Capítulo 4

Jackie se echó una generosa ración de salsa sobre el relleno. Después de este festín iba a necesitar una siesta, pero, si tenía que reconocerlo ante sí misma, la comida había quedado fantástica.

—No te creas que todo era glamour —dijo Jackie, en respuesta a la pregunta de Leah—. Mis padres me mantuvieron apartada del candelero. En realidad, yo sólo era una cría más en el cuerpo diplomático. No iba a las cenas elegantes ni me presentaban a los jefes de estado. Bueno, conocí y le hice una reverencia a la reina Isabel cuando tenía once años.

—Pero ¿qué clase de vida tenías? ¿Dónde vivías?

Leah repartía su atención entre el pavo y los boniatos al horno.

—Dependía del país; vivíamos en la ciudad o en la embajada. A mi madre le gustaba mucho más vivir en la ciudad. Estuvimos en Oslo y La Haya, y en Madrid. Pero más al sur vivíamos en las embajadas. No llegué a conocer demasiado los países africanos o de Oriente Medio. Mi madre salía más que yo. Y a partir de los doce años fui a un internado.

—¿Pero para ti dónde está tu casa?

Jackie tragó un bocado delicioso de pavo y salsa.

—En San Francisco. Siempre quise vivir allí. Tengo doble nacionalidad canadiense y estadounidense, así que supongo que si no me encantara La Bahía de San Francisco, iría a Vancouver o a Victoria. Cuando sea arquitecta colegiada, dependerá del sitio en el que esté mi trabajo. Al menos el trabajo que quiero hacer —concluyó con una mueca.

—Deduzco que en el sitio que estás ahora no eres muy feliz.

—Si no me reprimiera, acabaría odiándolo. Pero no puedo culpar a nadie salvo a mí misma. Por lo del coche, al menos puedo culpar a Parker. Sonrió con amargura.

Leah dejó de cortar otro trozo de pavo. —A ver si entiendo bien lo del coche. ¿Los dos decidisteis que lo mejor era que tú te compraras un coche para ir a verlo a él, y entonces él lo eligió?

—No fue exactamente así —repuso Jackie. Dicho así, parecía que Parker era un machista o algo por el estilo. En realidad, él siempre se había mostrado muy sensible a los problemas de las mujeres y ella quiso defenderlo—. Lo que pasó fue que nos pusimos a mirar coches y encontramos el MG…

—Pero no era el coche que querías y tú eras la que lo iba a pagar y conducir, ¿no?

Jackie asintió.

—Ahá —dijo Leah.

Jackie dejó que el silencio se hiciera más profundo. Supuso que no podía esperar que Leah entendiera su relación con Parker. Hizo caso omiso de la vocecita que le recordó que había aceptado pasar el día de Acción de Gracias con su tía para romper con la rutina de ver a Parker todos los fines de semana.

—¿Y por qué no va a verte él?

—Su coche apenas puede llevarlo a su despacho y traerlo de vuelta. Y trabaja muchas horas.

—¿Más que tú?

Jackie asintió.

—Normalmente trabajo los sábados hasta el mediodía, y él más o menos hasta las cuatro. No tiene horario fijo, puede entrar y salir cuando quiera, pero tiene un programa de producción muy rígido. La programación de software es muy complicada.

Leah resopló.

—¿Más que diseñar las características de un bloque de apartamentos?

Jackie sonrió.

—Vale, la arquitectura también lo es.

Leah tragó unas cuantas judías verdes.

—Bueno, me alegra ver que él te apoya en tu carrera.

Jackie decidió que lo más diplomático era no tomárselo como un sarcasmo.

—Así es, pero me gustaría que también me apoyara a la hora de elegir un coche.

Leah esbozó una sonrisa.

—Vale, me voy a bajar un rato del caballo feminista.

Jackie frunció la nariz.

—Para ser sincera, te diré que me fastidia, y, teniendo en cuenta que podía haberme muerto de frío, me fastidia bastante. Nuestra relación no es perfecta, pero llevo tres años con él.

—Creí que te habías mudado a San Francisco el año pasado

Jackie se dio cuenta de que se había sonrojado ligeramente. Ojalá que Leah pensara que se debía al vapor que desprendían los boniatos al horno.

