Jackie se inclinó hacia delante y miró con ansiedad por el parabrisas. Puso las luces largas, pero el reflejo en la cortina de lluvia y aguanieve deslumbró aún más sus ojos ya cansados. Con todo, no podía ver más allá de la distancia que ocuparía otro coche; quizá dos. Con una mueca, volvió a poner las cortas y rezó para que las rayas de la carretera siguieran visibles a pesar de la lluvia que inundaba el asfalto. El cruce que conducía a Bishop apareció en medio de la oscuridad y Jackie giró lentamente a la izquierda. Redujo la velocidad del MG al tomar una curva y después la carretera se convirtió en lo que parecía una subida donde la lluvia empezaba a helarse. Siguiente parada: mil ochocientos metros de altura.
Lo único que podía hacer era seguir adelante y maldecir a todas personas responsables de su situación. Era evidente que esto no podía ser culpa de ella, pensó. Ah no, tú no eres la que está conduciendo un viejo coche deportivo con este tiempo. No, la culpa era de su madre por haberla convencido de que tenía la obligación de ir a pasar el día de Acción de Gracias con su familiar más cercano: una tía que Jackie no había visto desde que era niña. También era culpa de Parker por haberle aconsejado que se comprara un MG deportivo de segunda mano cuando en realidad lo que ella quería era un cuatro por cuatro. También era culpa de su jefe por haberla retenido tres horas en el momento en que ella se marchaba de la oficina. Nunca fallaba; cada vez que Jackie le decía que tenía que irse a una hora determinada, siempre surgía trabajo que terminar en una fecha limite y el a se sentía culpable, y, cuando por fin se iba, se sentía acosada y maltratada. Después, Mannings aludía a su marcha precipitada durante varias semanas. «Si te hubieras quedado una hora más, sabrías por qué se modificó el proyecto…».
La habría obligado a quedarse hasta las doce de la noche si el a no le hubiera lanzado La Mirada. La Mirada le dijo a Mannings que ya estaba harta de cambiar las especificaciones del CAD una por una y que, no, no pensaba hacer un nuevo juego de doce pruebas en color para tal cliente antes de irse. La Mirada le dijo que estaba harta de diseñar edificios en forma de cajas de cartón, de Mannings y de los trabajos urgentes de última hora que cada vez la retrasaban más, encima que hacía un tiempo espantoso.
Sólo dijo que lo haría el lunes. De pronto él se volvió de lo más atento y expresó su preocupación por el largo viaje que le esperaba y el tiempo que hacía. «Una tía tiene que ser muy valiente —dijo—, para conducir durante seis horas por esas montañas tan altas». Jackie apretó los dientes. Mannings siempre hacía una pausa antes de decir «tía», y el a sabía que en realidad quería decir «chica», a pesar de que ya estaban en los noventa. Le volvió a lanzar La Mirada y le dijo que no, que no creía que debía salir al día siguiente por la mañana.
Apretó el volante y se maldijo por haber sido demasiado cobarde y no haberle dicho que si se hubiera marchado a la hora prevista no habría tenido ningún problema. Pasó junto a una señal de altitud, mil quinientos metros, y siguió ascendiendo. Estaba segura de que se había perdido. Alargó la mano para subir la calefacción pero se detuvo, pues ya estaba a tope. El aguanieve se pegaba a los limpiaparabrisas. Una nueva ráfaga de aire gélido se filtró por la capota y Jackie buscó en la guantera los finos guantes que Parker le había regalado. No estaban forrados, pero eran mejor que nada.
Frenó en la cima de la cuesta y le alivió ver señales de civilización a través de la nieve medio derretida del parabrisas. Aceleró hasta encontrar una señal que indicaba que había llegado a Bishop. Era un pueblo pequeño y lo atravesó en pocos minutos. No había gente a la vista y todas las casas por las que pasó parecían acurrucadas a la espera de la tormenta. Condujo con cuidado por la carretera y reprimió un temblor de miedo. Su tía le había dicho que desde allí sólo faltaban diez minutos de camino. Decidió que podría llegar hasta la casa.
Su tía, naturalmente, no sabía que iba a nevar. No había luces en la calle. «Bicho de ciudad —se reprendió—, te has ablandado». El MG no estaba preparado para ese tiempo, lo sabía, pero no tenía otra elección más que seguir adelante. La nieve amainó cuando subió lentamente otra cuesta. Mientras el cuentakilómetros avanzaba, se dio cuenta de que a ese ritmo el cálculo de su tía de diez minutos podía convertirse en media hora.
El temor y las dudas volvieron con redomada fuerza cuando llegó a lo alto de la primera cuesta. No se había dado cuenta de que la ladera la había estado resguardando del viento y la nieve. El MG se sacudió cuando lo golpeó la primera ráfaga de viento del Ártico y la nieve cubrió el cristal.
Jackie renunció al calor en los pies y dirigió toda la calefacción al parabrisas. Al menos, sirvió de algo. Redujo la velocidad y condujo el coche fijándose en los mojones de la carretera, agradecida de poder ver el borde.
