente hacia el sur por la Séptima Avenida. Cuando llegamos al cruce de Canal con Varick, nos vimos atrapados durante varios minutos en un atasco. Era un embotellamiento monumental: coches y camiones que tocaban el claxon, los conductores gritándose tacos unos a otros, el caos neoyorquino en su más pura esencia. En medio de todo aquel jaleo y desconcierto, Grace se volvió bruscamente hacia mí y se disculpó.

—Es que John estaba tan descompuesto esta noche… —explicó—. Todos los hombres que quiero se están haciendo pedazos. Empieza a ser un poco difícil de sobrellevar.

No la creí. Yo iba mejorando, y no parecía muy convincente que Grace estuviera tan desalentada por la transitoria dolencia de John. Otra cosa la atormentaba, algún problema íntimo que no estaba dispuesta a compartir conmigo, pero yo sabía que si empezaba a insistir para que se desahogara, no haría sino empeorar las cosas. Le rodeé el hombro con el brazo y la atraje suavemente hacia mí. No ofreció resistencia esta vez. Sentí que relajaba los músculos y un momento después se acurrucaba contra mí y apoyaba la cabeza en mi pecho. Le puse la mano en la frente y empecé a acariciarle el pelo. Era un antiguo ritual nuestro, la expresión de una muda intimidad que seguía definiendo nuestra identidad de pareja, y como nunca me aburría de tocar a Grace, como nunca me cansaba de pasarle las manos por alguna parte del cuerpo, continué haciéndolo, repitiendo los gestos docenas de veces mientras nos abríamos camino hacia la parte oeste de Broadway y poco a poco nos acercábamos al puente de Brooklyn.

Estuvimos varios minutos sin decir palabra. Cuando el taxi dobló a la izquierda por la calle Chambers y se dirigió a la embocadura del puente, todas las vías de acceso estaban atascadas y apenas podíamos avanzar. El taxista, que se llamaba Boris Stepanovich, farfullaba maldiciones en ruso, sin duda lamentando la locura de tratar de cruzar el puente de Brooklyn un sábado por la noche. Me incliné hacia delante y traté de animarlo hablándole por la ranura por donde se pasaba el dinero, a través de la mampara de plástico llena de rayajos. No se preocupe, le dije, la paciencia siempre tiene su recompensa. ¿Ah, sí?, contestó. ¿Y qué me vale eso? Una buena propina, respondí. Con tal de que nos deje sanos y salvos en nuestro destino, recibirá usted la mayor propina de la noche.

Grace soltó una pequeña carcajada ante la incorrección. —¿Y qué me vale eso?—, lo que consideré una señal de que se le iba pasando el berrinche. Volví a recostarme en el asiento para continuar acariciándole la cabeza, y mientras subíamos por el puente a paso de tortuga, a una velocidad que no llegaba a los dos kilómetros por hora, suspendidos sobre el río con el resplandor de los edificios bañados en luz a nuestra espalda y la Estatua de la Libertad a la derecha, empecé a hablar —sin ton ni son, por decir algo— con objeto de retener su atención y evitar que volviera a alejarse de mí.

—Esta noche he hecho un descubrimiento interesante.

—Algo bueno, supongo.

—He descubierto que John y yo tenemos la misma pasión.

—¿Ah, sí?

—Resulta que los dos estamos enamorados del color azul. En particular, de una difunta serie de cuadernos que antes hacían en Portugal.

—Bueno, el azul es buen color. Muy tranquilo, muy sereno. Es agradable pensar en él. A mí me gusta mucho, me cuesta trabajo no utilizarlo en todas las cubiertas que me encargan.

—¿Realmente transmiten emociones los colores?

—Pues claro que sí.

—¿Y cualidades morales?

—¿En qué sentido?

—Amarillo, cobardía. Blanco, pureza. Negro, maldad. Verde, inocencia.

—Verde, envidia.

—Sí, eso también. Pero ¿qué significa el azul?

—No sé. Esperanza, quizá.

—Y tristeza. Es un color frío. Sugiere soledad.

—No te olvides de la sangre azul.

—Sí, tienes razón. El azul aristocrático.

—Pero el rojo significa pasión. Todo el mundo está de acuerdo en eso.

—Al rojo vivo. La bandera roja del socialismo.

—La bandera blanca de la rendición.

—La bandera negra del anarquismo. El Partido Verde.

—Pero el rojo, amor y odio. Rojo, guerra.

—Se defienden los colores al entrar en combate. ¿No se dice así?

—Creo que sí.

—¿Has oído la expresión guerra de colores?

—No me suena.

—Es de mi infancia. Tú te pasabas los veranos montando a caballo en Virginia, pero a mí me enviaba mi madre a una colonia de vacaciones al norte del estado. Se llamaba Campamento Pontiac, como el gran jefe indio. A finales del verano nos dividían a todos en dos equipos, y durante cuatro o cinco días competían diversos grupos de ambos bandos.

—¿Competían en qué?

—Béisbol, baloncesto, tenis, natación, la cuerda…, e incluso carreras de relevos y concursos de canto. Como los colores del campamento eran el rojo y el blanco, un bando se llamaba Equipo Rojo y el otro Equipo Blanco.

—Y eso es la guerra de los colores.

—Para un maniático de los deportes como yo, era tremendamente divertido. Unos años me tocaba en el Equipo Blanco y otros en el Rojo. Al cabo del tiempo, sin embargo, se creó un tercer equipo, una especie de sociedad secreta, una hermandad de almas gemelas. Hace años que no pienso en ello, pero en aquella época fue algo muy importante para mí. El Equipo Azul.

—Una hermandad secreta. Eso me suena a una bobada de críos.

—Eso fue. No…, en realidad no fue eso. Cuando ahora lo pienso, no me parece ninguna estupidez.

—Entonces debías de ser diferente. Ahora no quieres apuntarte a nada.

—No me apunté. Me eligieron. Como miembro fundador. Me sentí muy honrado.

—Ya tenías el Rojo y el Blanco. ¿Qué había de especial en el Azul?

—Se creó cuando yo tenía catorce años. Aquel año llegó un instructor nuevo a la colonia, algo mayor que los demás educadores, en su mayoría estudiantes universitarios de diecinueve o veinte años. Bruce…, Bruce no sé qué…, ya me acordaré luego del apellido. Bruce se había licenciado en filosofía y letras y acababa de terminar el primer curso de derecho en Columbia. Era un individuo pequeño y escuálido, un poco enano, la antítesis del atleta entregado al deporte que trabaja en un campamento de verano. Pero tenía un ingenio agudo y chispeante, siempre hacía preguntas comprometidas. Adler, eso es. Bruce Adler. Aunque todo el mundo lo llamaba el Rabino.

—¿Y fue él quien inventó el Equipo Azul?

—Más o menos. Para ser exactos, lo recreó como un ejercicio de nostalgia.

—No te entiendo.

—Unos años antes había trabajado de instructor en otra colonia. Los colores de aquel campamento eran el azul y el gris. Cuando estalló la guerra de los colores aquel verano, a Bruce le pusieron en el Equipo Azul, y cuando miró a sus compañeros vio que en su equipo estaba toda la gente que le caía bien, todos los chicos que más respetaba. El Equipo Gris era justo lo contrario: lleno de quejicas y tíos desagradables, la hez del campamento. En el fuero interno de Bruce, las palabras Equipo Azul significaban algo más que unas vulgares carreras de relevos. Representaban un ideal humano, una asociación estrechamente unida de individuos tolerantes y comprensivos, el sueño de una sociedad perfecta.

—Esto se está poniendo muy raro, Sid.

—Lo sé. Pero Bruce no se lo tomaba en serio. Eso era lo bueno del Equipo Azul. Que todo parecía reducirse a una broma.

—No sabía que a los rabinos se les permitiera gastar bromas.

—Probablemente no. Pero Bruce no era rabino. Sólo era un estudiante de derecho con un trabajo de verano que pretendía divertirse un poco. Cuando vino a nuestro campamento, le habló del Equipo Azul a otro instructor, y juntos decidieron crear una nueva agrupación, dándole un aspecto de organización secreta.

—¿Y cómo te eligieron a ti?

—Fue en plena noche. Yo estaba dormido como un tronco en mi cama, y Bruce y el otro instructor me despertaron zarandeándome. «Vamos», me dijeron, «tenemos que decirte algo», y luego nos llevaron a mí y a otros chicos al bosque guiándonos con linternas. Habían encendido una pequeña hoguera, así que nos sentamos alrededor del fuego y nos explicaron en qué consistía el Equipo Azul, los motivos por los que nos habían elegido como miembros fundadores y los requisitos que debían cumplir los candidatos…, en caso de que quisiéramos recomendar a otros.

—¿Y cuáles eran?

—Pues no se trataba de nada especial, en realidad. Los miembros del Equipo Azul no se ajustaban a una tipología única, cada uno era una persona distinta e independiente. Pero no se admitía a nadie que no poseyera sentido del humor, cualquiera que fuese la forma en que lo expresara. Hay gente que no para de contar chistes; y hay individuos que con sólo enarcar una ceja en el momento oportuno hacen que todos los presentes se revuelquen de risa. Sentido del humor, simplemente, gusto por las ironías de la vida, apreciación del absurdo. Pero también cierta modestia y discreción, amabilidad para con los demás, un corazón generoso. Nada de fanfarrones ni estúpidos engreídos, ni embusteros ni ladrones. Un miembro del Equipo Azul debía ser curioso, leer libros y tener conciencia de que no podía cambiar el mundo por obra y gracia de su voluntad. Debía ser un observador perspicaz, alguien capaz de establecer finas distinciones morales, un amante de la justicia. Un miembro del Equipo Azul se quitaría la camisa para dársela a cualquier necesitado, aunque preferiría meterle en el bolsillo un billete de diez dólares cuando no se diera cuenta. ¿Empiezas a entenderlo? Era algo así, aunque no sabría decirte exactamente. Todo eso a la vez, cada elemento concreto en interrelación con todos los demás.

—Me acabas de dar la descripción de una buena persona. Pura y simplemente. Mi padre habla del hombre honrado. Betty Stolowitz emplea la palabra mensch. John utiliza los términos no es gilipollas. Es lo mismo.

—Puede. Pero a mí me gusta más Equipo Azul. Lo de equipo supone un vínculo entre los miembros, unos lazos de solidaridad. Si estás en el Equipo Azul, no tienes que explicar tus principios. Se ponen inmediatamente de manifiesto por la forma en que actúas.

—Pero la gente no siempre se comporta de la misma manera. Las personas son buenas en este preciso momento y dentro de un rato se vuelven malas. Cometen errores. Hay buenas personas que hacen cosas malas, Sid.

—Pues claro que sí. No estoy hablando de la perfección.

—Sí, precisamente. Estás hablando de gente que se cree mejor que sus semejantes, que se siente moralmente superior al común de los mortales. Apuesto a que tus amigos y tú teníais un saludo secreto, ¿a que sí? Para distinguiros de la chusma y de los tarados, ¿no es verdad? Para tener la seguridad de que poseíais un conocimiento especial al que los demás no podían acceder porque no eran lo bastante listos.

—Joder, Grace. Sólo es una cosa sin importancia de hace veinte años. No hay por qué analizarlo ni interpretarlo de esa manera.

—Pero tú sigues creyendo en esas tonterías. Te lo noto en la voz.

—Yo no creo en nada. En estar vivo; en eso es en lo que creo. Vivir y estar contigo. Eso es lo único que existe para mí, Grace. No hay nada más, ni una sola cosa más en este puñetero mundo.

Era desalentador terminar así la conversación. Mi tentativa tan poco sutil de sacarla de su melancolía había dado resultado al principio, pero luego fui demasiado lejos, mencionando sin querer el tema menos adecuado, y se había vuelto contra mí con aquella denuncia tan cáustica. No era propio de ella hablar con tal beligerancia. Rara vez se molestaba por cuestiones de esa índole, y siempre que teníamos conversaciones de ese tipo (esos diálogos fluctuantes, sinuosos, que giran en torno a cualquier cosa, que pasan azarosamente de una asociación a otra), le hacían gracia las ideas que esgrimía frente a ella, sin tomarlas en serio ni ponerse a discutirlas, contenta con seguirme el juego y dejar que desgranara mis absurdas opiniones. Pero aquella noche no, no la noche del día en cuestión, y como de pronto se esforzaba de nuevo por contener las lágrimas, presa de la misma tristeza que la había invadido al principio del trayecto, me di cuenta de que estaba realmente afligida, de que no podía dejar de pensar en el desconocido problema que la atormentaba. Me habría gustado formularle un montón de preguntas, pero de nuevo me abstuve de hacerlo, sabiendo que no confiaría en mí hasta que se sintiera dispuesta a hablar; suponiendo que eso ocurriera alguna vez.

Para entonces ya habíamos pasado el puente y circulábamos por la calle Henry, una calzada estrecha, flanqueada de edificios sin ascensor, que llevaba de Brooklyn Heights a nuestra casa, en Cobble Hill, un poco más abajo de la Avenida Atlantic. No se trataba de algo personal, de eso estaba seguro. El pequeño arranque de Grace no era tanto una reacción contra mí como contra lo que yo había dicho: una chispa producida por una colisión accidental entre mis palabras y sus propias preocupaciones. Hay buenas personas que hacen cosas malas. ¿Había hecho Grace algo malo? Era imposible saberlo, pero alguien se sentía culpable de algo, resolví, y aun cuando mis palabras hubieran provocado las observaciones defensivas de Grace, estaba casi seguro de que el asunto no tenía nada que ver conmigo. Como para demostrar mi razonamiento, un momento después de cruzar la Avenida Atlantic y acometer el tramo final del trayecto Grace alargó el brazo, me puso la mano en la nuca, me atrajo hacia ella y apretó sus labios contra los míos, introduciendo despacio la lengua en un largo y provocador beso: un ósculo integral, como había dicho Trause.

—Hazme el amor esta noche —musitó—. En cuanto entremos por la puerta, arráncame la ropa y hazme el amor. Párteme por la mitad, Sid.

Al día siguiente nos despertamos tarde, y no nos levantamos de la cama hasta las once y media o las doce. Una prima de Grace había venido a pasar el día a la ciudad, y habían quedado en encontrarse en el Guggenheim a las dos, para luego dirigirse al Metropolitan, donde pasarían unas horas viendo la colección permanente. Ver cuadros era la actividad preferida de Grace en los fines de semana, y a eso de la una salió de casa con cierta prisa y medianamente animada[6]. Me ofrecí a acompañarla al metro, pero ya se le estaba haciendo tarde y como la estación se encontraba a buena distancia de casa (había que ir hasta el final de la calle Montague), no quería que yo hiciera un esfuerzo excesivo caminando tantas manzanas a buen paso. La acompañé escaleras abajo y salimos a la calle, pero en la primera esquina nos despedimos y nos marchamos en direcciones opuestas. Grace se apresuró por la calle Court en dirección a los Heights, y yo recorrí tranquilamente unas cuantas manzanas hasta la confitería Landolfi’s, donde compré un paquete de tabaco. A eso se redujo mi paseíto del día. Estaba ansioso por volver al cuaderno azul, de manera que en vez de dar mi caminata habitual por el barrio di media vuelta y me dirigí inmediatamente a casa. Diez minutos después me encontraba en el apartamento, sentado a la mesa de mi cuarto de trabajo al final del pasillo. Abrí el cuaderno, fui a la página donde lo había dejado el sábado y me puse a trabajar. No me molesté en leer lo que había escrito hasta entonces. Simplemente cogí la pluma y empecé a escribir. Bowen va en el avión, volando en plena noche hacia Kansas City. Tras la vorágine de gárgolas y alocadas carreras hacia el aeropuerto, una sensación de calma creciente, un sereno vacío en su interior. Bowen no se cuestiona lo que está haciendo. No se arrepiente, no reconsidera la decisión de marcharse de la ciudad y dejar su trabajo, no siente el menor remordimiento por abandonar a Eva. Es consciente de lo duro que será para ella, pero logra convencerse a sí mismo de que al final estará mejor sin él, de que una vez que se reponga del golpe de su desaparición, se le abrirá la posibilidad de empezar una nueva vida, mucho más satisfactoria. Una postura nada admirable ni simpática, pero Bowen está dominado por una idea, y esa idea es de tal amplitud, tan superior a sus mezquinas necesidades y obligaciones, que piensa que no tiene más remedio que plegarse a ella; aun a costa de comportarse de manera irresponsable, de hacer cosas que justo un día antes le habrían parecido repugnantes desde el punto de vista moral. «Los hombres morían por azar», según expresaba Hammett, «y vivían únicamente mientras la ciega casualidad los respetaba… Al ordenar sus asuntos con tan buen criterio, [Flitcraft] había ido en desacuerdo y no en armonía con la vida. Antes de que se hubiera alejado seis metros de donde se había desplomado la viga, comprendió que nunca volvería a estar en paz hasta haberse adaptado a aquel nuevo vislumbre de la vida. Cuando terminó el almuerzo, ya había encontrado la manera de conseguirlo. El azar de una viga caída podía poner fin a su vida: él cambiaría su vida mediante el azar de una simple huida».