—Así es, pero nos conocimos en Boston, cuando yo acababa de terminar la carrera y preparaba mi proyecto para sacar el título. Hace falta un mínimo de dos años de prácticas con un arquitecto que ya esté establecido.

—Ah —dijo Leah con otro bocado de relleno y salsa en la boca.

—Parker trabajaba para Lotus cuando le ofrecieron ser asesor en Silicon Valley.

Leah tragó.

—¿Y pudiste trasladarte durante las prácticas?

Jackie hizo una mueca.

—Sí, pero tuve que renunciar a los créditos correspondientes a un par de meses. En California, los requisitos para los créditos de las prácticas son un poco diferentes. Y el estudio en el que estoy ahora no está tan… interesado en lo que quiero hacer. Su fuerte son los grandes edificios comerciales. Fue todo un cambio.

—¿Con respecto a qué?

—Con respecto a la universidad. Estudié en Taliesin.

Jackie se dio cuenta de que volvía a sonrojarse. Sabía lo que iba a decir Leah; exactamente lo mismo que le había dicho su madre, lo mismo que le había dicho su padre, aunque éste se había mostrado más diplomático.

—A ver si lo entiendo. —Leah se echó hacia delante apoyándose en el codo y señaló a Jackie con el tenedor—. Fuiste a la facultad de arquitectura Frank Lloyd Wright. Tienen, digamos, ¿setenta y cinco, cien alumnos al año?

—Jackie asintió. —¿Y sólo porque ese tío quiso aceptar un trabajo en la otra punta del país abandonaste las prácticas en el estudio que te asignaron?

Jackie asintió.

—¿Y él no podía esperar y coger otro trabajo hasta que tú acabaras?

En realidad, nunca se habían planteado la posibilidad de que Parker no aceptara el trabajo y Jackie no estaba dispuesta a reconocerlo ante Leah.

—No quería separarme de él.

—¿No lo lamentas?

Je ne regrette ríen —repuso Jackie—. No lo lamento.

Pero ni ella se lo creyó. Leah apartó el plato.

—No puedo más. Necesito dar un paseo.

—Sigue nevando —replicó Jackie—. Pero ha amainado un poco.

—Gracias por esta comida tan maravillosa —dijo Leah. Se había relamido con la salsa. Había comido como una cerda y se sentía… fenomenal.

—Gracias por rescatarme de la nieve. —Jackie sonrió y Leah no pudo evitar devolverle la sonrisa—. ¿Por qué no recogemos y limpiamos todo este caos que he dejado?

—Falta una última cosa —dijo Leah. Miró a Butch que no se había apartado de su lado durante toda la comida—. No te acostumbres, muchacha —dijo mientras ponía su plato en el suelo. Butch tardó cinco segundos en limpiarlo, con un poco de boniato incluido, y levantó la mirada esperando que le dieran más. Jackie se rio y puso su plato en el suelo. Tras limpiar el plato de Jackie, Butch adivinó que ya no le caería nada más, así que se marchó al salón.

Leah secaba los platos a medida que Jackie se los iba pasando. Estaban a punto de terminar cuando Leah vio por la ventana de la cocina una luz que brillaba.

—¿Qué es eso?

Levantó la persiana para mirar.

—La luna —dijo Jackie sin aliento—. Parece que ha despejado.

Se pusieron las chaquetas y salieron al porche de delante. Butch, con un ladrido de entusiasmo, se precipitó por la cuesta y desapareció de la vista al hundirse en la nieve blanda. Salió de un salto del agujero que había hecho, aulló, se metió en otro y así siguió subiendo la colina.

Jackie fue tras Butch y Leah la siguió. Al cabo de unos minutos estarían empapadas, pero después de haber pasado todo el día encerradas, el frío tonificante les resultó agradable, al menos durante unos minutos. Jackie, riendo, se tiró de espaldas sobre la nieve.

—¡Ay! ¡Qué maravilla! ¡Es igual que las plumas! ¡Es un polvo perfecto!