Pasaban los minutos mientras el paisaje parecía permanecer inmóvil. Jackie empezaba a sentirse como si fuera a acabar en el quinto pino. La nieve ya había cubierto cualquier señal que le hubiera permitido orientarse. Hacía al menos media hora que había pasado Bishop, y casi ocho horas que se había marchado de San Francisco. Tenía calambres por la concentración y los temblores. Su necesidad de ir al lavabo empezaba a ser apremiante, lo cual no la ayudaba para nada a mantener la calma. En momentos como ése, envidiaba el artilugio tan práctico que tenía Parker.
La tía Eliza estaría desesperada. Habían hablado brevemente por la mañana y ésta le había dicho que se preparara para «un poco de lluvia». No se imaginaba que Jackie conduciría un coche deportivo en medio de una tormenta del polar.
Los limpiaparabrisas se movían inútilmente; «vuelve, vuelve», parecían decir. ¿Por qué no se lo habían dicho una hora antes? Ni siquiera sabía si podría dar la vuelta sin salirse de la carretera. ¿Y adónde iba a ir? La única luz que había era la de los faros. Los copos de nieve eran como los de Boston en febrero: de los que se te meten en las botas por muy fuertes que las ates y enseguida se derriten. La clase de nieve que hace que los neumáticos patinen.
Como una señal, el MG derrapó hacia un lado cuando Jackie giró lentamente por una curva. «Fantástico —pensó mientras enderezaba el coche— Yo quería comprarme algo práctico, algo que pudiera llevarme a una obra si hacía falta. Pero no. Parker dijo que el MG estaría muy bien. Que sería divertido tener un deportivo para ir a la playa. Siempre había querido un descapotable». En los últimos nueve meses habían ido a la playa exactamente una vez.
La tía Eliza le había dicho que si seguía por la carretera llegaría a un cruce a la derecha. Después tenía que seguir todo recto hasta la segunda verja, y ahí coger un camino de gravilla y tierra. Si había gravilla y tierra significaba que también habría barro. El MG no estaba preparado para el barro. Tampoco estaba preparado para el asfalto ni la nieve. Cada pocos metros los neumáticos patinaban sobre la nieve derretida y después, cuando el coche se abría paso por los montículos de nieve, se sacudía. El ritmo impredecible de los resbalones le atenazaba el estómago. Debería volver a Bishop y buscar una habitación en un motel. O bien seguir conduciendo hacia el norte hasta el lago Tahoe. «Claro, Jackie, como si fuera tan fácil llegar a Tahoe con este tiempo».
«Soy una idiota», se maldijo. Redujo la velocidad y escuchó el tranquilo golpeteo de la nieve que caía sobre el descapotable. No podía hacer nada. La subida de la cuesta que acababa de descender era muy larga, y probablemente tardaría otros cuarenta minutos en regresar a Bishop, pero, por otro lado, dudaba de que pudiera ver una verja o una carretera con semejante tiempo y se moriría de frío si el motor se calaba. Tenía que regresar.
Empezó a dar la vuelta. Si aparecía un coche, la embestiría. Tampoco tenía suficiente visibilidad como para saber si había girado los ciento ochenta grados. «¿Dónde está la señal que acabo de pasar?». El aguanieve la volvía casi invisible…, allí estaba. Soltó el embrague y el MG se estremeció al subir otra vez la colina. En la cima, Jackie torció lentamente hacia la izquierda. Tardó unos segundos en darse cuenta de que el MG se dirigía hacia la derecha. Giró el volante en vano, apretó el freno suavemente, después con desesperación, mientras el coche seguía derrapando lentamente hacia un lado de la carretera. Las ruedas del lado derecho cayeron del arcén y el coche cogió velocidad mientras se salía completamente de la carretera y empezaba a descender.
Jackie tuvo una milésima de segundo para decidir si debía desabrocharse el cinturón e intentar saltar del coche o si debía quedarse y esperar que el cinturón de algún modo evitaba que se hiciera daño. Pero en ese momento el coche disminuyó la velocidad, y, con una ligera sacudida, se paró.
Jackie abrió los ojos. Se había detenido junto a una fila de gruesos pinos a sólo un metro de la carretera. Podía haber sido peor, mucho peor. Debajo los árboles no nevaba tanto; pero cuando Jackie decidió quedarse donde estaba, el motor del MG hizo un chisporroteo espasmódico y se paró. Intentó arrancarlo con cuidado, probó maldiciendo. Ninguna de las dos cosas funcionó, seguramente porque el coche estaba inclinado y la gasolina no llegaba al motor. Pensó con amargura en el Trooper de segunda mano que había querido comprarse, en su sistema de inyección, calefacción, frenos antibloqueo y tracción en las cuatro ruedas.
La temperatura dentro del coche descendió rápidamente. Intentó calentarse los manos expeliendo el aliento sobre ellas. Finalmente decidió que iba a tener que salir y ponerse a caminar. El movimiento le ayudaría a conservar el calor, algo vital, y sabía que la casa de su tía estaba más adelante. ignoraba cuánto tardaría, pero llegaría.
