Capítulo 7

Leah apartó a Butch y abrió la puerta. Supo que alguien se acercaba por el camino de entrada al oír los ladridos de Butch. Por un momento se permitió imaginar que era Jackie, pero alejó la idea de su mente. Jackie no volvería, y ella tampoco sabía si lo deseaba. Sólo había sido una historia intrascendente.

—Anda, la gran Lee Beck abre su propia puerta —dijo una voz musical y burlona.

—¡Constance!

Leah parpadeó de estupor y retrocedió para dejarla entrar.

—Y ésta es la casa. Pintoresca y acogedora. —Constance se quitó los guantes y se limpió las suelas en el felpudo sobre el que estaban las gruesas botas de invierno de Leah. Largos rizos de pelo rubio cayeron sobre sus hombros cuando se quitó el gorro de esquiar—. No me extraña que nunca me hayas invitado; no podrías echarme. Aunque tu casa de Hayward tampoco está mal.

Leah cerró la puerta y miró a Constance con el ceño fruncido.

—¿Qué haces por aquí?

—¿Ni siquiera te alegras de verme?

Constance acercó la mano al rostro de Leah y le dio un largo beso, del tipo que siempre había molestado a Sharla a pesar de que Leah nunca había mostrado el menor interés por los considerables encantos de Constance. Leah, por primera vez, se dio cuenta de que ahora tenía la posibilidad de decidir si iba a responderle. Como no sabía qué hacer, retrocedió.

Constance se rio.

—La misma Lee de siempre. Pasaba por aquí, querida, y se me ocurrió ir a ver qué hacía mi artista favorita.

Leah la condujo a la cocina.

—No esperarás que me lo crea, ¿no?

—Pero sí es verdad, cariño. He venido a pasar un par de días en Kirkwood y hoy sopla demasiado viento para esquiar. Así que pensé en pasar a verte. Quería averiguar si seguías viva. Me he perdido dos veces.

—Quieres decir que querías averiguar si te puedo hacer ganar más comisiones.

Constance pareció herida durante un momento y Leah se arrepintió enseguida de su tono burlón. En lugar de las bromas habituales, Constance acarició la mejilla de Leah.

—He estado preocupada por ti.

La tibieza de la mano de Constance le llegó a Leah hasta el estómago. De pronto se dio cuenta de que a Constance no le sería muy difícil seducirla. Había estado más que dispuesta a acostarse con Jackie, que era hetero, por el amor de Dios, y aquí tenía a Constance que nunca había ocultado su deseo por ella.

—Ya lo sé —dijo por fin. Se apartó de Constance y la oyó suspirar—. ¿Te apetece un café?

—Si todavía estás enganchada a las mezclas sibaritas, me encantaría. —Había recuperado su tono optimista—. Bueno, ¿y qué me cuentas? ¿Has estado trabajando?

—Empecé hace poco. Debes tener telepatía, porque pensaba mandarte unas fotos dentro de unas semanas.

—Leah, no me digas. Me alegro tanto por ti. Sé que lo has pasado muy mal. ¿Puedo verlo?

Leah sonrió con indulgencia y la condujo al estudio. Se sentía tan bien con su trabajo que no le daba ningún reparo en enseñárselo a Constance, que tenía buen ojo para el arte y, lo más importante, para predecir la opinión de los críticos y saber lo que se podía vender; dos cosas que a veces no coincidían, y Leah quería las dos.

—La serie se llama Luna Pintada —le dijo al abrir la puerta—. Tuve una invitada el fin de semana de Acción de Gracias…

—¿Una invitada? ¿Y no era yo? —Constance entró en el estudio detrás de Leah y la cogió de la mano. Tenía el cuerpo alto y delgado rígido de indignación. Miró a Leah fijamente y preguntó—: ¿Quién era?

—Una mujer que se perdió en la tormenta el día de Acción de Gracias.

—Agitó una mano como restándole importancia, ocultando el hecho de que recordar a Jackie seguía haciéndole latir el corazón desacompasadamente. Sus dedos todavía recordaban la sensación de la humedad de Jackie, los oídos aún oían el gemido, el ferviente «sí». —En fin, por la noche salió la luna de un color azul estremecedor, como si la nieve la hubiera pintado, y me dio como un furor creativo.