A mí no tenían que parecerme bien los actos de Bowen para escribir sobre ellos. Bowen era Flitcraft, y Flitcraft se había conducido de la misma manera con su mujer en la novela de Hammett. Ésa era la idea que servía de base a la historia, y yo no iba a incumplir el trato que había hecho conmigo mismo de no apartarme de esa premisa. Al mismo tiempo, comprendía que en todo aquello había algo más aparte de Bowen y de lo que le ocurre después de abordar el avión. También había que tener en cuenta a Eva, y por mucho que siguiera las aventuras de Nick en Kansas City, no haría justicia a la historia a menos que volviera a Nueva York y explorara lo que le estaba sucediendo a ella. Su destino era para mí tan importante como el de su marido. Bowen busca la indiferencia, la tranquila afirmación de las cosas tal como son, mientras que Eva, víctima de las circunstancias, está en guerra con esas mismas cosas, y desde el momento en que Nick no vuelve de su recado a la vuelta de la esquina, empieza a debatirse en un mar de emociones contradictorias: pánico y angustia, desesperación, cólera y pesar. Me entusiasmaba la idea de introducirme en aquel suplicio, de saber que podría describir esas pasiones y vividas con ella en los días venideros.

Media hora después de que el avión despega de La Guardia, Nick abre la cartera, saca el manuscrito de Sylvia Maxwell y empieza a leerlo. Ése era el tercer elemento de la narración que iba cobrando forma en mi cabeza, y resolví que debía presentarlo cuanto antes, incluso adelantándome al aterrizaje del avión en Kansas City. Primero, la historia de Nick; luego, la de Eva; y por último, el libro que Nick lee y continúa leyendo mientras las dos historias van desplegándose: la narración dentro de la narración. Al fin y al cabo, Nick es un hombre de letras, y por tanto sensible a la influencia de los libros. Poco a poco, gracias a la gran atención que presta a la prosa de Sylvia Maxwell, empieza a ver una relación entre lo que le pasa a él y la historia que se cuenta en la novela, como si de manera indirecta, muy metafórica, el libro le hablara de forma íntima sobre sus circunstancias del momento.

En ese momento yo sólo tenía una idea muy vaga de lo que pretendía que fuese La noche del oráculo, nada más que un titubeante y provisional esquema para un esbozo posterior. Aún había que resolver los detalles relativos a la trama, pero era consciente de que debía ser una breve novela filosófica sobre la predicción del futuro, una fábula acerca del tiempo. El protagonista se llama Lemuel Flagg, teniente inglés que se ha quedado ciego a consecuencia de una explosión de mortero en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Sangrando por las heridas, desorientado y aullando de dolor, camina sin rumbo, se aleja de la batalla y pierde el contacto con su regimiento. Avanzando a tientas, tropezando, sin saber dónde está, se adentra en el bosque de Las Árdenas hasta que acaba derrumbándose. Más tarde lo encuentran inconsciente dos niños franceses, un chico de once años y una chica de catorce, François y Genevieve. Son huérfanos de guerra que viven solos en una cabaña abandonada en medio del bosque: auténticos personajes fantásticos en un escenario de puro cuento de hadas. Lo llevan a su morada, lo cuidan y hacen que recupere la salud, y cuando termina la guerra unos meses después, Flagg vuelve a Inglaterra llevándose a los niños con él. Es Genevieve quien, rememorando el pasado en 1927, narra la historia de la extraña trayectoria y el suicidio final de su padre adoptivo. La ceguera ha conferido a Flagg el don de la profecía. Le dan súbitos ataques, cae en trance al suelo y empieza a agitar los brazos como un epiléptico. Los accesos le duran ocho o diez minutos, y durante todo ese tiempo la mente se le llena de imágenes del futuro. Los desvanecimientos le sobrevienen sin previo aviso, y nada puede hacer para evitarlos o controlarlos. Ese don es tanto una maldición como un regalo del cielo. Le depara riquezas e influencia, pero al mismo tiempo los ataques le causan un profundo dolor físico, por no hablar del padecimiento mental, ya que muchas de las visiones suministran a Flagg el conocimiento de cosas que preferiría no saber. El día que iba a morir su madre, por ejemplo, o el lugar donde ocurriría un accidente ferroviario en la India y en el que doscientas personas perderían la vida. Se esfuerza en llevar una existencia discreta con sus hijos, pero la asombrosa exactitud de sus predicciones (que van desde los pronósticos del tiempo hasta los resultados de elecciones parlamentarias, pasando por la clasificación de los equipos en competiciones internacionales de criquet) lo convierte en uno de los personajes más célebres de la Gran Bretaña de posguerra. Entonces, en el punto álgido de su fama, las cosas se le ponen feas en el amor, y su don acaba destruyéndolo. Se enamora de una mujer llamada Bettina Knott, y durante dos años ella le corresponde, hasta el punto de aceptar su proposición de matrimonio. Pero la víspera de la boda, por la noche, Flagg tiene otro de sus ataques. En él llega al conocimiento de que Bettina lo traicionará antes de que acabe el año. Sus predicciones nunca han sido erróneas, de modo que su matrimonio está condenado. La tragedia reside en la inocencia de Bettina, en que está absolutamente libre de culpa, pues aún no ha conocido al hombre con el que traicionará a su marido. Incapaz de afrontar el suplicio que le ha deparado el destino, Flagg se suicida clavándose un puñal en el corazón.

Aterriza el avión. Bowen vuelve a guardar en la cartera el manuscrito a medio leer, sale de la terminal y llama a un taxi. No sabe nada de Kansas City. Nunca ha estado allí, no conoce a nadie que viva a menos de ciento cincuenta kilómetros de esa ciudad y se vería en apuros para indicar su posición en el mapa. Dice al conductor que lo lleve al mejor hotel de la ciudad, y el taxista, un negro corpulento con el inverosímil nombre de Ed Victory, suelta una carcajada. Espero que no sea supersticioso, avisa.

¿Supersticioso?, repite Nick. ¿Y eso qué tiene que ver?

Usted quiere ir al mejor hotel, ¿no? Pues el mejor es el Hyatt Regency. No sé si lee usted los periódicos, pero hace un año se produjo allí una gran catástrofe. Las pasarelas colgantes se desprendieron del techo y cayeron al vestíbulo. Murieron más de cien personas.

Sí, lo recuerdo. Salió una foto en la primera página del New York Times.

Ya lo han vuelto a abrir, pero a algunos les da cierta aprensión alojarse allí. Si usted no es aprensivo ni supersticioso, ése es el hotel que le recomendaría.

De acuerdo, dice Nick. Al Hyatt. Hoy ya me ha fulminado un rayo. Si me quiere caer otro, ya sabe dónde encontrarme[7].

Ed se echa a reír ante la respuesta de Nick y ambos prosiguen la conversación mientras van entrando en la ciudad. Resulta que Ed está a punto de jubilarse del taxi. Lleva treinta y cuatro años de taxista, y es su última noche de trabajo. Ése es su último turno, su última carrera del aeropuerto a la ciudad, y Bowen su último cliente: el último pasajero que subirá a su taxi. Nick le pregunta por la actividad que piensa ejercer ahora, y Edward M. Victory (pues ése es su nombre completo) se lleva la mano al bolsillo de la camisa, saca una tarjeta de visita y se la tiende a Nick. OFICINA DE PRESERVACIÓN HISTÓRICA, dice la tarjeta, con el nombre, dirección y número de teléfono de Ed en la parte de abajo. Nick está a punto de preguntarle lo que significan esas palabras, pero antes de que pueda formular la pregunta, el taxi para delante de la puerta del hotel y Ed alarga la mano para recibir el importe de la última carrera que hará en la vida. Bowen añade veinte dólares de propina, desea buena suerte al ya retirado taxista y, atravesando la puerta giratoria, entra en el vestíbulo del infortunado hotel.

Como dispone de poco dinero en efectivo y debe pagar con tarjeta de crédito, se registra con su nombre verdadero. Parece que hace apenas unos días que acaban de reconstruir el vestíbulo, y Nick no puede dejar de pensar que el hotel y él se encuentran más o menos en la misma situación: ambos tratan de olvidar el pasado, los dos intentan empezar una nueva vida. El luminoso edificio, con sus ascensores transparentes, gigantescas arañas de cristal y paredes de metal bruñido; y él, sin otra cosa que la ropa que lleva puesta, dos tarjetas de crédito en la billetera y una novela a medio leer en la cartera de piel. Hace un derroche y pide una suite, sube en el ascensor hasta la décima planta y no vuelve a aparecer hasta pasadas treinta y seis horas. Vestido únicamente con el albornoz del hotel, pide que le suban la comida a la habitación, pasa el tiempo de pie frente a la ventana, se mira en el espejo del cuarto de baño y lee el libro de Sylvia Maxwell. Lo termina esa primera noche antes de irse a la cama, y dedica todo el día siguiente a leerlo otra vez, y luego otra, y después una cuarta vez, devorando sus doscientas diecinueve páginas como si su vida dependiera de ello. La historia de Lemuel Flagg lo afecta profundamente, pero Bowen no lee La noche del oráculo porque ande en busca de emociones o entretenimiento, y tampoco se enfrasca en la novela con objeto de aplazar alguna decisión sobre el paso que debe dar a continuación. Ya sabe lo que tiene que hacer, y el libro es el único medio de que dispone para hacerlo. Debe entrenarse para no pensar en el pasado. Ésa es la clave de toda la enloquecida aventura que empezó cuando la gárgola se estrelló contra la acera. Si ha perdido su vida anterior, debe comportarse como si acabara de nacer, vivir como si la carga del pasado no le pesara más que a un niño. Le asaltan los recuerdos, desde luego, pero ya no vienen al caso, no forman parte de la vida que acaba de empezar para él, y siempre que sus pensamientos lo llevan a su vida anterior en Nueva York —que se ha borrado, que ya no es más que una ilusión—, hace todo lo que está en su mano por apartar la vista del pasado y concentrarse en el presente. Por eso se dedica a leer el libro. Por eso no deja de leerlo. Tiene que alejarse de los engañosos recuerdos de una vida que ya no le pertenece, y como el manuscrito exige una entrega total para ser leído, una atención absoluta tanto física como mental, por fin llega a olvidarse de quién era cuando se pierde entre las páginas de la novela.

Al tercer día, Nick se aventura a salir por fin. En la calle, un poco más allá del hotel, entra en una sastrería y pasa una hora rebuscando en percheros, anaqueles y cajones. Poco a poco, se va haciendo con un nuevo guardarropa, aprovisionándose de todo, desde pantalones y camisas hasta calzoncillos y calcetines. Pero cuando entrega al empleado su American Express para pagar, la máquina rechaza la tarjeta. La cuenta está cancelada, explica el empleado. No importa, dice Nick. Pagará con la Visa. Pero cuando el empleado la desliza por la ranura del aparato, resulta que tampoco es válida. Es un momento embarazoso para Nick. Pretende hacer una broma, pero no se le ocurre nada gracioso que decir. Se disculpa ante el dependiente por haberlo molestado, da media vuelta y sale de la tienda.

La mala pasada tiene fácil explicación. Bowen ya lo ha comprendido antes de volver al hotel, y una vez que adivina el motivo por el que Eva ha anulado las tarjetas, admite a regañadientes que él habría hecho lo mismo en su lugar. El marido sale a echar una carta al buzón y no vuelve. ¿Qué debe pensar la mujer? El abandono de hogar es una posibilidad, desde luego, pero eso sólo vendrá después. La primera reacción sería la alarma, y luego la mujer repasaría un catálogo de posibles accidentes y peligros. Atropellado por un camión, apuñalado por la espalda, atracado a punta de pistola y luego dejado sin sentido con un golpe en la cabeza. Y si su marido ha sido víctima de un robo, entonces el ladrón se habrá llevado la cartera junto con las tarjetas de crédito. Sin pruebas que apoyaran una u otra hipótesis (ni información de un crimen, ni cadáver encontrado en la calle), la anulación de las tarjetas de crédito sólo habría constituido una medida de mínima precaución.

Nick sólo tiene sesenta y ocho dólares en efectivo. No lleva cheques, y cuando se detiene en un cajero automático de camino al hotel, averigua que su tarjeta Citibank también está anulada. Su situación se ha vuelto de pronto bastante desesperada. Se le han cerrado todas las posibilidades de conseguir dinero, y cuando en el hotel descubran que la tarjeta American Express con la que se ha registrado el lunes por la noche ya no es válida, se encontrará en un apuro horroroso, quizá hasta se vea obligado a comparecer ante un tribunal acusado de algún delito. Piensa en llamar a Eva y volver a casa, pero no se decide a hacerlo. No ha ido hasta allí sólo para cambiar de planes y volver corriendo en cuanto surge el menor problema, y el caso es que no desea volver a casa, no quiere volver. Por el contrario, sube en el ascensor hasta la décima planta del hotel, entra en su suite y marca el número de Rosa Leightman en Nueva York. Lo hace movido por un súbito impulso, sin tener la menor idea de lo que va a decirle. Afortunadamente, Rosa no está, de manera que le deja un mensaje en el contestador: un intrincado monólogo que no tiene mucho sentido, ni siquiera para él.

Estoy en Kansas City, le dice, no sé por qué he venido, pero aquí me quedo, puede que para mucho tiempo, y necesito hablar con usted. Lo mejor sería que nos viéramos, pero sé que es mucho pedir que coja un avión y venga para acá de forma tan precipitada. Si no puede venir, le ruego que me llame por teléfono. Me alojo en el Hyatt Regency, habitación diez cuarenta y seis. Ya he leído varias veces el libro de su abuela, y creo que es lo mejor de toda su producción. Le agradezco que me lo haya confiado a mí. Y también que viniera a mi despacho el lunes. No se moleste si le digo esto, pero desde entonces no he podido dejar de pensar en usted. Me produjo tal impresión que cuando se levantó para marcharse ya ni siquiera sabía dónde tenía la cabeza. ¿Es posible enamorarse de alguien en diez minutos? No sé nada sobre usted. Ni siquiera si está casada o vive con alguien, si es libre o tiene novio. Pero me encantaría hablar con usted, sería maravilloso volver a verla. Esto es muy bonito, dicho sea de paso. Todo resulta muy raro, tan llano. Estoy de pie delante de la ventana, contemplando la ciudad. Millares de edificios, centenares de calles, pero todo está envuelto en silencio. Los cristales no dejan pasar el ruido. Hay vida al otro lado de la ventana, pero aquí dentro todo parece muerto, irreal. El problema es que no puedo quedarme mucho tiempo en el hotel. Sé de alguien que vive al otro extremo de la ciudad. Es la única persona que he conocido hasta ahora, y dentro de un momento voy a salir a ver si la encuentro. Se llama Ed Victory. Tengo su tarjeta en el bolsillo y le voy a dar su número, por si me he marchado del hotel antes de que usted llame. El teléfono es el 816-765-4321. Lo repito: 816-765-4321. Qué curioso. Acabo de darme cuenta de que los números van en orden decreciente, de uno en uno. ¿Cree que eso tendrá algún significado? Probablemente no. Aunque puede que sí, desde luego. Se lo diré cuando lo averigüe. Si no tengo noticias suyas, volveré a llamarla dentro de un par de días. Adiós[8].

Pasa una semana antes de que Rosa oiga el mensaje. Si Nick hubiera llamado veinte minutos antes, ella habría contestado al teléfono, pero acaba de salir de su casa y, por tanto, no sabe nada de esa llamada. En el momento en que Nick deja el mensaje en el contestador, Rosa se encuentra en un taxi a tres manzanas del túnel de Holland, de camino al aeropuerto de Newark, donde un vuelo de tarde la llevará a Chicago. Es miércoles. Su hermana se casa el sábado, y como la ceremonia va a celebrarse en casa de sus padres y además ella va a ser dama de honor se reúne anticipadamente con la familia para ayudar en los preparativos. Hace algún tiempo que no ve a sus padres, de manera que aprovecha la visita para pasar unos días más con ellos después de la ceremonia. Piensa volver a Nueva York el martes por la mañana. Un hombre acaba de declarársele en el contestador, pero ella tardará una semana en enterarse.

En otra parte de Nueva York ese mismo miércoles por la tarde, la mujer de Nick, Eva, también se ha detenido a pensar en Rosa Leightman. Apenas han transcurrido cuarenta y ocho horas de la desaparición de Nick. Sin noticias de la policía con respecto a delitos o accidentes en los que esté implicado alguien que responda a la descripción de su marido, sin notas de rescate ni llamadas de teléfono de presuntos secuestradores, empieza a considerar la posibilidad de que Nick se haya fugado por voluntad propia, de que la haya abandonado. Hasta ese momento, nunca ha sospechado que Nick tuviera una aventura, pero cuando piensa en lo que le dijo de Rosa en el restaurante el lunes por la noche, y cuando recuerda lo mucho que le gustaba —incluso llegando al extremo de confesarlo en voz alta—, empieza a preguntarse si no tendrá una aventura adúltera y estará en los brazos de aquella rubia delgada, que llevaba los pelos de punta.