La siguiente cosa importante era mantener los pies secos. Llevaba unas botas de cuero muy gruesas… no eran borceguíes de montaña ni mucho menos, pero eran abrigadas e impermeables. Habían sobrevivido a un invierno en Boston. Consiguió sacar con dificultad la maleta de detrás del asiento trasero. Se puso otros pantalones vaqueros encima de los que llevaba —los que había traído para ponerse después de la comida de Acción de Gracias— y dos jerseys gruesos encima del que tenía. Volvió a ponerse como pudo la chaqueta; parecía otra superviviente de Boston.
Se metió unas bragas y unos calcetines en los bolsillos de la chaqueta, para envolverse las manos si hacía falta, y se maldijo por no haber cogido una bufanda de lana o un par de guantes de verdad. La chaqueta no tenía capucha y el a necesitaba conservar todo el calor corporal posible. La trenza ayudaría, pero no tenía horquillas. Se la puso alrededor de la cabeza y la envolvió con un chaleco de lana como si fueran gafas de esquiar. Lo sujetó más o menos con un pañuelo de seda. Los calcetines más gruesos que tenía se convirtieron en mitones y se los puso encima de los guantes de conducir. Nunca se había sentido tan agradecida por usar una riñonera en lugar de un bolso. Se la abroché alrededor de la cintura y se le ocurrió la idea morbosa de que si se moría de frío su carnet de conducir identificaría el cadáver. Como decía el carné que llevaba en el monedero, la embajada canadiense más cercana enseguida encontraría a su padre.
Se movía con dificultad debido a las capas de ropa, pero cuando salió del coche el frío no la penetró de inmediato. Buena señal, pensó. Mirando por una de las sisas del chaleco, subió como pudo la colina mojada y resbaladiza. Cuando llegó a la carretera, sus manos y rodillas estaban empapadas.
A pie tenía bastantes posibilidades de ver una verja, así que descendió la cuesta hacia donde pensaba que estaría la casa de su tía. Seguramente la estarían buscando… o quizá pensaban que tenía suficiente sentido común y se había detenido cuando el tiempo había empeorado. «No te asustes —se dijo—. Esto no es peor que cuando nos quedamos atrapadas con mamá en la cima de una pista de esquí en Banif. Tampoco es peor que esas vacaciones en las que nos enseñaban técnicas de supervivencia a las que papá nos arrastraba». En cuanto volviera a casa pensaba escribirle para darle las gracias por haber insistido en que aprendiera lo esencial.
Cuando llegó a la cima de la siguiente cuesta, tenía la nariz y las orejas entumecidas y sudaba profusamente bajo los jerseys. Le dolían los pulmones por el frío y la falta de oxígeno. Seguro que habría casas al pie de la colina. Tenía que haber. Ante la sola idea de subir otra colina…, se le cayó el alma a los pies. Se detuvo un momento y oyó un ligero chirrido detrás de ella.
En un rapto de esperanza, se apartó de la carretera, pese a que se dio cuenta de que el vehículo avanzaba lentamente. Al fin aparecieron los faros. Jackie avanzó hacia la luz y empezó a agitar los brazos con desesperación.
Era una camioneta, bastante grande. De las que llevan esos bestias que salen en las series de televisión. Seguro que tenía un soporte para las escopetas. Cuando se detuvo, un perro blanco enorme se abalanzó sobre la ventana del pasajero, enseñando los dientes. Jackie se echó atrás de un salto.
La puerta del pasajero se abrió. Una voz ronca le ordenó al perro que no se moviera y después le dijo a ella con aspereza:
—¿Qué pretendes? ¿Qué te maten?
Jackie no supo qué contestar. ¿Cómo iban a matarla? ¿De frío? ¿De rabia? ¿Atropellada por un palurdo antipático? De pronto recordó todo lo que le habían enseñado sobre las consecuencias de meterse en un coche con un extraño. «Ahora es el momento de aplicar las tácticas de supervivencia urbana», se dijo, y de pronto se dio cuenta de que estaba al borde de un ataque de nervios.
—Mi coche se salió de la carretera. Si pudiera llamar a mi…
—Haz el favor de entrar antes de que nos congelemos.
—No necesito que me lleve…
—Como quieras.
La puerta empezó a cerrase.
—¡No, espere!
Jackie cogió la puerta y sin preocuparse por el perro, se subió al estribo. Se sacó el chaleco de la cabeza y se bajó la trenza, mientras observaba a su acompañante con ansiedad. Sólo distinguió una gruesa chaqueta de franela, de las que llevan los cazadores. Pero no vio la menor señal de un soporte para escopetas.
—Si pudiera llamar a mi tía…
—No tengo teléfono móvil —repuso su acompañante con sarcasmo inclinándose hacia Jackie. Cuando las luces iluminaron el pelo corto, oscuro y los rasgos finos y sobrios, Jackie se dio cuenta de que su acompañante era una mujer. Casi se desmayó del alivio.
—Haz el favor de subir. Butch no muerde y yo tampoco —dijo la desconocida.