—Se volvió a levantar, con la cara y el pelo cubiertos de copos de nieve. Se tiró otra vez hacia el otro lado. —¡Dios mío!, he pasado demasiado tiempo encerrada en oficinas. Este aire es igual que el vino. Se rio encantada y se revolcó en la nieve como una niña.

Leah se quedó inmóvil, sentía un hormigueo en los dedos. Le ardía la cabeza. La luna estaba baja en el cielo, proyectando un azul suave sobre la nieve, por todo el suelo, en las copas de los pinos oscuros. Jackie parecía un grabado azul oscuro. La trenza se agitaba a la luz de la luna y el rostro reflejaba el resplandor plateado. Las mejillas estaban espolvoreadas de azul celeste, y el mentón era una mancha borrosa mientras ella se tiraba sobre otro montón de nieve azul plateada.

Leah se dio la vuelta, regresó a la casa a trompicones y se dirigió al estudio, Apartó unos lienzos en blanco y cogió carbonilla y un bloc de dibujo. Corrió hacia el porche, salió a la nieve y se puso de rodillas.

Jackie interrumpió su ataque juguetón sobre la nieve y miró a Leah preocupada.

—Sigue jugando —le indicó ésta—. No me hagas caso.

Jackie iba a decir algo, pero se limitó a sonreír. Con otro grito de alegría, se abalanzó una vez más sobre un montículo de nieve. Jackie era un mosaico de azules y blancos. La piel tenía un borde plateado; el brillo amatista de la chaqueta enmarcaba los planos y las curvas de su figura.

Jugó unos minutos más tirándole bolas de nieve a Butch, que ladraba e intentaba cogerlas al vuelo hasta que desistió del empeño de seguir saltando. Ambas se hundieron en la nieve, sin resuello. De pronto la luna desapareció.

—Se acabó. —La voz de Jackie flotó hasta Leah sobre el susurro de la brisa—. Empieza a nevar otra vez.

En efecto, pequeños copos de nieve descendían como pañuelos minúsculos. Leah se levantó mareada. Le dolían las rodillas del frío.

—¿Estás bien?

—Creo que estaba demasiado concentrada. Sí, estoy bien.

—Déjame ayudarte —dijo Jackie, mientras le tendía la mano para cogerla del brazo.

Butch emergió de la nieve de un salto y con todo su peso tiró al suelo a Jackie y Leah, mientras el bloc y los lápices salían disparados. El primero aterrizó cerca de Jackie y ésta lo cogió rápidamente para que no se mojara.

Jackie miró el primer dibujo.

—No le ha pasado nada. —Lo acercó con cuidado a la luz del porche—. Es hermoso. —Leah intentó coger el bloc, pero Jackie no la dejó. Miró el dibujo y después la colina—. Sí, es así de verdad. La luz de la luna es cálida y fría a la vez.

Butch se sacudió y las salpicó con bolas de nieve medio derretida.

—Maldito chucho —maldijo Leah. Le molestó profundamente que alguien viese el primer dibujo que hacía en dos años—. Seguro que está bien calentita con todo ese pelo. ¡Vamos, muchacha, fuera de aquí. Venga!

—Le dio un rodillazo en el costado, pero Butch no se movió. Leah la fulminó con la mirada. —¿Qué tal quedarías como abrigo de pieles?

—Vamos, Butch —dijo Jackie y fue la primera en entrar en la casa. Butch la siguió, con la lengua colgando. Leah puso los ojos en blanco y entró tras ella en el cálido interior de la casa.

Jackie, con un bostezo, se acomodó bajo las capas de mantas para pasar su segunda noche. Butch se acurrucó delante del sofá. La luz del fuego de la salamandra se proyectaba sobre la pared desnuda en la que alguna vez había colgado un cuadro. Por encima del crepitar amortiguado del fuego, Jackie apenas oía el ruido de alguien que se movía en la habitación al final del pasillo. Leah se había retirado hacía varias horas, tras una explicación titubeante de que quería acabar los bocetos, y desde entonces lo único que se oía era el crujido del papel. Jackie se había entretenido con la novela policiaca que había empezado la noche anterior. Intentó volver a llamar para comprobar si el teléfono funcionaba, pero la línea seguía muerta. Se puso el pijama y se metió en el saco de dormir con la detective V.I. Warshawsky. Butch se había conformado con un hueso y se había dormido tras su riña con la nieve.