—¿Y no te entraron ganas de nada más? —Constance se volvió, evidentemente no esperaba una respuesta a su burla.

—Siempre estás pensando en lo mismo —observó Leah.

—Contigo tampoco me ha servido de gran cosa. Eres la única artista que conozco que no está dispuesta a meterse en la cama con… —La frase quedó en el aire cuando Leah descubrió el primer lienzo—. Lee. Dios mío.

—Es una serie de ocho cuadros. Éste es Pinos de Luna.

Constance se arrodilló para ver la parte inferior del cuadro donde rayas plateadas se mezclaban con gruesas espirales de pintura de estaño.

—Es exquisito. Ay, querida, es hermoso. —Se quedó sin aliento, fascinada.

Leah se hinchó de placer y las lágrimas asomaron a sus ojos. Se fiaba de la opinión de Constance y se conmovió al ver que ésta había perdido su habitual dureza.

—¡Cómo trabajas la plata! Tenías que haber sido metalúrgica.

—Es aluminio mezclado con plata. Todavía tengo que soldar y darle los últimos toques.

—Hay algo en el color. Las mujeres se volverán locas con estos colores. Antes sólo usabas los primarios… La nieve… Cómo… —Constance empezó a sacudir la cabeza—. Muéstrame los demás.

Leah le concedió a Constance todo el tiempo que quiso para mirar cada lienzo. Eran todos de la misma altura que Leah, y Constance observó cada centímetro.

—Si tuviera que elegir algo para la galería, cogería éste. Se nota que has trabajo mucho, te aseguro que con estos cuadros haremos una fortuna.

Leah suspiró.

—Siempre me ha dado pena venderlos, pero así es la vida.

Constance se apartó de Después de la Luna.

—A mí también me dará pena. Pero como has dicho… —Su mirada divisó el caballete cubierto—. ¿Y ahora qué estás haciendo?

Leah fingió indiferencia.

—Sólo es un experimento. No estoy lista para enseñarlo.

No quería que Constance viera el cuadro. Ni siquiera sabía si deseaba que lo viera nadie, sobre todo, Jackie.

Por un momento pareció que Constance iba a protestar, pero de pronto sonrió con indulgencia.

—Si la sorpresa es igual de buena que lo que acabo de ver, puedo esperar. —Se llevó las manos a la cadera y contempló a Leah con una franca mirada de admiración—. Estás más guapa que nunca, cariño.

Leah se sorprendió respondiendo a la franqueza de Constance.

—Gracias. Tú también.

Constance lanzó una exclamación de incredulidad.

—¿Es un cumplido? ¿Es que la reticente y difícil de definir Lee Beck está haciéndole cumplidos a una pobre desgraciada como yo?

—Si te molesta tanto, no lo volveré a hacer —repuso Leah riéndose.

—No te preocupes, creo que podré soportarlo. En fin, ¿me invitas a cenar?

—Si te quedas hasta tan tarde, también podrías pasar aquí la noche —dijo Leah lentamente.

Tragó saliva mientras Constance irradiaba felicidad. Parecía estar encantada con la idea. Nunca había visto a la sofisticada y elegante Constance manifestar sus sentimientos tan abiertamente. Aunque, por otro lado, hacía dos años que no la veía.

—Querida, ahora ya no hay manera de que me eches.

Se sentaron ante la salamandra después de una cena sencilla de espaguetis y pan. Constance no paraba de contar los últimos chismes: quién había recibido subvenciones y quién no, quién ligaba y quién no, quién había hecho furor en las exposiciones de otoño y quién no. Constance conocía a todo el mundo y estaba al corriente de todo lo que ocurría en el mundo del arte. La galería Reardon era una de las más importantes de San Francisco, y Constance había descubierto a un montón de artistas de fama mundial, entre otros, Lee Beck.

Leah sacó el tema de Jellica Frakes como quien no quiere la cosa, aunque lo más probable era que Constance ni siquiera supiera que Jellica tenía una hija.

—Este año le van a dar el Premio Fulvia por la serie Tejedoras. Creo que la ceremonia será el fin de semana que viene.

Era la serie mencionada por Jackie.

—¿Dónde se exhibe?

—Ahora está de gira, creo que en Londres. Me parece que en marzo la expondrán en el MOMA. ¿Desde cuándo eres admiradora de Jellica?