Busca su número en la guía y la llama a su casa. No contestan, desde luego, porque Rosa ya está en el avión. Eva deja un breve mensaje y cuelga. Al ver que Rosa no le devuelve la llamada, vuelve a llamarla por la noche y le deja otro mensaje. Esta pauta se repite a lo largo de varios días —una llamada por la mañana y otra por la noche—, y cuanto más dura el silencio de Rosa, más crece la impaciencia de Eva. Finalmente, se dirige a Chelsea, a casa de Rosa; sube tres tramos de escalera y llama a la puerta de su apartamento. No pasa nada. Vuelve a llamar, aporreando la puerta con los puños, casi haciéndola saltar de sus goznes, pero siguen sin contestar. Eva lo interpreta como la prueba definitiva de que Rosa está con Nick: una presunción irracional, pero a esas alturas Eva ya no está sujeta a la fuerza de la lógica, sino que teje frenéticamente una historia que explique la ausencia de su marido a partir de sus más negras aprensiones, de los peores miedos sobre ella misma y su matrimonio. Garabatea una nota en un trozo de papel y lo desliza bajo la puerta de Rosa. Necesito hablar con usted sobre Nick, le dice. Llámeme enseguida. Eva Bowen.

Para entonces, ya hace mucho que Nick se ha marchado del hotel. Ha encontrado a Ed Victory, que vive en una pequeña habitación en el último piso de una pensión situada en una de las zonas más sórdidas de la ciudad, un barrio de la periferia lleno de almacenes abandonados y edificios calcinados. Los pocos transeúntes que se ven por la calle son negros, pero estamos en un lugar de horror y devastación, que no se parece en absoluto a los enclaves de pobreza negra que Nick ha conocido en otras ciudades norteamericanas. No se encuentra tanto en un gueto urbano como en un distrito del infierno, una tierra de nadie salpicada de botellas vacías, jeringuillas usadas y restos de coches despiezados y llenos de herrumbre. La pensión es la única estructura intacta de toda la manzana, sin duda el último resto de lo que había sido el vecindario ochenta o cien años atrás. En cualquier otra calle habría pasado por un edificio en ruinas, pero dadas las circunstancias casi resulta atractivo: una casa de tres pisos, con la pintura amarilla descascarillada, tejado y escalones combados y tablas de contrachapado clavadas transversalmente en cada una de las nueve ventanas de la fachada delantera.

Nick llama a la puerta, pero nadie responde. Vuelve a llamar y, unos momentos después, una mujer de edad vestida con un albornoz verde y una peluca barata de color caoba aparece frente a él; desconcertada y recelosa, le pregunta qué es lo que quiere. Ed, contesta Bowen, Ed Victory. He hablado con él por teléfono hace una hora. Me está esperando. Durante una interminable pausa, la mujer no dice nada. Mira a Nick de hito en hito, examinándolo como si fuera un ser de una especie inclasificable, bajando la vista para observar la cartera de piel que lleva en la mano y alzándola de nuevo hacia su rostro, para tratar de averiguar lo que hace un hombre blanco a la puerta de su casa. Nick se mete la mano en el bolsillo y saca la tarjeta de Ed, con ánimo de convencerla de que se encuentra allí por una causa justificada, pero la mujer está medio ciega, y cuando se inclina hacia delante para mirar la tarjeta, Nick comprende que no distingue las palabras. No estará metido en algún lío, ¿verdad?, pregunta ella. En absoluto, contesta Nick. No que yo sepa, en cualquier caso. ¿Y seguro que no es poli?, pregunta la mujer. He venido a buscar consejo, le explica Nick, y Ed es la única persona que me lo puede dar. Sigue otro largo silencio, y finalmente la mujer señala la escalera con el dedo. Tercero G, le informa, la puerta de la izquierda. Procure llamar fuerte. Ed suele dormir a esta hora del día, y no anda muy bien del oído.

La mujer sabe lo que dice, porque cuando Nick sube la escalera en penumbra y localiza la puerta de Ed Victory al fondo del pasillo, tiene que llamar diez o doce veces antes de que el taxista le diga que entre. Fuerte y corpulento, con los tirantes colgando y el pantalón desabrochado, el único conocido de Nick en Kansas City está sentado en la cama con una pistola en la mano y apuntando al corazón del visitante. Es la primera vez que amenazan a Bowen con una pistola, pero antes de que se asuste lo suficiente para salir de la habitación, Victory baja el arma y la deposita en la mesilla de noche.

Es usted, dice. El neoyorquino fulminado.

¿Espera jaleo?, pregunta Nick, sintiendo tardíamente el terror de una posible bala en el pecho, aun cuando ya haya pasado el peligro.

Son tiempos difíciles, contesta Ed, y éste es un sitio difícil. Toda prudencia es poca. Sobre todo para un viejo de sesenta y siete años, con las piernas no muy ágiles.

Nadie corre más deprisa que una bala, observa Nick.

Ed responde con un gruñido, luego invita a Bowen a tomar asiento, refiriéndose inesperadamente a un pasaje de Walden mientras hace un gesto hacia la única silla de la habitación. Thoreau decía que en su casa había tres sillas, explica Ed. Una para la soledad, dos para la amistad y tres para la sociedad. Yo sólo tengo una para la soledad. Si añadimos la cama, quizá tengamos dos para la amistad. Pero aquí no hay sociedad. He tenido tiempo de hartarme de eso en el taxi.

Bowen se sienta en la silla de madera de respaldo recto y echa una mirada por la pequeña y ordenada habitación. Le hace pensar en la celda de un monje o en el refugio de un ermitaño: un sitio anodino, espartano, sólo con lo estrictamente indispensable para vivir. Una cama individual, una cómoda, un hornillo, un frigorífico pequeño, una mesa y una estantería con unas docenas de libros, entre los cuales se ven ocho o diez diccionarios y una gastada Enciclopedia Collier en veinte volúmenes. La habitación representa un mundo de sobriedad, introspección y disciplina, y mientras Bowen vuelve a prestar atención a Victory, que lo observa tranquilamente desde la cama, percibe un último detalle que se le ha escapado hasta entonces. No hay cuadro alguno colgando de las paredes, ni fotografías ni objetos personales a la vista. El único adorno es un calendario clavado con una chincheta en la pared, encima del escritorio: de 1945, abierto en el mes de abril.

Estoy en un apuro, anuncia Bowen, y pensé que usted podría ayudarme.

Todo depende, contesta Ed, cogiendo un paquete de Pall Mall sin filtro de encima de la mesilla de noche. Enciende un cigarrillo con una cerilla de madera, da una larga calada e inmediatamente se pone a toser. Años de flemas atascadas repiquetean en el fondo de sus consumidos bronquios, y durante veinte segundos en la habitación sólo se oyen sus convulsivos espasmos. Cuando cede el ataque, Ed sonríe a Bowen y dice: Siempre que me preguntan por qué fumo digo que porque me gusta toser.

No quisiera molestarlo, prosigue Nick. A lo mejor no es buen momento.

No me molesta. Un tío me da veinte dólares de propina y un par de días después se presenta en mi casa y me dice que tiene problemas. Me pica la curiosidad.

Necesito trabajo. Cualquier clase de trabajo. Soy un buen mecánico de coches, y se me ocurrió que quizá tenga usted influencia en la compañía de taxis en la que trabajaba.

Un tío de Nueva York con una cartera de piel y un traje de buena calidad me dice que quiere ser mecánico. Da una propina excesiva a un taxista y luego declara que está en la ruina. Y ahora me dirá que no quiere contestar a mis preguntas. ¿Me equivoco, o no?

Nada de preguntas. Soy el hombre fulminado, ¿recuerda? Estoy muerto, y da lo mismo quién haya sido antes. Lo único que cuenta es el presente. Y en este momento lo que necesito es ganar un poco de dinero.

Los que llevan ese negocio son unos sinvergüenzas y unos estúpidos. Olvídese de eso, neoyorquino. Pero si está verdaderamente desesperado, quizá tenga algo para usted en la Oficina. Se necesitan espaldas robustas y buena cabeza para los números. Si cumple esos requisitos, está contratado. Con un sueldo decente. Podrán decir que parezco un indigente, pero tengo dinero a espuertas, tanto que no sé lo que hacer con él.

La Oficina de Preservación Histórica. Su empresa.

No es una empresa. Por sus características, se parece más a un museo, a un archivo privado.

Tengo buenas espaldas, y sé sumar y restar. ¿En qué consiste el trabajo de que me está hablando?

Estoy reorganizando el sistema. Por una parte está el tiempo, y por otra el espacio. Ésas son las dos únicas posibilidades. Ahora todo está clasificado por orden geográfico, espacial. Pero quiero cambiarlo todo y organizarlo por orden cronológico. Es la mejor solución, y lamento que no se me haya ocurrido antes. Habrá que levantar mucho peso, y mi cuerpo ya no está para esos trotes. Necesito un ayudante.

Y si le digo que estoy dispuesto a ser ese ayudante, ¿cuándo podría empezar?

Ahora mismo, si quiere. Sólo deje que me abroche los pantalones y se lo enseñaré. Luego ya me dirá si le interesa o no.

Me paré entonces para comer algo (galletas saladas y una lata de sardinas), acompañando el tentempié con dos vasos de agua. Eran cerca de las cinco, y aunque Grace había dicho que volvería hacia las seis o seis y media, yo quería dedicar un poco más de tiempo al cuaderno azul antes de que volviera, seguir con ello hasta el último minuto posible. Al volver a mi estudio al fondo del pasillo, me metí en el cuarto de baño para echar una rápida meada y lavarme un poco la cara, sintiéndome lleno de energía y dispuesto a sumergirme de nuevo en la historia. Pero justo cuando salía de nuevo al pasillo, se abrió la puerta del apartamento y entró Grace, pálida y con aspecto de estar agotada. Su prima Lily tenía que haber venido a Brooklyn con ella (para cenar con nosotros, pasar la noche en el sofá cama del cuarto de estar y luego marcharse por la mañana temprano a New Haven, donde estudiaba segundo de arquitectura en Yale), pero Grace venía sola, y antes de que pudiera preguntarle lo que había pasado, me saludó con una débil sonrisa, se precipitó por el pasillo hacia mí, torció bruscamente a la izquierda y entró en el baño. En cuanto llegó a la taza del retrete, se hincó de rodillas y empezó a vomitar.

Cuando cesó el diluvio, la ayudé a ponerse en pie y la conduje a la habitación. Estaba tremendamente pálida, y con el brazo derecho rodeándole el hombro y el izquierdo alrededor de la cintura sentía que le temblaba todo el cuerpo, como atravesado por pequeñas corrientes eléctricas. Quizá fuese la comida china de la víspera, aventuró, pero le dije que no lo creía, porque yo había comido lo mismo que ella y tenía el estómago perfectamente. A lo mejor es que has pillado algo por ahí, sugerí. Sí, me parece que tienes razón, debe de ser uno de esos virus, contestó Grace, utilizando esa extraña palabrita de la que todos echamos mano para describir las invisibles plagas que flotan por la ciudad y terminan colándose en el organismo y la sangre de cualquiera. Pero nunca me pongo mala, añadió, mientras pasivamente me permitía quitarle la ropa y meterla en la cama. Le puse la mano en la frente, no percibí ni calor ni frío, y luego rebusqué en el cajón de la mesilla, cogí el termómetro y se lo puse en la boca. Resultó que tenía una temperatura normal. Buena señal, la animé. Sólo tienes que dormir bien esta noche y mañana por la mañana te encontrarás mejor. A lo que Grace repuso: Más me vale. Mañana tengo una reunión importante en el trabajo, y no puedo dejar de asistir.

Le di un té flojo y una rebanada de pan tostado, y me pasé aproximadamente una hora sentado junto a ella en la cama, hablándole de su prima Lily, que la había metido en un taxi después de que la primera oleada de náuseas la obligara a acudir al servicio de señoras en el Metropolitan. Tras dar unos sorbos de té, Grace declaró que se le estaban quitando las náuseas, sólo para no poder contenerse quince minutos después y tener que precipitarse por el pasillo hacia el cuarto de baño. A partir de aquel segundo acceso empezó a sentirse más tranquila, pero tuvieron que pasar otros treinta o cuarenta minutos hasta que se relajó lo suficiente para quedarse dormida. Entretanto, charlamos un poco, pasamos luego un buen rato en silencio, y durante unos minutos antes de que acabara durmiéndose le acaricié la cabeza con la palma de la mano. Me sentía bien haciendo de enfermero, le dije, aunque sólo fuese por unas horas. Había sido al revés durante tanto tiempo, que se me había olvidado que pudiera haber otra persona enferma en casa aparte de mí.

—¿Es que no lo entiendes? —dijo Grace—. Esto es un castigo por lo de anoche.

—¿Un castigo? ¿De qué estás hablando?

—Por ponerme así contigo en el taxi. Me porté como una gilipollas.

—No, no es verdad. Y aunque lo fuera, dudo que Dios se vengue de la gente inoculándole una gripe intestinal.

Grace cerró los ojos y sonrió.

—Siempre me has querido, ¿verdad, Sidney?

—Desde el primer momento que te vi.

—¿Sabes por qué me casé contigo?

—No. Nunca he tenido suficiente valor para preguntártelo.

—Porque sabía que nunca me ibas a fallar.

—Has apostado a caballo perdedor, Grace. Ya hace casi un año que te estoy fallando. En primer lugar, te hago pasar un calvario cayendo enfermo, y luego nos cubro de deudas con esas novecientas facturas sin pagar del hospital. Sin tu trabajo, estaríamos en la calle. Vivo a tu costa, señora Tebbetts. Soy un mantenido.

—No estoy hablando de dinero.

—Soy yo quien está en deuda contigo, Sid. Más de lo que te imaginas; más de lo que nunca sabrás. Con tal que no te lleves una decepción conmigo, soy capaz de soportar cualquier cosa.

—No entiendo.

—Ya sé que no. Pero eso no quita para que no te haya tocado ninguna ganga.

—No tienes que entender. Sólo sigue queriéndome, y todo lo demás se arreglará solo.

Era la segunda conversación desconcertante que manteníamos en dieciocho horas. Una vez más, Grace había insinuado algo que se negaba a nombrar, una especie de agitación interior que parecía suscitarle problemas de conciencia y que a mí me dejaba confuso y en la oscuridad, sin saber cómo averiguar lo que pasaba. Y sin embargo qué tierna se mostraba aquella noche, con qué alegría aceptaba mis insignificantes cuidados, lo feliz que estaba de tenerme sentado junto a ella en la cama. Después de todo lo que habíamos pasado juntos a lo largo del último año, después de toda la perseverancia y serenidad de que había hecho gala durante mi larga enfermedad, parecía imposible que alguna vez hiciera algo que pudiera decepcionarme. Y si lo hacía, yo era lo suficientemente estúpido y lo bastante fiel como para no hacer caso. Quería seguir casado con ella durante el resto de mi vida, y si Grace había dado un patinazo en algún momento o hecho algo de lo que no estaba orgullosa, ¿qué importancia podría tener eso a largo plazo? Juzgarla no era cosa mía. Yo era su marido, no un comisario de alguna policía moral, y tenía la firme intención de permanecer a su lado pasara lo que pasara. Sólo sigue queriéndome. Eran unas instrucciones fáciles de cumplir, y a menos que decidiera cancelarlas en una fecha futura, yo pensaba obedecerlas hasta el final.

Se quedó dormida poco después de las seis y media. Al salir de puntillas de la habitación y dirigirme a la cocina a beber un vaso de agua, me di cuenta de que me alegraba de que Lily hubiese abandonado sus planes de quedarse a pasar la noche para coger un tren de vuelta a New Haven por la tarde. No es que me resultara antipática la prima más joven de Grace —en realidad, me caía muy bien, y me gustaba oír su acento de Virginia, mucho más marcado que el de Grace—, pero tener que darle conversación toda la velada mientras Grace dormía en la habitación era un poco más de lo que hubiera podido soportar. No había contado con que pudiera seguir trabajando una vez que ellas hubieran vuelto de Manhattan, pero ahora que se había suspendido la cena, no había nada que me impidiera volver a zambullirme en el cuaderno azul. Aún era temprano; Grace estaba acostada; y después de mi frugal merienda de sardinas y galletas, ya no tenía hambre. De manera que volví a recorrer el pasillo, me senté de nuevo frente al escritorio y, por segunda vez en aquel día, abrí el cuaderno azul. Sin levantarme una sola vez de la silla, trabajé sin descanso hasta las tres y media de la madrugada.

Ha pasado el tiempo. Al lunes siguiente, siete días después de la desaparición de Bowen, su mujer recibe el último extracto de cuentas de la tarjeta cancelada de American Express. Examinando la lista de gastos, llega al último, el que está al final de la hoja —correspondiente al vuelo a Kansas City de la Delta Airlines del lunes anterior—, y de pronto comprende que Nick está vivo, que tiene que estar vivo. Pero ¿por qué Kansas City? Se esfuerza en imaginar por qué habrá viajado su marido a una ciudad donde no conoce a nadie (ni parientes, ni antiguos amigos, ni autores de su editorial), pero no se le ocurre un solo motivo posible. Al mismo tiempo, empieza a desechar la hipótesis sobre Rosa Leightman. Esa chica vive en Nueva York, y si Nick se ha fugado efectivamente con ella, ¿para qué demonios iba a llevársela al centro del país? A menos que Kansas sea el lugar de origen de Rosa Leightman, desde luego, pero eso le parece a Eva una conjetura traída por los pelos, una posibilidad de lo más rocambolesca.