El breve ejercicio había agotado a Jackie. Era cierto que pasaba demasiado tiempo en la oficina o en el coche. Se prometió a sí misma que volvería a hacer gimnasia lo antes posible.

Oyó el ruido de una hoja de papel arrancada de un bloc. Leah Beck, alias Lee Beck…, qué personaje extraño. Jackie sabía más de la obra de Leah por sus propios estudios que por lo que le había contado su madre, aunque recordaba la admiración y satisfacción de ésta cuando Leah le había dicho al Fondo Nacional de las Artes que no aceptaría el premio si no se comprometían a acabar con la censura artística. De lo contrario, podían metérselo donde les cupiera.

Al pensar en su madre recordó que ésta le había asegurado a Jackie que si renunciaba al estudio en el que hacía prácticas en Boston arruinaría su vida. Hizo una mueca. «Soy demasiado joven para empezar a reconocer que mi madre tenía razón en algo». La verdad era que odiaba su trabajo. Casi no soportaba diseñar esos espacios cuadriculados y repetitivos, en los que la gente tenía que vivir y trabajar, edificios hechos en serie que cientos de miles de personas verían y olvidarían diariamente. Ese programa de prácticas era una fábrica de especificaciones y planos, en la que tenía muy poca experiencia directa con los clientes y raras oportunidades de crear algo desde cero. Era demasiado parecida a su padre para engañarse sobre sus habilidades; evidentemente no era Frank Lloyd Wright, pero el estudio Ledcor & Bidwel estaba triturando toda su creatividad. Tal como su madre le había dicho. Intentó apartar los pensamientos de ese camino tan inútil. Últimamente lo había recorrido demasiado. Procuró pensar en cómo podía hacer más ejercicio. A lo mejor convencía a Parker de que fueran a bailar; hacía tiempo que no iban y a el a le encantaba. Pero a Parker no le gustaba mucho y se quejaba de que ella bailaba mejor que él, cosa que no le divertía en absoluto.

Sólo había un pequeño paso mental que separaba la caja en la que guardaba su deseo no correspondido de ir a bailar y el contenedor en el que estaba su resentimiento cada vez mayor hacia su trabajo… y hacia Parker. Se daba cuenta de que la amargura por su frustración profesional recaía sobre Parker. Le molestaba que él tuviera éxito. Le molestaba que él ganara cinco veces más que ella, que después de trasladarse a la otra punta del país tuvieran que vivir en ciudades diferentes y que sólo se vieran los fines de semanas, y únicamente cuando ella iba a San José.

Tenía que ir a verlo en un coche que en San Francisco le costaba una fortuna aparcar, y además debía dejarlo a una manzana de su casa, un estudio minúsculo y oscuro en un tercer piso sin ascensor. Le molestaba que el apartamento de él, con dos dormitorios y una cocina moderna, estuviera en un edificio con piscina, jacuzzi y aparcamiento gratis; todo eso le costaba menos que el alquiler de ella. Mientras la cuenta corriente de Parker aumentaba, ella casi no había ahorrado nada. Él sí que hubiese podido comprarse un coche sin necesidad de pensárselo dos veces. Jackie se parecía lo suficiente a su madre como para decirse con firmeza que se había hecho la cama y ahora no sólo tenía que acostarse en ella, sino además dormir bien. Se acurrucó junto a los cojines del sofá y pensó en ir a buscar una de las mantas. Seguramente no estaría tan resentida si él la echara de menos en su ausencia, pero tenía la sensación de que si de pronto no se veían un fin de semana, a él le daba igual. Tampoco le había importado que ella se marchara aquel fin de semana largo. Jackie se había sentido culpable de preguntárselo, pero de todos modos él se había mostrado indiferente. Y sin duda, hacía tiempo que no se divertía tanto: preparar esa comilona y tener alguien que la apreciara. Había olvidado cuánto añoraba cocinar. A su compañera de cuarto de Boston también le gustaba comer, igual que a Leah. Era curioso, pero hacía mucho que no pensaba en Kelly. Se preguntó qué tal le iría, dónde trabajaría. Lamentaba que Kelly y ella se hubieran distanciado; Kelly y Parker eran como el agua y el aceite. Cuando ella se fue a vivir con Parker, Kelly sencillamente desapareció.