—Mi invitada inesperada era su hija —reconoció Leah.

—Si se parece a su madre… ay, Dios. Cuando conocí a Jellica por poco me dio un ataque. Es guapísima; tiene algo de Eleanor Roosevelt. Siempre me pregunté por qué sus alumnos hablaban de ella con tanto… no era temor exactamente, sino respeto, admiración y… cariño. Una mujer definitivamente guapa. —Constance hizo una mueca—. Está felizmente casada con un embajador canadiense de una buena familia de Quebec. Es una lástima. Cada vez que alguien me dice que no le gusta su obra intento averiguar por qué y, no falla, pura envidia.

—Jackie no se parece en absoluto a Eleanor Roosevelt —dijo Leah con una sonrisa—. Es demasiado… es difícil explicarlo. Tiene unos rasgos de lo más corrientes, pero unos ojos expresivos. Muy verdes, casi grises. No encajan muy bien con el resto de la cara, pero son agradables. Quizá la boca sea demasiado grande. Le hice un dibujo e intenté reflejarlo.

Constance la observó con cautela.

—Estás esforzándote demasiado en hacer ver que no te importa, pero te impresionó, ¿no es así?

Leah asintió.

—Ya sé que no puedo mentirte. Sí, me impresionó. Pero, de tal palo, tal astilla. Es hetero y tiene novio.

Le iba a crecer la nariz por mentirosa, pensó. Nadie que hubiera dicho «sí» como Jackie podía estar satisfecha con su pareja.

—Pues me parece muy bien —repuso Constance, mirando a Leah fijamente a los ojos—. A lo mejor ahora hay sitio para mí en tu vida.

Leah se sonrojó.

—Empiezo a sentir que yo soy un ciervo y tú la cazadora.

—No te definiría como una mujer indefensa, querida. Y contigo no voy a hacerme la remilgada. Te deseo demasiado.

—La voz de Constance se quebró, como si la sinceridad de lo que acababa de decir la hubiera sorprendido.

Leah no sabía muy bien qué contestar.

—Sabes, nunca me he planteado tener una historia contigo.

Constance se rio con un asomo de amargura.

—Siempre estaba Sharla. Ay, cómo querías a esa mujer. Me volvía loca. Nunca hubo sitio para nadie más. Siempre he creído que ni siquiera te permitías desearme.

La mención de Sharla no provocó la acostumbrada punzada de dolor. Leah suspiró. Desde que Jackie había aparecido y desaparecido de su vida, ya no le pasaba.

—No voy a disculparme por querer a Sharla.

Constance se volvió bruscamente hacia Leah.

—No lo hagas; si lo hicieras, me decepcionarías. Tú tienes que seguir con tu vida. Te estoy ofreciendo… —Tendió la mano y Leah la cogió lentamente—… Al menos, déjame ser tu amiga.

—Quieres algo más que eso.

—Sí, pero para empezar, quiero una amistad. Es más de lo que he tenido hasta ahora.

Leah observó la mano fina y delicada que sostenía. Constance tenía los dedos largos y delgados, las uñas recortadas y pintadas, la palma lisa y suave.

—No puedo ofrecerte nada más —dijo lentamente. «Es una estupidez seguir pensando en Jackie— se dijo, —es una estupidez seguir deseándola».

—¿Al menos esta noche puedes ofrecerme tu cama? —preguntó Constance con voz trémula. A Leah le sorprendió e incluso le intimidó la emoción de Constance—. Nada de ataduras. Comprendo.

Apretó la mano de Leah. Como respuesta, Leah besó lentamente la palma de Constance. Sintió que Constance se estremecía y en su cuerpo se produjo un hormigueo cuando tomó conciencia de su sensualidad.

—Vamos arriba —dijo en voz baja.

Constance aflojó la tensión cuando llegó al pie de la escalera de mano.

—¿Para ti esto es una escalera? Leah se rio.

—Lo siento. ¿crees que podrás subir?

Constance sonrió con picardía.

—Si vale la pena el esfuerzo…

—Ya me lo dirás mañana —contestó Leah riéndose mientras empezaba a subir.

Se alegraba de que el clima se hubiera distendido. Cuando apartó la ropa de cama y encendió la manta eléctrica, se sintió invadida por la duda. No era justo hacerle esto a Constance. De pronto, Constance se hundió en la cama y arrastró a Leah consigo.