Se ha quedado sin teorías, sin historias ni suposiciones, y la mala sangre que la ha ido consumiendo durante la pasada semana se va disipando poco a poco, hasta desaparecer del todo. En el vacío y la confusión subsiguientes, surge una nueva emoción que llena sus pensamientos: esperanza, o algo parecido a la esperanza. Nick está vivo, y teniendo en cuenta que en los gastos de la tarjeta de crédito únicamente figura la adquisición de un billete, hay buenas posibilidades de que se haya ido solo. Eva llama a la Jefatura de Policía de Kansas City y pide que la pongan con la sección de personas desaparecidas, pero el agente que contesta al teléfono no se muestra muy servicial. Todos los días desaparece algún marido, afirma, y a menos que haya evidencias de delito, nada puede hacer la policía. Casi desesperada, dando rienda suelta finalmente a la tensión y la angustia que se han ido acumulando a lo largo de los últimos días, Eva dice al agente que es un hijo de puta sin sentimientos y cuelga. Cogerá un avión a Kansas City, resuelve entonces, y se pondrá a buscar a Nick ella misma. Demasiado nerviosa para quedarse quieta, decide marcharse esa misma noche.

Llama a su oficina y deja un mensaje en el contestador, dando complejas instrucciones a su secretaria sobre las cuestiones pendientes para esa semana, y explicando a continuación que debe ocuparse de un asunto urgente de familia. Estará un tiempo fuera de la ciudad, añade, pero se mantendrá en contacto por teléfono. Hasta ese momento no ha comunicado a nadie la desaparición de Nick salvo a la policía de Nueva York, que ha sido incapaz de hacer nada por ayudarla. Pero ha mantenido a sus amigos y compañeros en la más completa ignorancia, negándose incluso a mencionar el hecho a sus padres, y cuando el martes empezaron a llamarla de la oficina de Nick para saber por qué no había ido, eludió la cuestión diciéndoles que había caído enfermo con un virus intestinal y no podía levantarse de la cama. Y al lunes siguiente, cuando ya debía estar absolutamente recuperado y de vuelta en el trabajo, les dijo que se encontraba mucho mejor, pero que aquel fin de semana habían llevado a su madre de urgencia al hospital a consecuencia de una mala caída, y que había ido a Boston para estar con ella. Aquellas mentiras eran una especie de autoprotección, motivada por la vergüenza, la humillación y el miedo. ¿Qué clase de esposa sería si no pudiera dar explicaciones sobre el paradero de su marido? Lo cierto es que se encontraba en un maremágnum de incertidumbre, y la idea de confesar a alguien que Nick la había abandonado ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

Pertrechada con algunas fotografías recientes de Nick, hace una maleta pequeña y se dirige a La Guardia, tras haber reservado por teléfono un billete para el vuelo de las nueve y media. Horas más tarde, cuando aterriza en Kansas City, sube a un taxi y dice al conductor que le recomiende un hotel, repitiendo casi palabra por palabra la misma pregunta que su marido formuló a Ed Victory el lunes de la semana anterior. La única diferencia es que ella utiliza el término bueno, en vez de el mejor, pero a pesar de todos los matices de la distinción la respuesta del taxista es idéntica. La lleva al Hyatt, y lejos de imaginar que está siguiendo los pasos de su marido, Eva se registra en recepción y pide una habitación individual. No es de esas personas que tiran el dinero y se permiten suites caras, pero de todas formas su habitación está en la décima planta, en el mismo pasillo en que estuvo Nick los dos primeros días de su estancia en la ciudad. Salvo por el hecho de que su habitación se encuentra apenas un grado más al sur que la de Nick, Eva disfruta de la misma vista de la ciudad: la misma panorámica de edificios, la misma red viaria y el mismo cielo de nubes suspendidas que él catalogó para Rosa Leightman mientras estaba de pie delante de la ventana dejando el mensaje en el contestador antes de largarse del hotel sin pagar.

Eva duerme mal en la cama desconocida, con la garganta reseca, y se levanta por la noche dos o tres veces para ir al cuarto de baño, beber un vaso de agua, contemplar los brillantes números rojos del despertador digital y escuchar el murmullo de los ventiladores que giran en los conductos de aireación del techo. La vence el sueño a las cinco de la madrugada, duerme unas tres horas seguidas y luego llama al servicio de habitaciones y pide el desayuno. A las nueve y cuarto, ya duchada, vestida y recuperadas las fuerzas con una cafetera de café solo, llama al ascensor y se dirige a la planta baja para empezar la búsqueda. Todas sus esperanzas giran en torno a las fotografías que lleva en el bolso. Recorrerá la ciudad de punta a cabo enseñando el retrato de Nick al mayor número de gente posible, empezando por hoteles y restaurantes, siguiendo luego por tiendas y supermercados, compañías de taxis, edificios de oficinas y Dios sabe qué más, rezando para que alguien lo reconozca y le dé una pista. Si no logra nada concreto el primer día, hará copias de una de las instantáneas y empapelará la ciudad con ellas —pegándolas en muros, farolas y cabinas de teléfono—, y publicará la fotografía en el Kansas City Star y en los demás periódicos que circulan por la región. Y mientras baja en el ascensor con intención de comenzar en el vestíbulo, ya piensa en el texto que acompañará al anuncio. DESAPARECIDO. O bien: ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?, seguido del nombre de Nick, su edad, estatura, peso y color de pelo. Luego un teléfono de contacto y la promesa de alguna recompensa. Aún sigue tratando de calcular el importe adecuado cuando se abren las puertas del ascensor. ¿Mil dólares? ¿Cinco mil? ¿Diez mil dólares? Si falla el plan, se dice a sí misma, pasará a la siguiente fase y contratará los servicios de un detective privado. Nada de un antiguo policía con licencia, sino un experto, un investigador especializado en buscar a personas desaparecidas, a gente que se esfuma sin dejar rastro.

Tres minutos después de que Eva llegue al vestíbulo, ocurre un milagro. Enseña el retrato de Nick a la recepcionista, y la joven de cabello rubio y dientes blancos lo reconoce sin lugar a dudas. Eso lleva a una búsqueda en los archivos, y pese a la lentitud de los ordenadores de 1982 no tardan mucho en confirmar que Nick Bowen se alojó en el hotel durante dos noches y luego desapareció sin molestarse en pagar la cuenta. Tenían una impresión de su tarjeta de crédito, pero después de comunicar el número a la American Express resultó que no estaba operativa. Eva pregunta si puede ver al gerente del hotel para pagar la cuenta de Nick, y nada más sentarse en su despacho, cuando le entrega su tarjeta recientemente validada para abonar la factura que se debe, pierde el control por primera vez desde la desaparición de su marido y rompe a llorar. Ese desahogo de sufrimiento femenino desconcierta al señor Lloyd Sharkey, pero con la suavidad y los untuosos modales de un veterano profesional de la hostelería ofrece a la señora Bowen toda la asistencia que está en su mano prestarle. Varios minutos después, Eva vuelve a estar en la décima planta, hablando con la camarera mexicana encargada de limpiar la habitación 1046. La mujer le informa de que durante todo el tiempo que Nick ocupó la habitación hubo un cartel de NO MOLESTEN colgado en el pomo de la puerta, y que no vio a su marido ni una sola vez. Diez minutos más tarde, Eva está en la cocina, hablando con Leroy Washington, el camarero del servicio de habitaciones que subió a Nick casi todas sus comidas. Reconoce al marido de Eva por la foto, y añade que el señor Bowen daba propinas generosas, aunque no hablaba mucho y parecía «preocupado» por algo. Eva le pregunta si estaba solo o con una mujer. Solo, contesta Washington. A menos que hubiera alguna señora escondida en el cuarto de baño o en el armario, prosigue, pero las comidas siempre eran para una persona, y que él supiera, sólo se utilizaba un lado de la cama.

Ahora que ha pagado la factura de Nick, y que está casi segura de que no se ha fugado con otra mujer, Eva empieza a encajar de nuevo en su estado civil, a sentirse como una esposa con todas las de la ley, luchando por encontrar a su marido y salvar su matrimonio. De las entrevistas que lleva a cabo con otros miembros del personal del Hyatt Regency no saca en claro nada más. No tiene la menor idea de adónde pudo haber ido Nick al marcharse del hotel, pero se siente con ánimo, como si el hecho de saber que se encuentra en la misma ciudad, precisamente en ese momento, pudiera interpretarse como una señal de que no se ha alejado de ella, aunque no sea más que una curiosa casualidad, una coincidencia espacial sin sentido alguno.

Una vez que pone el pie en la calle, sin embargo, vuelve a sentirse abrumada por lo desesperado de su situación. Porque el caso es que Nick se ha marchado sin decir palabra —abandonándola, dejando su trabajo, alejándose de todo lo que tenía en Nueva York—, y la única explicación que ahora se le ocurre es que su marido ha perdido la cabeza, víctima de una fuerte tensión nerviosa. ¿Acaso se ha vuelto tan desgraciado por el hecho de vivir con ella? ¿Es ella quien lo ha inducido a dar ese paso tan drástico, quien lo ha empujado de esa forma a la desesperación? Sí, declara para sus adentros, es posible que le haya hecho eso. Y para empeorar las cosas está en la miseria. Un pobre desgraciado, medio enloquecido, vagando por una ciudad extraña sin un céntimo en el bolsillo. Y de eso también tenía ella la culpa, decide al fin, todo aquel espantoso asunto era culpa suya.

Esa misma mañana, mientras Eva inicia su infructuosa ronda de investigaciones, entrando y saliendo de restaurantes y tiendas del centro de Kansas City, Rosa Leightman vuelve a Nueva York. Abre la puerta de su apartamento de Chelsea a la una de la tarde y lo primero que ve es la nota de Eva en el umbral. Sorprendida, desconcertada por el tono de urgencia del mensaje, deja la maleta sin molestarse en abrirla y llama inmediatamente al primero de los dos números escritos al pie de la nota. Nadie contesta en el apartamento de la calle Barrow, pero deja un mensaje en el contestador en el que explica que ha estado ausente pero que ya ha vuelto y se la puede localizar en su casa. Seguidamente llama a la oficina de Eva. La secretaria le dice que la señora Bowen no se encuentra en la oficina porque está de viaje, ocupándose de unos asuntos, pero que llamará por la tarde y entonces le pasarán el recado. Rosa está perpleja. Sólo ha visto una vez a Nick Bowen, y no sabe nada de él. La conversación que mantuvieron en su despacho fue muy positiva, en su opinión, y aunque había notado que se sentía atraído hacia ella (lo advertía en los ojos, lo notaba en la forma en que la miraba), mostró una actitud reservada, caballeresca, un tanto distante. Un hombre más desorientado que agresivo, recuerda, con un inconfundible halo de melancolía flotando a su alrededor. Casado, comprende ahora, y por tanto terreno prohibido, inhabilitado como candidato. Pero enternecedor a su modo, un tipo simpático, de buenos instintos.

Deshace la maleta y mira el correo antes de escuchar los mensajes del contestador. Para entonces son casi las dos, y lo primero que oye en el aparato es la voz de Bowen declarándole su amor y pidiéndole que se reúna con él en Kansas City. Rosa se queda de piedra, escuchando con sobrecogida turbación. Se pone tan nerviosa al escuchar lo que le dice Nick, que tiene que rebobinar la cinta y escuchar el mensaje dos veces más hasta asegurarse de que ha escrito correctamente el número de Ed Victory: a pesar de la gradual e invariable disminución de las cifras, que hace el número casi imposible de olvidar. Está a punto de ceder a la tentación de desconectar el contestador y llamar inmediatamente a Kansas City, pero entonces decide pasar los catorce mensajes restantes para ver si Nick ha dejado alguno más. Así es. El viernes, y otra vez el domingo. «Espero que no se asustara por lo que le dije el otro día», empieza el segundo mensaje, «pero hablaba completamente en serio. No puedo librarme de usted. La tengo continuamente en mis pensamientos, y aunque parece responderme que no está usted interesada —¿qué otra cosa puede significar su silencio?—, le agradecería que me llamara por teléfono. Aunque sólo sea para hablar del libro de su abuela. Llámeme al número de Ed, el que le di el otro día: 816-765-4321. Por cierto, ese número no es fruto de la casualidad. Ed lo pidió a propósito. Dice que es una metáfora; no sé de qué. Creo que quiere que lo adivine por mí mismo». El último mensaje es el más breve de los tres, y en él Nick no da muestras de haber renunciado a ella. «Soy yo», dice, «intentándolo por última vez. Llámeme, por favor, aunque sólo sea para decirme que no quiere hablar conmigo».

Rosa marca el número de Ed Victory, pero nadie coge el teléfono, y tras dejar que suene diez o doce veces concluye que es un aparato antiguo, de los que no tienen contestador. Sin detenerse a pensar en cuáles son sus sentimientos (no sabe lo que siente), Rosa cuelga el teléfono, convencida de que tiene la obligación moral de ponerse en contacto con Bowen; y de que debe hacerlo cuanto antes. Piensa en enviarle un telegrama, pero cuando llama al servicio de información telefónica de Kansas City para averiguar la dirección de Ed, la telefonista le dice que el número no aparece en la guía, lo que significa que no le está permitido facilitar ese tipo de información. Seguidamente, Rosa intenta llamar de nuevo a la oficina de Eva, esperando que la mujer de Nick haya llamado mientras tanto, pero la secretaria le dice que no hay noticias. Da la casualidad de que Eva está tan abrumada por su infortunio en Kansas City que pasan varios días sin que se acuerde de llamar a su oficina, y para cuando decida ponerse en contacto con su secretaria, la propia Rosa se habrá marchado y estará en un autobús de la Greyhound camino de Kansas City. ¿Por qué va? Porque durante varios días ha llamado a Ed Victory más de cien veces y nadie ha contestado al teléfono. Porque, a falta de nueva comunicación por parte de Nick, se ha convencido a sí misma de que Bowen está en apuros, de que tiene problemas graves y de que quizá corra peligro de muerte. Porque es joven y audaz, y actualmente está sin trabajo (ilustradora free-lance, en ese momento está esperando un encargo), y tal vez —no puede dejar de hacerse cábalas al respecto— porque está subyugada por la idea de que alguien que apenas conoce haya confesado abiertamente que no puede dejar de pensar en ella, la idea de que ha conseguido que un hombre se enamore de ella a primera vista.

Retrocediendo al miércoles anterior, a la tarde en que Bowen sube las escaleras de la pensión y Ed le ofrece trabajar de ayudante en la Oficina de Preservación Histórica, reanudé entonces la crónica del Flitcraft de nuestros días…

Ed se abrocha los pantalones, apaga el Pall Mall a medio fumar y baja las escaleras seguido de Nick. Salen ambos a la calle, al fresco de una tarde de principios de primavera, y caminan a lo largo de nueve o diez manzanas, torciendo a la izquierda, luego a la derecha, avanzando despacio entre una serie de edificios ruinosos hasta que llegan a un establo abandonado cerca del río, la frontera líquida que divide Kansas City en dos mitades, una de Missouri y otra de Kansas. Siguen andando hasta encontrarse frente a la orilla, sin más edificios ni otra cosa a la vista que media docena de vías férreas que discurren en sentido paralelo y con aspecto de estar fuera de servicio, dada la oxidación de los raíles y las numerosas traviesas rotas y astilladas que se amontonan entre la grava del terreno circundante. Sopla un viento fuerte del río mientras los dos hombres cruzan la primera vía, y Nick no puede dejar de pensar en el viento que azotaba las calles de Nueva York el lunes por la noche, justo antes de que la gárgola se desprendiera del edificio y estuviera a punto de caerle encima y aplastarlo. Jadeando por el esfuerzo de su larga caminata, Ed se detiene bruscamente al cruzar la tercera vía y señala al suelo. Enterrada entre la grava hay una madera cuadrada, sin pintar, gastada por la intemperie, una especie de abertura o trampilla que se funde tan discretamente con el entorno que Nick duda que la hubiera encontrado yendo solo. Por favor, tenga la amabilidad de levantar la tapa y ponerla a un lado, le pide Ed. No me importaría hacerlo yo, pero últimamente me he puesto tan gordo que si me agacho me da la impresión de que voy a caerme al suelo.