No quería pasar lista a todas las cosas a las que había renunciado por su relación con él. Las prácticas en Boston, la amistad con Kelly, parte del respeto de sus padres por su sentido común. Si tenía que ser honesta consigo misma, debía reconocer que, en parte, había dejado de respetarse. Y todo por una rutina que la estaba volviendo loca. Apartó el libro a punto de echarse a llorar. Era inevitable hacer un balance de la situación. Lo había estado eludiendo, pero ahora era demasiado tarde para echarse atrás. Su madre no había tenido que insistir demasiado para que fuera a casa de su tía a pasar el día de Acción de Gracias; y ella estaba ansiosa por marcharse, tomarse unas vacaciones de su apartamento lúgubre y de Parker. Hacía años que no iban juntos a ningún lado. Cada fin de semana era exactamente igual al anterior. Los sábados ella salía del trabajo, se metía en el coche con su bolsa de viaje ya preparada. Se paraba a echar gasolina —que pagaba ella—, compraba las cosas que sabía que él habría olvidado, incluidos los condones, que también pagaba ella. A eso de las tres, llegaba a la casa y esperaba a Parker. Salían a cenar y pagaban a medias. A veces iban al cine, que también pagaban a escote. Volvían a casa, hacían el amor y antes de las once ya estaban dormidos, al menos él.

Los últimos cuatro fines de semana no había podido dormir, así que había bajado al jacuzzi. Había entablado conversación con una enfermera que iba a esa hora a desentumecerse las pantorrillas después de su guardia. Si tenía que ser sincera consigo misma, reconocería que le apetecía más hablar de libros, cine y política en el jacuzzi que ver a Parker, que prácticamente sólo hablaba de software y de sus compañeros de trabajo.

Una tabla de madera crujió en la otra punta de la sala y Butch y ella dieron un respingo.

—Lo siento —se disculpó Leah—. Intentaba no hacer ruido. Pensaba que dormías.

Jackie tuvo que aclararse la garganta para que no le temblara la voz.

—Estaba pensando.

—Ah. —Leah encendió la luz de la cocina—. ¿Te apetece un chocolate caliente?

—Sí.

Jackie se sentó. Cualquier cosa con tal de no seguir pensando. Leah sí que tenía habilidades sociales, pensó con una ligera sonrisa irónica. Se puso la bata de felpilla que Leah le había prestado y se dirigió a la cocina calzada con unos calcetines gruesos.

—¿Te puedo preguntar algo?

—Dime —repuso Leah. Vertió leche en una cacerola y la miró a la expectativa.

—¿De quién es esta ropa? Es demasiado grande para ti.

Jackie estiró la parte delantera del pijama que ni siquiera ella llenaba del todo.

—De Sharla.

Jackie vio un muro que cubría los ojos de Leah.

—Lo supuse. Gracias por dejármela.

—La necesidad es la madre de la… o cómo se diga. —Leah midió con atención la cantidad de cacao—. Con la educación que recibí, sería incapaz de tirar ropa buena.

—¿De dónde eres?

Jackie se sentó en la mesa de la cocina y apoyó los pies en la silla. Los envolvió con la bata.

—Del condado de Lancaster, Pensilvania. La tierra de los menonitas.

—¿Los amish?

—Son amish que usan maquinaria. En esa zona los coches sólo pueden ser negros y también pintan de negro los cromados, para que no sean demasiado llamativos.

Leah sonrió con pesar.

Jackie pensó en los lienzos pintados al temple y con metales semipreciosos que había visto en las revistas de arte.

—Tus primeros cuadros fueron una reacción a todo eso, ¿verdad?

Leah se rio; Jackie no se lo podía creer; era una risa

—¿Acaso pretendes psicoanalizarme?

—No, sólo adivino. Al fin y al cabo, en El esplendor del rojo y el negro, pintaste todo de negro sobre plateado, salvo los bordes. Sólo soy la típica estudiante de arte.