—Bésame.

No le fue difícil obedecer la orden ronca. Constance respondió a su beso con avidez, apresando y sujetando la cara de Leah.

—Me imaginaba que sabrías así —dijo Constance—. Muy bien.

Leah se sentó a horcajadas sobre las caderas de Constance y se dejó explorar. Las manos de Constance recorrieron las costillas de Leah, después se deslizaron hacia la espalda y le sacaron el jersey negro de los vaqueros. Leah sintió una sacudida de pasión cuando los dedos de Constance rozaron su espalda desnuda y gimió. Volvió a acercar su boca a la de Constance.

Un profundo suspiro puso en tensión el cuerpo de Constance. Leah se arrodilló sobre ella, sintió frío cuando Constance le quitó el jersey y la camiseta y volvió a poner sus manos cálidas sobre los hombros de Leah. Miró a Leah desde abajo con el rostro enmarcado por el rubio dorado de su pelo. Se mordió el labio inferior cuando sus manos descendieron y cogieron con suavidad los pechos de Leah. Cada uno de los nervios del cuerpo de Leah se erizó. Sentía los pechos henchidos y los acercó a las manos de Constance. Constance se relamió y respiró hondo. Sus manos se dirigieron hacia los botones de los vaqueros de Leah que consiguió desabrochar uno por uno con torpeza. Luego se deslizaron por debajo de la cintura y le quitaron el pantalón. Se incorporó empujando a Leah hacia atrás hasta poder sentarse y bajó la mano certeramente hacia el centro de la pasión de Leah. Ésta se estremeció, y acercó sus pechos a la boca de Constance. Estaba preparada para esto desde lo de Jackie, …Era injusto, injusto, se recordó a sí misma. «Ésta es Constance, la primera mujer que te toca desde Sharla. La única mujer que te ha tocado a excepción de Sharla».

Constance. Leah se entregó por completo. Con ligeras ondulaciones de caderas instó a Constance a que la penetrara. Retuvo la boca de Constance junto a sus pechos, alentando tiernos mordiscos.

Constance la abrazaba con fuerza, los dedos acariciaban la necesidad urgente de Leah. —córrete— susurró ferozmente apretada contra los pechos de Leah —Córrete.

Leah estaba rígida: demasiadas sensaciones, demasiado placer. Una nueva caricia en su interior, otra más, y su cuerpo dio una sacudida, respondiendo a la petición de Constance. Un amarillo punzante danzó tras sus párpados cerrados, mezclado con olas de carmesí y jacinto. Gritó cuando se hundió en los brazos acogedores de Constance y gimió: «¡Ay, Dios!» sobre su hombro.

—Tranquila, tranquila —le susurró Constance al oído—. Siento haber ido demasiado rápido.

—No, no lo sientas —jadeó Leah. Volvió a estremecerse y consiguió dominar sus emociones—. Me había olvidado de lo bueno que era.

—Hace mucho tiempo que no… —dijo Constance en tono apaciguador—. Vamos a ponernos cómodas y a ir más lentas.

Leah sacudió la cabeza.

—No quiero que vayamos más lentas.

Se echó a un lado y bajó la cremallera de los pantalones de Constance. Ésta tenía unas piernas hermosas: duras y ligeramente bronceadas. Un lunar adornaba la curva interior de uno de sus muslos, echando a perder la perfección y volviéndolos mucho más atractivos. Constance separó las piernas y Leah se puso en medio. Mordisqueó con suavidad las finas líneas donde la cadera se juntaba con el muslo.

—No me provoques —gimoteó de pronto Constance—. Lee, hace tanto que te espero.

Constance sabía a ámbar, a topacio, un sabor de almizcle, embriagador y ligeramente oscuro sin llegar ser dulce. Leah la penetró con la lengua, buscando la esencia de Constance en su interior y sintió unas manos que la empujaban hacia dentro. Luchó contra la presión y al final alzó la cabeza para respirar, para volver a zambullirse enseguida en las profundidades de la pasión de Constance. El placer de amar a Constance era cada vez más intenso, hasta alcanzar el negro azabache. El roce del vello de Constance sobre su frente era suave como el visón.