Nick sigue las instrucciones de su nuevo jefe, y un momento después los dos hombres bajan por una escalera de hierro fijada a la pared de cemento. Llegan al fondo, a unos cuatro metros de la superficie. Gracias a la luz que entra por la trampilla abierta, Nick ve que se encuentran en un pasillo estrecho, delante de una puerta de contrachapado. No tiene pomo ni picaporte, pero hay un candado a la derecha, a la altura del pecho. Ed saca una llave del bolsillo y la inserta en la hendidura de la parte de abajo de la caja metálica. Una vez liberado el mecanismo del resorte, coge el candado con la mano, echa a un lado el pasador con el pulgar y lo cuelga en la anilla de la puerta. Es un gesto ágil, experimentado, piensa Nick, sin duda fruto de incontables visitas a ese frío y húmedo escondite subterráneo a lo largo de los años. Ed da un pequeño empujón a la puerta, que gira sobre sus goznes mientras Nick atisba en la oscuridad que se abre ante él, incapaz de ver nada. Ed lo aparta suavemente con el codo, cruza el umbral y, un instante después, Nick oye que pulsa un interruptor, luego otro, después un tercero y tal vez incluso un cuarto. Entre una balbuceante sucesión de destellos y oscilantes zumbidos, varias hileras de luces fluorescentes van encendiéndose poco a poco en el techo, y Nick se encuentra de pronto en una nave amplia, una estancia sin ventanas que mide aproximadamente quince metros de largo por nueve de ancho. Perfectamente alineadas a lo largo del local, una serie de estanterías metálicas de color gris ocupan todo el espacio del suelo al techo, que está a unos tres metros y medio de altura. Bowen tiene la impresión de haber entrado en el recinto de una biblioteca secreta, de una colección de libros prohibidos cuya lectura sólo está permitida a los iniciados.

La Oficina de Preservación Histórica, anuncia Ed, con un pequeño gesto de la mano. Eche una mirada. No toque nada, pero mire todo el tiempo que quiera.

Las circunstancias son tan extrañas, tan ajenas a todo lo que Nick esperaba, que ni siquiera se atreve a imaginar las sorpresas que le esperan. Recorre el primer pasillo y descubre que las estanterías están repletas de guías de teléfonos. Centenares de guías telefónicas, miles, organizadas alfabéticamente por nombres de ciudad y dispuestas en orden cronológico. Por casualidad se encuentra en la hilera que contiene Baltimore y Boston. Comprobando el lomo de las guías, ve que la más antigua de Baltimore corresponde al año 1927. A partir de ahí falta alguna que otra, pero desde 1946 la colección está completa hasta el año en curso, 1982. La primera de Boston es aún más antigua, data de 1919, y de nuevo falta una serie de volúmenes hasta llegar a 1946, pero a partir de entonces están todos los años. Con la solidez de esas escasas pruebas, Nick supone que Ed empezó la colección en 1946, un año después de concluida la Segunda Guerra Mundial, que por casualidad también es el año en que nació Bowen. Treinta y seis años dedicados a una empresa gigantesca y al parecer sin sentido, que abarca precisamente la totalidad de su existencia.

Atlanta, Buffalo, Cincinnati, Chicago, Detroit, Houston, Kansas City, Los Ángeles, Miami, Minneapolis, los cinco municipios de Nueva York, Filadelfia, Saint Louis, San Francisco, Seattle: hasta la última metrópoli norteamericana está a mano, junto con docenas de ciudades más pequeñas, condados rurales de Alabama, ciudades periféricas de Connecticut y territorios sin entidad administrativa de Maine. Pero la cosa no termina en Estados Unidos. Cuatro de las veinticuatro imponentes estanterías metálicas de doble cuerpo están dedicadas a urbes y ciudades de países extranjeros. Esos archivos no son tan completos ni exhaustivos como sus equivalentes nacionales, pero, además de Canadá y México, está representada la mayoría de los Estados de la Europa occidental y oriental: Londres, Madrid, Estocolmo, París, Munich, Praga, Budapest. Lleno de asombro, Nick comprueba que Ed se las ha arreglado para adquirir una guía telefónica de Varsovia de 1937/38: Spis Abonentów Warszawskiej Sieci TELEFONÓW. Mientras combate la tentación de sacar el volumen del estante, se le ocurre que casi todos los judíos relacionados en la guía ya están muertos desde hace mucho, asesinados antes de que Ed empezara siquiera su colección.

La visita dura diez o quince minutos, y adondequiera que va Nick, lo sigue Ed con una sonrisita en la cara, disfrutando del visible desconcierto de su invitado. Cuando llegan a la última hilera de estanterías al fondo de la estancia, Ed dice al fin:

El tío no sale de su asombro. No hace más que preguntarse: Pero ¿de qué coño va esto?

Es una manera de decirlo, responde Nick.

¿Alguna idea…, o no hay más que confusión?

No estoy seguro, pero tengo la impresión de que esto es algo más que una distracción para usted. Eso por lo menos lo entiendo. No es de ésos que acumulan cosas sólo por afán de coleccionar. Tapones de botellas, cajetillas de tabaco, ceniceros de hotel, elefantitos de cristal. Hay gente que se pasa el tiempo buscando toda clase de chucherías. Pero esto no es lo mismo. Las guías significan algo para usted.

Esta habitación contiene el mundo, responde Ed. O parte del mundo, al menos. Los nombres de los vivos y de los muertos. La Oficina de Preservación Histórica es la casa de la memoria, pero también el templo del presente. Juntando esas dos cosas en un solo sitio, me demuestro a mí mismo que la humanidad no se ha acabado.

Me parece que no lo entiendo.

Yo he visto el fin de todo, Hombre Fulminado. He bajado a las entrañas del infierno, y he visto el final. Quien vuelve de un viaje así, por mucho que siga viviendo, es consciente de que una parte de sí mismo ha muerto para siempre.

¿Cuándo ocurrió eso?

En abril de 1945. Mi unidad combatió en Alemania, y nos tocó liberar Dachau. Treinta mil esqueletos respirando. Usted lo conoce por fotografías, pero con las fotos no se hace uno idea de lo que era aquello. Había que estar allí y olerlo directamente, había que estar allí y tocarlo con las propias manos. Seres humanos hicieron aquello a sus propios semejantes, y lo hicieron con plena conciencia de lo que hacían. Aquello era el fin de la humanidad, señor Zapatos Buenos. Dios apartó la vista de nosotros y abandonó el mundo para siempre. Y yo estuve allí para presenciarlo.

¿Cuánto tiempo estuvo en el campo?

Dos meses. Era cocinero, de modo que hacía servicio de cocina. Mi tarea consistía en dar de comer a los supervivientes. Estoy seguro de que ha leído historias de cómo algunos no podían dejar de comer. Los más famélicos. Llevaban tanto tiempo pensando en la comida, que no podían remediarlo. Comían hasta que se les reventaba el estómago, y entonces se morían. A centenares. El segundo día se me acercó una mujer con un niño en brazos. Había perdido la cabeza, aquella mujer, se le veía, se sabía por la forma en que sus ojos no dejaban un momento de revolverse en sus cuencas, y qué delgada estaba, tan desnutrida que no sé cómo lograba mantenerse en pie. No pedía de comer, sólo quería que le diera leche al niño. Yo iba a complacerla con mucho gusto, pero entonces me entregó al niño y vi que estaba muerto, que llevaba varios días muerto. Tenía la cara reseca y arrugada, ensombrecida, más negra que la mía, una criaturita que no pesaba nada, que no era más que piel arrugada y pus seco y huesos vacíos. La mujer seguía pidiendo leche, así que vertí una poca en los labios del niño. No se me ocurrió otra cosa que hacer. Vertí leche en los labios de la criatura, y entonces la mujer volvió a coger a su hijo: satisfecha ya, tan feliz que empezó a tararear, casi a cantar, en serio, a cantar de esa forma jubilosa con que se arrulla a un niño. No sabría decir si en la vida he visto a alguien más feliz que aquella mujer en aquel momento, alejándose con su hijo muerto en brazos, cantando porque al fin ha conseguido darle un poco de leche. Me quedé allí parado, mirando cómo se alejaba. Caminó unos cinco metros a trompicones hasta que le cedieron las rodillas y, antes de que pudiera salir corriendo para sujetarla, cayó muerta en el barro. Eso fue lo que me movió a hacer esto. Cuando vi morir a la mujer, supe que tenía que hacer algo. No podía volver tranquilamente a casa después de la guerra y olvidar todo lo que había pasado. Debía mantener ese lugar en la memoria, seguir pensando en ello todos los días durante el resto de mi vida.

Nick sigue sin comprender. Puede captar la enormidad de la experiencia por la que pasó Ed, entender el sufrimiento y el horror que siguen persiguiéndolo, pero la forma en que esos sentimientos encuentran expresión en la absurda empresa de coleccionar guías de teléfono supera su capacidad de comprensión. Puede imaginarse otras cien maneras de trasladar la experiencia de un campo de concentración a una actividad que ocupe toda la vida, antes que aquel extraño archivo subterráneo lleno de nombres de gente de todo el mundo. Pero ¿quién es él para juzgar la pasión de nadie? Bowen necesita trabajo, le gusta la compañía de Ed y no tiene ningún reparo en pasar unas semanas o unos meses ayudándolo a reorganizar el sistema de almacenamiento de las guías, por inútil que parezca la tarea. Así que llegan a un acuerdo sobre el sueldo, el horario y demás cuestiones laborales, y luego se estrechan la mano para cerrar el trato. Pero Nick sigue encontrándose en la embarazosa situación de tener que pedir un anticipo a cuenta. Necesita ropa y un sitio para vivir, y los sesenta y tantos dólares que lleva en la billetera no bastan para cubrir esos gastos. Su nuevo jefe, sin embargo, se le adelanta. Hay una organización benéfica que vende ropa de segunda mano a menos de dos kilómetros de donde se encuentran, le informa, y esa misma tarde Nick puede hacer allí una buena provisión de prendas de vestir por unos cuantos dólares. Nada de finuras, desde luego, pero lo que va a necesitar es ropa de trabajo, no trajes de calle. Además, de ésos ya tiene uno, y si alguna vez le da por marcharse de la ciudad, lo único que ha de hacer es volvérselo a poner.

Solucionado ese problema, Ed inmediatamente le resuelve también el del alojamiento. Hay una habitación disponible en el recinto, le anuncia, y si a Nick no le espanta la idea de pasarse la noche bajo tierra, se puede quedar allí sin tener que pagar nada. Haciéndole una seña para que lo siga, Ed camina inseguro por uno de los pasillos centrales, avanzando cautelosamente con sus tobillos doloridos e hinchados, hasta que llega a la pared de bloques grises del lado izquierdo de la estancia. A veces me quedo a dormir aquí, dice, mientras se mete la mano en el bolsillo para sacar las llaves. Es un cuartito muy agradable.

Hay una puerta metálica empotrada en la pared, y como no sobresale y es del mismo tono gris del muro, Nick no ha reparado en ella cuando ha pasado por allí unos minutos antes. Al igual que la puerta de madera de entrada situada al otro extremo de la estancia, ésta no tiene pomo ni picaporte, y Ed la abre hacia dentro con un suave empujón de la mano. Sí, dice cortésmente Nick al entrar, es una habitación cómoda, aunque la encuentra más bien deprimente, sin adornos y con tan pocos muebles como el cuarto de la pensión de Ed. Pero dispone de todo lo necesario; salvo de ventana, claro está, de la posibilidad de mirar hacia fuera. Cama, mesa y silla, frigorífico, hornillo, retrete, aparador lleno de latas de conservas. No es tan horrible, verdaderamente, y además ¿qué otra cosa puede hacer Nick sino aceptar el ofrecimiento del antiguo taxista? Ed parece encantado de que Nick esté dispuesto a quedarse allí, y cuando cierra la puerta y ambos tuercen por el pasillo para dirigirse a la escalera que volverá a llevarlos a la superficie, cuenta a Nick que empezó a construir aquella habitación hace veinte años. En el otoño del sesenta y dos, puntualiza, en plena crisis de los misiles cubanos. Pensaba que nos iban a tirar uno gordo, y decidí tener un sitio para ocultarme. Ya sabe, un refugio de ésos, como se llamen.

Un refugio antiatómico.

Eso. Así que hice un agujero en la pared y añadí esa pequeña habitación. La crisis concluyó antes de que yo hubiera acabado, pero nunca se sabe, ¿verdad? Esos locos que dirigen el mundo son capaces de cualquier cosa.

Nick siente una leve punzada de alarma cuando oye a Ed hablar así. No es que no comparta su opinión sobre los dirigentes mundiales, sino que se pregunta si no ha hecho causa común con algún maniático, con una persona desquiciada o completamente enloquecida. Es muy posible, dice para sus adentros, pero Ed Victory es la persona que le ha deparado el destino, y si piensa atenerse a los principios del desprendimiento de la gárgola, debe seguir adelante y mantener el rumbo que ha tomado; para bien o para mal. De otro modo, su marcha de Nueva York se convertirá en un gesto vacío, infantil. Si no es capaz de aceptar lo que está pasando, de aceptarlo y asumirlo activamente, debería reconocer la derrota y llamar a su mujer para anunciarle que vuelve a casa.

A la larga, esas preocupaciones resultan infundadas. Pasan los días y, mientras ambos trabajan juntos en la cripta bajo la vía férrea, llevando de un lado a otro de la estancia guías de teléfono que colocan en cajas de manzanas montadas en patines, Nick descubre que Ed es una persona íntegra, un hombre de palabra. Nunca pide a su ayudante que explique sus circunstancias ni que le cuente su historia, y Nick llega a admirar esa discreción, sobre todo en alguien tan parlanchín como el antiguo taxista, que por todos los poros destila curiosidad hacia el mundo. Ed tiene unos modales tan refinados, en realidad, que ni siquiera le pregunta su nombre. En un momento dado, Bowen sugiere a su jefe que le llame Bill, pero, sabiendo que ese nombre es pura invención, Ed rara vez se molesta en hacerlo, y prefiere dirigirse a su empleado con el apelativo de Hombre Fulminado, Nueva York o señor Zapatos Buenos. A Nick le parece perfecta la solución. Vestido con los diversos atuendos adquiridos en la tienda de ropa de segunda mano (camisas de franela, vaqueros y pantalones del ejército, calcetines elásticos blancos y raídas botas de baloncesto), piensa en los primeros dueños de las prendas que ahora lleva. La ropa desechada sólo puede tener dos orígenes, y únicamente puede regalarse por dos motivos. Alguien pierde interés por una prenda y la dona a una organización benéfica, o bien una persona muere y sus herederos se deshacen de sus pertenencias a cambio de una exigua deducción fiscal. A Nick le entusiasma la idea de andar por ahí con la ropa de un muerto. Ahora que ha puesto término a su vida anterior, parece adecuado ponerse la ropa de alguien que también ha dejado de existir: como si esa doble negación borrara su pasado de manera más completa, más permanente.

Pero Bowen, a pesar de todo, no debe bajar la guardia. Su jefe y él hacen frecuentes pausas en el trabajo, y a Ed, cada vez que interrumpen la actividad, le encanta pasar el tiempo charlando, a veces entremezclando sus observaciones con un trago de cerveza. Nick se entera entonces de la historia de Wilhamena, la primera mujer de Ed, que desapareció una mañana de 1953 con un vendedor de bebidas alcohólicas de Detroit, y de la de Rochelle, sucesora de Wilhamena, que le dio tres hijas y luego murió de un infarto en 1969. A Bowen le parece que Ed sabe contar anécdotas, pero se guarda mucho de hacerle preguntas sobre detalles concretos: para no dar pie a que le formule cuestiones personales. Han establecido un pacto de silencio para no sondear sus respectivos secretos, y por mucho que Nick desee saber si Victory es el verdadero nombre de Ed, por ejemplo, o si es realmente dueño del local subterráneo que alberga la Oficina de Preservación Histórica o simplemente se ha apropiado del almacén sin que lo hayan pillado las autoridades, no dice ni palabra de esos asuntos y se contenta con escuchar lo que Ed le ofrece por iniciativa propia. Más peligrosos son los momentos en que Nick casi se descubre a sí mismo, y cada vez que eso ocurre, se hace la advertencia de tener más cuidado con lo que dice. Una tarde, cuando Ed está hablando de sus experiencias de soldado en la Segunda Guerra Mundial, saca a relucir el nombre de un joven recluta que se incorporó a su regimiento a finales del cuarenta y cuatro, John Trause. Dieciocho años recién cumplidos, prosigue Ed, pero el tío más listo e inteligente que he conocido en la vida. Ahora se ha convertido en un escritor famoso, explica, y no es de extrañar cuando se piensa en el cerebro tan potente que tenía aquel chaval. Entonces es cuando Bowen da un patinazo casi catastrófico. Lo conozco, anuncia, y cuando Ed levanta la vista y le pregunta qué tal le va a John, Nick procede inmediatamente a despistarlo puntualizando su afirmación. No en persona, aclara. Me refiero a sus libros, he leído sus novelas, y entonces dejan el tema y pasan a otra cosa. Pero lo cierto es que Nick trabaja con John y se dedica a actualizar el catálogo de su obra. En realidad, el mes pasado sin ir más lejos terminó de trabajar en una serie de encargos para las cubiertas de las ediciones de bolsillo de sus novelas. Hace años que lo conoce, y el principal motivo por el que solicitó el puesto en la editorial donde trabaja (o trabajaba hasta hace unos días) fue que las novelas de John Trause estaban publicadas allí.