—Ya conozco las bobadas que enseñan en las escuelas de arte.

—Mi madre también se horroriza. Dice que el programa de estudios ha decaído un veinte por ciento y que es una vergüenza que no se enseñe el arte de civilizaciones no occidentales.

—Tiene razón. Cuanto más cosas sé de tu madre, más me gusta. ¿Te apetece un poco de licor en el chocolate?

Jackie asintió y Leah sirvió chocolate hirviendo en dos tazas, les añadió licor de una botella y las acercó a la mesa.

—Es una buena madre, muy enrollada además —comentó Jackie. Sorbió el chocolate, el calor balsámico le invadió la garganta. El licor añadió un ligero ardor y sintió un cosquilleo en la nariz—. Es difícil explicarlo.

Siempre sabía cuándo ser mi madre, cuándo ser una adulta de la que yo pudiera alardear delante de mis amigos, y cuándo ser mi amiga. Pero fue idea de mi padre ponerme el nombre de Jackson Pollack.

Los labios de Leah esbozaron lo más cercano a una auténtica sonrisa que Jackie había visto hasta ese momento.

—Tus padres deben de ser personajes de lo más fascinantes.

—Lo son. Mi padre es un hombre ingenioso y encantador. Me enseñó a bailar y a caminar en tina recepción sin sentirme como un robot. Y si mi madre no hubiese sido artista, habría sido una terapeuta excelente. A medida que me hago mayor, cada vez me doy más cuenta de que se esforzaron por brindarme un hogar en el que me sintiera segura, incluso en lugares muy conflictivos.

—¿Habéis estado alguna vez en peligro?

Jackie negó con la cabeza.

—Que yo sepa no. Cuando trasladaron a mi padre a Egipto, a principios de los ochenta, me enviaron a un internado. Yo estaba muy preocupada por ellos, sobre todo por mi madre. No le gustaba estar encerrada en una embajada; solía irse a los mercados locales a hacer bocetos, o a estudiar idiomas. Y le encanta cocinar y preparar platos exóticos.

—Eso explica muchas cosas. —Leah se incorporó en la silla con interés—. Me intrigaba el ritmo de su trabajo, no es estrictamente occidental. Y la forma de las figuras y la elección de las piedras con las que esculpe se deben a que lleva dentro los diferentes países en los que vivió.

—No podía evitarlo. Incluso en Estados Unidos va a los rastros, a cualquier sitio en los que se compra y se vende. Dice que allí es donde la gente es más real.

—Y esa serie llamada Wall Street. Es Literalmente escalofriante, me estremecí cuando la vi.

Jackie sorbió su chocolate que empezaba sonrió con ternura.

—Precisamente, para hacerla se pasó una Bolsa. ¿Has visto la serie de Las tejedoras?

Leah sacudió la cabeza.

—No estoy muy al día.

—Hizo tres figuras basadas en el mercado de textiles. Todas femeninas. Las formas son un poco indefinidas, pero las manos y los hilos están increíblemente detallados. Todo lo que ésta tiene de cálida, Wall Street lo tiene de fría.

Leah se quedó pensativa.

—Supongo que debería salir de este encierro, pero… ahora mismo no. Eh… oye, ¿te molesta si te hago un dibujo con esta luz? Me servirá para los detalles de los demás dibujos; bueno, si decido pasarlos al lienzo.

Jackie parpadeó.

—No, en absoluto.

Había posado muchas veces. A su madre le gustaba enseñar a dibujar a niños y a menudo le pedía a Jackie que posara para ellos. Su madre insistía en que el arte era un lenguaje universal.

Leah regresó con un lápiz y un bloc.

—Sigue hablando. Puedes moverte, pero no te apartes de la luz.

Jackie sorbió el chocolate. El licor le produjo una sensación interior agradable y le dio ganas de sonreír. Parker se desvaneció en los oscuros recovecos de su mente.

—Si continua nevando tan poco como ahora, ¿crees que mañana podrán venir a buscarme?

Leah se encogió de hombros mientras el lápiz recorría el papel.

—No lo creo. Aquí no vendrán a quitar la nieve hasta que despejado la autopista, y no empezarán hasta mañana; eso si deja de nevar. Paró de hablar y la miró fijamente.