Cuando por fin Constance la apartó, Leah sólo podía pensar en lo distinta que era de Sharla, que sabía a carmín, púrpura y granate. Sin querer y todavía empapada del aroma de Constance, se preguntó a qué sabría Jackie. Entonces se reprendió por pensar en una mujer a la que nunca más volvería a ver.

Constance se acercó a ella, con la boca sedienta, y Leah renunció a pensar en Sharla y en Jackie. Mañana podía seguir pensando en ellas, pero esa noche pertenecía a Constance. Mañana se sentiría culpable por haberla utilizado, pero eso sería mañana… Y se entregó a la atención amorosa de Constance.

Leah despertó al oír que Constance refunfuñaba en voz alta: «vaya mierda», mientras bajaba por la escalerilla.

—Una se acostumbra rápido —gritó Leah con voz ronca.

—Menos mal que no me estoy meando, porque entre la escalera y el frío que hace aquí abajo no llegaría nunca…

Los pies tocaron el suelo pesadamente y Butch ladró. Leah se incorporó. Eran más de las doce y no había dado de comer a Butch la primera vez que se había despertado, más temprano. A decir verdad, la casa estaba fría, pero en aquel momento sólo había pensado en ir rápidamente al cuarto de baño, lavarse los dientes y volver a la cama con Constance.

Un dique se había roto en su interior, y supo que la amarga desesperación causada por la pérdida de Sharla empezaba a desaparecer. Todavía podía cerrar los ojos y añorar a Sharla, oír su voz, imaginar su olor. Pero los recuerdos de su amor se estaban convirtiendo en una manta reconfortante que podía abrigarla cuando necesitaba calor. Todavía sentía el pesar y la culpa por la muerte de Sharla; quizá nunca lograría deshacerse de eso. Pero Jackie la había encaminado hacia su futuro, y Constance había hecho que Leah dejara de arrastrarse y empezara a volar.

Butch expresó sus sentimientos de un modo muy explícito cuando Leah le sirvió la comida y le puso el plato en el suelo. La mirada herida y acusadora de sus expresivos ojos castaños hizo que Leah descongelara un poco del caldo de pavo de Jackie y lo echara sobre el pienso. Butch engulló la comida y se tumbó delante de la estufa con el hocico levantado. Leah atizó el fuego y recibió su recompensa cuando por fin oyó que el rabo de Butch golpeaba el suelo.

Comprobó la estufa del salón y entró en el cuarto de baño cuando salió Constance, con la piel rosada por la ducha y envuelta en la bata de Leah. Se duchó rápidamente y se puso un chándal limpio. Vio al pasar su imagen en el espejo empañado. Limpió el vaho con la mano y se miró fijamente. Sus labios tenían más color, sus ojos se veían cálidos, el marrón parecía casi un bronce bailarín. Ya no se parecía a la muerte. «¡Sharla, ay amor mío!». Reprimió el inicio de unas lágrimas y vio que sus labios esbozaban una suave sonrisa.

Constance estaba acurrucada en el sofá.

—¿Cuánto tarda esto en calentarse?

—Muy poco —respondió Leah—. Estoy muerta de hambre. Creo que es hora de comer.

—Yo también —dijo Constance—. Después de tanta actividad —añadió con una sonrisa.

Leah se rio.

—Sabes, estoy segura de que en Kirkwood sigue soplando mucho.

viento.

Constance bajó la mirada con recato.

—Quizá tengas razón. Sería una pérdida de tiempo ir al í a comprobarlo.

—¿Por qué no te quedas otra noche?

—Quizá tengas razón —contestó Constance. La bata se entreabrió enseñando el atractivo escote de Constance, que miró a Leah a través de sus pestañas castañas—. Supongo que tú nunca te aprovecharías de una pobre doncella, ¿no es cierto?

Leah se rio con malicia.

—Eso es exactamente lo que pensaba hacer.

—Pues muy bien —contestó Constance. Se reclinó en el sofá y dejó que se le abriera la bata—. Pero tienes que calentar esto, o taparme con algo. Preferiblemente contigo.

No le fue muy difícil coger a una Constance medio desnuda en sus brazos. Durante un rato jugaron a que Leah sólo pretendía proteger los pechos de Constance del frío, y después a que Leah sólo quería calentarse las manos entre los muslos de Constance. Pero al cabo de un rato dejaron de jugar.