Nick empieza a trabajar con Ed el jueves por la mañana, y ordenar de nuevo las guías de teléfono es una tarea de proporciones tan enormes, tan colosales desde el punto de vista de la carga que hay que manejar —el volumen y el peso de los innumerables tomos de mil páginas que se deben sacar de su estantería y acarrear a otra zona del almacén para luego volver a cogerlos y colocados en otro estante—, que adelantan poco, mucho menos de lo que han previsto. Deciden seguir trabajando durante todo el fin de semana, y al miércoles siguiente (el mismo día que Eva entra en una tienda de fotocopias para componer el cartel con el cual difundirá la noticia de la desaparición de su marido, que también resulta ser el día en que Rosa Leightman vuelve a Nueva York y escucha los mensajes de amor de Bowen en el contestador automático) la creciente preocupación de Nick por la salud de Ed se transforma finalmente en angustia declarada. El antiguo taxista tiene sesenta y siete años y pesa unos treinta kilos de más. Fuma tres paquetes al día de cigarrillos sin filtro, le cuesta trabajo andar, respira con dificultad y tiene las arterias cada vez más llenas de colesterol. Víctima de dos ataques al corazón en el pasado, no se encuentra en condiciones de soportar el trabajo que ambos pretenden llevar a cabo. Incluso bajar y subir la escalera todos los días requiere una gran concentración y fuerza de voluntad, lo que pone a prueba sus energías hasta tal punto que apenas puede respirar cuando llega al primero o al último peldaño. Nick es consciente de ello desde el principio, y anima continuamente a Ed para que se siente y descanse un poco, asegurándole que es capaz de hacer el trabajo él solo, pero Ed es un individuo testarudo, una persona con una misión que cumplir, y ahora que su sueño de reorganizar su museo de guías telefónicas se está haciendo por fin realidad, no hace caso del consejo de Bowen y salta del asiento a la menor oportunidad para ayudarlo. El viernes por la mañana, las cosas empiezan finalmente a ponerse feas. Bowen vuelve de un trayecto al otro extremo de la sala, remolcando su caja de manzanas vacía, y se encuentra con Ed sentado en el suelo y la espalda apoyada en una estantería. Tiene los ojos cerrados y la mano derecha firmemente apretada contra el corazón.

Dolor en el pecho, observa Nick, llegando enseguida a la conclusión evidente. ¿Le duele mucho?

Déme un minuto, contesta Ed. Se me pasará.

Pero Nick no se conforma con esa respuesta e insiste en acompañarlo a las urgencias del hospital más cercano. Tras oponerse con una débil protesta por pura fórmula, Ed consiente en ir al hospital.

Pasa más de una hora antes de que se encuentren en el asiento trasero de un taxi camino del Saint Anselm’s Charity Hospital. Para empezar, está el arduo problema de empujar el enorme y voluminoso cuerpo de Ed escaleras arriba y sacarlo a la superficie; luego, se presenta la tarea igualmente desesperada de encontrar un taxi en esa zona sombría y desolada de la ciudad. Nick echa a correr y tarda veinte minutos en encontrar un teléfono público que funcione, y una vez que por fin consigue ponerse en comunicación con la compañía de taxis Red and White (para la que trabajaba Ed), espera otros quince minutos hasta que se presenta el coche. Nick da indicaciones al taxista, encaminándolo a la vía férrea cerca del río. Recogen al languideciente Ed, que está tumbado sobre la grava y tiene considerables dolores (aunque está consciente, con la suficiente presencia de ánimo para hacer un par de bromas mientras lo ayudan a subir al taxi), y salen para el hospital.

Esa urgencia médica es la responsable de que Rosa Leightman no llegue a ponerse en contacto con Ed ese mismo día. El individuo que se hace llamar Victory, pero cuyo nombre es Johnson según figura en el permiso de conducción y la tarjeta de seguridad social, ha sufrido su tercer ataque al corazón. En el momento en que Rosa lo llama desde Nueva York, él ya está internado en la unidad de cuidados intensivos del Saint Anselm’s y, según los datos cardiovasculares anotados en el gráfico que cuelga a los pies de su cama, no volverá a su pensión en mucho tiempo. Desde ese miércoles hasta que salga para Kansas City el sábado por la mañana, Rosa lo sigue llamando a todas horas del día y de la noche, pero allí no hay nadie para oír el timbre del teléfono.

En el taxi, camino del hospital, Ed se está adelantando a los acontecimientos, preparándose para los malos augurios, aunque siga fingiendo que no está preocupado. Soy un tío gordo, le dice a Nick, y los gordos nunca mueren. Es una ley natural. Si el mundo nos da un puñetazo, nosotros no lo acusamos. Para algo tenemos todo este relleno…, para que nos sirva de protección en momentos como éste.

Nick le dice que no hable. Ahorre fuerzas, le aconseja, y mientras Ed trata de aguantar el dolor que le quema el pecho, que le baja por el brazo izquierdo y le sube hasta la mandíbula, sus pensamientos vuelven a la Oficina de Preservación Histórica. Probablemente voy a pasar un tiempo en el hospital, dice, y me fastidia pensar que se interrumpa el trabajo que hemos empezado. Nick le asegura que está dispuesto a seguir haciéndolo solo y Ed, conmovido por la lealtad de su ayudante, cierra los ojos para contener las lágrimas que involuntariamente se le agolpan en los párpados y le asegura que es una buena persona. Entonces, como está demasiado débil para hacerlo por sí mismo, dice a Bowen que le meta la mano en el bolsillo para cogerle la cartera y el llavero. Nick le saca las dos cosas del pantalón, y un momento después Ed le dice que abra la cartera y coja el dinero que hay dentro. Sólo déjeme veinte pavos, le dice, y quédese con lo demás: un adelanto por servicios prestados. Entonces es cuando Nick se entera de que su verdadero nombre es Johnson, pero enseguida decide que ese descubrimiento no tiene gran importancia y no hace observación alguna. En cambio, cuenta el dinero, que asciende a más de seiscientos dólares, y se guarda el fajo en el bolsillo derecho del pantalón. Y después, en una especie de jadeante letanía, esforzándose por hablar a pesar del dolor, Ed le especifica de dónde son las llaves del llavero: el portal de la pensión, la puerta de su habitación del último piso, el cajetín de la estafeta de correos del barrio, el candado de la puerta de madera de la Oficina y la puerta del apartamento subterráneo. Mientras Bowen introduce en el llavero su propia llave del apartamento, Ed le comunica que esa semana está esperando un envío de guías de teléfono europeas, por lo que Nick no debe olvidarse de pasar el viernes por la estafeta de correos para ver si han llegado. Sigue un largo silencio a esa observación, mientras Ed se recluye en sí mismo y lucha por recobrar de nuevo el aliento, pero justo antes de llegar al hospital abre los ojos y dice a Nick que si quiere puede quedarse en su habitación de la pensión mientras él está en el hospital. Nick lo piensa un momento y luego rechaza el ofrecimiento. Es muy amable por su parte, le dice, pero no hay necesidad de cambiar nada. Estoy contento de vivir en mi agujero.

Permanece unas cuantas horas en el hospital, pues antes de irse quiere asegurarse de que Ed se encuentra fuera de peligro. Han previsto operarlo a la mañana siguiente para hacerle un triple bypass, y a las tres de la tarde, cuando sale del Saint Anselm’s, Nick tiene plena confianza en que en su próxima visita Ed estará en vías de franca recuperación. O eso le induce a creer el cardiólogo. Pero nada es seguro en el reino de la medicina, y mucho menos si hay cuchillos que se abren camino entre la carne de cuerpos enfermos, y cuando Edward M. Johnson, más conocido como Ed Victory, expira en la mesa de operaciones el jueves por la mañana, el mismo cardiólogo que ofreció a Nick tan prometedor diagnóstico no puede hacer otra cosa que reconocer que se había equivocado.

Pero Nick ya no está en condiciones de hablar con el médico y preguntarle por qué se ha quedado su amigo en la operación. Menos de una hora después de volver el miércoles al archivo subterráneo, Bowen comete uno de los grandes errores de su vida, y como supone que Ed vivirá —y sigue creyéndolo después de que su jefe haya muerto—, no se da cuenta de la enorme calamidad que ha atraído sobre sí mismo.

Cuando baja la escalera hacia la entrada de la Oficina, lleva el llavero y el fajo de billetes que le ha dado Ed en el bolsillo delantero derecho del pantalón. Después de abrir el candado de la puerta de madera se guarda las llaves en el bolsillo izquierdo de los viejos pantalones del ejército que ha comprado en la tienda de ropa usada. Da la casualidad de que ese bolsillo tiene un gran agujero, y por ahí se le caen las llaves, que se van deslizando por su pierna hasta aterrizar a sus pies. Se agacha y las recoge, pero en vez de volver a guardárselas en el bolsillo derecho, se las queda en la mano, las lleva al sitio donde tiene intención de empezar a trabajar, y las deja en un anaquel delante de una fila de guías de teléfono; sólo para que no le abulten en los pantalones y se le claven en la pierna cuando empiece a agacharse y levantarse para coger los volúmenes y cambiarlos de sitio. En el subsuelo, la atmósfera es especialmente húmeda ese día. Nick trabaja media hora, esperando entrar en calor con el ejercicio, pero siente que el frío lo está calando hasta los huesos, y por fin decide retirarse al apartamento del fondo de la sala, que dispone de un calentador eléctrico portátil. Recuerda las llaves, vuelve al sitio donde ha dejado el llavero y de nuevo se queda con ellas en la mano. Pero en vez de ir derecho al apartamento se pone a pensar en la guía de teléfonos de Varsovia de 1937/38 que le llamó la atención el primer día que fue con Ed a la Oficina. Va a buscarla al otro extremo de la estancia, con idea de llevársela al apartamento y examinarla durante el descanso. De nuevo deja las llaves en un estante, pero esta vez, absorto en la búsqueda del volumen, se olvida de cogerlas cuando localiza la guía. En circunstancias normales, aquello no habría causado problema alguno. Al necesitar las llaves para abrir la puerta del apartamento, y una vez percatado del error, habría vuelto a recogerlas. Pero aquella mañana, en el frenesí subsiguiente al inesperado ataque de Ed, la puerta se había quedado abierta, y mientras se dirige ahora hacia allí, hojeando ya las páginas de la guía de teléfonos de Varsovia y pensando en alguna de las historias truculentas que Ed le ha contado en relación con 1945, Nick está lo bastante distraído como para no prestar atención a lo que hace. Si en un momento dado llega a pensar en las llaves, dará por sentado que las lleva en el bolsillo derecho, así que entra directamente en la habitación, enciende la luz del techo y cierra la puerta de una patada, quedándose por tanto encerrado. Ed ha instalado una puerta de cierre automático, y una vez que alguien entra en el cuarto, no puede salir a menos que utilice la llave para abrir la puerta desde dentro.

Como imagina que lleva la llave en el bolsillo, Nick sigue sin darse cuenta de lo que ha hecho. Enciende el calentador eléctrico, se sienta en la cama y empieza a leer la guía de Varsovia con más detenimiento, prestando plena atención a sus amarillentas y quebradizas páginas. Pasa una hora, y cuando Nick siente que ha entrado en calor lo suficiente para volver al trabajo, se da finalmente cuenta de su error. Su primera reacción es reírse, pero a medida que va percibiendo la escalofriante realidad de lo que ha hecho, deja de reír y se pasa dos horas intentando frenéticamente encontrar el modo de salir de allí.

Se trata de un refugio antiatómico, no de una habitación vulgar y corriente, y los muros de doble aislamiento tienen un metro veinte de espesor, el suelo de hormigón se prolonga noventa centímetros bajo sus pies, e incluso el techo, que Bowen considera el sitio más vulnerable, está construido con una mezcla de yeso y cemento tan sólida como inexpugnable. Los conductos de ventilación corren a lo largo de la parte alta de las cuatro paredes, pero después de que Bowen logra soltar una de las rejillas de su firme marco metálico, comprende que la abertura es demasiado estrecha para que un hombre pueda pasar a través de ella, incluso alguien de cuerpo menudo como él.

En la superficie, bajo la luminosidad del sol de la tarde, la mujer de Nick está pegando carteles con su retrato en todos los muros y farolas del centro de Kansas City, y al día siguiente, cuando los residentes de la zona se levanten de la cama y se dirijan a la cocina a tomar el café del desayuno, se encontrarán frente a la misma fotografía que figura en la página siete del periódico de la mañana: ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?

Agotado por el esfuerzo, Bowen se sienta en la cama y trata de volver a examinar con calma la situación. Pese a todo, decide que no hay necesidad de dejarse llevar por el pánico. El frigorífico y los aparadores están llenos de comida, hay abundante provisión de agua y cerveza, y en el peor de los casos estaría en condiciones de aguantar dos o tres semanas con relativa comodidad. Pero la cosa no durará tanto, dice para sus adentros, ni la mitad de eso. Ed saldrá del hospital dentro de unos días, y una vez que recupere la movilidad lo suficiente para volver a bajar la escalera, vendrá a la Oficina y lo liberará.

Como no puede hacer otra cosa, Bowen se resigna a que alguien ponga fin a su confinamiento solitario, esperando hacer suficiente acopio de paciencia y fortaleza para soportar su absurda situación. Pasa el tiempo leyendo el manuscrito de La noche del oráculo y examinando detenidamente el contenido de la guía de teléfonos de Varsovia. Medita, sueña y hace unas mil flexiones diarias. Traza planes para el futuro. Procura no pensar en el pasado. Aunque no cree en Dios, se dice a sí mismo que Dios lo está poniendo a prueba; y que no debe dejar de asumir su mala fortuna con gracia y espíritu ecuánime.

Cuando el autocar de Rosa Leightman llega a Kansas City el domingo por la noche, Nick lleva cinco días encerrado en la habitación. La liberación está próxima, dice para sí, Ed aparecerá en cualquier momento, y diez minutos después de haber pensado en eso la bombilla del techo se funde y Nick se encuentra sentado, solo y a oscuras, mirando la espiral anaranjada que fulgura en el calentador eléctrico.

Los médicos me habían dicho que la recuperación dependía de llevar un horario regular y dormir todas las noches un número determinado de horas. Trabajar hasta las tres de la madrugada no era precisamente una medida inteligente, pero había estado tan absorto en el cuaderno azul que no me había dado cuenta de cómo pasaba el tiempo, y cuando me metí en la cama al lado de Grace a las cuatro menos cuarto, comprendí que probablemente tendría que pagar las consecuencias de haberme saltado el régimen. Otra hemorragia nasal, quizá, o un nuevo acceso de temblores, o una prolongada jaqueca de gran intensidad: algo que prometía desequilibrarme el organismo y hacer que el día siguiente fuera más difícil que los demás. Sin embargo, cuando abrí los ojos a las nueve y media no me sentía peor que de costumbre al despertarme por la mañana. A lo mejor el remedio no era descansar, observé para mis adentros, sino escribir. El trabajo quizá fuera la medicina que necesitaba para volver a ponerme en plena forma.

Después de sus vómitos del domingo, había dado por supuesto que Grace se tomaría el lunes libre, pero cuando me di la vuelta para ver si seguía durmiendo, descubrí que su lado de la cama estaba vacío. Miré en el baño, pero allí no estaba. Cuando fui a la cocina, encontré una nota sobre la mesa. Me encuentro mucho mejor, decía. Gracias por portarte tan bien conmigo anoche. Eres un verdadero sol, Sid, Equipo Azul de pies a cabeza. Luego, después de firmar con su nombre, había añadido una posdata al pie de la página. Casi se me olvida. Nos hemos quedado sin celo y quiero envolver el regalo de cumpleaños de mi padre esta noche para que lo reciba a tiempo. ¿Podrías comprar un rollo cuando vayas a darte el paseo?

Era consciente de que sólo se trataba de un pequeño detalle, pero ese encargo parecía simbolizar todo lo bueno que tenía Grace. Trabajaba de diseñadora gráfica en una importante editorial de Nueva York, y si había algo de lo que su departamento estaba bien aprovisionado era de celo. Casi todos los oficinistas de Estados Unidos roban en el trabajo. Hordas de asalariados se meten rutinariamente en el bolsillo montones de bolígrafos, lápices, sobres, clips y gomas elásticas, y muy pocos sienten el más mínimo remordimiento de conciencia por esos mezquinos hurtos. Pero Grace no era de esas personas. No tenía nada que ver con el miedo de que la pillaran: sencillamente nunca se le había pasado por la cabeza coger algo que no fuera suyo. No por respeto a la ley, ni debido a una rectitud mojigata, ni tampoco porque la formación religiosa de su infancia le hubiese enseñado a temblar ante las exhortaciones de los Diez Mandamientos, sino porque la idea de robar era ajena al concepto que tenía de sí misma, contraria a la forma en que ella quería vivir. Puede que no le gustara mucho la sugerencia, pero Grace era del Equipo Azul hasta la médula, y me conmovió el hecho de que se hubiera molestado en sacar el tema a relucir en la nota. Constituía su modo de decirme que lamentaba su pequeña salida de tono en el taxi el sábado por la noche, una manera discreta y enteramente típica de pedir disculpas. Gracie en su más pura esencia.