—Qué bien. —Jackie se inclinó hacia atrás y cruzó las piernas. La penetrante mirada de Leah fija en ella la ponía nerviosa—. Eso significa que podré jugar en la nieve y tener un verdadero día de descanso en lugar de hacerme la simpática con unos familiares que no veo desde que era una niña.

—¿Por qué has venido a visitarlos? Vuélvete un poco hacia la izquierda.

—Mi madre me obligó. —Jackie se rio—. Ya lo sé, ya soy mayor para esas cosas, pero cuando se lo propone, sabe como hacer que te sientas culpable. Mi visita la libra de tener obligaciones con ellos durante los próximos diez años. En realidad no se llevan muy bien. Para ellos mi madre es demasiado extravagante. La otra razón, que quería descansar un poco de Parker, se la calló.

—Jamás hubiera dicho que Jellica Frakes era extravagante, aunque sí que está en el límite.

—Depende por donde lo mires. Para su familia, lleva una vida totalmente estrambótica. Para los demás artistas, supongo que parece conservadora.

—Levanta el mentón. —Leah se acercó a ella, mientras el lápiz se movía por el papel a gran velocidad—. Para mis padres, era una forma de vida. Cualquier tipo de aspiración, de creatividad o de amor que no iba dirigida a la salvación era pecado. Sin condiciones ni excepciones. Mi padre era miembro del consejo de la iglesia.

—¿Cuándo te marchaste de casa?

—A los dieciocho años. Era evidente que tenía talento artístico y me enviaron a una universidad cristiana en el quinto pino, en Nuevo México, para que aprendiera a ser una buena artista cristiana. Allí conocí a Sharla.

Jackie se dio cuenta de que Leah pronunciaba el nombre de Sharla de una manera especial: vibraba. Igual que vibraba «Jellica» cuando lo decía su padre.

—¿Fue amor a primera vista?

Leah sacudió la cabeza.

—Tardamos un poco. Pero ella era una persona fuerte, muy resuelta, y había decidido no volver más a su casa. Sharlotte Kinsey, de Norman, Oklahoma. ¿Te imaginas ser de un lugar tan perdido que lo único que se ve a kilómetros a la redonda es un yacimiento petrolífero? El condado de Lancaster es pequeño pero hermoso, está lleno de vida. La primavera es tan verde que hasta hiere los ojos… —El lápiz de Leah se detuvo un momento y le brilló la mirada. Después sacudió la cabeza y el lápiz empezó a moverse otra vez—. Al cabo de un tiempo, decidió que yo tampoco volvería a casa. Así que no lo hice. ¿Puedes echarte un poco hacia delante? Apoya los codos sobre la mesa.

—Debe haber sido difícil —dijo Jackie mientras obedecía a Leah. Ésta acercó su silla y observó las pestañas y la frente de Jackie, que bajó los ojos, incapaz de devolverle la mirada.

Leah se quedó en silencio durante un buen rato. Se inclinó hacia delante, mientras borraba con la goma del lápiz la línea que la risa marcaba en la comisura izquierda de la boca. Jackie reprimió un temblor. Leah entreabrió ligeramente la boca y Jackie sintió que su mirada le quemaba los labios.

De pronto Leah se echo atrás, añadió un último trazo a su dibujo y cerró el bloc.

—No —dijo en voz baja—. No fue nada difícil. Ella hacía que todo resultara fácil. Durante trece años todo fue muy fácil. Sólo los últimos años han sido espantosos. —Leah se levantó bruscamente y llevó la taza al fregadero—. Creo que me voy a retirar. ¿Seguro que no tienes frío?

Jackie alzó la taza para despedirla. Se sintió profundamente agradecida de que la sesión de dibujo hubiera acabado.

—Estoy bien, gracias. El licor estaba muy bueno.

A decir verdad, sudaba ligeramente. Cogió una manta caliente de la cuerda de tender y se metió en el saco de dormir.

Leah subió la escalera y desapareció. Al cabo de unos minutos, reinaba el silencio.

A excepción de los rápidos latidos del corazón de Jackie.