Me tragué las cuatro pastillas que debía tomarme por las mañanas con el desayuno, me bebí el café, comí un par de tostadas, y luego me dirigí al fondo del pasillo y abrí la puerta de mi cuarto de trabajo. Pensaba que podría seguir con la historia hasta la hora del almuerzo, después de lo cual saldría a hacer otra visita a la tienda de Chang: no sólo para comprarle el celo a Grace, sino para llevarme todos los cuadernos portugueses que todavía quedaran. No me importaba que no fuesen azules. Negros, rojos y marrones me servirían lo mismo, y quería tener a mano tantos como fuese posible. No para aquel momento, quizá, sino para acumular reservas para futuros proyectos, y cuanto más retrasara la vuelta a la tienda de Chang, más posibilidades habría de que se hubieran agotado.

Hasta entonces, escribir en el cuaderno azul no me había dado más que satisfacciones, una vertiginosa y frenética sensación de plenitud. Las palabras fluían fácilmente de mi interior, como dictadas por una voz que hablara en el cristalino lenguaje de los sueños, las pesadillas y la libre asociación de ideas. La mañana del 20 de septiembre, sin embargo, dos días después del día en cuestión, aquella voz enmudeció de pronto. Abrí el cuaderno y, cuando bajé la vista a la página que tenía ante mí, me di cuenta de que estaba perdido, de que ya no sabía lo que estaba haciendo. Había metido a Bowen en la habitación. Había cerrado la puerta a cal y canto y cortado la luz, y ahora no tenía la menor idea de cómo sacarlo de allí. Me pasaron por la cabeza docenas de soluciones, pero todas parecían trilladas, artificiales, insípidas. Dejar a Nick atrapado en el refugio antiatómico subterráneo era una idea cautivadora para mí —a la vez espeluznante y misteriosa, más allá de toda explicación racional— y no quería abandonarla. Pero, una vez impulsada la historia en esa dirección, me había apartado de la premisa inicial del ejercicio. Mi personaje ya no iba por el camino que Flitcraft había seguido. Hammett concluye su parábola con un giro claramente cómico, y aunque tiene cierto aire de inevitable, ese desenlace resulta un tanto previsible para mi gusto. Tras vagabundear un par de años, Flitcraft acaba parando en Spokane, donde se casa con una mujer que es casi clavada a su primera esposa. Así se lo dice Sam Spade a Brigid O’Shaughnessy: «No creo que se diera cuenta siquiera de que, con la mayor naturalidad del mundo, había vuelto a atarse a la misma rutina de la que había huido en Tacoma. Pero ésa es la parte que siempre me ha gustado. Se adaptó al hecho de que las vigas caían, y cuando dejaron de caer, se adaptó al hecho de que no cayeran». Efectista, simétrico e irónico; pero sin la fuerza suficiente para el tipo de historia que a mí me interesaba contar. Permanecí más de una hora sentado a la mesa con la pluma en la mano, pero no escribí una palabra. Quizá era a eso a lo que se refería John cuando mencionó la «crueldad» de los cuadernos portugueses. Te lanzas a volar en ellos durante un tiempo, arrastrado por cierta sensación de poderío personal, como un Superman surcando como el rayo el cielo azul y la capa ondeando al viento, pero entonces, sin previo aviso, te caes y te estrellas contra el suelo. Después de tanta excitación y tanto hacerse ilusiones (incluso, lo confieso, hasta el punto de imaginar que podía convertir la historia en una novela), me sentía asqueado, lleno de vergüenza por haber permitido que tres docenas de páginas escRita’s a toda prisa me engañaran haciéndome pensar que de pronto había dado un vuelco súbito a las cosas. Lo único que había conseguido era volver a ponerme contra las cuerdas. A lo mejor había alguna salida, pero de momento yo no alcanzaba a verla. Lo único que veía aquella mañana era a mi desventurado hombrecillo sentado a oscuras en la habitación subterránea, esperando que alguien lo rescatara.

Hacía bueno aquel día, con una temperatura que rondaba los quince grados, pero habían vuelto las nubes, y cuando salí del apartamento a las once y media parecía que iba a ponerse a llover en cualquier momento. Pero no me molesté en subir otra vez para coger el paraguas. Volver a subir y bajar los tres tramos de escalera me habría costado demasiadas energías, de manera que decidí arriesgarme, contando con la posibilidad de que aguantara sin llover hasta que volviera a casa.

Recorrí a paso lento la calle Court, y empecé a flaquear por los efectos de mi sesión de trabajo hasta altas horas de la madrugada, con aquella vieja sensación de mareo y aturdimiento. Tardé más de quince minutos en llegar a la manzana comprendida entre Carroll y President. La zapatería estaba abierta, como lo estaba el sábado por la mañana, lo mismo que la tienda de comestibles de dos portales más allá, pero el local del medio estaba vacío. Sólo cuarenta y ocho horas antes, la papelería de Chang estaba abierta con toda normalidad, con el escaparate magníficamente adornado y el interior rebosante de existencias, pero ahora, para mi absoluta perplejidad, todo había desaparecido. Un cierre metálico con candado cubría la fachada, y cuando miré entre las aberturas romboidales vi que en el escaparate habían puesto un pequeño cartel escrito a mano: SE ALQUILA LOCAL COMERCIAL. 858-1143.

Estaba tan desconcertado que me quedé un buen rato mirando el local vacío. ¿Iba tan mal el negocio que Chang había decidido dejarlo de improviso? ¿Había desmantelado la tienda en un incontenible arranque de dolor y frustración, cargando con todas sus existencias en un solo fin de semana? No parecía posible. Durante unos instantes, me pregunté si no había imaginado la visita al Palacio de Papel el sábado por la mañana, o si no reinaba en mi cerebro cierta confusión en torno a la cronología de los acontecimientos, con el resultado de que recordaba algo que había sucedido mucho antes: no dos días sino dos semanas o dos meses atrás. Entré en la tienda de comestibles y hablé con el empleado de detrás del mostrador. Afortunadamente, estaba tan desconcertado como yo. La papelería de Chang estaba abierta el sábado, me dijo, y allí seguía cuando él se fue a casa a las siete de la tarde.

—Debió de pasar esa misma noche —prosiguió—, o ayer, quizá. Yo libro los domingos. Hable con Ramón; él es quien hace el turno del domingo. Cuando yo he llegado aquí esta mañana, la papelería estaba completamente vacía. Para cosas raras, amigo, ésa sí que es rara. Como si un mago de esos va y agita la varita mágica y, puf, el chino desaparece.

Conseguí el celo en otra parte y luego fui a Landolfi’s a comprar un paquete de tabaco (Pall Mall, en honor al difunto Ed Victory) y unos periódicos para leer durante el almuerzo. A media manzana de la tienda de caramelos había una cafetería llamada Rita’s, un local pequeño y bullicioso donde había pasado agradablemente el rato durante casi todo el verano. Hacía casi un mes que no aparecía por allí, y me gustó que la camarera y el que atendía la barra me saludaran calurosamente cuando me vieron entrar. Como no me encontraba bien aquel día, resultaba grato saber que no me habían olvidado. Pedí mi habitual sándwich de queso a la plancha y me puse a leer la prensa. Primero el Times, luego el Daily News para los deportes (los Mets habían perdido los dos partidos, el de ida y el de vuelta, con los Cardinals), y por último una ojeada al Newsday. Por entonces ya era un veterano en aquello de perder el tiempo, y con el trabajo en punto muerto y ningún asunto urgente que exigiera mi vuelta al apartamento, no tenía prisa por marcharme, sobre todo ahora que había empezado a llover y por pereza no había querido subir la escalera para coger un paraguas antes de salir a la calle.

Si no hubiera permanecido tanto tiempo en Rita’s, pidiendo otro sándwich y una tercera taza de café, nunca habría visto el artículo impreso al pie de la página treinta y siete del Newsday. Justo la noche anterior había escrito varios párrafos sobre las experiencias de Ed Victory en Dachau. Aunque Ed era un personaje de ficción, la historia que contaba acerca de dar leche al niño muerto era real. La tomé prestada de un libro que leí una vez sobre la Segunda Guerra Mundial[9], y mientras las palabras de Ed aún resonaban en mis oídos («Aquello era el fin de la humanidad»), me topé con una noticia torpemente escrita sobre otro niño muerto, otra información salida de las entrañas del infierno. La arranqué del periódico aquella tarde de hace veinte años y la he llevado en la cartera desde entonces.

TIRA AL NIÑO A LA BASURA

TRAS DAR A LUZ EN EL RETRETE

Según informó ayer la policía, una presunta prostituta de 22 años, bajo los efectos del crack, dio a luz en el cuarto de baño de la habitación de un hotel del Bronx y luego salió a la calle y tiró a su hijo muerto a un cubo de basura.

Según fuentes policiales, la mujer estaba manteniendo comercio carnal con un cliente hacia la una de la madrugada de ayer, cuando salió de la habitación del hotel que ocupaban, en Cyrus Pl. 450, y se dirigió al cuarto de baño para fumar crack. Sentada en el retrete, la mujer «siente que rompe aguas, nota que le sale algo», informó el sargento Michael Ryan.

Pero la policía añadió que la mujer —drogada de crack— no se percató de que estaba dando a luz.

Veinte minutos después, según dijo Ryan, la mujer vio al niño muerto en la taza, lo envolvió en una toalla y lo tiró a un cubo de basura. Luego volvió a la habitación para seguir manteniendo relaciones sexuales con su cliente. Pero poco después se suscitó una disputa relacionada con el pago y, según la policía, la mujer apuñaló en el pecho a su cliente alrededor de la una y cuarto de la madrugada.

Las mismas fuentes policiales afirmaron que la mujer, identificada como Kisha White, se dio a la fuga y se dirigió a su apartamento, en la calle Ciento ochenta y ocho. Más tarde, White volvió a recoger a su hijo de la basura. Pero un vecino la vio volver y avisó a la policía.

Cuando acabé de leer ese artículo por primera vez, dije para mis adentros: Ésta es la historia más horrible que he leído en la vida. Si ya era bastante difícil asimilar la información sobre el niño, cuando llegué al episodio del apuñalamiento en el cuarto párrafo, comprendí que estaba leyendo una historia sobre el fin de la humanidad, que aquella habitación del Bronx era el sitio exacto de la tierra donde la vida humana había perdido su significación. Me detuve unos momentos, intentando recobrar el aliento, tratando de dejar de temblar, y luego leí el artículo de nuevo. Esta vez los ojos se me llenaron de lágrimas. Fue algo tan súbito, tan inesperado, que inmediatamente me tapé la cara con las manos para que no me vieran llorar. Si la cafetería no hubiera estado llena de clientes, probablemente me habría derrumbado en un verdadero acceso de llanto. No llegué a ese extremo, pero tuve que emplear todas mis fuerzas para contenerme.

Volví a casa bajo la lluvia. Una vez que me despojé de la ropa mojada y me puse algo seco, me dirigí a mi cuarto de trabajo, me senté al escritorio y abrí el cuaderno azul. No en la historia que estaba escribiendo antes, sino en la última hoja, en la página anterior a la cubierta. El artículo me había dejado con tal nudo en el estómago que sentí la necesidad de escribir una especie de respuesta, de enfrentarme cara a cara al dolor que me había causado. Seguí en ello alrededor de una hora, escribiendo hacia atrás en el cuaderno, empezando en la página noventa y seis, pasando después a la noventa y cinco, y así sucesivamente. Cuando terminé mis pequeñas diatribas, cerré el cuaderno, me levanté de la mesa, salí al pasillo y me dirigí a la cocina. Me serví un vaso de zumo de naranja, y cuando volví a guardar el envase de cartón en la nevera, dirigí casualmente una mirada al teléfono que estaba sobre una mesita en un rincón de la estancia. Para mi sorpresa, la luz del contestador parpadeaba. Cuando volví de almorzar en Rita’s no había ningún mensaje, pero ahora había dos. Qué raro. Un hecho insignificante, quizá, pero extraño. Porque el caso era que no había oído sonar el teléfono. ¿Había estado tan absorto en lo que estaba haciendo como para no oír nada? Probablemente. Pero, de ser así, era la primera vez que me pasaba eso. Nuestro teléfono tenía un timbre especialmente sonoro, y siempre se oía por el pasillo y en mi cuarto de trabajo, incluso con la puerta cerrada.

El primer mensaje era de Grace. Tenía que terminar un trabajo a tiempo y no podía salir de la oficina hasta las siete y media o las ocho. Si tenía hambre, me decía, podía cenar sin esperarla, ya se calentaría ella los restos cuando llegara.

El segundo era de mi agente, Mary Sklarr. Al parecer, la acababan de llamar de Los Ángeles para preguntarle si me interesaría escribir otro guión, y quería hablar conmigo para explicarme los detalles[10]. La llamé, pero dio un rodeo antes de entrar en materia. Como cualquiera de mis amistades, Mary empezó la conversación interesándose por mi salud. Todos mis amigos me habían dado por muerto, y aun después de salir del hospital y llevar ya cuatro meses en casa seguían sin creer que estaba vivo, que no me habían enterrado a principios de año en algún cementerio perdido.

—De primera —contesté—. Con algún que otro altibajo de vez en cuando, pero en general, bien. Mejor cada día.

—Por ahí corre el rumor de que has empezado a escribir algo. ¿Verdadero o falso?

—¿Quién te ha dicho eso?

—John Trause. Me ha llamado esta mañana, y tu nombre ha salido a relucir.

—Es verdad. Pero todavía no sé adónde voy a ir a parar. A ningún sitio, podría ser.

—Esperemos que no. He dicho a los del cine que habías empezado otra novela y que a lo mejor no te interesaba.

—Pues claro que me interesa. Y mucho. Sobre todo si hay buen dinero de por medio.

—Cincuenta mil dólares.

—¡Joder! Con cincuenta mil dólares Grace y yo podríamos salir de apuros.

—Ese proyecto es una tontería, Sid. No es lo tuyo, en serio. Ciencia ficción.

—Ah, ya veo lo que quieres decir. No es exactamente mi especialidad, ¿verdad? Pero ¿estamos hablando de ciencia ficticia o de ficción científica?

—¿Es que no es lo mismo?

—No sé.

—Están pensando en hacer una nueva versión de La máquina del tiempo.

—¿De H. G. Wells?

—Exacto. Para que la dirija Bobby Hunter.

—¿El que hace esas películas de acción de elevado presupuesto? ¿Y ése qué sabe de mí?

—Es admirador tuyo. Al parecer ha leído todos tus libros y le encantó la película de Tabula rasa.

—Supongo que debería sentirme halagado. Pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo para esto, quiero decir?

—No te preocupes, Sid. Los llamaré y les diré que no.

—Dame primero un par de días para pensarlo. Leeré el libro y veré lo que pasa. Nunca se sabe. A lo mejor se me ocurre alguna idea interesante.

—Vale, tú mandas. Les diré que lo estás pensando. Nada de promesas, pero quiero que te lo pienses bien antes de tomar una decisión.

—Estoy casi seguro de que hay un ejemplar de ese libro en casa. Una vieja edición de bolsillo que compré en tercer año de instituto. Me pondré a leerlo inmediatamente y te llamaré dentro de un par de días.

El libro había costado treinta y cinco centavos en 1961, e incluía dos novelas tempranas de Wells, La máquina del tiempo y La guerra de los mundos. La primera no llegaba a las cien páginas, y la terminé en menos de una hora. La encontré absolutamente decepcionante: una obra floja, mal escrita, crítica social disfrazada de relato de aventuras, y torpe en los dos sentidos. No me cabía en la cabeza que alguien quisiera realizar una adaptación fiel de aquel libro. Ya se había hecho una versión así, y si el tal Bobby Hunter conocía tan bien mi obra como afirmaba, entonces eso quería decir que aquel individuo pretendía que yo llevara la historia por otro lado, apartándome de la novela y encontrando la manera de hacer algo nuevo con los mismos elementos. Si no, ¿por qué pedírmelo a mí? Había cientos de guionistas profesionales con más experiencia que yo. Cualquiera de ellos podría haber plasmado la novela de Wells en un guión aceptable; y el producto, según imaginaba yo, habría acabado siendo semejante a la película de Rod Taylor e Yvette Mimieux que vi de niño, aunque con unos efectos especiales más deslumbrantes.

Si había algo que me atraía del libro, era la idea subyacente, la noción misma del viaje a través del tiempo. Pero me parecía que, en cierto modo, Wells se las había arreglado para entender mal también eso. Había enviado a su protagonista al futuro, pero cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que la mayoría de nosotros habría preferido ir a parar al pasado. La historia de Trause sobre su cuñado y el estereoscopio era un buen ejemplo del dominio que los muertos siguen ejerciendo sobre nosotros. Si me dieran a elegir entre ir adelante o hacia atrás, yo desde luego no lo dudaría. Preferiría con mucho encontrarme entre los que ya no viven que con los que aún no han nacido. Con tantísimos enigmas históricos por resolver, ¿es posible no sentir curiosidad por saber cómo era el mundo en, digamos, la Atenas de Sócrates o la Virginia de Thomas Jefferson? O, como el cuñado de Trause, ¿cómo resistirse al impulso de volver a encontrarse con los seres queridos que ya no están con nosotros? ¿Ver a tu padre y a tu madre el día que se conocieron, por ejemplo, o hablar con tus abuelos cuando eran pequeños? ¿Acaso rechazaría alguien esa oportunidad a cambio de un vistazo a un futuro desconocido e incomprensible? Lemuel Flagg veía el futuro en La noche del oráculo, y eso acabó con su vida. No queremos saber cuándo vamos a morir ni cuándo va a traicionarnos la persona a quien amamos. Pero nos encantaría saber cómo eran los muertos antes de morir, conocer a los muertos cuando estaban vivos.

Comprendía que Wells necesitara enviar a su personaje hacia delante en el tiempo con objeto de exponer su punto de vista sobre las injusticias del sistema de clases inglés, que podría exagerarse hasta niveles catastróficos si se situaba en el futuro, pero, aun concediéndole el derecho de hacerlo, en el libro había un problema más grave. Si alguien que viviera en Londres en el siglo XIX podía inventar una máquina del tiempo, entonces era lógico que otras personas que vivieran en el futuro estuvieran en condiciones de hacer lo mismo. Si no por sí mismas, al menos con ayuda del viajero del tiempo. Y si la gente de futuras generaciones pudiera viajar hacia delante y hacia atrás en el tiempo a través de los años y los siglos, entonces tanto el pasado como el futuro estarían llenos de personas que no pertenecerían a la época que estuvieran visitando. Al final, todas las épocas estarían contaminadas, abarrotadas de intrusos y turistas de otras eras, y una vez que la gente del futuro hiciera sentir su influencia en los hechos del pasado y la gente del pasado empezara a influir en los acontecimientos del futuro, la naturaleza del tiempo se modificaría. En vez de ser una continua progresión de discretos momentos que avanzan lentamente en una sola dirección, se disgregaría y se convertiría en una vasta y difusa nebulosa. Sencilla y llanamente, en cuanto una persona empezara a viajar en el tiempo, el tiempo tal como lo conocemos se destruiría.

Pero cincuenta mil dólares era mucho dinero, y no estaba dispuesto a permitir que unas cuantas contradicciones lógicas se interpusieran en mi camino. Dejé el libro y empecé a deambular por el apartamento, entrando y saliendo de las habitaciones, recorriendo con la vista los títulos de los libros en las estanterías, apartando los visillos y mirando por la ventana a la calle bañada por la lluvia, hasta pasar un par de horas sin hacer absolutamente nada. A las siete, fui a la cocina a preparar algo de cena para cuando Grace volviera de Manhattan. Una tortilla de champiñones, ensalada verde, patatas hervidas y brécol. Mis habilidades culinarias eran limitadas, pero una vez había trabajado en la plancha de una cafetería y no se me daba mal improvisar cenas sencillas y rápidas. La primera tarea consistía en pelar las patatas, y en cuanto empecé a poner las mondas en una bolsa de papel marrón me vino finalmente la trama de la historia. No era más que un principio, con muchas aristas por pulir y multitud de detalles que debían añadirse más tarde, pero me sentí satisfecho. No porque me pareciese buena, sino porque pensaba que podía gustar a Bobby Hunter, cuya opinión era la única que contaba.

Iba a haber dos viajeros del tiempo, según decidí, un hombre del pasado y una mujer del futuro. La acción saltaría de uno a otro hacia atrás y hacia delante hasta que emprendieran sus respectivos viajes, y entonces, más o menos hacia la tercera parte de la película, se encontrarían en el presente. Aún no sabía qué nombre ponerles, pero de momento los llamaba Jack y Jill.

Jack es parecido al personaje del libro de Wells, pero norteamericano, no inglés. Estamos en 1895 y vive en un rancho de Texas, tiene veintiocho años y es hijo de un magnate del ganado, ya fallecido. Independiente y adinerado, sin interés alguno en proseguir el negocio de su padre, deja la administración del rancho en manos de su madre y su hermana mayor y se dedica a la investigación científica y la experimentación. Al cabo de dos años de incesantes trabajos y fracasos, logra construir una máquina del tiempo. Emprende su primer viaje. No a miles de años en el futuro, como hace el personaje de Wells, sino sólo sesenta y ocho años hacia delante, y desembarca de su reluciente artefacto en un fresco y soleado día de noviembre de 1963.

Jill pertenece al mundo de mediados del siglo XXII. En esa época se domina la técnica del viaje a través del tiempo, aunque sólo se practica rara vez, y su utilización es objeto de severas restricciones. Consciente de los posibles desastres y rupturas, el gobierno no permite realizar más que un viaje por persona. No por el placer de visitar otros momentos de la historia, sino como un rito de iniciación en la vida adulta, lo cual se produce al cumplir los veinte años. Se celebra una fiesta en honor del protagonista del acontecimiento, y esa misma noche se le envía al pasado para que transite por el mundo durante un año y observe la vida de sus antepasados. Se empieza unos doscientos años antes de la propia fecha de nacimiento, más o menos unas siete generaciones atrás, y luego se va avanzando poco a poco hacia delante hasta llegar de nuevo al punto del presente histórico de partida. El objeto del viaje consiste en aprender humildad y compasión, tolerancia hacia los semejantes. Entre los cientos de antepasados que puede encontrar en la travesía, todo el espectro de las posibilidades humanas desfila ante el viajero, todos los números de la lotería genética acabarán saliendo. El viajero comprenderá que procede de un inmenso crisol de contradicciones y que entre sus antecesores se encuentran mendigos y locos, santos y héroes, tullidos y seres hermosos, espíritus amables y criminales violentos, altruistas y ladrones. Al ver tantas vidas al descubierto en tan poco espacio de tiempo, el viajero adquiere una nueva comprensión de sí mismo y de su lugar en el mundo. Se ve como un elemento de un vasto conjunto, y se ve como un individuo diferenciado, un ser sin precedentes con un futuro personal insustituible. Y entiende, por último, que sobre él recae la exclusiva responsabilidad de ser quien es.

Se han de cumplir determinadas normas a todo lo largo del viaje. No debe revelarse la verdadera identidad; no debe interferirse en los actos de nadie; a nadie debe permitirse la entrada en la máquina. El quebrantamiento de alguna de esas normas supone el destierro de la propia época y la condena al exilio de por vida.

La historia de Jill empieza en la mañana de su vigésimo aniversario. Una vez que concluye la fiesta, se despide de sus padres y amigos y se abrocha el cinturón en su máquina del tiempo, facilitada por el gobierno. Lleva consigo una larga lista de nombres, un expediente de los antepasados con quienes se encontrará en la travesía. En el cuadro de mandos el dial señala el 20 de noviembre de 1963, exactamente doscientos años antes de su nacimiento. Estudia los papeles por última vez, se los guarda en el bolsillo y enciende el motor de la máquina. Diez segundos después, con sus amigos y su familia lanzándole emotivos adioses, la máquina desaparece como por ensalmo y Jill emprende el viaje.

La máquina de Jack se ha detenido en un prado a las afueras de Dallas. Es el 27 de noviembre, cinco días después del asesinato de Kennedy, y Oswald ya ha muerto, tiroteado por Jack Ruby en un pasaje de los sótanos del Ayuntamiento. A las seis horas de su llegada, Jack ha leído bastantes periódicos y escuchado suficientes boletines de noticias en la radio y la televisión como para comprender que ha llegado en medio de una tragedia nacional. Él ha vivido otro asesinato presidencial (Garfield, en 1881), y tiene un recuerdo doloroso del trauma y el caos que aquello produjo. Considera el problema durante un par de días, preguntándose si tiene el derecho moral de alterar los hechos de la historia, y al final concluye que sí lo tiene. Intervendrá por el bien de su país; hará todo lo que esté en su mano para salvar la vida de Kennedy. Vuelve a su máquina del tiempo, inmóvil en medio del prado, pone el dial del cronómetro en el 20 de noviembre y viaja nueve días hacia atrás en el tiempo. Cuando sale de la cabina de la nave, se encuentra a unos tres metros de otra máquina del tiempo: una versión del siglo XXII, de líneas estilizadas. Jill, algo mareada y con el pelo alborotado, pone pie a tierra. Al ver a Jack parado delante de ella, mirándola con absoluta estupefacción, se mete la mano en el bolsillo y saca la lista de nombres. Disculpe, señor, le dice, me pregunto si por casualidad sabe dónde podría encontrar a un tal Lee Harvey Oswald.

A partir de ahí no sabía muy bien adónde ir. Estaba seguro de que Jack y Jill iban a enamorarse (al fin y al cabo, era para Hollywood), y también de que Jack acabaría convenciéndola de que lo ayudara a impedir que Oswald asesinara a Kennedy, aun a riesgo de convertirla en una fugitiva de la justicia, de condenarla a no volver a su propia época. El día 22 por la mañana sorprenderían a Oswald justo en el momento en que entraba en la Biblioteca Escolar de Texas, en Dallas, armado con el rifle, lo atarían y lo retendrían como rehén durante varias horas. Y sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, nada cambiaría. A Kennedy lo matarían y la historia de Estados Unidos no se vería alterada en lo más mínimo. Oswald, al proclamarse cabeza de turco, había dicho la verdad. Hubiera o no disparado contra el presidente, no fue el único tirador implicado en la conspiración.

Como Jill ya no puede volver a casa, y Jack no puede soportar la idea de abandonarla porque se ha enamorado de ella, deciden quedarse en 1963. En la escena final de la película, destruyen sus máquinas del tiempo y las entierran en el prado. Luego, con el sol alzándose frente a ellos, se alejan en la mañana del 23 de noviembre: dos jóvenes que han renunciado a su pasado, preparándose para afrontar juntos el futuro.

Una verdadera chorrada, desde luego, literatura fantástica de lo peorcito, pero como película parecía posible, y eso era todo lo que pretendía: producir algo que encajara en la fórmula que ellos querían. No se trataba de prostitución sino más bien de un arreglo económico, y no me asaltaban dudas sobre la conveniencia de aceptar trabajos de encargo si con ello me agenciaba un montón de dinero, que buena falta me hacía. Había pasado un día fatal, primero con el fracaso para llevar adelante la historia que estaba escribiendo, luego con el sobresalto al descubrir que la papelería de Chang había cerrado y, para terminar, el horripilante artículo que había leído a la hora de comer. Aunque sólo fuera por eso, pensar en La máquina del tiempo me había servido de agradable distracción, y cuando Grace entró por la puerta a las ocho y media, me encontraba relativamente animado. Tenía la mesa puesta, una botella de vino blanco en el frigorífico y la tortilla preparada y lista para echarla a la sartén. Se sorprendió un poco de que la hubiera esperado, me parece, pero no hizo ningún comentario al respecto. Parecía agotada, mostraba círculos oscuros bajo los ojos y cierta pesadez de movimientos. Después de ayudarla a quitarse el abrigo, la llevé inmediatamente a la cocina y la senté a la mesa.

—Come —le dije—. Estarás hambrienta.

Le puse un plato de ensalada y pan y me dirigí al fogón a preparar la tortilla.

Me felicitó por la cena, pero aparte de eso casi no habló mientras comíamos. Me alegraba ver que había recuperado el apetito, pero al mismo tiempo parecía estar en otra parte, menos presente que de costumbre. Cuando le conté lo del paseo para comprar el celo y el misterioso cierre de la papelería de Chang, apenas me escuchó. Estuve tentado de hablarle de la oferta del guión, pero no me pareció el momento adecuado. Tal vez después de cenar, pensé, y entonces, justo cuando me levanté para empezar a quitar la mesa, alzó la cabeza, me miró y dijo:

—Me parece que estoy embarazada, Sid.

Soltó la noticia de manera tan brusca, que no se me ocurrió otra cosa que hacer salvo volverme a sentar en la silla.

—Hace ya casi seis semanas desde la última vez que tuve el periodo. Ya sabes lo regular que soy. Y todos esos vómitos de ayer. ¿Qué otra cosa puede ser?

—No pareces muy contenta —observé al cabo.

—No sé cómo reaccionar. Siempre hemos hablado de tener niños, pero éste parece el peor momento posible.

—No necesariamente. Si la prueba da positivo, ya se nos ocurrirá algo. Eso es lo que hace todo el mundo. No somos idiotas, Grace. Ya encontraremos el modo.

—El apartamento es muy pequeño, no tenemos dinero y dentro de tres o cuatro meses tendré que dejar de trabajar. Si estuvieras completamente recuperado, nada de eso tendría importancia. Pero estás muy lejos de haberte repuesto del todo.

—Te he dejado embarazada, ¿no? ¿Quién dice que no estoy recuperado? En todo caso, no me pasa nada en las tuberías.

Grace sonrió.

—De modo que tú votas que sí.

—Pues claro.

—Eso hace un sí y un no. Y, ahora, ¿cómo hacemos?

—No lo dirás en serio.

—¿Qué quieres decir?

—Abortar. No estarás pensando en quitártelo de en medio, ¿verdad?

—No sé. Es una idea horrible, pero lo mejor sería olvidarnos de niños durante un tiempo.

—Los casados no matan a sus hijos. Cuando se quieren, no.

—No digas cosas horribles, Sidney. No me gusta.

—Anoche dijiste: «Sigue queriéndome, y todo lo demás se arreglará solo». Eso es lo que intento hacer. Quererte y cuidar de ti.

—Eso no es amor. Es tratar de saber qué es lo mejor para nosotros.

—Ya lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué tengo que saber?

—Que estás embarazada. No es que creas que estás embarazada. Ya sabes que estás embarazada. ¿Cuándo te has hecho la prueba?

Por primera vez desde que la conocía, Grace apartó la vista al hablarme: incapaz de mirarme a los ojos, dirigía sus palabras a la pared. La había pillado en una mentira, y la humillación le resultaba casi insoportable.

—El sábado por la mañana —confesó en voz casi inaudible, apenas más alta que un susurro.

—¿Y por qué no me lo has dicho, entonces?

—Porque no podía.

—¿Que no podías?

—Estaba demasiado afectada. No quería aceptarlo, y necesitaba tiempo para asimilar la noticia. Lo lamento, Sid. Lo siento mucho.

Seguimos hablando y al cabo de un par de horas logré debilitar su resistencia, insistiendo una y otra vez hasta que al final se dio por vencida y me prometió que tendría el niño. Probablemente se trataba de la peor discusión que habíamos mantenido en nuestra vida en común. Desde cualquier punto de vista práctico, ella tenía razón en no estar segura con respecto a su embarazo, pero la misma lógica de sus dudas parecía suscitar en mí un miedo morboso e irracional, y continué atacándola con argumentos exageradamente emocionales que no tenían mucho sentido. Cuando llegamos al aspecto económico del asunto, mencioné tanto el guión como la historia que estaba bosquejando en el cuaderno azul, omitiendo añadir que el primer proyecto no era más que una tentativa vacilante, la más vaga promesa de un trabajo futuro, y que el segundo ya había llegado a un punto muerto. Si no salía ninguno de los dos, le aseguré, solicitaría una plaza de profesor en todos los departamentos de creación literaria de Estados Unidos, y si no conseguía nada por ese lado, volvería a mi puesto de profesor de historia en el instituto, sabiendo perfectamente que aún carecía del aguante físico necesario para cumplir con un trabajo fijo. En otras palabras, le mentí. Mi único objetivo era convencerla de que no abortara, y para defender mi causa estaba dispuesto a emplear toda clase de falsedades. La cuestión era por qué. Incluso cuando la hostigaba con mis interminables justificaciones y una retórica tan cruda como eficaz, echando por tierra cada uno de sus argumentos sosegados y perfectamente razonables, me preguntaba por qué estaba batallando tan duramente. En el fondo, yo no me sentía muy preparado para ser padre, y era consciente de que Grace tenía razón al sostener que no nos encontrábamos en el mejor momento, que no debíamos empezar a pensar en niños hasta que yo me hubiera recuperado del todo. Pasaron meses antes de que llegara a comprender mis verdaderas intenciones de aquella noche. No se trataba de tener un niño; se trataba de mí. Desde el momento en que conocí a Grace, había vivido con un miedo mortal a perderla. Ya la había perdido una vez antes de casarnos, y después de caer enfermo y quedarme hecho casi un inválido, había ido sucumbiendo poco a poco a una especie de desesperanza extrema, a la secreta convicción de que Grace estaría mejor sin mí. Tener un hijo borraría esa ansiedad y le evitaría pensar en levantar el campo. Y, a la inversa, el hecho de que ella presentara argumentos en contra de tener el niño era señal de que pensaba abandonarme, de que ya se me estaba escapando. Supongo que eso explica por qué puse tanto empeño aquella noche, por qué me defendí con una ferocidad digna de cualquier abogaducho sin escrúpulos, llegando incluso a sacar de la cartera aquel horrendo recorte de periódico y dárselo para que lo leyera. TIRA AL NIÑO A LA BASURA TRAS DAR A LUZ EN EL RETRETE. Cuando llegó al final del artículo, Grace me miró con lágrimas en los ojos y dijo:

—No es justo, Sidney. ¿Qué tiene que ver con nosotros esta…, esta pesadilla? Me has hablado de niños muertos en Dachau, de parejas que no pueden tener hijos, y ahora me enseñas esto. ¿Qué es lo que te pasa? Yo sólo hago lo que puedo para que estemos siempre juntos. ¿Es que no lo entiendes?